Orden global, tecnología y la geopolítica del cambio
El final de la Guerra Fría y la victoria del modelo liberal capitalista sobre el comunismo generó una enorme ola de optimismo en los países democráticos y de economía abierta, dejando atrás las dudas sobre la superioridad de un modelo que en no pocas instancias, había parecido inferior al soviético. No tardaron en generarse tesis sobre la inevitabilidad del resultado de la Guerra Fría y que describían la inherente e implacable superioridad del modelo democrático y liberal frente a otros. El avance de la democracia sería, a partir de ese momento, imparable. Particularmente importante en este campo fue el trabajo de Francis Fukuyama y su ensayo “El fin de la Historia” donde anticipaba que aquellos países que se resistieran a la apertura de su economía y a la liberalización de su sistema político pagarían un enorme precio en términos de bienestar y progreso. La democratización del mundo sería, por lo tanto, cuestión tan solo de tiempo.
Y la década de los años noventa y el principio del siglo xxi parecieron dar la razón a estas tesis. En esos tres lustros, el número de democracias aumentó de forma significativamente, al tiempo que las ya existentes profundizaron en derechos civiles y políticos. Según Freedom House, el número de países libres en el mundo pasó del 35% a finales de los años ochenta a cerca del 50% en el año 2007. Los países no libres, por su parte, pasaron de algo más del 30% del total al 10% en el mismo período. La Unión Europea (UE), un club de países democráticos y abiertos, amplió su membresía de 12 países en 1993 a 25 en 2004. Los Balcanes dejaron atrás las guerras étnicas y comenzaron su lenta andadura hacia la UE. El mundo árabe, empezó en el año 2010 a dar pasos hacia la democracia en las llamadas Primaveras Árabes. Ciudadanos tunecinos, egipcios o libios pedían una mayor transparencia del poder político y representatividad en las estructuras de poder. Contra todo pronóstico, una región del mundo caracterizada por la prevalencia de regímenes autoritarios y por el sectarismo político y religioso pedía a voces más democracia, más derechos políticos y un modelo económico abierto y moderno.
Se cerraba el siglo XX y se abría el XXI, por lo tanto, con un enorme sentimiento de optimismo sobre el porvenir del mundo liberal. Sobre ese apoyo a la democracia descansaban otros valores liberales de enorme importancia, como el imperio de la ley, el libre mercado, la porosidad de las fronteras y el multiculturalismo, la integración regional y la gobernanza global. Todos estos valores configuraron lentamente un orden internacional liberal que extendió sus fronteras hasta cubrir gran parte del mundo. Y es por ello que, en 1999, el economista y premio Nobel Amartya Sen, declaró que el acontecimiento más importante del siglo XX había sido el avance de la democracia.
¿Qué ha sido de ese optimismo en las últimas décadas y, en especial, en los últimos diez años? ¿Qué ha sido de los enormes avances en democratización y en extensión de la arquitectura liberal internacional?
La realidad es que el mundo ha atravesado en la última década un período de fuerte regresión liberal. Son múltiples los frentes en los que se observa este fenómeno, pero se pueden ordenar en dos dimensiones: la externa, que constituye el asedio al orden liberal por parte de fuerzas exógenas a él; y la interna, que se compone de la pérdida de valores liberales en el seno de Occidente y que dibuja un proceso de auténtica implosión o colapso del citado orden. A todo ello se suma un cambio en la geopolítica producido por la transformación tecnológica, que plantea ventanas de enorme oportunidad así como grandes retos.
EL ASEDIO AL ORDEN LIBERAL
El ascenso de China
Hay tres elementos que configuran el asedio al orden liberal. El primero es el ascenso de China en el orden global. Entre 1992 y el año 2016 el Producto Interior Bruto chino pasó de 400.000 millones de dólares a más de 11 billones. El gasto militar, por su parte, aumentó de 10.000 millones de dólares a 175.000 millones desde los años noventa a la actualidad. Este inmenso progreso económico no se ha visto acompañado de un avance democrático. China continúa siendo un país con fuertes limitaciones de derechos civiles y políticos. Freedom House estima que China se ha vuelto más autoritaria en los últimos años, poniendo en tela de juicio la teoría de que al crecimiento económico le acompaña en última instancia la apertura política.
