América Latina y el Caribe: ¿fin de ciclo o cambio de régimen regional?

Anuario Internacional CIDOB 2019
Publication date: 06/2019
Author:
Anna Ayuso, Investigadora sénior, CIDOB
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En el 2018 se despejaron varias incógnitas del final de un gran ciclo electoral en el que América Latina y Caribe (ALC) definía si se consolidaba el giro a la derecha que venía apuntándose en los últimos años o si se mantenía un equilibrio. Los resultados de las recientes elecciones han mostrado varios síntomas: la fatiga y el desencanto de la población con la clase política; el desgaste de las consecuencias de la crisis económica; y el auge del populismo. Todo ello ha propiciado un cambio en la correlación de fuerzas en la región y un incremento de la polarización que está resquebrajando los procesos de cooperación e integración, propiciando el surgimiento de corrientes nacionalistas con rasgos autoritarios de distinto signo. Hacia finales de año, la crisis venezolana ha puesto de manifiesto una profunda fractura que amenaza con desestabilizar la región y ha devuelto a América Latina al escenario geopolítico de disputa entre las grandes potencias. Después de que la Administración Obama declarara el fin de la Doctrina Monroe, la política de Trump resucita la época de buenos y malos que caracterizó la de su predecesor George W. Bush. Todos estos elementos nos conducen a un escenario de incertidumbre, en el que los cambios producidos en los alineamientos de algunos de los principales actores, la crisis que atraviesan las instituciones y la influencia de actores extrarregionales llevan a preguntar si estamos ante un cambio de orden regional.

El péndulo electoral en un entorno polarizado

Entre el 2017 y el 2018 América Latina vivió un ciclo electoral concentrado de elecciones presidenciales que han dado un vuelco a los equilibrios políticos de la región. Siguiendo los cambios políticos del 2017 con la reelección de Sebastián Piñera en Chile y previamente la consolidación de Mauricio Macri en Argentina con las elecciones parlamentarias, llegó el turno de dos grandes países con gran peso en la región, Colombia y Brasil. Las elecciones en Colombia dejaron como claro ganador al candidato uribista del Centro Democrático, Iván Duque, que obtuvo una amplia representación parlamentaria en el legislativo. Aunque en Colombia nunca ha ganado la presidencia del gobierno un candidato de izquierda, la elección de Duque resultó especialmente polarizada, porque estaba en juego el futuro de los acuerdos de paz firmados entre el presidente saliente Juan Manuel Santos y las FARC (Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia) en el 2016, a los que Duque se había opuesto. Si bien el proceso de aplicación de los acuerdos no se ha quebrado, el futuro de la jurisdicción transicional especial para implementar el proceso de esclarecimiento de los crímenes y la reconciliación está siendo cuestionado, y la falta de avances en la implementación de los procesos de inserción de la guerrilla desmovilizada está poniendo en riesgo la consolidación de la paz. Eso sin contar que las conversaciones con la guerrilla del Ejército de Liberación Nacional (ELN) se han roto, con lo que la pacificación del país queda necesariamente incompleta. Por otra parte, en Brasil, el ascenso imparable y victoria holgada del capitán en la reserva Jair Bolsonaro fue más sorpresiva. Con un discurso polarizado y antipolítico consiguió capitalizar el enfado y la desilusión de una gran parte de la ciudadanía tras desvelarse la trama de corrupción que salpicó a la mayoría de partidos que se han repartido el poder durante varias décadas. El peso del gigante brasileño en la región y el cambio radical de orientación respecto a las políticas que desarrolló por durante una década el Partido de los Trabajadores, así como la incertidumbre que genera un programa que mezcla elementos ultraconservadores con liberalismo económico, junto a su declarada admiración por el presidente de Estados Unidos, Donald Trump, supone un cambio en los equilibrios regionales. A ello se suma el declive de Venezuela, hoy sumida en una crisis existencial, y el cambio de orientación del presidente de Ecuador, Lenín Moreno, que se ha alejado de la corriente bolivariana para alinearse a las corrientes más críticas respecto al gobierno chavista y sus afines.

