El ajedrez geopolítico de América Latina en el nuevo orden multipolar

Revista CIDOB d'Afers Internacional 136
Fecha de publicación: 04/2024
Autor:
Mélany Barragán and Ariel Sribman Mittelman
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Mélany Barragán, profesora permanente laboral, Universidad de Valencia (España). Melany.Barragan@uv.es. ORCID: https://orcid.org/0000-0002-7234-5476

Ariel Sribman Mittelman, investigador, Instituto de Estudios de América Latina y el Caribe, Universidad de Buenos Aires (UBA). arielsribman@usal.es. ORCID: https://orcid.org/0000-0002-7539-4900   

Este artículo analiza el papel de América Latina en un sistema internacional en transición, con altos niveles de incertidumbre y transformaciones que implican una reconfiguración geoeconómica y geopolítica a nivel global. En este contexto, el trabajo examina los nuevos y viejos desafíos a los que la región debe hacer frente, poniendo el foco en el impacto de los cambios globales en las dinámicas regionales y la capacidad de los diferentes países para dar respuesta tanto a la coyuntura internacional como a viejos y nuevos problemas internos. Asimismo, y a modo de artículo introductorio de este monográfico titulado «Geopolítica desde América Latina: cambio de ciclo y multipolaridad», se identifican los ejes que articulan dichos cambios, su impacto, los principales actores implicados y los procesos en curso.

El orden mundial atraviesa un período de transformación caracterizado por nuevas dinámicas de competencia geopolítica. Esto ha provocado la emergencia de nuevas narrativas para interpretar procesos de cambio en los que coexisten esquemas unipolares, multipolares y heteropolares (Turzi, 2017). Por un lado, la reconfiguración del poder mundial se articula también en torno al papel ejercido por potencias emergentes como China, Rusia, Brasil, Sudáfrica o la India; por el otro, existen actores como Japón, Australia, Turquía o Irán que proyectan su influencia a nivel regional, contribuyendo también a nuevas visiones y narrativas globales (Oropeza García, 2017). La vieja dialéctica, surgida tras la Segunda Guerra Mundial, entre los creadores de normas (rule-makers) de Occidente y los que se asumían como acatadores de normas (rule-takers), está siendo sustituida por un nuevo espectro de rule-takers emergentes y, eventualmente, de transformadores de normas (rule-shakers) (Kehoane, 2001; Serbin, 2020). Así, pese al todavía papel protagónico de Estados Unidos, existe un debilitamiento relativo de Occidente y un ascenso estratégico de los países no occidentales (Karaganov, 2018). El juego se ha abierto a nuevos actores, superando cualquier lógica hegemónica o exclusivamente bipolar, y evidenciando un cambio del centro de gravedad del poder mundial (Arellanes, 2014; Rang, 2014) desde Occidente hacia Oriente y desde el Norte hacia el Sur.

En medio del desarrollo de este reacomodo global, se abre una ventana de oportunidad para que América Latina abandone lo que algunos autores han calificado como «insignificancia» en el orden internacional (Schenoni y Malamud, 2021). Y pese a que predomina cierto pesimismo sobre la capacidad de los estados latinoamericanos para posicionarse en dicho orden internacional hasta que no logren articular una unidad regional, autores como Malacalza y Tokatlian (2022) señalan que el relativo declive de Estados Unidos como potencia podría llevar a la apertura de márgenes de maniobra para una relativa autonomía latinoamericana. Stuenkel (2022), por su parte, se refiere al advenimiento de un mundo posoccidental como una oportunidad para América Latina, que podrá seguir manteniendo vínculos constructivos tanto con China como con Estados Unidos, al no formar parte de una alianza rígida, no ser claramente occidental ni nooccidental, y contar con una buena posición en la mesa de negociaciones estratégicas contemporáneas, en particular en cuestiones sobre el cambio climático. No obstante, ello sigue condicionado por la capacidad de los estados latinoamericanos de hacer converger sus intereses; y existe el riesgo de que los países de la región se mantengan como zonas de influencia, ya sea de Estados Unidos o de China.

En definitiva, aunque el futuro es incierto, hay muestras de que se abre un nuevo ciclo en las relaciones geopolíticas que puede permitir romper con una visión reduccionista de la «disputa hegemónica» (Serbin, 2020), diluyendo las formas tradicionales de poder con la aparición de nuevos polos que contribuyan a definir un orden global con una dimensión más policéntrica y diversificada. En este contexto, y bajo el título «Geopolítica desde América Latina: cambio de ciclo y multipolaridad», el presente volumen se centra precisamente en observar dicho orden global poniendo el foco en América Latina. Es decir, se ocupa de analizar el encaje de la región en la nueva configuración de la geopolítica y la economía mundiales, los vínculos que esta está estableciendo con otras regiones, así como los desafíos y oportunidades que presenta la reestructuración del sistema global para los países latinoamericanos. 

América Latina en el viejo orden mundial

A lo largo del siglo xx, América Latina perdió posiciones en todos los indicadores de relevancia disponibles: proporción de la población mundial, volumen comercial, proyección militar, capacidad diplomática y peso estratégico (Schenoni y Malamud, 2021). Antes de terminar ese siglo, y con el final de la bipolaridad, este declive se aceleró y se desvanecieron muchas de las opciones estratégicas a las que había apelado América Latina durante los años de la Guerra Fría, tales como la protección extrahemisférica, la unidad colectiva, la revolución social y el tercermundismo (Smith, 2000).

