Japón y el nuevo orden internacional: la inevitable transformación de su diplomacia
La evolución de la política exterior japonesa desde la doctrina Yoshida hasta las doctrinas Abe y Kishida refleja un proceso de normalización que busca adaptar la diplomacia del país a las nuevas realidades internacionales, dejando atrás el pacifismo adoptado tras la Segunda Guerra Mundial, pero sin incurrir en el militarismo.
Las reformas impulsadas por los gabinetes de Abe y Kishida han fortalecido las capacidades defensivas de Japón y han promovido su participación más activa en la seguridad global, especialmente en la región del Indopacífico.
Esta normalización de Japón responde al pragmatismo de sus élites políticas, que buscan asegurar la autonomía y la influencia del país en un orden internacional liberal en crisis.
La anhelada normalización de la diplomacia japonesa
En la Cumbre por la Paz en Ucrania celebrada en junio de 2024 en Suiza, el primer ministro japonés Fumio Kishida anunciaba por sorpresa su intención de copresidir el diálogo sobre seguridad nuclear y de organizar una conferencia internacional sobre el desminado en Ucrania para este mismo año. Además, desde su cauta diplomacia, iba un paso más allá y calificaba esta guerra como una clara violación del derecho internacional y un intento de Rusia de alterar el statu quo existente. Kishida urgía a proporcionar ayuda militar a Kiev y alertaba de que «Ucrania hoy podría ser Asia Oriental mañana», una de las frases más repetidas en los dos últimos meses por el primer ministro. Estas declaraciones resultan especialmente sorprendentes, ya que, además de romper con su tradicional postura pacifista y de mínima intervención, reflejan un cambio histórico en una diplomacia dispuesta a asumir un rol más activo en la resolución de conflictos globales.
Hasta recientemente, romper el «tabú nuclear» o discutir abiertamente sobre cualquier tipo de remilitarización o ayuda militar por parte del Gobierno japonés habría sido impensable y habría llevado a la dimisión inmediata del primer ministro. Sin embargo, esta situación de aversión hacia lo militar ha experimentado un cambio significativo desde el inicio de la guerra en Ucrania. Según una encuesta de opinión realizada en 2024 por el Gobierno nipón, más del 57% de los encuestados creía que su país debería desempeñar un mayor liderazgo en respuesta a la invasión rusa, mientras que el 75% respaldaba la iniciativa gubernamental de promover la democracia y el libre comercio en la zona del Indopacífico. ¿Qué ha motivado este cambio en la percepción de la sociedad japonesa respecto a la orientación de su diplomacia tradicionalmente pacifista?
Desde el inicio de la Guerra Fría, Japón se había convertido en toda una anormalidad en el escenario político internacional, puesto que nunca antes una segunda potencia económica había contado tan poco en materia política y, sobre todo, en cuestiones de seguridad. Con la Constitución pacifista de 1946, la nación adoptó en materia de política exterior la doctrina Yoshida, una estrategia diseñada para reflotar la economía, asegurar el bienestar de la población y delegar la defensa nacional a Estados Unidos, que pasaron de ser un enemigo a un aliado privilegiado. Esta anormalidad –alimentada por un contexto bipolar, por los límites constitucionales de Japón y por un pacifismo que había arraigado en la sociedad japonesa– ha dejado de ser sostenible. Así, desde el final de la Guerra Fría, la élite política japonesa ha estado debatiendo sobre qué postura defensiva debería adoptar y cuál debería ser el papel del país en un escenario global cada vez más incierto e inseguro. Primero Shinzo Abe (2012-2020) y luego Fumio Kishida (2021) han ido deshojando la margarita del pacifismo japonés, hasta implementar los mayores cambios de la diplomacia japonesa en décadas. Los distintos gabinetes desde Abe han impulsado una transición hacia una política exterior que busca convertir a la nación en un futsū no kuni (普通の国) o «país normal», es decir, que ejerce una responsabilidad en el ámbito exterior comparable a la de otros países soberanos. Con la llamada doctrina Abe se inicia un hito en la historia reciente del país que busca romper con las restricciones que impiden su papel más activo en la región, lo que abre la puerta a la participación de Japón en actividades militares fuera del país.