Estos cambios políticos contrastan claramente con el resultado de las elecciones en México, donde se ha producido el efecto contrario, al vencer el hasta tres veces candidato Andrés Manuel López Obrador (AMLO) al frente de la coalición “Juntos Haremos Historia” compuesta por MORENA, el Partido del Trabajo (PT) y el partido Encuentro Social (PES). Previamente, AMLO se presentó en 2006 y 2012 por el Partico de la Revolución Democrática quedando en segundo lugar en ambas ocasiones. En 2018 AMLO no solo consiguió ganar holgadamente la presidencia, sino que, además, obtuvo una cómoda mayoría absoluta en las dos cámaras. Estos cambios regionales reflejan en parte un clásico efecto péndulo en el que los votantes, desafectos con los resultados de las fuerzas políticas gobernantes, buscan soluciones en el extremo contrario. Sin embargo, la lógica de una sana alternancia se ha visto enturbiada por una intensa polarización que ha llevado a los candidatos a posiciones enfrentadas y maximalistas en medio de una gran crispación en el electorado. Estos posicionamientos afectan a la gobernabilidad, al dificultar la negociación de acuerdos necesarios para llevar a cabo reformas importantes, y fracturan la cohesión social de la ciudadanía, que se ve empujada hacia las posiciones maximalistas de los discursos simplificados y excluyentes.

El auge del populismo de la espada y el crucifijo

La Iglesia y las Fuerzas Armadas son dos de las instituciones que aún cuentan con mayor credibilidad en América Latina (según el Latinobarómetro de 2018, con un apoyo del 63% y 44%, respectivamente) frente al descrédito de los partidos y la administración pública. La Iglesia católica ha jugado tradicionalmente un importante papel en la vida política y social en la zona; sin embargo, en las últimas décadas su influencia se ha visto disminuida por la creciente importancia que está adquiriendo la iglesia evangelista. Es una corriente transversal que se asocia principalmente a partidos conservadores, pero que ha multiplicado su presencia entre las capas de población más desfavorecidas que se sienten y han sido olvidadas por las instituciones. Las redes de solidaridad vinculadas a este credo suplen las carencias de un estado demasiadas veces ausente y las ha convertido en un lobby de importancia estratégica.

La capilaridad social que les dan la amplia red de centros de culto, el establecimiento de mecanismos de solidaridad intracomunitaria con servicios de asistencia y un uso intensivo de medios de comunicación propios con una miríada de radios comunitarias, pero también con canales de televisión y el uso de las redes sociales, les ha convertido en actores políticos de gran influencia, capaces de condicionar y modificar de forma masiva el sentido del voto de un gran porcentaje de la población. Dada su defensa de los valores tradicionales familiares y la oposición a avances sociales como el divorcio, el aborto, la igualdad de género, el matrimonio igualitario o la eutanasia, los evangelistas suelen apoyar a candidatos de la derecha radical. Sin embargo, su influencia también condiciona a partidos de izquierda, de manera que los líderes de fuerzas que se autoposicionan en la izquierda han desarrollado alianzas electorales puntuales con el evangelismo para conseguir su apoyo.

Según un informe del Pew Research Center el número de evangélicos se sitúa alrededor del 20% de la población latinoamericana. Los porcentajes varían según el país: mientras en países como Argentina, Perú, Colombia o Ecuador están cerca del 15%, en Brasil pasan del 25%; pero es en Centroamérica donde se disparan hasta el 40%. Estos porcentajes ya se han traducido en resultados políticos: en Guatemala el actual presidente Jimmy Morales es evangélico y saltó de la televisión al poder gracias al apoyo confesional; en Costa Rica el candidato evangelista Fabricio Alvarado pasó a segunda vuelta como favorito, aunque finalmente no venció; en Chile, Sebastián Piñera incorporó a obispos protestantes en su equipo de campaña; en México, Andrés Manuel López Obrador incluyó en su coalición al evangélico Partido Encuentro Social; en Colombia, aunque el actual presidente es católico, los evangélicos fueron sus aliados en la campaña por el “No” en el plebiscito sobre los Acuerdos de Paz que acabó imponiéndose en el referéndum.

Pero el caso más evidente de la influencia política de la iglesia evangelista fue quizás su papel en la victoria de Jair Bolsonaro en Brasil, que no se explica sin el apoyo recibido por la comunidad evangélica. Al abandonar a la candidata Marina Silva y apostar por Bolsonaro, el apoyo popular a este, hasta entonces estancado alrededor del 15% se disparó hasta más del 40%, lo que le dio el pase a segunda vuelta y, posteriormente, su victoria frente al candidato del PT, Fernando Haddad. Pero además de su peso en la elección presidencial, la denominada bancada evangelista, que es transversal en diversos partidos políticos, tiene una gran influencia en el Congreso, donde pacta apoyos cruzados y ejerce como grupo de presión en las comisiones legislativas.