A la luz de esta situación, el hecho de que el caso de mayor éxito económico de los últimos cuarenta años lo protagonice un país centralizado y autoritario no ayuda a la causa liberal. Las propias élites políticas y económicas chinas han pasado de defender el modelo centralizado y autoritario de su país con modestia e incluso con dudas, a hacerlo con enorme convicción. China ha pasado de verse como un país en vías de desarrollo y con enormes debilidades, a uno con la capacidad de ser un modelo para otros. Aunque la administración de Xi Jinping ha defendido el comercio global, lo que subyace al modelo político chino es un fuerte cuestionamiento de las libertades individuales y de la democracia liberal.
Hay además un elemento de cambio que hace que la oposición china al orden liberal se torne más seria y profunda. El avance tecnológico de los últimos años ha generado herramientas de represión política de enorme capacidad. El Estado chino, de hecho, hace un amplio uso de esas tecnologías para monitorear el comportamiento de su población, sobre todo, el de aquellos colectivos más contestatarios, como los uigures de la región de Xinjiang. Se han revelado en los últimos años programas para registrar a la población uigur con tecnología de reconocimiento facial, registro de iris, o incluso a través del secuenciado y registro de su ADN. El gobierno chino ha lanzado, por otra parte, un programa de crédito social que, haciendo uso la tecnología y de la complicidad del sector privado, registra los comportamientos de los ciudadanos y los premia o castiga a través de la concesión o retirada de derechos económicos y políticos. Se estima que hay en estos momentos más de 100.000 ciudadanos chinos que no pueden volar, por ejemplo, ya que su puntuación en el sistema de crédito social les priva del derecho a ser clientes de aerolíneas y gozar de libertad de movimiento.
Sin embargo, el uso represivo de la tecnología puede no ser la mayor amenaza para la transición democrática china. Ciertas tecnologías, y en particular la inteligencia artificial (IA) y el big data, otorgan una mayor sostenibilidad a regímenes centralizados autoritarios, porque resuelven problemas inherentes a estos, como los de información y comunicación. Esto es, por lo menos, lo que opina un creciente número de académicos y políticos chinos. La idea fundamental es que a través de los datos y de la capacidad de la IA para ordenarlos y darles sentido, un régimen centralizado es capaz de conocer el parecer de sus ciudadanos sin tener que consultarles directamente. En muchos casos, y si la tecnología despliega todo su potencial, el gobierno de Beijing podría incluso anticipar el parecer de la ciudadanía china y por lo tanto tomar las medidas necesarias para evitar conflictos sociales. Todo esto sería posible sin la necesidad de tener elecciones de manera recurrente, sin cambiar a los gobernantes con tanta frecuencia y sin libertad de prensa o de asociación. Y se produciría con un ánimo prácticamente democrático: el mejorar la vida de los ciudadanos a través de la comprensión de sus necesidades y anhelos.
Por supuesto, lo que obvian los defensores de este modelo son sus inherentes contradicciones y limitaciones. La debilidad de este modelo radica en su asunción de un perfecto alineamiento de incentivos entre representados y representantes y una voluntad de rendición de cuentas por parte de estos últimos. Que un mandarinato técnico tenga casi completa información sobre sus ciudadanos no significa que el liderazgo político-administrativo vaya a tomar las decisiones correctas; sobre todo cuando estas no sean de su agrado. En Occidente hemos descubierto que esto a veces requiere cambiar el liderazgo político. El segundo problema es que con los avances que tenemos en neurociencia y ciencias de comportamiento la frontera entre conocer las opiniones de tus ciudadanos y darles forma es muy estrecha. La tentación de manipular la opinión pública no es menor y es muy probable que el liderazgo chino caiga en ella de manera recurrente. Casi con toda probabilidad, por lo tanto, la tecnología no se usará para avanzar derechos y libertades, o para construir un gobierno más flexible y eficaz, sino para apuntalar una tiranía.
