Conversaciones CIDOB | «Cuando se difunden más las mentiras que los hechos reales, el sistema democrático se derrumba»?
Carme Colomina, investigadora sénior y editora, CIDOB
EN CONVERSACIÓN CON
María Ressa, periodista filipina y directora de Rappler.com, galardonada con el premio Nobel de la Paz 2021
María Ressa (Manila, 1963) es directora ejecutiva, cofundadora y presidenta de Rappler, el principal portal de noticias digital de Filipinas. Ressa creció y se formó como periodista en Estados Unidos, si bien su carrera profesional se ha desarrollado en Asia, donde ha cubierto entre otros muchos temas el terrorismo en el Sudeste Asiático. Fue la encargada de dirigir la implantación de las oficinas de la CNN en Filipinas e Indonesia. Es, además, una de las periodistas más reconocidas internacionalmente por su defensa de la libertad de expresión y de información en circunstancias adversas, como las que atravesó su país durante el gobierno de Rodrigo Duterte, lo que le valió varias detenciones, la intimidación por parte del gobierno y el acoso de los tribunales. Su valentía y su enorme capacidad de comunicación la llevaron a ser elegida persona del año por la revista Time en 2018, galardonada con el World Press Freedom Prize por la UNESCO el mismo año, y en 2021 con el premio Nobel de la Paz por su «salvaguarda de la libertad de expresión». Ha protagonizado diversos documentales, como Ausencia de verdad, seleccionado en el prestigioso Festival de Cine de Sundance, o A Thousand Cuts, que produjo la cadena PBS en 2020 y que obtuvo un Emmy. Recientemente, ha publicado un libro biográfico titulado Cómo luchar contra un dictador (Península), que presentó en Madrid en febrero de 2022, momento en el que tuvo lugar esta entrevista.
Carme Colomina (CC): Buenos días, María Ressa, y muchas gracias por honrarnos con su participación en esta nueva edición de las Conversaciones con CIDOB. Es usted una periodista reconocida y, además, un símbolo de la lucha por la libertad de expresión.
María Ressa (MR): Un placer estar con ustedes. Gracias por invitarme.
CC: Déjeme que le diga que la he visto arquear una ceja cuando al presentarla la he definido a usted como un símbolo... ¿no le gusta que se la considere así?
MR: No (risas), no… Si le soy sincera, me entristece por lo que significa, es un indicio claro de que vivimos tiempos difíciles para el periodismo y para la libertad de expresión. ¿No le parece?
CC: Sí, sin duda, coincido con usted. Actualmente atravesamos por momentos complicados para el periodismo. Y también debía creerlo así el jurado que le concedió a usted y al también periodista ruso Dmitry Muratov el premio Nobel de la Paz en 2021. En su caso, por su acérrima defensa de la libertad de expresión, en un contexto duro para ejercer de periodista como fue el régimen de Rodrigo Duterte en Filipinas. ¿Puede contarnos qué significó para usted la concesión de este importante premio?
MR: Lamentablemente, que fuéramos dos periodistas quienes recibieran el premio Nobel de la Paz es, como digo, un reflejo de las dificultades que atraviesa la profesión y de las cualidades que se requieren para ejercerla. En mi país, Filipinas, nuestra lucha ha consistido básicamente en seguir ejerciendo nuestro trabajo. Se nos tilda de valientes, de luchadores, pero para mí la esencia del periodismo es contar las cosas de la manera más fiel posible y sin tomar partido. Mire, hay gente que cree que soy anti-Duterte, y no es el caso. Es mucho más sencillo. Me considero una periodista que conoce bien los límites que impone la Constitución filipina, y durante su mandato, el gobierno de Duterte no tuvo ningún reparo en dinamitar esos límites e intentar que todos renunciáramos voluntariamente a nuestros derechos, algo que de ninguna manera íbamos a permitir. Es por esto que creo que, como periodistas, nuestra misión era asegurarnos de que tanto él como su administración rendían cuentas, incluso cuando por ello se nos quiso intimidar. Y tuvimos el mensaje claro de que, si no dejábamos de plantearle preguntas que no quería responder, tendríamos que enfrentar sus represalias, ¡y en verdad que las hubo! Pero sobrevivimos a su presidencia, y creo que la concesión de este premio fue una recompensa y un reconocimiento a todos los sacrificios que hemos tenido que hacer los periodistas, y también un reconocimiento hacia los filipinos y hacia los rapplers ‒las personas afines a nuestro medio de comunicación‒, con un mensaje muy claro: hacer lo correcto es siempre el camino correcto.