Este auge de la derecha radical apoyada por los evangelistas también ha ido acompañado de una mayor presencia del estamento militar en el ejercicio del poder. Jair Bolsonaro es otra vez el mejor ejemplo, él mismo procede de las Fuerzas Armadas y ha incorporado siete ministros con antecedentes militares. El presidente de Paraguay, Mario Abdo Benítez, también es subteniente de Reserva de Aviación y paracaidista militar en la reserva. Sin embargo, el país donde el ejército ejerce en estos momentos mayor poder es Venezuela, donde la cúpula militar ostenta claramente los puestos de poder y es el principal sostén del cuestionado gobierno de Nicolás Maduro. El creciente protagonismo del ejército se da también en su mayor implicación en la resolución de problemas de seguridad internos, que en principio corresponderían a otros cuerpos de seguridad y que han hecho aumentar su intervención en los asuntos domésticos y en la securitización de las agendas.

Venezuela en el ojo del huracán

Hace ya varios años que Venezuela es el principal elemento de inestabilidad en América Latina, pero en los primeros meses del 2019 los acontecimientos se han acelerado vertiginosamente y la situación se ha degradado hasta convertirse, de un problema con reverberaciones regionales, a un asunto que se sitúa en la confrontación geopolítica de actores globales. Nicolás Maduro juró finalmente su presidencia el 10 de enero, tras declararse vencedor de las elecciones de 20 de mayo del 2018 en unos comicios que fueron cuestionados y no reconocidos por la oposición y gran parte de la comunidad internacional. Por sorpresa, días más tarde, el joven Juan Guaidó, nombrado presidente de la Asamblea Nacional (órgano constitucional con mayoría opositora desautorizado por Maduro) se proclamó presidente interino de la República invocando el artículo 233 de la Constitución, que otorga poderes al presidente de la Asamblea ante un vacío de poder. Inmediatamente, Estados Unidos, la OEA y un número destacado de países del continente americano concertados en el Grupo de Lima reconocieron la autoridad de Guaidó. Este alineamiento de doce de los principales países de la región con el liderazgo de Estados Unidos y Canadá muestra hasta qué punto han cambiado las alianzas que pocos años antes favorecían al régimen chavista. En las semanas siguientes más de cincuenta países en todo el mundo siguieron la misma senda, incluidos la mayoría de la UE.

Ante la posición de fuerza norteamericana, la Unión Europea, a través de la vicepresidenta de la Comisión Federica Mogherini, se sumó a la propuesta de la creación un Grupo Internacional de Contacto que se reunió por primera vez el 7 de febrero en Montevideo, y que pretende establecer unas negociaciones que conduzcan a la salida de la crisis. Mientras, Estados Unidos ha incrementado las sanciones tratando de asfixiar las finanzas ya de por sí debilitadas del gobierno chavista. Sin embargo, sostenido por el ejército y con el respaldo de Rusia, China, Irán y Turquía entre otros, Maduro resiste en el poder mientras la población se ve enfrentada a carencias básicas en alimentación, medicamentos, y falta de acceso a la electricidad y al agua potable.

Las dificultades de las vía diplomática hacen temer que el conflicto vaya a más y pueda llevar a una confrontación civil o que conduzca a una intervención armada desde el exterior. Estados Unidos aseguró que no descartaba ninguna medida, dejando en el aire la posibilidad de una intervención por la fuerza, pero esta no parece ser una opción inmediata, pues suscita las reticencias de buena parte de la región, y se ha optado por ir erosionando el gobierno en busca de una ruptura de la unidad interna que mantienen las fuerzas chavistas. Mientras, Guaidó sigue retando al gobierno a través de masivas movilizaciones y llamadas a las Fuerzas Armadas a abandonar a Maduro, sin que hasta el momento haya conseguido un efecto disruptivo en la cúpula que concentra el poder. Incluso se organizó, sin éxito, un conato de levantamiento armado a finales de abril del 2019.