El orden liberal debe, por lo tanto, enfrentarse a la realidad de que ha nacido en Asia un antagonista de una dimensión creciente y que su visión del mundo colisiona de manera directa con algunos de valores liberales fundamentales. Esta colisión será más severa por el creciente uso de tecnología por parte del gobierno chino y de aquellos que opten por seguir su ejemplo.
El revisionismo ruso
El fin de la Guerra Fría llevó a muchos a pensar que Rusia se reincorporaría al mundo occidental; que el país vería una transición hacia un modelo democrático y abriría su economía. El gran antagonista de EEUU se convertiría, por lo tanto, en un aliado más. No fueron pocos los que pensaron que algún día Rusia podría incluso entrar en la UE y en la OTAN. Desde hace ya más de una década, sin embargo, el régimen de Vladímir Putin se ha posicionado abiertamente en contra de estas tesis. La guerra entre Rusia y Georgia en 2008 pero, sobre todo, el conflicto en Ucrania, con la anexión de Crimea y el conflicto en el Donbás, terminaron con la esperanza de una Rusia alineada con Occidente. En estos momentos, tanto EEUU como la UE mantienen severas sanciones económicas contra Rusia y la relación diplomática entre estos bloques atraviesa su peor momento desde la caída del Telón de Acero. La política exterior rusa se ha convertido, por lo tanto, en el segundo factor de asedio al orden liberal.
Sorprendentemente, no son sin embargo los conflictos diplomáticos y militares en la frontera rusa los que definen con mayor claridad el parecer de Rusia sobre el orden liberal internacional. Son las actuaciones en el ciberespacio y, sobre todo, la injerencia en procesos electorales en Occidente lo que se torna como más revelador. Es en este espacio donde Rusia ha sido tal vez más activa y donde sus actuaciones revelan una mayor coherencia. Lo que los ataques a procesos electorales dibujan es, de forma más evidente, una voluntad de debilitar el orden liberal y sus instituciones. Es este el motivo que lleva a las campañas rusas de desinformación e injerencia a apoyar a candidatos que cuestionan la UE, la OTAN o la integridad territorial de los estados que componen estas organizaciones.
A un nivel mucho más sutil, sin embargo, lo que conecta estas campañas es una voluntad de erosionar la fe que tienen los ciudadanos occidentales en su propia capacidad para alcanzar verdades colectivas. Es decir, se busca sembrar la duda sobre la habilidad de construir un debate público sano, veraz y coherente. De esta forma, las operaciones digitales rusas buscan dinamitar el orden liberal en su raíz misma, ya que no se sostiene una democracia liberal sin un debate público bien vertebrado y sin un mínimo de confianza en las instituciones de intermediación, como la prensa o los partidos políticos. Vistas a través de esta lente las campañas de injerencia rusa se tornan profundamente revolucionarias e, incluso, anti-ilustradas ya que atacan la verdad misma.
En este campo, al igual que en el caso chino, la tecnología ha jugado un papel fundamental en la erosión del orden liberal. El ciberespacio abre una nueva frontera de colisión de intereses estratégicos y obliga a Occidente a defender también en ese espacio la democracia y sus instituciones.
El Invierno Árabe
En el año 2010 se inicia en el mundo árabe una cadena de levantamientos populares que pedían la democratización de la región y mayores oportunidades económicas. Las revueltas terminaron produciendo la caída de los regímenes de Ben Ali en Túnez, Gadafi en Libia y Mubarak en Egipto. También se produjeron levantamientos en Yemen, Bahréin y Siria. La gran esperanza de los propios ciudadanos árabes y de muchos de los analistas internacionales era que estos movimientos llevarían a un Oriente Medio más democrático y próspero.