La reacción doméstica a dicha doctrina no es uniforme y, junto con los partidos políticos que históricamente han abogado por el pacifismo y la interpretación restrictiva del artículo 9 de la Constitución –como el Partido Comunista y el Partido Socialista–, encontramos una tercera vía del principal partido de la oposición, el Partido Democrático Constitucional, que coincide con las voces mayoritarias de la opinión pública. Estas, si bien entienden la doctrina Abe como una evolución natural y necesaria en un entorno de seguridad regional cambiante (como las crecientes tensiones con China y Corea del Norte), se mantienen en contra de cambiar el artículo 9 y apuestan por limitar el papel de Japón en misiones bajo la bandera de Naciones Unidas. Aunque la trágica desaparición de Abe, fallecido en un atentado en 2022, dejó al país en un estado de conmoción, la llegada del primer ministro Kishida representa la consolidación de una nueva diplomacia que opera en un contexto en los que los principios, normas e instituciones del orden internacional liberal que tantos frutos había brindado a Japón como potencia mercantilista, se encuentran en una fase de crisis y contestación (Barbé, 2021).
¿Cuáles son los elementos distintivos de la doctrina Abe y la doctrina Kishida? ¿Se trata de un retorno al militarismo o más bien del pragmatismo de unas élites que buscan adaptarse a las nuevas realidades del entorno doméstico e internacional?
La doctrina Yoshida durante la Guerra Fría
Tras la ocupación estadounidense (1945-1951), Japón inició un período de «milagro económico» gracias a una serie de políticas industriales y comerciales que convirtieron al país en una superpotencia económica en tan solo una década. Este enfoque mercantilista, conocido como la doctrina Yoshida en honor al primer ministro Shigeru Yoshida (1946-1954), caracterizará la política japonesa durante la Guerra Fría y se basará esencialmente en tres premisas fundamentales: priorizar la recuperación y el crecimiento económico del país, mantener una diplomacia prooccidental y anticomunista, y fortalecer la alianza militar con Estados Unidos para hacer frente a los desafíos que la Constitución pacifista de 1946 impedía abordar. Ello incluía, además y gracias a la firma del Tratado de Seguridad entre Washington y Tokio, la aceptación de bases militares estadounidenses en su territorio. Durante las décadas venideras, Japón será un gigante económico, pero un gusano en términos de seguridad.
Durante la Guerra Fría, la doctrina Yoshida experimentó algunos cambios clave, pero Japón se mantuvo como un «país mercantilista y pacifista, aunque ligeramente armado» (Kawashima, 2003). En la década de 1950, Yoshida estableció las Fuerzas de Autodefensa (FAD) bajo una política «exclusivamente orientada a la defensa», de protección del territorio japonés y sin capacidad de participar en ninguna acción militar al exterior. Posteriormente, el primer ministro Kishi Nobusuke (1957-1960) revisaría el tratado de seguridad con Estados Unidos, eliminando las asimetrías existentes anteriormente y asegurando que Japón no fuera abandonado (obligatoriedad de defender al país) ni involucrado en ninguna guerra por la potencia norteamericana1 A diferencia del tratado anterior, el nuevo acuerdo incluía garantías por parte de Estados Unidos de responder ante cualquier ataque armado contra Japón, quedando ambos estados vinculados jurídicamente al respecto.