CC: El propósito de la conversación de hoy es que podamos hablar de periodismo, de libertad de expresión, también de la crisis de la democracia y de cómo las redes sociales han alterado por completo el paradigma informativo, al convertirse en el ámbito principal de creación de opinión. Empecemos pues, con la crisis de la democracia, que es precisamente el tema central de su último libro Cómo luchar contra un dictador, que acaba de publicarse en castellano y catalán. Fíjese, leía hace poco el dato de que un 70% de la población mundial aún vive bajo regímenes dictatoriales o autocracias, lo que significa que 5.000 millones de personas no disfrutan de derechos ni de libertades. ¿Cree usted que somos realmente conscientes de lo que hoy se está jugando la democracia a nivel global? Y, déjeme ir un poco más allá, ¿piensa que los mismos gobiernos democráticos son conscientes de los retos que tienen por delante debido a su incapacidad de mitigar las desigualdades, y que cada vez más los enfrenta al descontento social y político de sus propios ciudadanos?
MR: Creo que el cambio más significativo a este respecto tuvo lugar entre 2014 y 2016, cuando nuestro ecosistema de información cambió completamente. Es parte de lo que en mi libro denomino «la muerte de la democracia por mil pequeños cortes», porque fue en 2014 cuando la tecnología empezó a tomar el control de los medios y se convirtió en el genuino guardián de la información. En el viejo mundo, en el que florecieron los regímenes democráticos, los medios de comunicación y los periodistas éramos los encargados de proteger la esfera pública, creábamos las noticias y las distribuíamos, por lo que éramos la fuente de información de referencia. Además, éramos confiables, porque estábamos legalmente obligados a serlo, ya que, si difundíamos noticias falsas se nos podía denunciar y llevar ante la justicia. Había rendición de cuentas. Sin embargo, tan buen punto las tecnológicas se apropiaron de los flujos de la información ‒y la ironía es que muchas de estas firmas eran estadounidenses‒ inmediatamente abdicaron de la responsabilidad de proteger la esfera pública. ¿Y qué sucedió? A raíz de un estudio del MIT de 2018, sabemos que las mentiras se difunden en redes por lo menos seis veces más rápido que los hechos –y digo por lo menos, porque en Filipinas hemos visto como la tasa es incluso mayor cuando incluyen elementos que incitan al miedo, la ira y al odio–. Que los hechos son aburridos es algo que los periodistas sabemos perfectamente, porque precisamente, nos pasamos la vida profesional intentando hacer que los hechos sean atractivos, que interesen al público. No es el caso de las empresas tecnológicas de las que hablamos, cuyo objetivo es sencillamente maximizar las ganancias, para lo que han desarrollado un modelo de negocio que es completamente nuevo y que, en pocas palabras, usa nuestra biología en nuestra contra, y pretende que sigamos pendientes de la pantalla el máximo tiempo posible. No teníamos nombre para este modelo hasta que surgió la noción de «capitalismo de vigilancia».
CC: Y un nuevo paradigma en el que cada vez nos es más difícil diferenciar la verdad de la mentira…
MR: Exactamente. Ahora cuando te adentras en nuestro ecosistema de información, ves que se le ha dado la vuelta como un calcetín; la norma es que lo que se presenta como hechos son mentiras y las mentiras se vuelven hechos. Es el mundo del revés, como en la popular serie de televisión Stranger Things, donde hay una existencia opuesta al mundo real. Ahí es donde residimos ahora. La misma estructura de incentivos de este nuevo ecosistema de información premia la mentira. Se nos recompensa por mentir, y por seguir haciéndolo una y otra vez, ¿y aún nos sorprendemos del retroceso de nuestras democracias? ¿Y de que acabemos eligiendo democráticamente a líderes iliberales? Nuestra realidad compartida se basa en tres consideraciones esenciales: si no tienes hechos, no puedes acceder a la verdad, y sin verdad no se puede tener confianza. Si no compartimos esta realidad de manera integral, no tenemos democracia, ni tampoco es posible resolver ningún desafío global común, como por ejemplo el cambio climático. Es más, si no aceptamos la integridad de los hechos, ¿cómo podemos aspirar a la integridad de unas elecciones? En las últimas décadas hemos visto un retroceso tanto de los indicadores mundiales de libertad de prensa como de los rankings de democracia, y esto se debe a que nuestro ecosistema de información permite la manipulación fácil y barata de la democracia a nivel celular, es decir, a nivel de cada persona. Y una de las consecuencias que estamos viendo de todo esto es que esta práctica se ha convertido en un vector del poder geopolítico, que busca manipular y destrozar el sistema democrático.