Nueve años después, la democracia sobrevive tan solo en Túnez mientras que en Libia y Egipto se han atravesado períodos de enorme inestabilidad, incluso de anarquía. El caso egipcio es tal vez el más emblemático en este proceso de regresión liberal con el régimen del mariscal al-Sisi llevando a cabo políticas más represivas que las del derrocado
Mubarak. De hecho, un análisis de la región revela que todos los países que atravesaron por la Primavera Árabe, salvo Túnez, tienen regímenes más represivos que al inicio de las revueltas. El caso más dramático de todos, sin embargo, ha sido el de Siria, donde un movimiento popular buscó derrocar el régimen de al-Assad sin éxito. Siria es, según el informe Freedom in the World 2018, el país con menos libertades del mundo.
El fracaso de la Primavera Árabe ha producido un enorme daño a la narrativa prodemocrática. De hecho, los acontecimientos en esta parte del mundo demuestran que la democracia es frágil y reversible y que no siempre logra echar raíces. Son muchos los países del mundo que observan el porvenir de esta región y se cuestionan si esas naciones deben seguir la senda democrática.
Al margen de la dimensión externa de este proceso se da también otra de naturaleza más bien interna, y es el propio cuestionamiento del proceso democratizador dentro de Occidente. Al haber fracasado de forma tan estrepitosa en la promoción y el apoyo a procesos de democratización en la ribera sur del Mediterráneo y al haberse constatado que algunos de estos procesos pueden desembocar en situaciones de pura anarquía son muchos los líderes occidentales que han optado por volver a apoyar una realpolitik en la región. Esa vuelta al realismo ha llevado al apoyo de nuevo a “hombres fuertes” en la región que, pese a sus abusos de derechos humanos, mantengan la paz social dentro de sus países y con ello aporten, por lo menos en el corto plazo, estabilidad. Se ha producido, por lo tanto, una regresión o un retroceso en el discurso liberal sobre todo en su vertiente más intervencionista y que buscaba con afán la expansión democrática. Esta serie de acontecimientos completan el dibujo del asedio al orden iliberal por parte de fuerzas exógenas, aunque ya se atisba en muchos casos que la frontera entre lo externo y lo interno es cada vez más borrosa.
La implosión del orden liberal
Al margen de los acontecimientos descritos arriba y su enorme impacto en el prestigio, legitimidad y resiliencia del orden liberal, en la última década hemos visto un creciente número de ciudadanos occidentales que cuestionaban los valores de ese orden. Este proceso de pérdida de fe en los valores centrales del liberalismo desde dentro de Occidente constituye tal vez la amenaza más estructural a la arquitectura internacional construida desde el final de la Segunda Guerra Mundial. La implosión del orden la protagonizan fenómenos políticos como el ascenso del populismo tanto de derechas como de izquierdas, que de distinta manera pero con efectos similares defienden un cambio profundo de orden y una vuelta a un mundo menos abierto, y con menores libertades individuales. Fenómenos como el Brexit, la victoria de Donald Trump en las elecciones presidenciales estadounidenses del 2016, la creciente hostilidad hacia la arquitectura comercial internacional o hacia los procesos de integración regional como la UE son tan solo ejemplos de una tendencia mayor de fractura política y social.
Existen numerosos diagnósticos sobre las causas de la fractura social que alimenta la radicalización política en Occidente. Son muchos los analistas que han señalado los efectos adversos del comercio global en las clases medias trabajadoras de Europa y EEUU, por ejemplo. El argumento más recurrente en este punto es que el ascenso de las nuevas economías en Asia, fundamentalmente en China, produce una pérdida de rentas y de empleo en los antiguos núcleos industriales de Occidente. Otros han señalado al impacto de las redes sociales en la vertebración del debate público como causante de la radicalización del discurso político. Al generar comunidades muy definidas y claramente posicionadas ideológicamente las redes sociales operan como cámaras de resonancia que reafirman las posiciones más sectarias y dificultan la construcción de puentes intelectuales entre aquellos que tienen opiniones divergentes. Otros, sin embargo, han concentrado su análisis sobre el ascenso del populismo y del nacionalismo en el impacto de la inmigración y la disolución de la homogeneidad étnica y cultural en países como EEUU o el Reino Unido.