Finalmente, a mediados de los años setenta y considerando el nuevo entorno de seguridad marcado por la segunda Guerra Fría, el Gobierno japonés aprobó una serie de documentos, como el Programa de Defensa Nacional (1976) y las Directrices de Cooperación en Defensa con Estados Unidos (1978), en los cuales se redefinía el concepto de amenaza tradicional. Ahora se entendía que dicha amenaza podría venir no solo por una invasión a gran escala por parte de la Unión Soviética, sino también a escala más limitada o convencional. Ante esta eventualidad, Japón debía tener la capacidad mínima para repeler cualquier agresión mediante una acción inmediata de las FAD, coordinadas con el mando militar estadounidense. De este modo, Japón se convertiría en la lanza defensiva y Estados Unidos en el escudo.
El final del mundo bipolar y los límites de la doctrina Yoshida
Tras la disolución de Unión Soviética, Japón experimentó un período de confusión, tanto por el futuro de su pacto de seguridad con Estados Unidos como por su papel como potencia en el nuevo orden mundial posguerra fría; un contexto de incertidumbre que coincidiría con la invasión de Kuwait por parte de Irak. Japón, que dependía en gran medida del petróleo del Golfo, inicialmente permaneció en silencio pero, a inicios del año 1991, anunció una contribución de 13.000 millones de dólares para sufragar el coste de la coalición internacional contra Iraq. Estados Unidos también solicitó el envío de sus FAD, pero tras arduos debates parlamentarios, el Gobierno japonés declinó esta propuesta bajo el argumento de que ello contradecía el artículo 9 de su Constitución. Tras la liberación, el emir de Kuwait expresó su gratitud hacia la coalición internacional en anuncios en los principales periódicos del mundo, pero sin mencionar a Japón en los agradecimientos. Ello generó acusaciones de que Japón practicaba una «diplomacia del talonario» (小切手外交, kogitte gaikō), lo que causó una profunda desazón en la sociedad nipona y una constatación: que la doctrina Yoshida resultaba totalmente inapropiada.
Como reacción a las críticas por el bajo perfil desempeñado, el Gobierno japonés aprobó en junio de 1992 la Ley de cooperación internacional, que permitía la participación japonesa en misiones de paz de Naciones Unidas bajo estrictas condiciones, como la obligación de obtener el consentimiento del poder legislativo (Dieta Nacional). El primer envío de fuerzas japonesas al exterior desde la Segunda Guerra Mundial tuvo lugar en el marco de la misión de mantenimiento de la paz de la ONU en Camboya (UNTAC), seguido de otras «contribuciones internacionales», un concepto lo suficientemente elástico como para incluir operaciones de mantenimiento de la paz, de ayuda humanitaria o de monitoreo electoral: en el continente africano (Congo, Rwanda, Mozambique, Angola y Sudán), en Oriente Medio (Irak, Palestina y Altos del Golán) y en Asia (Afganistán, Nepal y Timor-Leste).
Tras este primer período de incertidumbre, cuatro cuestiones han representado desde entonces los desafíos más importantes a la seguridad y a la propia existencia de Japón como potencia del sistema. En primer lugar, la excesiva dependencia de Japón con respecto a Estados Unidos y las tendencias unilateralistas de algunas de sus administraciones (Bush o, más recientemente, Trump) han aumentado el dilema de la alianza: el temor de ser abandonados o arrastrados a un conflicto, contradiciendo la Constitución pacifista. La relación entre Japón y Estados Unidos fue puesta a prueba el 11 de septiembre de 2001 y durante la guerra contra el terrorismo liderada por George W. Bush. A diferencia de su negativa en la primera guerra del Golfo en 1991, Japón respondió de manera diferente y, a pesar de las dudas legales sobre dicha invasión, el Gobierno de Junichiro Koizumi (2001-2006) decidió apoyar la coalición liderada por Estados Unidos y enviar 600 soldados para realizar operaciones de rehabilitación y mantenimiento de servicios públicos en territorio iraquí. La decisión de «poner las botas japonesas en territorio iraquí», en palabras del subsecretario de Estado Richard L. Armitage, más que un cambio de estrategia marcó el inicio de una serie de transformaciones en la política de seguridad que ya habían comenzado en la década de los noventa.