CC: Las elecciones de 2016 en EEUU fueron un claro ejemplo de ello…
MR: Lo que vimos en los Estados Unidos en 2016 tenía el objetivo claro de destruir a la sociedad estadounidense: la desinformación rusa azuzó la política de la identidad, como por ejemplo sobre el movimiento Black Lives Matter (incidiendo simultáneamente sobre los que estaban a su favor y en contra), con el claro objetivo de percutir sobre las líneas de división de la sociedad estadounidense y desgarrar socialmente el país. Y esto es una tónica que no se limita a EEUU, sino que vemos como se extiende a todos los países donde la política de la identidad gana fuerza. Estamos viendo como un número creciente de líderes antiliberales son elegidos democráticamente y, una vez en el poder, no solo corroen las instituciones democráticas desde dentro, sino que van un paso más allá y buscan aliarse con otros líderes de otros países con un pensamiento afín, con lo que, progresivamente, están cambiando el equilibrio del poder geopolítico mundial.
CC: No sé si estará de acuerdo con la idea de que estos cambios tienen consecuencias muy dispares, y a veces incluso de signo adverso, ya que si bien es cierto que han comportado un proceso de desintermediación, una pérdida de control sobre el discurso y sobre la verdad de manos de los medios o incluso de los partidos políticos, en paralelo, en un primer periodo también abrieron la puerta a que los ciudadanos expresasen opiniones diversas, lo que les dotó de una mayor capacidad de influencia, lo que en cierto modo, es un elemento positivo.
MR: ¿Se refiere usted al periodo entre 2011 y 2014?
CC: Si, exactamente. Fue después cuando algunos de los que habían perdido el monopolio de la información ‒especialmente líderes políticos‒, aprendieron cómo operar en este nuevo paradigma y aprovecharse de él en su beneficio. Mi impresión es que ahí la prensa estuvo lenta a la hora de acomodar el cambio. Además, estaba inmersa en una crisis de modelo empresarial y necesitaba imperiosamente seguir recibiendo la atención y los clics de los lectores, por lo que también compró el discurso. Fue más tarde cuando nos percatamos de que esto nos llevaba a todos hacia la crisis de la prensa y también de la democracia.
MR: Por eso digo siempre que el problema fundamental es de diseño del modelo; esta revolución informativa no sería tan problemática si no fuera porque premia deliberadamente la mentira; a partir del momento en que se empiezan a recompensar las mentiras, cambia toda la estructura de incentivos de la sociedad. Yo misma me hice periodista porque estoy convencida de que la información es poder; pero hoy los valores del mundo han cambiado para las empresas tecnológicas, aunque no para la sociedad. Creo que estamos de acuerdo en que la tecnología no es perjudicial en sí misma, yo estoy a favor de la tecnología, es más, dejé de dirigir el mayor medio de comunicación de Filipinas para fundar una startup digital, precisamente, porque veía el potencial de la tecnología. El problema aparece cuando la tecnología se erige en guardián del sistema y, seguidamente, recompensa a los creadores de mentiras. El fundamento de la democracia es la transparencia y, para tener transparencia, hace falta honestidad. Todo esto es lo que ha cambiado el ecosistema de información desde hace más de 10 años. Hablaba usted del modelo de negocio de los medios. Creo que un momento especialmente crítico fue cuando externalizamos la posibilidad de distribuir contenidos a través del botón «compartir», lo que, de manera inadvertida, les regaló el acceso a nuestros datos a las tecnológicas. No exculpo a los medios de una parte de responsabilidad, estamos lejos de ser perfectos, pero los periodistas, por lo menos, seguimos rindiendo cuentas y podemos rectificar.
