La gobernanza del euro, terreno en disputa

CIDOB Report_03
Publication date: 05/2019
Author:
Oriol Costa, profesor de Relaciones Internacionales, UAB
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La gobernanza de la zona euro, esto es, el grado de cesión de soberanía por parte de los estados a las instituciones comunes, su propia arquitectura institucional, las reglas del juego y las decisiones clave, han sido objeto de un muy intenso debate en el seno de la Unión Económica y Monetaria (UEM). El asunto ha cambiado gobiernos (Grecia), ha llevado a la creación de partidos nuevos (AfD en Alemania) y ha estimulado la aparición de liderazgos pujantes (Emmanuel Macron), ha articulado nuevas coaliciones de estados (la nueva liga hanseática de los Países Bajos, Dinamarca, Estonia, Finlandia, Letonia, Lituania y Suecia) y ha abierto una brecha profunda entre estados acreedores y deudores de la zona euro –una brecha que divide también al eje francoalemán–. Hemos visto retornar los peores estereotipos nacionales a las portadas de los periódicos, incluidos algunos rotativos considerados serios: los meridionales holgazanes o Merkel con un bigote de oscuras resonancias históricas. Y, durante todo este tiempo, se han acumulado los informes y las tomas de posición a todos los niveles –think tanks, gobiernos, partidos, grupos del Parlamento Europeo y organizaciones de la sociedad civil–.

En la base de este debate se encuentra la singularidad del euro: moneda sin hacienda que para tenerla debería crear una unión transnacional de transferencias entre ciudadanos que no se han reconocido todavía como miembros de la comunidad de extraños que se transfieren recursos regularmente vía impuestos. Y cuya existencia, además, depende de decisiones que deberían tomar electorados organizados sobre base nacional. Este es el centro de la cuestión. La arquitectura de la Unión Económica y Monetaria (moneda supranacional, haciendas nacionales) la hace vulnerable a las crisis y los shocks asimétricos, pero también a una toma de decisiones que en la práctica trocea la zona euro en distintas economías deficitarias y excedentarias, y que otorga a cada una de ellas (aunque, a la hora de la verdad, sea sólo a estas últimas) el derecho a vetar cualquier reforma. Un sistema de semejante factura es inherentemente inestable.

Los perfiles de la politización de la gobernanza de la zona euro pueden delinearse con tres trazos principales. En primer lugar, la investigación disponible indica que este ha sido un debate fuertemente europeizado, aunque con excepciones importantes y muy reveladoras. Por regla general, los países de la UEM no han debatido sobre la gobernanza de la zona euro encerrados sobre sí mismos, sino prestando atención a los argumentos de actores, expertos e instituciones de otros países o comunes al conjunto de la UE, y han movilizado para ello conceptos y marcos interpretativos similares a los utilizados en otros países. En otras palabras, las esferas públicas nacionales (no existe una esfera pública europea fuera de microesferas para especialistas) han presentado en este debate un grado significativo de europeización. La excepción a esta regla es bien significativa: si un estado no ha seguido la pauta es Alemania.
El debate alemán ha sido un debate básicamente nacional, con participantes alemanes, argumentos alemanes y marcos interpretativos alemanes. Hasta tal punto es así que tenemos razones para pensar, de nuevo según la evidencia empírica disponible, que los partidos alemanes, incluidos algunos partidos de gobierno, se han contado entre los actores más excéntricos de todo el debate sobre la crisis de la eurozona –en el sentido literal del término, entre los actores cuyas posiciones han estado más alejadas del centro de la discusión–. La gran economía excedentaria de la zona euro, y principal contribuyente neto de cualquier unión de transferencias que podamos imaginar para la UEM, ha podido abordar el debate en clave básicamente nacional. Las consecuencias han sido de gran envergadura para todos.

En segundo lugar, a pesar de la dureza del debate, se han tomado decisiones durante estos años que, aunque puedan considerarse insuficientes, modifican el paisaje institucional. El Mecanismo Europeo de Estabilidad, (los rudimentos de) la Unión Bancaria, el Procedimiento de Desequilibrios Macroeconómicos, el Pacto Fiscal Europeo (Fiscal Compact) y el Semestre Europeo suponen pasos adelante en el proceso de integración europea, a los que deberán sumarse los resultados de los esfuerzos en curso para reformar la UEM. La politización no ha significado en este caso, pues, parálisis. O, como mínimo, no una parálisis total. Tanja Börzel y Thomas Risse han opuesto esta situación a la de la politización de la zona Schengen a raíz del influjo de migrantes y solicitantes de asilo. Su explicación es la siguiente: mientras que la crisis de la zona euro apunta a un debate sobre el orden, la crisis de Schengen tiene que ver con las fronteras (order vs. border). La primera alude a qué tipo de comunidad política es Europa y cuánta solidaridad se deben sus miembros; la segunda demarca, incluye y excluye, y por tanto tiende a favorecer el repliegue nacional, desfavorable para la UE. Seguramente no es casualidad que AfD, que nació como partido antieuro, decidiera después acampar en el terreno (quizá más fértil electoralmente) del nacionalismo excluyente y la xenofobia contra los inmigrantes.

Finalmente, uno no debería observar la politización de un debate sin entender el conflicto político subyacente. Nos hemos referido ya al conflicto entre acreedores y deudores. Pero es importante señalar algo más. En esta discusión, virtualmente, todos los participantes principales quieren más Europa. Sin ir más lejos, el párrafo anterior calificaba los desarrollos institucionales de la UEM como pasos hacia adelante. Y, sin embargo, hay formas distintas y hasta contrapuestas de darlos, y pueden quedar ocultos si uno percibe este debate simplemente como una disputa entre más y menos integración. Mario Draghi lo ha planteado como un conflicto entre una gobernanza basada en reglas comunes a las que tienen que sujetarse instituciones y estados miembros (reglas habitualmente favorecidas por los acreedores como una forma de reducir los riesgos) y una arquitectura formada por instituciones supranacionales con capacidad para tomar decisiones con un cierto grado de discrecionalidad (presentada por los deudores y no pocos federalistas como una manera de mancomunar y gestionar el riesgo). Naturalmente, Draghi ve al BCE como una institución con capacidad para esto último, y preferiría que la reforma de la UEM empujara en esa dirección a una arquitectura institucional hasta ahora escorada en el sentido contrario. Y este ha sido el núcleo de casi todo en esta última década.