Shinzo Abe: un político controvertido, con una visión inconclusa
El asesinato de Shinzo Abe, el mayor patriarca de la política japonesa actual, ha conmocionado Japón, abriendo ciertas dudas sobre quién pondrá en valor su legado, y seguirá empujando su agenda política inconclusa. Las palabras más repetidas tras la muerte de Abe han sido y serán seguramente «visión», «transformación», «influencia» y «legado». Pero, ¿qué impronta deja Abe sobre una región, que él ayudó a convertir en el Indopacífico, y sobre la democracia japonesa?
El carismático ex primer ministro japonés, Shinzo Abe, falleció el pasado 8 de julio víctima de un atentado perpetrado por un asaltante solitario, durante un mitin electoral en la ciudad de Nara. El ataque tuvo lugar a tan solo dos días de las elecciones parciales a la Cámara Alta, que debían renovar la mitad de los senadores, y que finalmente ganó holgadamente el Partido Liberal Democrático (PLD) de Abe, lo que otorga un amplio margen de maniobra al actual primer ministro, Fumio Kishida, quién ya ha hecho suya la agenda inacabada de Abe.
Nacido en 1954, en el seno de una familia de tradición política (con un abuelo primer ministro y un padre ministro de Exteriores), Abe fue un político poco convencional para los estándares japoneses. Tras un primer paso fugaz por el gobierno, fue capaz de resurgir en un segundo mandato y, tras nueve años en el cargo, convertirse en el primer ministro más longevo y el primero en ganar tres elecciones seguidas, algo remarcable en Japón donde existe una tradición de jefaturas de gobierno breves.
Sin duda, Shinzo Abe era un político con una «visión» claramente definida del papel que debería ocupar Japón en el mundo y con fuertes convicciones sobre cómo lograrlo. En el centro de esa visión estaba la prioridad de garantizar la seguridad de Japón frente a la emergencia de China. En particular, Abe fue el promotor más vocal del movimiento de reforma del Artículo 9 de la Constitución japonesa (1947), que establece límites a la actuación de sus fuerzas armadas. Sin embargo, la obsesión de Abe por reformar este artículo chocó siempre con la oposición de la mayoría de la población, que se oponía y sigue oponiéndose a su reforma.
Su primer mandato, que le vino heredado tras la dimisión del carismático Junichiro Koizumi, fue fugaz, ya que se prolongó un año exacto. En ese período, Abe se mostró dubitativo, lo que generó críticas a su capacidad de liderazgo, y obtuvo un mal resultado en las elecciones parciales a la Cámara Alta –que impidió la aprobación de legislación clave–, y forzó su dimisión, por motivos de salud, a finales de 2007.
Cinco años, y cinco primeros ministros después –entre los cuales tres de la oposición, que tuvo que lidiar con la tragedia de Fukushima– Abe accedió a un segundo mandato, y pronto resultó evidente que el tiempo alejado del gobierno le había servido para reflexionar sobre los errores y aciertos de su etapa anterior. Su gobierno optó por invertir los factores de la ecuación y apostó, en primer lugar, por revitalizar la economía japonesa, afectada por un prolongado estancamiento económico. Sin renunciar a la agenda de seguridad, Abe abanderó la «transformación»de la economía a través de una política de tres pilares –o flechas–, la Abenomics, un éxito de la comunicación política que vio la luz en 2012 y que, ahora que se cumplen diez años de su lanzamiento, es posible afirmar que no obtuvo los resultados esperados. Otras políticas destinadas a revitalizar la economía y compensar en parte el envejecimiento demográfico –como la incorporación de la mujer al mercado laboral, la womenomics, o la tímida reforma migratoria– tampoco alcanzaron sus objetivos, por motivos diversos.
No obstante, confrontado a una oposición profundamente dividida y poco creíble ante los votantes, Abe se mantuvo firme en su agenda y, en contra del sentir mayoritario de la ciudadanía, impulsó una reinterpretación de los términos en los que el ejército japonés podía intervenir en la seguridad colectiva –es decir, en defensa de un aliado (2015)–. También creó un Consejo de Seguridad Nacional (2018) que aumentaba la influencia del ejecutivo sobre la política estratégica y de seguridad. En 2020, la controvertida gestión de la COVID-19 le pasó factura al gobierno, lo que, sumado a sus problemas crónicos de salud, forzaron su dimisión en agosto. Esto sucedió tras el retraso de los Juegos Olímpicos de Tokio debido a la pandemia, que habría puesto un broche de oro a su gobierno.
