Lo que queda de Bélgica

Opinion CIDOB 68
Publication date: 05/2010
Author:
Carme Colomina
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Carme Colomina
Investigadora principal

6 de mayo de 2010 / Opinión CIDOB, n.º 68

Bélgica se desintegra poco a poco. La enésima crisis política que ha vuelto a dejar a los belgas sin gobierno federal no es nada más que la consecuencia lógica de un enfrentamiento enquistado entre Flamencos y Valones, que en la última década han ido ensanchando los muros que los separan. El gobierno belga ha caído nuevamente por las diferencias sobre cómo dividir la circunscripción electoral y judicial de Bruselas-Halle-Vilvoorde, el único distrito bilingüe que queda en todo el país. Es sólo la excusa política, el síntoma de un desencuentro más profundo que en los últimos años no ha hecho más que radicalizarse.

Hay estados que nacen con un pecado original. El de Bélgica, probablemente, es el del monolingüismo. En 1830, la élite francófona, tanto del norte como del sur, quiso cimentar los fundamentos del estado belga sobre la unidad lingüística, relegando un neerlandés preñado de dialectos y sembrando así, de origen, la semilla de las reivindicaciones lingüísticas y políticas flamencas. Aquellos habitantes que se creían de segunda descubrieron bien pronto que, por obra y gracia de la demografía, eran la mayoría del país y una fuerza electoral que, en pocas décadas, les daría el control político del gobierno federal. Los Flamencos, empujados por el mismo pecado, acabaron construyendo su propio territorio monolingüe en el interior del cual la circunscripción de Bruselas-Halle-Vilvoorde (BHV) ha resistido como una anomalía. La población francófona de la periferia de Bruselas se aferra a su lengua y a las "facilidades" que les concedieron históricamente para poder organizar su día a día en francés en un territorio que ha quedado como una isla dentro de la región de Flandes. La convivencia se ha tensado hasta el extremo que algunas de estas poblaciones de la periferia de la capital han impuesto restricciones al acceso a las viviendas sociales o a la compra de terrenos edificables si no se acredita el conocimiento del neerlandés o unos años de residencia en el municipio.

La crisis ha estallado cuando las consecuencias han alterado directamente el poder político. En un sistema de partidos políticos totalmente fragmentado, en Flandes sólo se pueden votar formaciones flamencas y en Valonia, sólo valonas, el distrito electoral de BHV es el único que permite al elector escoger entre unas y otras. Hace 2 años, tres alcaldes francófonos resultaron elegidos por una clara mayoría en la periferia flamenca de Bruselas pero las autoridades regionales les impidieron, por cuestiones lingüísticas, tomar posesión del cargo, obligando al Consejo de Europa a intervenir ante las denuncias de prácticas antidemocráticas presentadas contra el gobierno de Flandes. Sólo unos meses antes, en una polémica sesión del Parlamento belga, los partidos políticos flamencos ya habían votado en favor de la escisión de este distrito electoral y judicial. Como reconocía recientemente en un editorial el diario francófono Le Soir, "una cierta idea de Bélgica murió ya aquel día" en el Parlamento. Después de este último fracaso gubernamental, el quinto en tres años, la prensa belga se pregunta ahora abiertamente y en todas las lenguas si este país "todavía tiene sentido".

Bélgica es un país con fronteras interiores, lingüísticas, económicas y mentales, entre dos comunidades que se reivindican belgas pero viven la una de espaldas a la otra. Los belgas del norte y del sur se desconocen. Leen diarios diferentes, ven programas de televisión diferentes, los informativos de unos y otros sólo hablan de los vecinos cuándo hay conflicto lingüístico, crisis laborales o casos de corrupción. Incluso los héroes de los cómics infantiles no son siempre los mismos. El esfuerzo por comprender o utilizar la lengua del otro es mínimo.

En la última década, el discurso sobre la viabilidad de una escisión del país se ha visto reforzado, alimentado por las diferencias económicas norte-sur, por las quejas constantes de la rica y poblada Flandes a seguir financiando una Valonia castigada por el desempleo y la crisis social, y por la brama de la extrema-derecha flamenca que ha vestido sus proclamas xenófobas de independentismo identitario.
Años atrás, los belgas solían decir con ironía que tres cosas unían el país: el rey, la deuda del Estado y la selección de fútbol. Eran los años en que nadie cuestionaba la monarquía de Balduino y todavía confiaban en que los diablos rojos les darían alguna satisfacción. Ahora sólo los queda la deuda, una de las peores de la Unión Europea, sólo superada por Grecia e Italia. La caída del gobierno de Yves Leterme ha añadido desconcierto a la situación económica del país. Es desde esta debilidad que Bélgica, un país sin gobierno, se hará cargo, a partir del próximo 1 de julio, de la presidencia de turno de una Unión Europea, todavía en transición por la aplicación del Tratado de Lisboa, y castigada por las secuelas económicas y políticas de la crisis griega. Las elecciones anticipadas belgas del próximo mes de junio no llegarán a tiempo de evitar un traspaso de poderes casi irrelevante entre las presidencias de turno de la Unión. Bélgica añora el paréntesis de tranquilidad que supuso el año de gobierno de Herman Van Rompuy, que sólo cinco meses después de asumir la presidencia del Consejo de la Unión Europea vuelve a ver su país sumido en el caos institucional.