El reto de dar respuestas democráticas a las protestas en América Latina y el Caribe
La preocupación por el deterioro de la democracia en América Latina y el Caribe (ALC) se ha ido acrecentando, al tiempo que se extienden las protestas y surgen o se consolidan liderazgos autoritarios. La protesta como instrumento de acción política colectiva ha cobrado fuerza de manera generalizada en todo el planeta a lo largo de la última década, pero se ha mostrado particularmente activa en ALC, donde ha crecido en paralelo con el aumento del malestar sobre el funcionamiento de la democracia y con la desafección de la población hacia las élites, particularmente los partidos políticos y sus representantes. Las expectativas que generó la denominada «tercera ola de la democratización» (como argumenta Samuel Huntington en su libro «La tercera ola: la democratización a finales del siglo XX», de 1994) a partir de mediados de la década de los ochenta del siglo XX se han desvanecido con el paso del tiempo. Diversas crisis superpuestas han frustrado muchas de las esperanzas que los ciudadanos habían depositado en las instituciones democráticas, pero ello no les ha hecho desistir de reclamar derechos. El derecho de manifestación para exigir respuestas a las necesidades y para criticar a los gobiernos forma parte del juego democrático, por lo que no debería ser considerado una anomalía. De hecho, es en contextos democráticos donde más espacio se da al derecho de manifestación y expresión, mientras en los regímenes autoritarios se restringe la libertad de manifestación y se reprime cualquier forma de expresar oposición al poder. Lo que problematiza las protestas es la violencia que en algunos casos adquiere la acción reivindicativa, pero también, y en mayor medida, la respuesta desmesurada que se da desde el gobierno de turno a las manifestaciones. El riesgo de que la violencia y la desigualdad acaben favoreciendo respuestas de tinte autoritario no es menor y ya se refleja en la evolución de la opinión pública. El informe del Latinobarómetro de 2021 muestra, por un lado, un creciente malestar con el funcionamiento de la democracia, cuyo apoyo ha bajado de un 63% en 2010 al 49% en 2020 y, por otro, revela una creciente tolerancia hacia los regímenes autoritarios. Más preocupante aún: ese desapego a la democracia crece entre los más jóvenes, que suelen ser también los protagonistas de las protestas. Los que se manifiestan y los que piden más mano dura no son necesariamente los mismos, pero la suma ofrece un retrato de una generación desesperanzada que reclama cambios más radicales en respuestas a sus necesidades.
¿Qué objetivos tienen las protestas?
Los motivos, las demandas y los desencadenantes de las protestas están muy relacionados con las circunstancias de cada país. A veces, incluso tienen orígenes muy localizados, pero prenden una mecha que se extiende a una gran parte de la población movilizada por motivos dispares. Ante este escenario, se pueden hallar rasgos comunes que actúan como caldo de cultivo para la explosión de las protestas. Sin duda, la percepción de la pérdida de calidad de vida y la frustración de las perspectivas de futuro es una de las principales razones, lo que no es en si algo nuevo. Sin embargo, sí es una novedad que en las últimas oleadas de protestas se haya dado una mayor representación intergeneracional, y también de diferentes estratos sociales, desde sectores populares a clases medias, lo que refleja un descontento cada vez más transversal. La forma en que las crisis concatenadas han golpeado a la población durante la última crisis financiera de 2008-2012 primero, y la de la COVID-19 después, están en la base del creciente malestar social. Tras una primera década del s. XXI de bonanza durante el boom de los precios de las materias primas y de prosperidad, que permitió reducir la pobreza, los efectos de las crisis durante la segunda década del siglo XXI en el incremento de la pobreza y la desigualdad han acrecentado la percepción de desconexión entre las élites y la población. Todo ello, sumado al afloramiento de numerosos escándalos de corrupción y a la colusión entre políticos y altas esferas económicas ha hecho crecer la desconfianza, no solo hacia los gobiernos, sino también frente a otras instituciones públicas, como la judicatura y el parlamento, alimentando la sensación de impotencia frente a los abusos del poder. La quiebra del mandato representativo ha llevado a buscar otras vías para expresar el descontento. Una de ellas es la protesta; otra, la apuesta por líderes carismáticos autoritarios que se presentan como una alternativa antisistema. El descontento ha alimentado una radicalización de las demandas y de los discursos. La polarización ha ido erosionando la capacidad de diálogo y concertación, hecho que ha incrementado la fractura social, dando lugar a discursos populistas excluyentes.