CC: Y luego fueron los gobiernos los que se subieron al carro…
MR: Sí, el primero de ellos fue Rusia ‒que fue una especie de «unicornio estatal»‒ y que fue pionera a la hora de promover operaciones de desinformación bajo el nuevo paradigma comunicacional. Debía ser entorno a 2014 cuando Rusia puso en marcha su metanarrativa en el conflicto de Crimea ‒una metanarrativa que Moscú recuperó en 2022 para justificar la invasión de Ucrania‒. Y luego otros muchos han seguido su ejemplo. Este fenómeno se sumó también a la apuesta de muchas empresas por la viralidad, entre ellas Buzzfeed, que también surgieron en aquel momento. Pero lo que está claro es que este diseño atenta contra nuestros derechos y contra el buen periodismo, porque premia las mentiras y al mismo tiempo socava el buen gobierno, porque recompensa al mentiroso. Entonces, ¿cómo podemos hacer frente a aquellos rivales políticos que mienten todo el tiempo y a quienes no les importa el futuro? Este es un problema capital para todo buen líder que intenta mantener unida su democracia. Si eres un buen líder, un líder que quiere ser transparente y responsable, la mentira y el odio no forman parte de tu programa político.
CC: Ante esta lectura de la realidad, que comparto, creo que el reto que tenemos ante nosotros es el de desarrollar un marco legal universal que sea capaz de imponer límites a empresas que son transnacionales cuando, lamentablemente, no tenemos un enfoque compartido sobre lo que significa Internet hoy en día, ya que varía enormemente según multitud de condicionantes internos, como por ejemplo si se es una sociedad democrática o autocrática. ¿Cómo podríamos establecer las bases de una normativa legal conjunta para todos, incluyendo a las empresas transnacionales? ¿Dónde cree usted que están los límites?
MR: La prioridad número uno para preservar la democracia y la integridad de los hechos es que los actuales guardianes del ecosistema de información rindan cuentas. Y así lo dije en mi discurso de aceptación del premio Nobel: creo que es absolutamente imprescindible que se anule la Sección 230 de la Ley de Decencia en las Comunicaciones (CDA) en EEUU, que exime a las empresas de tecnología de toda responsabilidad en la manipulación de la información a través de sus algoritmos. ¿Y qué es un algoritmo? Sencillamente, una opinión traducida a código de programación. Es como si hubieran clonado al mismo editor un millón de veces, con la consigna de ganar el máximo dinero posible y con total impunidad. Desde que la CDA entró en vigor en 1996, EEUU dijo al resto del mundo que las mentiras quedarían impunes. Y no solo eso, sino que sentó las bases para que las mentiras se difundan más rápido que la verdad. Y creo que esto es precisamente lo que la UE quiere combatir con la aprobación de Ley de Servicios Digitales y la Ley de Mercados Digitales, dos iniciativas que me parecen muy interesantes.
CC: Efectivamente, ambas leyes son un primer intento por parte de la UE de regular los servicios digitales a partir de los algoritmos, un desafío que no es menor, como Cathy O'Neil ya anticipaba en 2016 en su libro Weapons of Math Destruction: los algoritmos son armas de destrucción matemática. La UE parece resuelta a garantizar que los algoritmos sean más transparentes. El desafío aquí es: ¿podemos lograr que los algoritmos sean genuinamente transparentes y que las empresas que los desarrollan rindan cuentas en Europa? Porque si les cedemos enteramente a las empresas la prerrogativa, por ejemplo, de moderar el contenido, se convertirán en los guardianes de la libertad de expresión. Y de eso a censurar va solamente un paso.
MR: Totalmente cierto. Esto ya está ocurriendo hoy en día, ya están usando este poder para censurar.
CC: Diría que ello se debe que la UE ha optado por centrarse menos en el contenido y más en la regulación de los algoritmos y las estrategias en sí, ya que entiende el riesgo que, al luchar contra la desinformación, se perjudica también la libertad de expresión.
MR: En mi opinión, toda esta narrativa centrada en la defensa de la libertad de expresión es producto de la presión de los lobbies tecnológicos. Tan solo el año pasado, las compañías tecnológicas gastaron 70 millones de dólares en tareas de lobby para imponer su narrativa en favor de la libertad de expresión. Pienso que el debate real no pivota entorno a la libertad de expresión. Diria que fue el cómico Sacha Baron Cohen quien apuntó que «la libertad de expresión no es el problema, es la libertad de alcance» («it is a freedom of reach issue, not a freedom of speech»). La prioridad debe ser asegurar la transparencia de los algoritmos.