En segundo lugar, surgió a nivel regional la primera crisis nuclear con Corea del Norte (1993), exponiéndose las limitaciones de la alianza con Estados Unidos para hacer frente al chantaje nuclear de Pyongyang. Desde entonces, Corea del Norte ha representado un creciente desafío, con su programa nuclear y de misiles balísticos, capaces de alcanzar el territorio japonés en cuestión de minutos. Las pruebas de misiles Taepodong y los ensayos nucleares han aumentado la sensación de vulnerabilidad en Japón, lo que ha impulsado la necesidad de una defensa más autónoma, ha hecho incrementar su presupuesto de defensa, ha mejorado el sistema de destructores Aegis y PAC-3 y ha fortalecido alianzas con Estados Unidos y la OTAN. Como afirman algunos académicos (Hughes, 2004), Corea del Norte se convirtió en el «catalizador» de la reformulación de la política de seguridad de Japón.
En tercer lugar, el ascenso de China se ha convertido en el mayor revulsivo de su política exterior. Aunque la interdependencia económica entre ambos países es indiscutible, siendo el factor explicativo del crecimiento de la economía japonesa, Beijing es a la vez su mayor preocupación en términos de seguridad. El aumento del presupuesto de defensa chino –el segundo más grande del mundo–, el recrudecimiento de la cuestión taiwanesa –un tema de máxima preocupación para Japón–, y la postura de China en los conflictos marítimos en el Mar de la China Meridional o en la disputa de las Islas Senkaku, han obligado a Tokio a buscar un equilibrio entre unas relaciones económicas calientes y unas relaciones políticas frías. El resultado ha sido una política de naturaleza dual (hedging strategy) con China, es decir, una estrategia de compromiso económico, en paralelo al aumento de sus capacidades militares: «desear lo mejor de China, pero estar preparado para lo peor» (Vidal López et al., 2024).
Por último, desde el final de la Guerra Fría, se inició la desaceleración económica de Japón, que ha afectado significativamente su papel como potencia global. En los años noventa se produjo la llamada «década perdida» de la economía japonesa, un período de estancamiento económico y deflación que el país experimentó tras el estallido de la burbuja financiera e inmobiliaria y que perduró hasta bien entrado el nuevo milenio. Este período dejó a Japón con la deuda pública más elevada del planeta (en 2010 ya presentaba más del 2000% de su PIB) y con una población que manifestaba poca confianza en su economía. Tras el final de esa «década perdida», se puso de manifiesto que Japón, a pesar de encontrarse en la zona más dinámica del planeta, sufría la mayoría de los problemas de cualquier economía madura: un ritmo de crecimiento bajo o nulo, bajas tasas de consumo interno, una productividad y competitividad rezagadas y una sociedad altamente envejecida con unas tasas de fecundidad que imposibilitan cualquier tipo de crecimiento neto de la población.
Este proceso de decrecimiento económico y de estancamiento generalizado de su economía que ya había cristalizado cuando China le arrebató en 2010 la segunda posición como potencia con un mayor PIB. Ello, además de reducir su capacidad de inversión en la acción exterior y la Ayuda Oficial al Desarrollo (AOD), ha debilitando su influencia en organismos globales donde China ya le ha superado como mayor contribuidor (en Naciones Unidas o en la Organización Mundial del Comercio [OMC]).