A la inestabilidad política en Venezuela se suma un índice de criminalidad de los más altos del mundo, debido a la proliferación de armas y a la impunidad de los delincuentes, junto a la incapacidad de control del monopolio del uso de la violencia por el Estado y el alto índice de corrupción. Además, la ubicación de Venezuela en una zona de tránsito del tráfico de drogas y armas entre centros de producción y consumo hacia los dos grandes mercados –Estados Unidos a través de Centroamérica y Europa a través del Caribe y la costa oeste africana– han convertido a Venezuela en un punto negro de la delincuencia transnacional. Esta confluencia de crisis política, económica y humanitaria ha desbordado las fronteras y genera inestabilidad, sobre todo en los países limítrofes, especialmente Colombia y Brasil, que han recibido el impacto de una emigración descontrolada que genera tensiones internas y brotes xenófobos.

Migraciones

En varios países de ALC la violencia y la persecución política, y la falta de oportunidades, están produciendo un incremento de los flujos migratorios desregulados: unos ocho millones de personas han abandonado su hogar forzadas por estos motivos. En algunos casos, como en Colombia, se debe al conflicto armado interno, pero también al narcotráfico y por las amenazas y la violencia de bandas criminales ante la incapacidad de los estados de garantizar la seguridad, junto a la corrupción de las fuerzas de seguridad y parte del aparato del Estado en connivencia con la delincuencia. En Venezuela, ACNUR estima que cerca de tres millones de venezolanos tuvieron que abandonar su país en los últimos tres años (del 2016 al 2018), una media de 5.000 personas al día. Todo ello ha impactado sobre todo en los países vecinos.

Según el Migration Policy Institute (MPI), Colombia ha recibido más de un millón de venezolanos, y Perú, 635.000. Además, a inicios del 2019 había más de 250.000 venezolanos viviendo oficialmente en Ecuador, 130.000 en Argentina, 108.000 en Chile y 98.000 en Brasil. Los países de la región han tenido que buscar respuestas a esté súbito desplazamiento de personas y, aunque se han establecido algunos mecanismos de acogida, también se han endurecido las condiciones de entrada. Por ello cada vez más hay un número mayor de venezolanos en situación irregular debido a la falta de los documentos necesarios para solicitar su regularización, lo cual les deja en un vacío legal sin acceso a los servicios básicos, exponiéndose a la explotación, la violencia y la discriminación, y ya se han producido algunos brotes xenófobos, aunque de forma aislada. La magnitud de la crisis ha hecho que se pusiera en marcha un Plan Regional de Respuesta para Refugiados y Migrantes de Venezuela, patrocinado por ACNUR y la OIM.

Este nuevo fenómeno migratorio se une a las migraciones centroamericanas hacia el Norte. Según ACNUR, se calcula que entre 300.000 a 400.000 personas circulan anualmente entre Centroamérica y Estados Unidos, unas esperando alcanzar el destino, otras deportadas y reenviadas hacia el sur. En el 2018 se produjeron varios episodios de crisis migratorias debido a las caravanas de varios millares de centroamericanos (mayoritariamente salvadoreños) que se dirigieron a la frontera con Estados Unidos atravesando México, quedando atrapados en la frontera frente al muro fronterizo y sufriendo la falta de seguridad y alimentos. La política de endurecimiento de la Administración Trump en la frontera sur y su aplicación de medidas disuasorias no ha detenido las migraciones; en cambio, ha generado una desprotección mayor de los derechos de los migrantes, muchos de los cuales huyen de situaciones de violencia que no les permiten regresar a sus países de origen y tratan de obtener la condición de solicitante de asilo.

Con todo ello, América Latina se ha convertido en una parte del tablero geopolítico donde las grandes potencias disputan su influencia. El factor más destacable de la última década ha sido la gran penetración de China, con una presencia económica en crecimiento acelerado. Se ha convertido en el segundo socio comercial de la región, solo por debajo de Estados Unidos y desplazando a la UE de ese lugar. También Rusia ha incrementado su presencia, aunque con un perfil más político; y otros países como Irán, India y Turquía han enfatizado su presencia e interés hacia la región. Esta mayor implicación se ha manifestado claramente en la crisis venezolana, que se ha convertido en un nuevo escenario de disputa en el que se mezclan principios e intereses.

La penetración de China en ALC obedece sobre todo a intereses económicos, pero estos han entrado en colisión con los postulados ultraproteccionistas de la Administración Trump. En América Latina el caso más patente es el ya mencionado de Venezuela, donde la concentración de la inversión china en el sector energético y minero, en conjunción con la deriva autoritaria del presidente Nicolás Maduro, han motivado la reacción estadounidense decidida a acabar con el régimen chavista. A su vez, la Rusia de Vladimir Putin ha adoptado una política proactiva en la región muy vinculada a negocios relacionados con la venta de armas y la explotación y comercialización de hidrocarburos. En este sentido también Venezuela se ha convertido en un elemento de confrontación con Estados Unidos que ha llegado al Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, como ocurrió con dos propuestas cruzadas estadounidense y rusa vetadas mutuamente el 28 de febrero del 2019.

