¿Existe la identidad europea?

Opinion CIDOB 376
Fecha de publicación: 01/2016
Autor:
Yolanda Onghena, Associate Senior Researcher, CIDOB
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D.L.: B-8439-2012

 

Quizás es mejor preguntar ¿hasta dónde interesa que exista una identidad europea? En este momento de explosiones, desviaciones, crispaciones identitarias, en el que asistimos como espectadores pasivos a una desesperada carrera para reinventar ilusorias comunidades étnicas y religiosas, identidades nacionales exclusivas y excluyentes y mutaciones sectarias y extremistas ¿tiene sentido seguir insistiendo en una identidad europea?  

La identidad, una de estas palabras de éxito en tertulias y debates públicos, es un recurso impreciso que permite resumir tensiones entre unidad y diversidad en nuestras sociedades. La identidad surge en todos los discursos, y en nombre de la identidad se justifica un sinfín de acciones y reacciones, se fragmentan pertenencias y rupturas. Es un concepto vago si no lo acompañamos de un adjetivo, identidad cultural, identidad étnica, identidad nacional. Y la discusión sobre la identidad europea ha seguido los pasos de la identidad nacional: una bandera, un himno y sobre todo una amenaza externa. El origen y la razón de ser de la idea de Europa radican en el rechazo de las atrocidades que se habían cometido en nombre de una identidad nacional. Dejemos esta idea de identidad única, arma letal, y busquemos de qué manera podemos sentirnos solidarios con un proceso y parte de un proyecto. Un proyecto identitario no es un punto final o un estado fijo, sino una tensión entre identificaciones, desidentificaciones y contra-identificaciones, siempre en proceso, que se mueve hacia, en vez de haber llegado. Este campo de tensión, donde se elaboran y se definen las identidades, tiene múltiples dimensiones de las cuales destacamos tres: la dimensión funcional, la relacional y la ideal. 

La dimensión funcional es la que orienta las políticas y pretende organizar la sociedad. Es decir, representa un papel social fundador, colocando “algo en el centro de la regulación social” (Kaufmann, 2015). En vez de preguntarnos por definiciones de la identidad, que en la mayoría de los casos, hablan de otras épocas y son obsoletas por mutaciones identitarias, podría ser interesante cambiar la pregunta. ¿Qué uso hacemos de este concepto? ¿Qué uso se hace de la identidad en los discursos filosóficos y políticos, en la vida cotidiana? Deberíamos conocer además otras aproximaciones, comprender otros usos para llegar a conocer usos en común. Dice Paul Ricoeur: “hay que aprender a contar de otra forma los mismos sucesos, en función de proyectos nuevos que contribuyen a renovar su interpretación”. Y aún va más lejos: no se trata solo de escuchar nuestra versión de nuestra propia historia, sino que “conviene también que aprendamos a que los demás nos cuenten nuestra propia historia, en particular cuando la humillación de unos coincide con la gloria de otros”.

La dimensión relacional de la identidad, rodeada siempre de vaguedad, permite en la actualidad perversiones identitarias y fundamentalismos contra un enemigo, un inquietante “otro”, un chivo expiatorio para una identidad agotada. Hablar de identidad es también una manera de situar la eterna alteridad que nos incomoda porque cuestiona nuestros valores supuestamente superiores. La afirmación de una diferencia es la condición previa para hablar de identidad. Esto nos puede llevar hasta otra dimensión que, más que relacional, la podríamos llamar patológica: solo busca “otros” y sus valores opuestos como enemigo común contra el cual se consolida el carácter colectivo. En cambio, un sentido de co-pertenencia entre conocidos y otros por conocer, sin sospechar o desconfiar y sin que la diferencia nos lleve a cerrar filas, oscila entre fijar y abandonar, crear y reciclar, asimilar y desasimilar sin que una acción sea en oposición a la otra. 

La dimensión ideal es este modelo de identidad del pasado que, de cara a un futuro anónimo e imprevisible, condensa todo tipo deafirmaciones identitarias. El fundamento cultural, étnico, racial pero también el nacional, abonan esencialismos y fundamentalismos identitarios. Tenemos que hablar de sentimientos identitarios, pasiones e imaginarios que vuelven las identidades cada vez más volátiles, incluso explosivas. Rechacemos el paso atrás que resucita identidades olvidadas, mitos de origen que solo logran banalizar el proyecto de identificación, vinculando historia con identidad: una única identidad -la de los vencedores- que borra oposiciones internas para consolidar la adhesión y recurre a la homogeneización de imágenes, relatos y personajes articulándolos como símbolos de una identidad colectiva donde la realización de unos significa la frustración de otros. 

Volvemos a la pregunta inicial: ¿Existe la identidad europea? La experiencia nos ha demostrado que una base como una moneda común no es suficiente para sentirnos europeos; hay que construir, no a pesar de las diferencias, sino a través de ellas; no yuxtaponer, sino pensar en un futuro común de sentimientos compartidos. O como decía Ulrich Beck: “Puede que lo que necesitemos no sea una identidad única que vincule a todas las identidades, sino un relato de la europeización que haga comprensible la vinculación de iniciativas y fracasos”. O, quizás, una comprensión del presente orientada al futuro en el que la identidad consiste en ponerse en camino, “en abrirse, encontrar, avanzar, orientarse, confundirse, extraviarse, buscar, tantear, encontrar, construir e inventar”.