La doctrina Abe: hacia la creación de una potencia global
La política doméstica y exterior de Japón de los últimos 70 años ha estado intrínsecamente vinculada con la familia de Shinzo Abe, con tres primeros ministros (como su abuelo materno, Nobusuke Kishi) y un ministro de Asuntos Exteriores (su padre, Shintaro Abe). Cuando Shinzo Abe entró en política, una carrera fulgurante lo llevó a convertirse, a los 50 años, en secretario general del Partido Liberal Democrático (PLD). Aunque su mandato como primer ministro en 2006 fue breve y terminó al cabo de un año con su dimisión por una serie de escándalos, logró elevar la Agencia de Defensa al rango de ministerio –equiparándolo a cualquier otro ministerio de defensa occidental– e impulsar la iniciativa del «Arco de Libertad y Prosperidad» promovida por el ministro de Asuntos Exteriores Taro Aso. Ello buscaba crear una coalición de naciones democráticas que defendiese la libre navegación en la zona del Indopacífico, contrarrestando la creciente influencia de China en la zona. La propuesta fue bien acogida inicialmente por los Estados Unidos, Australia e India, que iniciaron una serie de diálogos de seguridad semioficiales llamados Quadrilateral Security Dialogue o, simplemente, Quad.
El retorno de Abe como primer ministro en 2012 –después de varios gobiernos del Partido Democrático que generaron un gran descontento popular– le permitió retomar el liderazgo del país. Gracias al control que mostró de su partido, el PLD, y a una holgada mayoría absoluta, se propuso aplicar la «abenomics», un conjunto de políticas económicas destinadas a revitalizar la economía japonesa. Siguiendo el proverbio japonés que señala que tres flechas unidas no pueden quebrarse, esta política se fundamentaba en tres pilares: una política monetaria hiperexpansionista, con el objetivo de lograr una inflación del 2%; una política fiscal expansiva, que estimulara la demanda mediante la inversión en obras públicas, y unas reformas estructurales como la transformación del sector agrario para mejorar la competitividad del país. El resultado durante los ocho años de Gobierno de Abe fue un desempleo en mínimos históricos, un empleo femenino en niveles récord, un PIB nominal que creció significativamente, y un aumento en las exportaciones y los ingresos de las pymes. Sin embargo, la deuda pública se incrementó y la inflación permaneció baja, a menudo negativa, sin alcanzar el objetivo del 2%.
La abenomics además de proporcionar una base económica sólida, buscaba fortalecer las alianzas con los países del sudeste asiático y crear acuerdos de libre comercio con sus aliados de toda la zona de Asia-Pacífico. Con un Japón más fuerte económicamente, y una vez asumido su rol de liderazgo regional, Abe pretendía a la postre llevar a cabo una política exterior más proactiva a nivel global. Es precisamente en la diplomacia donde quiso brillar más. Si bien la estrategia de reformar Japón no es nueva entre los líderes del PLD, Abe representa como nadie esta voluntad de solucionar los problemas de un país con una economía en crisis y una sociedad envejecida. Con las lecciones aprendidas tras su breve primer Gobierno, se comprometió a rejuvenecer Japón y convertirlo en una potencia global. Como trataba de ilustrar en 2013 la portada de la revista The Economist con un Abe disfrazado de Superman, el primer ministro quería volver a volar alto y convertir a Japón en una potencia acorde a su posición como tercera economía del mundo en ese momento.
Para dar respuesta a un entorno de seguridad cada vez más complejo y desafiante, Abe lanzó en 2013 la primera Estrategia de Seguridad Nacional, que refleja un cambio significativo en la política exterior del país: se defendía una diplomacia capaz de realizar una «contribución proactiva a la paz» (積極的平和主義, sekkōyoku-teki heiwashugi), una retórica de nacionalismo y realismo que, más que buscar una remilitarización del país, pretendía que Japón jugara un papel militar más activo, capaz de abordar los nuevos desafíos y tensiones regionales, especialmente las provocadas por Corea del Norte y una China cada vez más coercitiva. Por un Japón menos consumidor y más proveedor de seguridad, Abe decidió incrementar su presupuesto de defensa, fortalecer sus capacidades militares con la adquisición de aviones de combate F-35 y submarinos, y modernizar su guardia costera, un auténtico cuarto brazo de las FAD que resulta crucial para proteger los intereses marítimos de un país-archipiélago como es Japón. Además, implementó la Ley de secretos especialmente designados, una legislación que otorga al Gobierno la potestad de decidir qué información se clasifica como secretos especiales para la seguridad y aplicar severas penas a aquellos medios de comunicación que la publicaran o filtraran. Aprobada en 2013 con el 80% de la opinión pública en contra, esta ley permitió que en tan solo tres años se identificaran medio millón de documentos clasificados como secretos, lo que provocó que Japón descendiera de la posición 11 en 2010 a la 72 en 2016 en el ranking de libertad de prensa de Reporteros Sin Fronteras.