Estas dinámicas de confrontación rememoran la época de la guerra fría aunque con otros actores, sobre todo por la presencia de China y su peso económico en casi toda la región. Todo ello, junto a la impredecibilidad de Trump en sus decisiones de repliegue o intervención en diversos espacios geopolíticos, supone un nuevo elemento de inestabilidad para la seguridad internacional, a la que América Latina se ha vuelto más vulnerable. Tras dos décadas en las que la región buscó ganar autonomía y jugar un papel de liderazgo del sur global con el impulso de líderes como Lula da Silva, Chávez o Kírchner, actualmente hay una mayor fragmentación que la hace más dependiente de los actores externos e impacta en los mecanismos de cooperación regional.

La crisis del regionalismo: ¿cambio de orden regional?

Los cambios políticos en Brasil, Argentina, Chile, Perú, Colombia o Ecuador, y la división ante la crisis de Venezuela, han debilitado las instituciones regionales surgidas al calor del denominado regionalismo post-hegemónico que floreció en la primera década del siglo. Esto se pone de manifiesto en la práctica desintegración de una organización como la Unión de Naciones del Sur (UNASUR), que ha pasado de ser uno de los instrumentos de cooperación regional con capacidad de dar respuesta a crisis políticas a perder a la mitad de sus miembros e incluso su flamante sede de Quito, ya que el gobierno de Ecuador se ha retirado del tratado. Como contrapropuesta se ha creado el Foro para el Progreso de América del Sur (PROSUR), una iniciativa liderada por Chile y Colombia que dice ser un intento de despolitizar la cooperación regional y cuyos socios fundadores fueron los mismos que abandonaron UNASUR. Después se han ido sumando otros países como Argentina, Brasil, Ecuador, Paraguay y Perú. También está en horas bajas la ALBA (Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América), que fue impulsada por Chávez como instrumento de cooperación entre los gobiernos del denominado Socialismo del siglo XXI y que hoy, sin recursos, apenas se mantiene como un vocero de apoyo a Maduro. La crisis venezolana también ha tensionado a la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (CELAC): aunque sigue manteniéndose como principal foro de diálogo regional no consigue llegar a acuerdos y está en punto muerto debido a la división en el tema de Venezuela con la creación del Grupo de Lima, claramente alineado con la posición de EEUU de abierta hostilidad a Maduro. Esta fragmentación y alineamiento también se observa en las votaciones de la Organización de Estados Americanos (OEA), de donde el representante del gobierno de Nicolás Maduro ha sido expulsado.

Entre las organizaciones de integración económica, la situación es algo mejor, pero también persiste una dinámica de fragmentación y una tendencia al estancamiento. Dejando al margen a la Comunidad Andina, cuyos miembros se han repartido entre el Mercosur y la Alianza del Pacífico, en el seno de estas tampoco se observan muchos avances. Tras la suspensión de Venezuela del MERCOSUR, Bolivia aguarda a que den luz verde a su completa integración, a falta de las ratificaciones necesarias. Pero además la difícil situación económica de Brasil y Argentina dificulta mayores avances en la integración interna y tampoco han dado fruto las negociaciones para un acuerdo de asociación con la UE, que llevan más de veinte años en curso. La Alianza del Pacífico se mantiene en su cooperación de baja intensidad y los intentos de acercamiento y cierta convergencia con MERCOSUR no acaban de cuajar.

La falta de los liderazgos regionales fuertes, que hace una década ostentaba Brasil (hoy debilitado) o Venezuela (en crisis profunda), que abogaban por una mayor autonomía y la vinculación con el Sur emergente ha causado un vuelco en la implicación regional con EEUU. El caso más patente es el del Brasil de Bolsonaro, que hoy se alinea de forma incondicional con los Estados Unidos, quebrando una posición autonomista que ha caracterizado su política exterior en las últimas décadas. Esta reestructuración de los procesos de integración latinoamericanos expresa una latente crisis de identidad del regionalismo en la zona, con una ausencia de un relato común y con una gran división.