No obstante, Abe mantuvo su enorme influencia sobre la política japonesa, y más allá. Supo sacar partido de su vínculo estable con los principales líderes mundiales y, desde la óptica de Washington, fue un aliado ideal y confiable. Fue un valedor del Tratado Transpacífico (TPP) que, a iniciativa de los Estados Unidos, creaba una zona de libre comercio que abarcaba el 40% de los intercambios comerciales a escala mundial, y que aspiraba a sentar las normas y estándares comerciales en la región, a los que China –que no era miembro fundador– debería adaptarse. Y lo hizo a expensas de una parte de su capital político, ya que la inserción de Japón en el acuerdo comportaba desproteger algunos de los mimados sectores productivos japoneses y de sus graneros de voto. Con el texto ya firmado, la llegada de Donald Trump a la Casa Blanca supuso la retirada de EEUU del tratado, ante lo que Japón asumió el liderazgo de las negociaciones del partenariado que, en 2018, tomó la forma del CPTPP.
Su «legado» se proyecta especialmente a escala internacional, y en su mirada asiática. El Japón que divisaba Abe –considerado un halcón por su visión confrontativa de China– se ha convertido, progresivamente, en la aproximación que rige también la actual rivalidad entre China y los EEUU, y que empuja al reposicionamiento estratégico de la Unión Europea en Asia. Algunas de las semillas plantadas por la estrategia japonesa hacia Asia-Pacífico han enraizado, y resuenan, por ejemplo, en el nuevo enfoque hacia el Indopacífico, un constructo geopolítico que aúna los intereses de los grandes aliados que integran el QUAD –Japón, EEUU, Australia y la India–, un diálogo sobre seguridad regional promovido inicialmente desde Tokio. Tanto dentro de Japón, como entre sus vecinos –ya sea en China o Corea del Sur– la figura de Abe ha sido muy controvertida, en especial, debido a su revisionismo histórico respecto al pasado colonial japonés.
En el plano doméstico, también puede considerarse parte de su legado la actual unipolarización de la política a costa de la pluralidad de la democracia japonesa: con una oposición fragmentada y desorientada, una elevada abstención –especialmente de los jóvenes que se sienten ignorados por el partido conservador–, y una actitud más confrontativa del gobierno hacia los medios de comunicación críticos, en la ya de por sí complicada lógica de «clubes de prensa».
A Shinzo Abe, la muerte le ha alcanzado aún en activo, como miembro de la cámara baja del parlamento y, desde 2021, líder de la principal facción dentro del PLD. Desde esa posición, se situaba como uno actor determinante para bendecir a los futuros liderazgos del partido –y por defecto del país–, y quién sabe si, en un futuro, haber podido aspirar a un hipotético tercer mandato.
Quedan aún por ver algunas repercusiones del asesinato. En el momento de escribir estas líneas, todavía hay más preguntas que respuestas acerca de la motivación del ataque. Sin embargo, sería bueno que dichas preguntas fueran respondidas de manera transparente y responsable, para evitar la propagación de noticas falsas y teorías de la conspiración que aviven las expresiones de odio contra comunidades o grupos minoritarios. El goteo de informaciones sugiere ya la complejidad que envuelve al ataque, y que debería llamar la atención sobre la vulnerabilidad crónica de ciertos colectivos sociales en Japón, o de los vínculos existentes entre la política y determinados grupos religiosos.
Sin duda, con la muerte de Abe, un sector del nacionalismo conservador pierde a su principal adalid. No está claro si el movimiento que lideraba Abe quedará temporalmente descabezado o, por el contrario, resurgirán pronto algunos de los debates que Abe estaba sugiriendo ya, como la posibilidad de compartir capacidades nucleares con los EEUU, o respecto a la política de ambigüedad estratégica de Washington respecto a Taiwán.
El tiempo dará la distancia suficiente para calibrar el impacto real de su paso por la política y la democracia japonesas. Lo cierto es que ha sido el político más influyente en décadas en su país, y su legado –controvertido para muchos– le sobrevivirá otras décadas más. Los japoneses serán los que, en última instancia, deberán decidir que qué adjetivo le ponen a su liderazgo.
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