Si bien es probable que múltiples combinaciones de los factores citados hayan tenido impacto en la economía política de países occidentales, lo cierto es que todo parece indicar que han jugado un papel más bien secundario, y en cualquier caso menor que otro factor, de enorme importancia y al que se debe prestar la máxima atención. Este no es otro que el cambio tecnológico y su impacto sobre los modelos productivos, en el empleo y, en última instancia, en la generación y distribución de rentas en economías avanzadas. Atravesamos en estos momentos una enorme transformación del mercado laboral. Sabemos que este cambio se debe a la intervención de la tecnología en el tipo de funciones que desempeñan los humanos en el entorno profesional. Existen ya múltiples análisis que estiman el porcentaje de empleos, y en el caso de los últimos estudios de la proporción de funciones dentro de una ocupación profesional, que se van a ver desplazados por tecnología. La mayoría de estos estudios producidos por la OCDE, la Oxford Martin School, el World Economic Forum o múltiples consultoras internacionales cifran sobre el 50% el número de empleos que podrían desaparecer en las próximas dos décadas. Lo cierto es que entramos aquí en el entorno de la especulación, al tratarse esto de estimaciones basadas en múltiples factores, como la velocidad de adopción tecnológica, que pueden verse alterados a lo largo del tiempo.
Lo que sí sabemos es que el desarrollo tecnológico actual colisiona de manera directa con las funciones que a día de hoy desarrollan seres humanos en el mercado laboral. Sabemos también que este proceso está produciendo una rápida precarización de los trabajadores, al dañar el total de la renta nacional dirigida a rentas del trabajo, y que esto, a su vez, está alimentando un aumento muy marcado de la desigualdad. Los grandes beneficiarios de este proceso están siendo los tenedores de capital y en concreto aquellos emprendedores e inversores que son propietarios de empresas en el sector tecnológico.
A nivel político las tendencias económicas descritas están produciendo un vaciado del centro ideológico, y un movimiento hacia los extremos del espectro político. Esa polarización parece ser una consecuencia directa de la inseguridad y preocupación que genera en múltiples colectivos el proceso de transformación del mercado laboral y la sensación de incertidumbre económica que le acompaña. Es esa inseguridad la que a su vez alimenta un profundo sentimiento anti-élites o antisistema que está fuertemente correlacionado con apoyo a fuerzas populistas. En última instancia este fenómeno lleva a un fuerte cuestionamiento de los valores centrales del modelo liberal: escepticismo sobre los beneficios del multiculturalismo y de la porosidad de las fronteras; oposición al libre comercio e incluso en algunos casos al modelo capitalista; dudas sobre la eficacia y legitimidad de las organización supranacionales; y una creciente desconfianza en el funcionamiento de la democracia liberal. Todo esto lo reflejan múltiples encuestas realizadas en países occidentales y, como es de esperar, es el motor del ascenso de fuerzas populistas que defienden, en esencia, el desmantelamiento de elementos fundamentales del orden internacional liberal.
Este tipo de movimientos políticos tienen el potencial de hacer más daño a la arquitectura liberal que cualquier amenaza externa a la que esta se enfrenta. La administración Trump es capaz de infligir más daño a la OTAN, a su estado de ánimo, a su capacidad de actuación y a la resiliencia de su compromiso de defensa común, que cualquier amenaza externa. El Brexit, o un gobierno de Marine Le Pen en Francia, tienen el potencial, por ejemplo, de producir mayores perjuicios a la UE que las actuaciones de países ajenos a la organización. El cuestionamiento interno, por lo tanto, es tremendamente significativo y se constituye como una poderosa fuerza desestabilizadora del orden global, que nos indica, además, el retorno de la política doméstica a la centralidad de la geopolítica.
