¿Un futuro sin pobreza? Ahora es el momento de cambiar el rumbo
Tras varias décadas de progreso en la lucha contra la pobreza, la pandemia de la COVID-19 ha dado lugar a un estancamiento del que muchos países aún no han sido capaces de recuperarse. La reciente superposición de crisis (financieras y sanitaria) ha provocado retrocesos históricos de la lucha contra la pobreza, que nos obligan a reconsiderar qué es realmente necesario para reducir de manera sostenida la desigualdad en un mundo que resulta cada vez más incierto. Seguir como hasta ahora no nos permitirá alcanzar esta meta. Debemos apostar por explorar nuevas vías que permitan corregir el rumbo e imaginar nuevos enfoques políticos para alcanzar la reducción de la pobreza y de la desigualdad que respondan a los desafíos globales actuales, como el cambio climático, la fragilidad y las pandemias. Este es el objetivo del presente texto, mediante el que sugerimos algunas ideas que pueden guiar futuras acciones para reducir la pobreza y la desigualdad desde un enfoque distinto.
El paso de un periodo de leves avances a otro de fundada preocupación
La pobreza y la desigualdad, consideradas en términos monetarios, han ido disminuyendo de manera constante a lo largo de las últimas décadas. De acuerdo con los datos del Banco Mundial, la pobreza extrema global1 se redujo significativamente, ya que pasó de afectar a una de cada tres personas en 1990 (38% de la población mundial) a algo menos de una de cada diez personas (8,4%), en 2019. No obstante, la pandemia de la COVID-19, que asoló el planeta en 2020, volatilizó más de tres décadas de éxito en la consecución de este objetivo. El aumento de la pobreza debido a la COVID-19 y su impacto económico ha sido el mayor registrado desde la Segunda Guerra Mundial.
Sin embargo, debemos reseñar que algunos años antes de la pandemia, la reducción de la pobreza ya se había ralentizado significativamente, registrando una disminución de solo 0,6 puntos porcentuales anuales en los cinco años anteriores a 2020. Esta tendencia era una primera señal de que el mundo estaba empezando a cambiar de rumbo en lo que respecta al objetivo global de acabar con la pobreza extrema para 2030. De mantenerse esta tendencia, se estima que la población mundial que vivirá en 2030 en una situación de pobreza extrema será del orden del 7%, cuando el objetivo a esa fecha es dejar la pobreza por debajo del 3%.
El impacto económico de la COVID-19 ha agudizado también las diferencias entre ricos y pobres, debido a que los hogares más ricos se recuperaron de las pérdidas de ingresos a un ritmo mucho más rápido que los hogares más pobres. También los países se han recuperado de manera desigual de la pandemia: las economías de renta alta se han recuperado más rápidamente que las de renta baja y media. La inestabilidad política, la guerra, el impacto climático y el elevado endeudamiento dificultan aún más las perspectivas de recuperación, mientras que el alza en los precios de los alimentos y la energía sigue aumentando la presión sobre los ceñidos presupuestos de los hogares. Hacia finales de 2022, se estimaba que unos 685 millones de personas vivían en condiciones de pobreza extrema, haciendo del 2022 el segundo peor año en la reducción de la pobreza de las últimas dos décadas.
El futuro ya no es lo que era
De manera general, a lo largo de las últimas décadas, los partidarios de mantener el curso políticotrataron de fomentar el crecimiento económico como elemento central de su estrategia de lucha contra la pobreza ‒lo que se denominó «crecimiento pro-pobre»‒. Los logros que no pudieron alcanzarse a través del crecimiento se promovieron mediante subvenciones o transferencias directas dirigidas a los grupos identificados como más necesitados.
Y, si bien este enfoque constituyó durante mucho tiempo un motor de progreso, para poder reavivarlo y acelerarlo en la actualidad y de cara al futuro, sería necesario centrarse más en los hogares y, más concretamente, en las oportunidades y los obstáculos a los que se enfrentan para generar ingresos. Desde este punto de vista, en lugar de centrarse como hasta ahora en divisar cómo el crecimiento puede mejorar la vida de los pobres, los responsables políticos deberían invertir el prisma y considerar de qué manera un aumento de la capacidad productiva de los pobres podría contribuir al crecimiento. Reducir las barreras a las que se enfrentan los hogares para generar mayores ingresos no solo les ofrece vías de escape de la pobreza a estos hogares, sino que también les permite contribuir de forma más proactiva a la economía en general ‒lo que podríamos denominar «equidad favorable al crecimiento»‒. Esta perspectiva de abajo hacia arriba tiene dos ventajas significativas. La primera de ellas es que mejora la capacidad productiva de los pobres, lo que acaba traduciéndose en mayores niveles agregados de crecimiento a largo plazo. En segundo lugar, nos recuerda que quienes viven en la pobreza son agentes de su propio cambio, y que sus decisiones inciden en las estructuras socioeconómicas de una manera compleja y, a menudo, desafiante. Debemos dejar constancia de un hecho fundamental: el crecimiento y la distribución de la renta se determinan mutuamente. No conseguiremos liberar todo el potencial de nuestras economías si no abordamos también la desigualdad de acceso a las oportunidades productivas.