CC: Y evitar comprar el argumentario que, por ejemplo, defiende que el anonimato es esencial para la libertad de expresión…
MR: Ni más ni menos. Es por ello que las iniciativas de la UE deberían extenderse al resto del mundo, puesto que lo más habitual es que las plataformas tecnológicas acaben desarrollando la misma solución para todos igual; esto hace que usen universalmente aquello que funciona bien en los países ricos, sin importar lo más mínimo el daño que pueda ocasionar en los países de rentas bajas del Sur Global. No les importa si, por ejemplo, provocan un genocidio en Myanmar. Y sabemos que así fue, ya que la ONU y la empresa de Facebook, Meta, mandaron a gente sobre el terreno que lo corroboró. Coincido con lo que dice, que los algoritmos son clave, pero fíjese: acabo de regresar de la sede de UNESCO en París, donde hemos estado debatiendo estos temas, y la cuestión que nos planteábamos era cómo podemos incentivar la transparencia en el día a día de las plataformas tecnológicas permitiendo, por ejemplo, que instituciones como la UE ganen acceso a los datos de las plataformas y puedan monitorizar su uso. En la era de las mentiras exponenciales, defiendo que, a largo plazo, la principal herramienta que tenemos es la educación, y a medio plazo la legislación. Pero que, a corto plazo, tan solo nos tenemos los unos a los otros, por lo que necesitamos redefinir la esencia del compromiso cívico en un contexto marcado por las mentiras exponenciales. No es fácil, ya que estamos en plena transición de modelo, pero la UE está ganando poco a poco la carrera contra la mentira pública y lidera la lucha por protegernos cuando estamos en línea y para redefinir Internet en el siglo XXI, bajo el prisma integral de los derechos humanos y los valores democráticos. Porque, seamos francos, hoy Internet carece de estos valores.
CC: Realmente, es prioritario que tengamos este enfoque ético en Internet lo antes posible, ya que nos servirá también para sentar las bases éticas de la Inteligencia Artificial en ciernes. Proyectemos nuestra imaginación hacia el futuro y supongamos que hemos tenido éxito: hemos logrado que las plataformas entren en razón y que rindan cuentas. ¿Cómo lidiamos con sus efectos a lo largo de este tiempo? Me refiero principalmente al efecto que han tenido sobre los movimientos sociales; hoy tenemos muchas protestas, pero son pocas las que acaban triunfando. Las redes sociales son herramientas tremendamente efectivas para reunir a las personas que comparten objetivos, pero al mismo tiempo son también un instrumento para polarizar las opiniones.
MR: Recientemente hemos podido leer los resultados de un estudio de la Harvard University que concluye que las protestas son cada vez más pacíficas, pero también menos efectivas a la hora de lograr sus objetivos. Es importante hacer este tipo de seguimientos a largo plazo, para capturar la dinámica real de los acontecimientos. Si volvemos la vista atrás, al periodo entre 2011 y 2014, no hay duda de que aquella Internet permitía la expresión de nuevas voces, lo que ayudó a engendrar, por ejemplo, las protestas de las primaveras árabes. Casi al mismo tiempo, en 2012, nosotros creamos Rappler, el portal de noticias filipino para combatir la desinformación, y que también se convirtió en una herramienta de empoderamiento ciudadano. Eran los tiempos del feed lineal, donde la información se mostraba consecutivamente. Twitter devino la esfera pública global, en cierto modo la diáspora global: a través de la herramienta hashtag se organizaban las protestas de una manera rápida y muy efectiva. Pero luego, entre el 2014 y el 2016, entraron en juego los algoritmos, que reordenaban la información en base a criterios determinados como la afinidad o la relevancia. Fue el caso de Facebook o de YouTube, que en ambos casos muestran contenidos en base a los algoritmos. Contamos con estudios que demuestran que, en Brasil, a través de su motor de recomendación, YouTube fue capaz de crear agrupaciones (clústeres) de seguidores de extrema derecha y de partidarios de las teorías de la conspiración que más tarde fueron el grueso de la base electoral de Jair Bolsonaro. Y algo parecido ocurrió con Donald Trump en EEUU. Fue entonces cuando entramos en una segunda fase en la que Internet ya no era una herramienta de empoderamiento, sino todo lo contrario; a partir de