La geopolítica de la tecnología
Como se ha descrito, la transformación tecnológica ha generado procesos de cambio en el ámbito político y en el de la seguridad. Ha transformado también el modelo productivo y con ello ha producido tensiones de naturaleza económica que están alimentando movimientos políticos altamente disruptivos. Además de todo lo anterior, la tecnología está alterando el mapa económico global y modificando la manera en la que se distribuye el talento, la innovación y a la prosperidad. Este proceso tiene implicaciones geopolíticas que inciden en el debate sobre el futuro del orden liberal ya que abre nuevos frentes de colisión geoestratégica. Son dos los ejes a lo largo de los cuales se despliega el impacto de la tecnología en la distribución de poder y, con ello, en el orden global.
La resiliencia de los clústeres de conocimiento
En los albores de la revolución digital se pensaba que la tecnología debilitaría el factor geográfico al permitir una mayor movilidad de ideas y de talento. El mundo sería plano y las cadenas de valor se construirían de manera dinámica y sin prestar atención a las fronteras nacionales. Un consultor podría conectarse a procesos productivos desde el lugar donde estuviese, aportar valor, y después retirarse o empezar a colaborar con otro cliente, por ejemplo. Este proceso profundizaría la interdependencia económica global alejando la posibilidad de conflictos bélicos. La realidad, sin embargo, ha sido muy distinta. La economía digital ha reforzado la centralidad del conocimiento en la economía y ha generado clústeres o polos de conocimiento claramente definidos. Los más conocidos son tal vez Silicon Valley, Cambridge (Massachusetts), o Shenzen-Hong Kong.
Lo cierto es que no todo el conocimiento viaja en el espacio digital. Existe un tipo de saber –al que algunos denominan ya conocimiento tácito–, que no se desplaza geográficamente. Ese saber se compone, por ejemplo, del conocimiento de prácticas industriales concretas, o de elementos técnicos tan particulares que solo tienen valor si se intercambian de forma recurrente en espacios geográficos estrechos y dentro de entornos intelectuales interdisciplinares. En todo caso, la realidad es que la revolución tecnológica ha reforzado la centralidad de la geografía.
Esta transformación tiene importantes implicaciones domésticas ya que genera polos de prosperidad, y a la vez regiones enteras que se vacían de talento y de oportunidades económicas. Pero tiene también importantes implicaciones globales, ya que produce un nuevo ámbito de competencia internacional: el del talento y la innovación.
Concentración de productividad y de riqueza
A la tendencia anterior le acompaña otra que también dibuja un mundo altamente competitivo y en el que las oportunidades económicas se concentran en pocas manos. En las últimas décadas se ha observado un proceso de concentración de crecimiento de productividad en un número reducido de empresas. Son las que la OCDE ha dado en llamar frontier firms, o corporaciones frontera, y representan algo menos del 5% del total del tejido empresarial de las economías avanzadas. A pesar de su limitado número, concentraron la práctica totalidad del crecimiento productivo de los últimos diez años. La mayoría de estas empresas son de gran escala y hacen un uso extensivo de tecnología en sus operaciones. Al beneficiarse de ciertas dinámicas vinculadas a la escala –como por ejemplo la generación y procesamiento de datos– estas empresas son capaces de capturar crecimiento en productividad y desplazar a sus competidores. En muchos casos, empiezan a entrar en mercados colindantes al suyo principal con enormes ventajas sobre los actores tradicionales. De hecho, la economía digital está demostrando poseer una fuerte pulsión oligopolística donde unos pocos se benefician de los llamados scale y network effects asociados al tamaño y a la red de información de la que se nutren estas empresas, y que generan posiciones de dominio de mercado.