Podemos desentrañar cómo esto se traslada a diferentes contextos mediante un enfoque basado en los activos. Este tipo de enfoque, entendido como la capacidad que tiene un hogar para generar renta, depende de la acumulaciónde activos, laintensidad de uso y el rendimiento resultante. Los activos que generan ingresos pueden incluir capital humano ‒como la formación y los años de experiencia en el mercado laboral‒, activos financieros y físicos ‒como la propiedad de maquinaria o bonos y acciones‒, capital social ‒como las redes sociales que facilitan la acción colectiva‒ y capital natural ‒que puede referirse a la tierra, el suelo, los bosques y el agua‒. Ejemplos de la intensidad de uso de activos son la participación en el mercado laboral, el uso de maquinaria y la explotación de la tierra mediante la producción agrícola.
Lamentablemente, a pesar de las numerosas críticas que reciben las subvenciones generalizadas ‒como las que se destinan al consumo de energía‒, por ser regresivas e ineficaces, estas siguen siendo herramientas políticas de uso muy común. También las transferencias de efectivo son otra herramienta política que se ha vuelto cada vez más habitual en las últimas décadas. A diferencia de las subvenciones, han resultado ser más progresivas y efectivas para alcanzar objetivos en la reducción de la pobreza y la desigualdad. Pueden ser asimismo singularmente importantes en tiempos de crisis, ya que existe la posibilidad de dirigirlas a los más necesitados, ampliarse o adaptarse rápidamente según las necesidades, suelen ser más rentables y pueden constituir un estímulo para las economías locales. No obstante, aunque estas transferencias son importantes mecanismos de asistencia social para apoyar a las poblaciones pobres y vulnerables a corto plazo, no bastan para romper las trampas de la pobreza a largo plazo. En este caso, las políticas deben ir más allá de las ayudas a la renta y centrarse también en eliminar las limitaciones con las que topan los hogares a la hora de generar sus propios ingresos, y deben proporcionar también seguros para que los hogares puedan hacer frente a las crisis. Tan importantes son los esfuerzos para sacar a los hogares de la pobreza como para garantizar que no sean vulnerables a volver a caer en ella.
Finalmente, las estrategias de reducción de la pobreza y la desigualdad deben fomentar el crecimiento sostenible ambientalmente. Esto implica comprender mejor los vínculos entre el cambio climático, la acción por el clima, la pobreza y la equidad, y saber dónde hay potencial para avanzar en beneficio de las personas y del planeta. La transformación tecnológica ‒de los países y de los hogares‒ es un elemento clave de las estrategias de mitigación y de adaptación, para las que resultan imprescindibles tres elementos que deben garantizar que esta transición se lleva a cabo de manera equitativa. En primer lugar, la inversión en el desarrollo de las tecnologías que protagonizaran la transición. En segundo lugar, la creación de instrumentos financieros apropiados para garantizar que estas tecnologías pueden introducirse de manera efectiva en todos los países, con independencia de su nivel de renta. Y, en tercer lugar, la creación de las instituciones y las políticas necesarias para garantizar que el impacto de esta transformación tecnológica no afecte negativamente a los hogares o grupos de población más vulnerables.
Acabar con la pobreza mundial aún es posible
Ninguna de las previsiones que hemos citado están necesariamente destinadas a cumplirse. Aunque todos los escenarios apuntan a que el objetivo del desarrollo sostenible número uno ‒acabar con la pobreza extrema en 2030‒ está actualmente fuera de nuestro alcance, no debemos considerarlo como un hecho consumado. Más bien al contrario, esto debería ser visto como una llamada a la acción, que nos invite a imaginar nuevos planteamientos políticos que incorporen las condiciones emergentes del mundo al que nos enfrentamos. Las políticas que impulsaron nuestro progreso en el pasado ya no son adecuadas para llevarnos adonde queremos ir. A medida que los países de todo el mundo se enfrentan a crecientes presiones fiscales y soportan cargas de deuda cada vez más elevadas, surge una acuciante necesidad de recursos. Sin embargo, las soluciones a largo plazo requerirán mucho más que financiación. Requieren un replanteamiento más profundo sobre cómo utilizar esos recursos de forma más eficaz para superar las disyuntivas entre equidad y eficiencia y crear un círculo virtuoso que vincule reducción de la pobreza, crecimiento y equidad, y que no deje a nadie al margen.
Nota:
1- El umbral internacional de pobreza está fijado en 2,15 dólares por persona y día (según las Paridades de Poder Adquisitivo de 2017). Esto significa que cualquier persona que viva con menos de 2,15 dólares al día está en una situación de pobreza extrema.