Otra dimensión crucial de la doctrina Abe fue su política de alianzas no solamente con Estados Unidos sino con otros países como Australia, India y del sudeste asiático. Ante una mayor presencia de China en la región de Asia-Pacífico, y con una política cada vez más asertiva, Abe propuso en agosto de 2016 el Plan para un Indopacífico Libre y Abierto (FOIP, por sus siglas en inglés), basado en una alianza de países que defiende los principios democráticos y la libre navegación y del comercio para una lograr la estabilidad y la prosperidad en el área. Siendo un concepto más restrictivo que excluye abiertamente a China, el plan prevé el desarrollo de infraestructuras que conecten la región del Indopacífico con el continente africano, donde se encuentran economías en crecimiento y oportunidades de negocio para las empresas japonesas (Tirado, 2020). El gran logro fue que un concepto algo difuso como el de Indopacífico fuera tan bien recibido entre sus principales aliados y socios: Estados Unidos, Corea del Sur, Australia, la Unión Europea e incluso, con más cautela, India. Todos han comenzado a incorporar sus propias estrategias oficiales hacia la zona del Indopacífico. Ello no sólo valida la visión de Abe, sino que además busca contrarrestar el creciente orden sinocéntrico y refleja una consolidación de alianzas basadas en valores compartidos como la democracia y el estado de derecho, enfrente de una coalición de países iliberales que están más alineados con las políticas asertivas o con el modelo autoritario de China o Rusia (Zakaria, 1997).
Ahora bien, el FOIP es ante todo un plan diseñado para mejorar la seguridad marítima de una nación-archipiélago como Japón, que quiere mantener libres las «líneas de comunicación marítimas» (SLOC, por sus siglas en inglés) para el transporte de personas, mercancías y energía. Para ello, Abe logró reactivar en 2017 el Quad, que había quedado diluido por las protestas enérgicas de China y la retirada de Australia del diálogo. Desde 2017, se volvieron a iniciar diálogos entre sus miembros para llegar a acuerdos en temas de seguridad marítima, respuesta a desastres naturales y la promoción de normas internacionales en la región. Además, en el marco del Quad se han llevado a cabo ejercicios militares conjuntos, siendo uno de los más destacados el ejercicio Malabar de 2023, en el que participaron más de 2.000 efectivos de los cuatro países involucrados y se desplegaron destructores de las FAD marítimas de Japón (destructor JS Shiranui), Estados Unidos (USS Rafael Peralta), la India (INS Kolkata) o Australia (HMAS Brisbane).
El pilar central de esta doctrina es la reinterpretación del artículo 9 de la Constitución que, durante años, ha sido un obstáculo fundamental para transformar la política exterior, dado que cualquier modificación implicaba reformar una cláusula pacifista en una Constitución con mecanismos de reforma muy rígidos. Para modificarla, se requiere el voto de dos tercios de la Dieta Nacional y la aprobación por mayoría absoluta en un referéndum nacional. Además, en una sociedad donde el pacifismo y el antimilitarismo están profundamente arraigados, cualquier cambio en el artículo 9 provoca una fuerte oposición. Para superar estas barreras y cumplir con el marco constitucional sin reformarlo, Abe aprobó en 2015 la Legislación por la paz y la seguridad, un conjunto de 10 leyes que amplían las capacidades de las FAD, permitiéndoles apoyar a aliados como Estados Unidos durante tiempos de paz, situaciones de emergencia y, por primera vez en la historia reciente, en períodos de guerra. En la práctica, esto significa que Japón puede ejercer su derecho de autodefensa colectiva reconocido por la Carta de Naciones Unidas en casos donde su seguridad esté amenazada, abriendo la puerta a la participación en alianzas militares. Con ello, busca dejar de ser percibido como el «polizón» (free-rider) del sistema internacional, sin provocar temores nuevamente entre sus vecinos por una posible remilitarización del país.