entonces, los gobiernos ‒sobre todo iliberales‒, se dieron cuenta que podían explotar estas herramientas en su propio beneficio. Lo vimos con las sucesivas operaciones de desinformación por parte de Rusia, así como también en Egipto, donde el gobierno utilizó las mismas redes que habían empleado los jóvenes manifestantes para organizarse, para reprimirlos con toda la fuerza, utilizando toda la contundencia del Estado. Si hubo un tiempo en el que los regímenes autoritarios caían como un dominó, especialmente a partir de 2016, la dinámica se invirtió. Fue el tránsito de la Primavera Árabe al Invierno Árabe. En mi país, Filipinas, ocurrió algo similar cuando en 2014, Ferdinand Marcos Júnior comenzó las operaciones de información que, literalmente, pretendían cambiar las historia ante nuestros ojos, presentando a su padre, no como un dictador corrupto, sino como un prohombre de la patria, lo que allanó el camino para la elección de Duterte en 2016. Lo vimos de nuevo con el Brexit, a las puertas de la elección de Trump en EEUU. Diría que la estocada mortal la había asestado ya Facebook de nuevo, en 2015, cuando introdujo los artículos instantáneos que de una vez por todas se deshicieron de la verdad y activaron la maquinaria algorítmica de difusión de mentiras a toda potencia. Ese fue, para mí, el principio del fin de la democracia.
CC: Y quizá podríamos hablar también aquí de algunas de las medidas que se aprobaron en algunos países durante la pandemia, que en realidad, sirvieron para reducir la libertad de expresión y la pluralidad de los medios, y que estaban más pensadas para castigar a la disidencia que para perseguir la desinformación, como por ejemplo las que se aprobaron en Hungría.
MR: Es uno de los muchos ejemplos de cómo estas plataformas permitieron un auge de las teorías de la conspiración, por ejemplo, con los antivacunas. Y eso fue importante. En Filipinas, los casos de sarampión se triplicaron en un año debido a las reticencias de los antivacunas, antes incluso de la pandemia, en 2019, por lo que el terreno estaba abonado. Usted hablaba de Hungría. También en Israel vimos cómo se aprobaba legislación restrictiva, y de manera generalizada en muchos lugares del mundo se otorgaron poderes excepcionales al gobierno. En Filipinas, el Ministerio de Sanidad y las fuerzas de seguridad ganaron poder, y lo utilizaron para «señalar de rojo» ‒lo que en Filipinas se denomina red-tagging‒ a activistas, que a partir de entonces quedaban amenazados. No olvidemos que durante el gobierno de Duterte, 15 miembros de la asociación proderechos humanos Karapatan fueron asesinados siguiendo esta práctica. Permítame volver a la rendición de cuentas: ¿cómo se puede responsabilizar a los que han facilitado esta represión e incluso asesinatos? ¿Cómo se puede responsabilizar a Rusia por invadir Ucrania? Todo ello alimenta la erosión del ecosistema de la información, y tanto gobierno como plataformas tecnológicas tienen su parte de responsabilidad.
CC: Permítame entonces preguntarle: ¿quién y cómo puede lograr que rindan cuentas?
MR: Creo que es imposible que podamos exigir responsabilidades a los estados si no disponemos antes de la integridad de los hechos. Lo que significa, en primer lugar y a nivel práctico, que debemos deshacernos lo antes posible de la Sección 230 de la CDA. En Filipinas, la mayor impunidad hoy en día la tiene el presidente de Facebook, Mark Zuckerberg, que tiene las herramientas para localizar a los responsables de los ataques que hemos recibido y de los cuales nadie se hace responsable. Yo sé muy bien quién debería ser el responsable, así que, en primer lugar, debemos detener la impunidad; y después, restaurar la integridad del ecosistema de información. Cuando se difunden más las mentiras que los hechos reales el sistema democrático se derrumba. Ante esto, los estados democráticos tienen un margen de acción mucho más reducido que las dictaduras o los estados iliberales. Recuerdo que, cuando la UE nos preguntó si Bruselas había hecho lo correcto al prohibir el canal de noticias RT, nosotros respondimos que sí, sin ninguna duda. Debemos llamar las cosas por su nombre: no es un tema de libertad de expresión, RT es un canal de propaganda. Del mismo modo, cuando Duterte mentía, nosotros en Rappler lo denunciábamos, y hacemos lo mismo con Trump. Este es nuestro trabajo como periodistas.
