México, después de las elecciones de 2015: ¿Se torció el sexenio de Peña Nieto?
Salvador Martí Puig
Profesor de Ciencia Política de la Universidad de Girona y Investigador Asociado del CIDOB
7 de julio de 2015 / Opinión CIDOB, n.º 340
Como es sabido los Presidentes de la República mexicana disponen del mandato electo más longevo del hemisferio americano. Quien conquista la máxima magistratura en este país gobierna durante seis años y dispone de múltiples prerrogativas.
De todas maneras desde hace ya dos décadas la Presidencia mexicana ya no es lo que era. Anteriormente se percibía como un mandato imperial que concentraba el poder ejecutivo, controlaba el partido mayoritario, disciplinaba el legislativo y ninguna otra autoridad (ya fuera del ámbito político o económico) podía hacerle sombra ni retarlo. Pero hoy ya no es así. Desde fines del siglo XX, pero sobre todo durante los dos últimos mandatos presidenciales (en manos de los panistas Fox y Calderón) el poder presidencial se debilitó y su autoridad empezó a cuestionarse.
Las razones de esta pérdida de poder fueron diversas y algunas no son ajenas al proceso de globalización presente en todo el globo. Sin embargo en el caso mexicano se le sumaron la pérdida del control político, económico y territorial. El control político se perdió debido a la erosión de la hegemonía que tenía el PRI; el control económico disminuyó a raíz de la ingente privatización llevada a cabo a finales del siglo XX; y el control territorial del estado se desvaneció a partir de la capacidad del “narco” para comprar voluntades a lo largo y ancho de la geografía del país.
Con esta pérdida de poder (y autoridad) por parte del Presidente de la República desde la llegada de Vicente Fox, y con el estallido de violencia que siguió con Felipe Calderón, muchos mexicanos volvieron a votar al partido que durante la mayor parte del siglo XX mantuvo el control disciplinado y férreo del país: el PRI. La victoria que llevó a Peña Nieto a la Presidencia fue fruto de muchos elementos, pero la nostalgia de un poder central, con fuerte autoridad frente al crimen y el disenso, fue clave.
El problema, sin embargo, es que no se puede viajar en el tiempo (ya nadie renuncia a la libertad de expresión ni a la pluralidad política); y la descomposición social, la violencia y la inequidad no se puede revertir por decreto. Aún así los inicios de la administración de Peña Nieto dieron visos de una cierta capacidad de control de la agenda con el “Pacto por México” en el que se sumaron las formaciones más relevantes del país (el PRI, PAN y PRD) para impulsar grandes reformas económicas e institucionales. A ello se le sumaron algunos golpes de efecto como el encarcelamiento de la jefa del sindicato SNTE, Elba Esther Gordillo, y el control por parte de dos hombres fuertes del PRI de las Secretarías de Gobernación y Economía.
Sin embargo a la mitad del mandato de Peña Nieto muchas de sus promesas empezaron a diluirse. Los principios de las grandes reformas sucumbieron en la letra pequeña del desarrollo legislativo, y el crimen y la violencia tampoco disminuyó. Es más, la impunidad se hizo aún más visible por la voluntad de silenciarla, y por la negligencia y la incompetencia de las autoridades públicas, siendo el caso de los 43 estudiantes desaparecidos de la Escuela Normal Rural de Ayotzinapa la muestra más desgarradora de esta situación.
Fue en este contexto en el que se celebraron, el día 7 de junio de 2015, las elecciones federales en las que se eligieron los 500 miembros de la Cámara de Diputados del país, además de diversos cargos federales y locales en 17 estados.
Como siempre, los resultados dieron juego a que cada uno de los partidos se proclamaran, en alguna medida, vencedores. El PRI con el 29.18% de los sufragios, 203 diputados federales y cuatro gobernaturas (las de Sonora, San Luís Potosí, Guerrero y Campeche) se erigió como el gran vencedor. El PAN sacó pecho de su segunda posición (con el 21% del sufragio y 108 escaños) y con la victoria en la gubernatura de Baja California Sur. El PRD, a pesar de su notable pérdida de votos y escaños (48), esgrimió el hecho que conquistó la gubernatura de Michoacán y algunos distritos clave del DF como Iztapalapa o Coyoacán. Y finalmente la nueva formación liderada por López Obrador, MORENA, señaló que había irrumpido en la política nacional con el 6.09% del sufragio, 26 escaños, y arrebatando muchas de las delegaciones de la Ciudad de México al PRD.
A pesar de que todos los partidos se erigieron vencedores de algo, un análisis más sosegado de los resultados da cuenta de una profunda crisis del sistema político mexicano en general y del sistema de partidos en particular. Evidencia de ello es que, por primera vez, hubiera un gobernador (el de Nuevo León) y un alcalde de una gran ciudad (Guadalajara) electos sin el apoyo de ningún partido, y casi un 5% del voto nulo. Pero más allá del estricto resultado electoral destacó también que fueron las elecciones más violentas y accidentadas de la últimas dos décadas: hubo seis homicidios de candidatos y múltiples episodios de violencia preelectoral en los estados de Chiapas, Guerrero, Oxaca y Michoacán.
En este contexto, y a pesar de que el PRI podrá contar una mayoría parlamentaria con el apoyo de su formación hermana Partido Verde (que obtuvo 47 diputados), no es descabellado augurar una segunda mitad de sexenio muy difícil para el Presidente. Es cierto que el PRI salió vivo de la contienda electoral, pero ese desenlace se debió más a la no comparecencia del adversario que a las virtudes del gobierno. El problema es si a partir de ahora el PRI podrá impulsar y liderar su programa de gobierno o si se dedicará, en lo que le queda de mandato, a la gestión episódica de crisis. Mientras tanto, las encuestas de opinión señalan que los ciudadanos mexicanos creen aún un poco menos en los partidos y sus autoridades.
E-ISSN: 2014-0843
D.L.: B-8439-2012