La tendencia de concentración de productividad plan-tea, por lo tanto, profundos retos de tipo económico. Los estados que quieran generar empresas de calidad deberán trabajar para atraer talento, construir polos de innovación y posicionar empresas en la frontera tecnológica. Si no lo hacen, carecerán de empleos de calidad, de tracción fiscal y de la capacidad reguladora que otorga el ser la jurisdicción de los grandes actores económicos globales. Una política económica acertada requerirá de fuertes inversiones en infraestructura, una apuesta clara por generar, retener y atraer talento, y un apoyo consistente a sectores clave de la economía digital. Perder esta carrera puede tener consecuencias parecidas al retraso tecnológico, social y político que sufrieron los países que no se sumaron a la revolución industrial en sus inicios.
El reto a nivel global será mayúsculo ya que son muchos los países que compiten por la frontera tecnológica y, como se ha detallado más arriba, ese espacio está adoptando la estructura de un juego de suma cero. China ha lanzado ya un ambicioso plan para dominar sectores tecnológicos clave como la inteligencia artificial, la aeronáutica, la robótica o el ciberespacio. Así lo detalla su estrategia Made in China 2025, un documento en el que muchos en EEUU han encontrado una amenaza al dominio económico y tecnológico estadounidense. De hecho, todo parece indicar que la economía china puede cumplir esos objetivos. En estos momentos el mundo de la innovación empieza cada vez más a parecerse a un G-2 con el talento, el emprendimiento tecnológico y la innovación concentrada, fundamentalmente, solo en China y en EEUU.
Este entorno apunta a surgimiento de una autentica Guerra Fría tecnológica, en la que distintos bloques luchan por la supremacía económica. La tentación de muchos será el romper la competencia global, produciendo islas económicas donde el tejido empresarial local no deba enfrentarse a la competencia de gigantes externos. Esto destruirá valor a medio plazo. Surgirán también tensiones en relación a la escala y peso económico de ciertas empresas. De hecho, crecerá la evidencia de que la política antimonopolios debería intensificar. No será en todo caso sencillo para los gobiernos occidentales romper a sus grandes empresas de tecnología mientras China protege las suyas. Lo que está claro, en todo caso, es que la geopolítica de la tecnología será severa y generará fuertes tensiones entre los grandes actores económicos del mundo.
El nuevo orden global
El orden liberal internacional se enfrenta a importantes retos. Al margen de su asedio por parte de actores y fuerzas exógenas, se encuentra en un lento proceso de implosión. Para revertir este colapso hará falta diseñar políticas de crecimiento económico basadas en la innovación, en la generación de empresas en la frontera tecnológica y en la construcción de un nuevo contrato social que garantice la equidad en la distribución de las ganancias de la economía digital. Solo un nuevo consenso económico y social en Occidente puede devolver la sostenibilidad al modelo político liberal y democrático. Europa y EEUU pueden contener el asedio tan solo desde la fortaleza de su economía e instituciones y desde la justicia de su sistema y valores compartidos.
En este nuevo orden global el factor tecnológico será esencial. Lo será como fuente de enormes oportunidades de crecimiento y de oportunidades para mejorar la calidad de vida de todos. También como fuente de mejora de gobernanza de lo público y de avance de los derechos de los ciudadanos. El cambio tecnológico y social acelerado, sin embargo, también trae consigo enormes retos. Entre ellos se encuentran el cambio en la forma en la que se distribuye la riqueza dentro de las economías avanzadas así como la fractura social y política que esto está produciendo. Esa fractura bien puede costarle a Occidente su sistema político y el orden global asociado. La tecnología también parece estar generando una nueva geopolítica, fuertemente competitiva, y con grandes ganadores y perdedores, en la que los arquitectos del orden liberal se enfrentan a nuevos actores en nuevos frentes. Algunos de estos compiten ya desde la frontera tecnológica y con poderosas herramientas. Estos nuevos actores cuestionan elementos fundamentales del orden liberal como la centralidad de la libertad individual, la libertad de expresión, el valor de la privacidad o la propia democracia como forma de gobierno.
La Historia, por lo tanto, ha vuelto y lo hace desplegando ante nosotros una disputa geopolítica de gran calado y que volverá a poner a prueba los valores liberales sobre los se ha construido el orden global de las últimas décadas.