Los desencadenantes de las protestas son diferentes; en algunas ocasiones, como ocurrió en Chile, un problema relativamente menor como la subida del transporte público en 2019 deviene el desencadenante de una crisis institucional que llevó a un proceso constituyente. En Colombia, las protestas masivas de 2021 contra las reformas tributarias obligaron al gobierno de Iván Duque a dar marcha atrás. En Ecuador, el presidente Lenin Moreno también tuvo que desistir de su intento de incrementar los precios de los combustibles en 2019, tras haber declarado el Estado de excepción. Ese mismo año en Bolivia, las protestas pusieron en jaque la reelección de Evo Morales, que fue invitado por el ejército a salir del país. Un año más tarde, movilizaciones de distinto signo consiguieron que se convocaran nuevas elecciones para acabar con el gobierno de Jeanine Añez. En Perú, la destitución del presidente Martín Vizcarra por parte del parlamento opositor en 2020 provocó protestas multitudinarias que obligaron a convocar unas elecciones en las que, en un ambiente polarizado, compitieron dos candidatos con posiciones extremas. Los ajustados resultados y la fragmentación de las fuerzas parlamentarias acabaron por provocar la destitución de Pedro Castillo en diciembre de 2022, después de un intento de autogolpe. Desde entonces, las protestas asedian a la presidenta Dina Boluarte, con una escasa legitimidad, erosionada por la respuesta policial violenta a las protestas.
Tampoco podemos pasar por alto las protestas acontecidas en Brasil, que acompañaron todo el proceso de destitución de Dilma Rousseff en 2016 ni, posteriormente, las manifestaciones violentas de bolsonaristas en enero de 2023, tras la toma de posesión del presidente Lula da Silva. En los países mencionados las protestas han tenido un efecto desestabilizador de las instituciones públicas, pero no han supuesto un colapso de las instituciones democráticas. En países como Venezuela, Nicaragua o Cuba, con regímenes abiertamente autoritarios, las manifestaciones reiteradas han servido para denunciar los abusos de poder, pero no han conseguido ni desestabilizar a los gobiernos, que controlan el aparato represor, ni favorecer avances democráticos.
Protestas y salud de la democracia
El efectivo derecho de manifestación y protesta colectiva necesita de las garantías de un Estado democrático y de derecho. Cuando las instituciones no dan respuesta a las demandas sociales, la protesta es la vía natural para canalizar el descontento social. Pero solo en un contexto en el que la alternancia en el control del poder mediante instituciones democráticas es posible, las protestas tienen la posibilidad de influir en las políticas gubernamentales. En contextos autoritarios, las protestas suelen tener respuestas violentas y conducen al incremento de la crispación social. Eso no deslegitima la contestación, al contrario, son la única forma de dar voz al descontento social, pero la capacidad de provocar un cambio es muy baja si no se consigue penetrar en el aparato institucional, y se cuenta con una sociedad civil muy bien organizada con capacidad de movilización, algo que los sistemas autoritarios se esfuerzan en evitar.
Otra cuestión es el papel de las protestas en sociedades con instituciones democráticas, sobre todo cuando estas van acompañadas de violencia, tanto por parte de los manifestantes como en la respuesta que se les da desde las instituciones. Por un lado, cabe preguntarse, ¿hasta dónde es legítima una protesta que, mediante la violencia, va más allá de reclamos políticos y sociales y pone en cuestión las propias instituciones democráticas, reclamando, por ejemplo, un golpe de Estado o sembrando la desinformación y las falsas noticias que descalifican o demonizan al adversario?
Por otro lado, las respuestas represivas a las protestas legítimas son incompatibles con la institucionalidad democrática, conducen a una escalada de la violencia e incrementan la polarización y la fragmentación de la sociedad. Mejorar la salud democrática implica dar respuestas a las demandas sociales y atender a las necesidades de la población con políticas públicas que garanticen derechos civiles y sociales, al tiempo que reduzcan la vulnerabilidad a la que se han visto sometidas amplias capas de la sociedad latinoamericana. La vía autoritaria, lejos de dar esas respuestas, conduce a un deterioro institucional y al incremento de la violencia.
El deterioro institucional en ALC solo se puede reconducir con una mejora del funcionamiento de las vías institucionales de participación, incluyendo aquellas protestas contra los abusos de poder y la violencia social estructural. La transparencia, el diálogo social y el respeto a las instituciones democráticas son el mejor antídoto contra la violencia. El ejemplo de Chile en 2019, que recondujo las protestas a un proceso de reforma constitucional es paradigmático, a pesar de las dificultades de llegar a un acuerdo. En el lado contrario, encontramos la expulsión y despojo de la nacionalidad de más de 200 opositores por parte del gobierno de Daniel Ortega en Nicaragua, a inicios de 2023.
El autoritarismo y las políticas de confrontación excluyente alimentan la espiral del enfrentamiento social. El descontento que se expresa en las protestas precisa una respuesta institucional democrática, que no es otra que aquella que permita avanzar hacia una mayor justicia social. Las protestas no deslegitiman la calidad democrática de un gobierno, es la respuesta a las mismas la que da cuenta de la salud democrática de la sociedad.