Hacia el establecimiento de una doctrina Kishida orientada en los valores
Después del fugaz y continuista Gobierno de Yoshihide Suga (septiembre 2020 - octubre 2021), el actual primer ministro Fumio Kishida ha vuelto a situar la política exterior como la máxima prioridad del Gobierno. Aunque en un inicio mantuvo una posición continuista con la doctrina Abe, la guerra en Ucrania, las crecientes tensiones en el estrecho de Taiwán y la cada vez mayor asertividad de China, junto con la incertidumbre sobre una posible nueva administración Trump que regrese al unilateralismo, han impulsado a Kishida a reaccionar y tomar un nuevo rumbo diplomático. En un discurso en el Foro de Diálogo Shangri-La, en junio de 2022, dijo que la invasión rusa de Ucrania había sacudido los cimientos del orden internacional, y que Japón entraría en una nueva era de «diplomacia realista», distanciándose de su pacifismo post-Segunda Guerra Mundial. En efecto, el enfoque de Kishida ha evolucionado hacia una nueva era de diplomacia realista (現実主義, genjitsu shugi), pero que combina con elementos de la diplomacia de valores (価値の外交, kachi no gaikō); conceptos ambos que, a menudo, se perciben como contradictorios. La diplomacia realista se centra en priorizar la estabilidad y los intereses nacionales, lo que a veces implica llegar a compromisos pragmáticos con estados que no necesariamente comparten los mismos valores democráticos y de respeto a los derechos humanos. Este enfoque pragmático puede ser evidente en relaciones bilaterales con países como Vietnam o Myanmar, donde se buscan acuerdos que beneficien los intereses estratégicos de Japón, aunque ello implique transigir en aspectos relacionados con los derechos humanos o la democracia.
Kishida ha continuado con la transformación de la política de defensa con la actualización de tres documentos aprobados en 2022: la Estrategia de Seguridad Nacional, la Estrategia de Defensa Nacional y el Programa de Refuerzo de la Defensa. Para llevar a cabo las medidas que esta diplomacia más activa plasmada en los documentos conlleva, el Gobierno ha aumentado un 16,5% su presupuesto de defensa para el año 2024, en respuesta a lo que el primer ministro calificó como «el entorno de seguridad más severo y complejo desde el final de la Segunda Guerra Mundial». Su propósito es seguir incrementando el presupuesto hasta alcanzar el 2% del PIB en 2027, una cifra nunca alcanzada antes por un país que tradicionalmente se ha autolimitado en su presupuesto en defensa al 1%2. Si estas cifras continúan, Japón se convertirá en el cuarto país con mayor gasto militar para finales de esta década. Los tres documentos incluyen la posibilidad de que Japón utilice sus capacidades de contraataque para actuar contra instalaciones militares enemigas. Además, Japón ha terminado con la prohibición de exportar armas y está fabricando aviones de combate F-X por parte de Mitsubishi, en colaboración con Italia y el Reino Unido. Igualmente, Kishida ha ordenado la compra de misiles Tomahawk estadounidenses, capaces de alcanzar objetivos a más de 1.000 km de distancia, y ha elaborado un proyecto de ley para impulsar las capacidades de «ciberdefensa activa», un concepto que pretende evitar ciberataques contra el país mediante el seguimiento de las señales de alerta temprana.