CC: ¿No cree usted que a veces los políticos están empecinados en una «batalla de las narrativas», con la que solo buscan lograr la hegemonía a través de imponer su visión del mundo y si es preciso, recurriendo a la desinformación? Lo digo porque así lo vemos en temas considerados divisivos, como por ejemplo el cambio climático.
MR: Pero no por ello tenemos que permitirlo. A veces tengo la sensación de que queremos solucionar los problemas sin atajar sus causas de raíz, sin entender que la degradación se produce en cascada y que, si el agua del río baja turbia, no sirve de nada limpiar la desembocadura, debemos remontar su curso hasta el origen de la contaminación. Si cortamos las causas de raíz, quizá los periodistas podrán volver a hacer su trabajo. Fíjese en el caso de Hungría que antes mencionaba y que es muy indicativo, ya que existe una coacción a los medios; incluso ahí, existen periodistas que no se doblegan y mantienen su dignidad. El hecho de que el presidente Viktor Orban haya incorporado la teoría racista del «gran reemplazo» en su argumentario de gobierno debería ser una señal de alarma para los gobiernos democráticos. Esta es una ideología que nos lleva a los peores recuerdos del pasado, y que puede destruir el mundo, y creo que no ha recibido la condena que merecía por parte de los gobiernos democráticos.
CC: Posiblemente lo que ha sucedido es que se están normalizando o aceptando ciertas narrativas y discursos políticos que antes eran muy marginales, pero que ahora cuentan con unos altavoces mucho más grandes que nunca.
MR: Es por este motivo que yo reclamo sin cesar la rendición de cuentas de las plataformas tecnológicas. Sin YouTube o Facebook, Jair Bolsonaro probablemente no hubiera sido presidente de Brasil. Del mismo modo, los antivacunas tampoco hubieran crecido tanto como lo han hecho. En Filipinas la administración Duterte probablemente no hubiera podido asesinar a tanta gente, ni hubiera emitido 10 órdenes de arresto contra mí en menos de dos años. En mi libro explico cómo lo hemos sufrido en nuestras propias carnes. Hemos visto cómo las redes sociales se han usado como armas, con la mentira como un arma en manos del gobierno. Cuando esto sucede, necesitas mucha fuerza y determinación para seguir haciendo tu trabajo como periodista.
CC: Hemos hablado mucho sobre las empresas de tecnología, sobre los gobiernos, y también sobre los periodistas. En ciertos países es muy difícil ejercer el periodismo, como por ejemplo en México, donde los periodistas se juegan la vida cotidianamente. No quisiera, por tanto, terminar esta conversación sin preguntarle por los ciudadanos, por cómo se relacionan y cómo se comprometen, porque las carencias de las que hemos estado hablando también están afectando a toda la sociedad, y hacen que las personas sean más vulnerables. ¿Cómo pueden los ciudadanos lidiar con esta situación?
