Giro al mandato de Dilma Rousseff

Opinion CIDOB 201
Publication date: 07/2013
Author:
Anna Ayuso, investigadora principal, CIDOB; Fabricio Carrijo, assistent de recerca, CIDOB
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Anna Ayuso

Investigadora principal, CIDOB

Fabricio Carrijo

Asistente de investigación, CIDOB

10 julio 2013 Opinión CIDOB, nº. 201 / E-ISSN 2014-0843

 

Tras 10 años con un viento de cola que impulsó la economía y situó a Brasil como séptima potencia mundial en PIB, el país consiguió sortear los primeros impactos de la crisis financiera de 2008. Pero la desaceleración económica ha puesto en tensión el modelo de desarrollo aplicado en los últimos años, que combinó una economía de libre mercado con un mayor intervencionismo del Estado para promover al mismo tiempo el crecimiento económico y la reducción la pobreza y la desigualdad. La concesión de créditos a las empresas y el aumento del poder adquisitivo de la población gracias a las transferencias a los sectores más pobres, el incremento del salario mínimo (en más de un 90%) y la ampliación del trabajo formal impulsó el consumo interno. La tasa de crecimiento del PIB entre 2004 y 2010 alcanzó un promedio de 4,4% anual.

 

El modelo de crecimiento y redistribución era sostenible gracias a las rentas del sector exportador de materias primas a los mercados asiáticos, pero éstas han disminuido como consecuencia de la crisis. La economía brasileña ha perdido competitividad debido al aumento de los salarios, la apreciación del tipo de cambio y la falta de reformas. En 2011 el aumento del PIB apenas fue de 2,7% siendo tratado de Pibinho en los medios. Durante estos últimos meses el gobierno ha buscado un difícil equilibrio entre las medidas de estímulo a la industria (como la prórroga de la reducción del Impuesto sobre Productos Industrializados para incentivar la venta de automóviles pues la potente industria automovilística brasileña acumula stocks insostenibles) y el control de la inflación (como la exoneración de impuestos a productos de primera necesidad) que le ha valido acusaciones de incoherencia.

 

Del período de bonanza quedan los logros de las políticas sociales que Rousseff prometió continuar con su lema de campaña electoral "Un país sin miseria". Estas políticas han contribuido a cambiar la distribución de la renta y ha engrosar la nueva clase media, denominada la clase C -de entre una gradación de clases A, B, C y D muy utilizada en América Latina-, con acceso al crédito y al consumo. En un país aún demográficamente muy joven se ha generado un gran contingente de ciudadanos que han crecido en democracia y cuyas expectativas son las de continuar la movilidad ascendente gracias a la educación, disfrutar de servicios públicos de calidad y mejorar la disponibilidad de renta. Esa clase media no recibe las transferencias monetarias, ni las subvenciones a la industria pero sí paga sus impuestos. La presión tributaria en Brasil es la más alta de la región (35%) y además es un sistema muy complejo y con efectos regresivos en la distribución de la renta, tanto por la naturaleza de los tributos como por su reparto. Pocos contribuyentes cuestionan las transferencias a los más pobres (que son modestas) pero reclaman además servicios de calidad para todos.

 

Más dudas suscita la relación de la clase política con las empresas que reciben grandes sumas por parte del gobierno en forma de subvenciones, exenciones tributarias y concesiones de obra pública. De ahí surgieron las quejas sobre el despilfarro de dinero público en los estadios construídos con vistas al Mundial de 2014 y a los Juegos Olímpicos de 2016 mientras se encarece el escaso e ineficiente transporte público y el colapso circulatorio de calles y avenidas convierte los desplazamientos urbanos en un calvario. Las prácticas corruptas endémicas siguen salpicando un amplio espectro de la clase política. Durante esta legislatura de Dilma Rousseff hasta siete ministros han tenido que dimitir, lo que ha hecho que el complejo equilibrio entre los partidos que conforman la coalición gubernamental se tambalease. También fue procesado el presidente del Partido de los Trabajadores (PT) José Dirceu, imputado por el escándalo de la compra de votos conocido como “mensalao”. La intolerancia frente a las prácticas corruptas le valió a la Presidenta una amplia aprobación entre las clases medias pero también ha cosechado enemistades entre el establishment de las poderosas élites económicas de país.

En el "presidencialismo de coalición" vigente en Brasil, la autoridad presidencial debe confrontar los liderazgos regionales y partidistas que se apoyan en redes clientelares de distribución de prebendas y, para ello, precisa de un claro apoyo popular. Dilma Rousseff lo tenía, con un porcentaje de aprobación del 67% en marzo, su respaldo disminuyó al 57% en junio. Pero tras las protestas masivas se desplomó al 30%, según las encuestas de Datafolha. Aunque las protestas no tenían como blanco ningún partido específico, expresaban el malestar por las deficiencias de la institucionalidad democrática y por la ineficiencia y falta de transparencia de la clase política. Las manifestaciones despertaron a la ciudadanía y situaron el debate político en el orden del día en Brasil. Las protestas lograron archivar una propuesta de enmienda constitucional (PEC 37) que limitaba los poderes de investigación del Ministerio Público. También se aprobó una ley endureciendo las penas para todas las prácticas relacionadas con la corrupción y se dio luz verde a un proyecto que destina el 75% de los royalties del petróleo a educación y salud publicas. No ha sido suficiente.

 

Tras fracasar el intento inicial de minimizar daños de la presidenta, que trató de apaciguar con buenas palabras a los “jóvenes rebeldes” que desde las calles le recordaban su pasado contestatario, dió un paso al frente para liderar un proceso de reforma política. Con su popularidad en declive, a un año de las presidenciales y ante las dudas sobre su candidatura que puedan surgir entre los partidos de su coalición, Dilma Rousseff decidió canalizar el descontento hacia la convocatoria de un plebiscito de reforma política que aborde la financiación de los partidos, el sistema electoral, el funcionamiento de las coaliciones de partidos y el voto secreto con el fin de mejorar la transparencia del sistema. La decisión final corresponde al Parlamento y es poco probable que se apruebe antes de las presidenciales de 2014, aunque probablemente condicionará la campaña.

 


Algunas voces acusan a Rousseff de protagonizar una maniobra de distracción, intentando orientar las protestas contra el gobierno hacia la clase política en general. Sin embargo, la vitalidad de las instituciones democráticas depende de su capacidad de escuchar a la ciudadanía y deben ser una constante, no un intervalo populista para agradar a las masas a corto plazo. Si la presidenta quiere recuperar el apoyo popular no sólo debe honrar su fama de gestora eficaz, sino mostrar que, en tiempos de dificultad, ella es capaz de liderar un proyecto político que contribuya al fortalecimiento de la institucionalidad democrática y consolide el crecimiento de las clases medias.