Asimismo, Kishida quiere devolver a Japón el papel de liderazgo en innovación tecnológica. En los últimos años China ha invertido parte de su enorme potencial económico en desarrollar nuevas tecnologías especialmente avanzadas, como la ciberdefensa, la guerra electrónica, los drones o las armas autónomas letales. Otrora líder de la tercera revolución industrial, el primer ministro Kishida desveló en junio de 2023 su plan por conseguir un «nuevo capitalismo», un proyecto destinado a impulsar la inversión en recursos humanos, ciencia y tecnología, innovación y startups, así como en la transformación verde y digital, como impulsores clave del crecimiento. En definitiva, busca reposicionar a Japón como un líder en áreas como la inteligencia artificial (IA), el internet de las cosas, la robótica avanzada y otras tecnologías emergentes, para evitar, así, que China lidere la cuarta revolución industrial 4.0.
Por otra parte, Kishida ha tratado de aproximarse al Sur Global con un nuevo enfoque que busca promover el crecimiento económico y fortalecer los lazos con países en desarrollo en Asia Meridional, el Pacífico y, en menor medida, África y América Latina, sin involucrarlos en un bloque anti-China. En 2022, Japón era el tercer donante de AOD en números absolutos, con un total de 17.000 millones de dólares. Dada su Constitución pacifista y las restricciones impuestas, Tokio se abstuvo de brindar ayuda de tipo militar y destinó su presupuesto de AOD únicamente para fines no militares, como la seguridad humana, la seguridad marítima y la construcción de la paz. Ahora bien, Kishida ha introducido un nuevo instrumento llamado Asistencia Oficial en Seguridad (OSA, por sus siglas en inglés) que permite proporcionar ayuda financiera, equipamiento militar y suministros a las fuerzas armadas de países del Sur Global. Solo en 2023, el Gobierno japonés aprobó un paquete de 5.000 millones de yenes en su presupuesto fiscal de 2024 para financiar OSA en países como Filipinas, Fiyi, Malasia o Bangladesh. Gracias a ello, Japón puede fortalecer las capacidades de defensa de países en desarrollo afines y adoptar un mayor papel regional en la seguridad y estabilidad del Indopacífico.
Sin embargo, la guerra en Ucrania ha puesto de relieve algunas debilidades en la política exterior de Japón, que incluyen sus relaciones tensas con Rusia, país con el que aún no ha firmado un tratado de paz por el conflicto por las Islas Kuriles. Asimismo, tiene preocupaciones sobre su seguridad energética debido a su dependencia del Oriente Medio (de dónde proviene el 90% de sus importaciones de crudo). Por último, la Ley de promoción de la seguridad económica aprobada por Kishida en 2022 prioriza las cadenas de suministro y la protección de los sectores tecnológicos japoneses a fin de evitar una dependencia excesiva del exterior.
En definitiva, la doctrina Yoshida de la Guerra Fría ha sido cuidadosamente desmantelada. A pesar de las preocupaciones iniciales sobre una posible remilitarización, la llamada «normalización» de la política exterior japonesa ha evolucionado hacia una posición en la que el Gobierno busca participar más activamente en las alianzas de seguridad, lograr una mayor autonomía y ser un defensor del orden liberal internacional. Este cambio refleja no solo la adaptación de Japón a un entorno global fragmentado y conflictivo, sino también un pragmatismo de unas élites japonesas que no pueden ni deben olvidar el pacifismo y antimilitarismo de la sociedad japonesa, y todo ello sin renunciar al bienestar conseguido durante toda la Guerra Fría.
Referencias bibliográficas
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Notas:
1- Cualquier acción militar estadounidense desde sus bases en Japón requeriría consulta previa a Tokio.
2- La autolimitación en el gasto en defensa de hasta el 1% del PIB fue una decisión del gabinete de la administración del primer ministro Takeo Miki en 1976 para evitar que Japón se convirtiera en una potencia militar, y mantener su perfil bajo en temas de seguridad.
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ISSN: 2013-4428
DOI: https://doi.org/10.24241/NotesInt.2024/307/es