Nicaragua: crisis a golpe de decreto
Salvador Martí Puig,
Profesor de la Universidad de Salamanca. Colaborador del CIDOB
8 de junio de 2010 / Opinión CIDOB, n.º 74
Cuando los sandinistas accedieron al poder en 1979 no eran como otros movimientos revolucionarios. Su liderazgo plural condenaba, a la vez que descartaba, el caudillismo y el culto a la personalidad tan a menudo auspiciada por los líderes revolucionarios. Además, aunque todas las revoluciones son coaliciones de clases e intereses, la revolución nicaragüense hizo del pluralismo uno de sus principios vitales.
Desde la década de los noventa, sin embargo, la excepcionalidad del FSLN comenzó a desvanecerse. El partido fracasó en el intento de democratizarse internamente debido a la victoria que obtuvo en los diversos Congresos la vieja guardia liderada por Daniel Ortega, quien controló rígidamente el partido y adoptó patrones caudillistas. Desde entonces Ortega se ha convertido en un actor fundamental de la vida política del país. Desde 1990 hasta 2006 ejerció un importante poder desde la oposición y a partir 2007 desde la Presidencia de la República.
Ciertamente el establecimiento de una democracia representativa en Nicaragua desde 1987 (año en que se aprueba la actual Constitución) y el hecho de que el uso de la violencia es muy marginal es un logro significativo si se tiene en cuenta la historia del país. Sin embargo hoy esta democracia –entendida como un sistema de gobierno en el que hay un respeto por los derechos ciudadanos en el marco de un Estado de Derecho y una institucionalidad que impone poderes y contrapoderes- está enfrentando un momento crítico.
Las razones son dos. Por un lado está la incapacidad de reducir los altos niveles de pobreza e inequidad, que impiden que muchos de los derechos sociales consagrados en la Constitución sean implementados: el 75 % de la población nicaragüense vive bajo la línea de pobreza, y no parece factible que el país pueda cumplir ninguno de los objetivos del milenio. Y por otro lado está la consolidación de un “modelo” político (que tiene sus fundamentos en el “Pacto” que alcanzaron el expresidente Arnoldo Alemán y Daniel Ortega en el año 2000) en el que los mecanismos institucionales de rendición de cuentas (accountability) vertical y horizontal han ido erosionándose progresivamente, consolidando un tipo de democracia que se ha convenido en calificar –desde la academia- como “delegativa”.
Este “modelo” político que neutraliza la capacidad de los ciudadanos, los actores políticos y las instituciones para ejercer su función de “contrapeso” al Poder Ejecutivo ha ido estableciéndose progresivamente y en la actualidad supone un control prácticamente incontestado del actual Presidente de la República.
La última vuelta de tuerca de esta dinámica fue el llamado “Decretazo” del 9 de enero del 2010 (el Decreto Ejecutivo 03-2010) que prorrogó los mandatos de 22 funcionarios del gobierno cuyos periodos habían vencido o estaban por vencer, incluyendo magistrados del Consejo Supremo Electoral y de la Corte Suprema de Justicia, si bien dicha decisión debía tomarse –según la Constitución- en la Asamblea Nacional con una mayoría calificada del 60% de los votos.
Ante esta decisión unilateral del Ejecutivo, los diputados de la oposición (que consiguieron articular una mayoría de votos) se reunieron para vetarla, pero no pudieron celebrar la sesión debido a que simpatizantes sandinistas bloquearon el acceso a la Asamblea Nacional y, posteriormente, hicieron lo mismo frente al hotel donde los mismos diputados pretendían reunirse. El impacto del Decreto Ejecutivo 03-2010 es muy relevante, ya que supone que el FSLN continuará manteniendo el control de las instituciones clave para organizar y fiscalizar los próximos comicios nacionales (Presidenciales y Legislativos) de 2011.
Pero a pesar de los temores de algunos analistas, el contexto en Nicaragua es bastante diferente al de Venezuela o el de Bolivia. Hay tres elementos que hacen que el escenario nicaragüense no sea comparable al de los dos países citados. El primero es que en Nicaragua tanto la policía y como las Fuerzas Armadas se han mantenido al margen de las disputas políticas; el segundo es que el nivel de popularidad del presidente Ortega (que está alrededor de un 35%) no es suficiente como para convocar múltiples referéndums que le den mayorías amplias y continuadas, y el tercer y último elemento es que el gobierno no dispone de recursos de libre disposición (como podrían ser rentas del petróleo o del gas) para poder atraer grandes clientelas populares que lo apoyen.
Con todo también es cierto que el FSLN tiene múltiples ventajas en los próximos comicios de 2011, a saber; el Frente tiene a una máquina partidaria fuerte, el apoyo por parte de los medios de comunicación (sobre todo radio y TV), el beneplácito de sectores empresariales, bastante dinero del ALBA para la campaña, un único e incontestado candidato (Daniel Ortega), el control de la Corte Suprema de Justicia y del Consejo Supremo Electoral, y el apoyo de sectores sociales organizados que se han beneficiado de políticas sociales focalizadas. A la vez, a todo lo expuesto cabe añadir la existencia de una oposición fragmentada que no tienen candidato ni proyecto político consistente y alternativo.
En este contexto la decisión de Daniel Ortega de concurrir a la reelección a pesar de la prohibición expresa de la Constitución de 1987 (prohibición que ha neutralizado gracias a un Recurso de Amparo que se ha fallado a su favor) puede suponer una quiebra del consenso que ha sostenido hasta ahora la joven y frágil democracia representativa existente en el país. Un consenso que ya se está erosionando a raíz de la creciente percepción de la pérdida de neutralidad de las instituciones durante la última década.