MR: En primer lugar, hay que tener en cuenta que, si eres vulnerable en el mundo físico, también lo eres en el mundo virtual: las mujeres, el colectivo LGBTQ+ y otros muchos colectivos son doblemente vulnerables. Existe un volumen enorme de misoginia en la red, que ha expulsado a muchas mujeres de la arena pública. Y la gente confía en la política para encontrar una solución, cuando en realidad no estamos ante un debate político, sino estrictamente técnico y tecnológico. Preguntémonos qué sucede cuando deliberadamente, por su diseño, las plataformas difunden mentiras en lugar de verdades, cuando buscan que pasemos el máximo tiempo posible navegando pantallas, en lo que se conoce como la «economía de la atención». Tenemos precedentes de otros momentos en los que los humanos nos convertimos en mercancía, a través del trabajo, con la explotación de los obreros, y hemos visto que tuvieron como respuesta la creación de los sindicatos. Ese es un resquicio para el optimismo. Pero no debemos ignorar que estas tecnologías actúan como actúan porque esa es su función, por su diseño. Y esto a los ciudadanos nos afecta por lo menos a tres niveles. En primer lugar, a nivel psicológico, personal: hoy tenemos niveles elevados de depresión, sobre todo entre los jóvenes, sumada a una mayor incidencia de trastornos alimentarios y un incremento de las tasas de suicidio. Nuestra capacidad de atención se ha resentido sensiblemente. Cuando yo estudiaba, se nos decía que una noticia debía captar la atención del lector en los primeros diez segundos; hoy, esto ha caído a tres segundos. Sherry Turkle ya hablaba de ello en su libro Alone together, y todo indica que está yendo a peor. En segundo lugar, también nos impacta a nivel sociológico, aunque el impacto es significativamente diferente, ya que el sistema se convierte en un vehículo para controlar las masas y provocar conflictos donde nunca los ha habido. A esto se suman las políticas de identidad, que nos desgarran a nivel social; la ocupación de sedes gubernamentales en EEUU y Brasil son una expresión de esta deriva. En tercer lugar, estamos asistiendo a un nuevo tipo de comportamiento humano emergente, del que desconocemos su impacto sobre el cerebro y nuestro comportamiento como especie. Ya tenemos evidencias de una disminución de capacidad de atención: vivimos en la inmediatez, no sabemos qué es real y qué no, y las plataformas funcionan sin ningún límite ni directrices. Y estamos a las puertas de la expansión de la Inteligencia Artificial, la nueva frontera, con herramientas como el incipiente ChatGPT. La IA no distingue hechos reales de la ficción en las redes sociales. Estamos en un momento crucial donde corremos el riesgo de destruir el bien de la humanidad y cambiar nuestro destino como especie a peor.
CC: Permítame pues concluir esta conversación con una referencia a algo que comenta en su libro, cuando aborda la erosión del contrato social en EEUU. Estamos en un contexto de creciente descontento global, con más vulnerabilidades y más agresiones sobre nuestros derechos: ¿ha llegado el momento de dotarnos de un nuevo contrato social? ¿Necesitamos redefinir acuerdos tan elementales como los Derechos Humanos para adaptarlos a esta nueva realidad?
MR: Si nos remontamos 75 años atrás, la ONU se creó porque la humanidad estaba al borde de la extinción. La bomba atómica nos dio el poder de destruir nuestro mundo y nos dimos cuenta a tiempo que teníamos que actuar conjuntamente. Hoy, yo llamo a esta situación «la bomba atómica silenciosa». La Declaración Universal de los Derechos Humanos sigue vigente, lo único que ha cambiado es la propagación de la mentira. Y vuelvo al origen de todo, al inicio de la cadena destructiva: si se miente todo el tiempo, ¿en qué tipo de ser humano te conviertes?, ¿qué tipo de sociedad estamos creando? La lucha que tenemos ahora es contra el fascismo, que está de vuelta y en auge. Esta es una realidad que ya hemos vivido, y que conseguimos superar porque la humanidad se dio cuenta de lo que estaba sucediendo. ¿Estarán a tiempo las naciones democráticas para solucionar este problema? Insisto en ello, el primer paso debería ser la revocación de la Sección 230 de la CDA. También debemos detener la cadena destructiva provocada por las mentidas impunes. Debemos acabar con la impunidad. Estamos en un momento en que las reglas de las que nos hemos dotado ya no nos sirven, tenemos que redefinir las reglas que permitan que la humanidad siga existiendo, y que lo hagan las sociedades. Y déjeme acabar volviendo a los hechos. Los hechos crean nuestra realidad compartida: si no tenemos hechos no podemos tener nada más. Los gobiernos iliberales son el resultado del fracaso en cascada del ecosistema de la información, estamos eligiendo líderes antiliberales en parte porque las mentiras se propagan más rápido que los hechos. Y todos los países democráticos del mundo están tratando de descubrir cómo usar las redes sociales de manera adecuada y evitar que las redes sociales difundan mentiras. Pongamos fin a la mentira, hagamos esto primero.
CC: Muchas gracias María Ressa por esta charla tan interesante, ha sido un placer.
MR: Muchas gracias a ustedes.
Esta entrevista es una síntesis editada de una conversación más extensa, que se encuentra disponible en formato vídeo en el canal YouTube de CIDOB