Por lo que se refiere al peso demográfico, América Latina ha ido quedando relegada respecto a Asia y África. Desde el inicio del siglo xx, los países latinoamericanos iniciaron un proceso de transición demográfica en el que abandonaron el viejo patrón de altos niveles de mortalidad y natalidad. Primero, a partir de la década de 1960, se produjo la caída de la mortalidad con el incremento de la esperanza de vida. Posteriormente, en las últimas décadas de ese siglo, se inició el descenso de la natalidad (Villa y González, 2004). Estos cambios en la estructura de población generan nuevos desafíos para la región en términos económicos. Primero, porque obligan a los estados a replantear sus partidas de gasto para hacer frente al envejecimiento de la población. Segundo, por su impacto en la disminución de la fuerza laboral y la capacidad productiva; situándoles en una posición menos competitiva respecto a otros países como los del continente asiático.

En cuanto al papel de América Latina en las redes comerciales, el aumento de la demanda internacional de materias primas durante la primera década del siglo xxi –generado por el ascenso de China– benefició a la región. No obstante, la posterior contracción de la demanda a partir de 2013, por la desaceleración de la economía china, afectó profundamente el área, poniendo fin a una década dorada. Como respuesta a esto, desde diferentes organismos internacionales se alertó de la necesidad de profundizar en la integración para impulsar la recuperación regional. Y es que los datos muestran cómo la crisis de las materias primas afectó negativamente a la región, produciéndose el menor crecimiento en siete décadas. En la actualidad, las tensiones comerciales y tecnológicas entre Estados Unidos y China, el creciente nacionalismo económico, la conflictividad en las relaciones comerciales, la digitalización de la producción y del comercio, así como la regionalización de la producción son otros factores que han afectado a la posición comercial de América Latina en el mundo.

Referente al poder militar, la marginalización o baja relevancia de América Latina en el orden mundial posguerra fría repercutió negativamente en la capacidad de los ejércitos del subcontinente. Como muestra, durante las últimas décadas, únicamente Brasil se sitúa entre los diez ejércitos más poderosos del mundo1. Así, es la región del mundo que destina menos recursos de su PIB a los presupuestos de defensa (Malamud y Encina, 2006). Esto se debe en gran medida a que, tras el final de las dictaduras militares y los procesos de transición a la democracia en los años ochenta del siglo pasado, que vinieron acompañados en muchas ocasiones de procesos de ajuste económico, los países de la zona redujeron considerablemente sus presupuestos militares. Pero, además, el limitado gasto militar también responde a las líneas maestras de la dinámica de la región. Pese a la existencia de algunos conflictos fronterizos, América Latina se ha caracterizado por tener una menor incidencia de conflictos bélicos que otras partes del mundo situadas en África, Asia o Europa. Por tanto, pese a los altos índices de criminalidad doméstica2, en el orden global puede considerarse una región de paz, con escasa incidencia de terrorismo y conflictos internacionales.

Respecto a la capacidad diplomática, tras la Guerra Fría, los diferentes países de la región, con excepción de Cuba, se acercaron a Washington en distintos grados (Russell y Tokatlian, 2006). Algunos, como México y la Argentina en la década de 1990, decidieron estrechar lazos con Estados Unidos; otros, como Brasil, intentaron guardar ciertos espacios de autonomía a la vez que generaban nuevas formas de vinculación con la potencia norteamericana. Así, las relaciones internacionales de América Latina siguieron articulándose desde entonces en torno a la histórica disyuntiva entre autonomía y subordinación (Muñoz y Tulchin, 1984). En cualquier caso, el final de la Guerra Fría convirtió a Estados Unidos en una potencia hegemónica con la que los diferentes países latinoamericanos se vieron obligados a entenderse.

Mientras que otros países o regiones del mundo con mayor poder relativo, tales como China, Japón, India, Rusia o la Unión Europea (UE) desarrollaron estrategias frente a Estados Unidos durante el período unipolar, ningún estado latinoamericano contó con atributos de poder suficientes para convertirse en una gran potencia rival respecto al país norteamericano. Esto convirtió a América Latina en una región no prioritaria para la política exterior estadounidense (Russell y Tokatlian, 2006), a la vez que incrementaba su marginalidad en el orden internacional. Así, la disminución relativa de su participación en la economía mundial, su creciente fragmentación y los distintos problemas que la iban afectando la situaron en un escenario que ponía en duda su estabilidad política y su desarrollo económico futuro (Russell y Tokatlian, 2009). No obstante, esta falta de relevancia no implicó que las relaciones entre América Latina y Estados Unidos no fueran intensas. De hecho, el papel de la región en el orden unipolar quedó circunscrito, en gran medida, a su condición de «patio trasero» del país vecino (Van Klaveren, 2012). De esta forma, los flujos de comercio e inversiones, las crisis financieras cíclicas, las intervenciones en la región, la atracción que Estados Unidos y los problemas compartidos –tales como el narcotráfico o los flujos migratorios– ejercían sobre el subcontinente no dejaron espacio para socios alternativos.

Además, aunque América Latina no ha sido una amenaza objetiva, desde Washington siempre ha sido percibida como un área de amenazas difusas a las que ha respondido en clave de aliados o enemigos. Sin embargo, a diferencia de lo que ocurrió durante los años de la Guerra Fría, Estados Unidos encontró en el orden unipolar más restricciones en el uso de instrumentos de poder para controlar lo que ocurría en la región. Así, los procesos de democratización contribuyeron a disminuir la propensión a convalidar golpes de Estado. Asimismo, cada vez surgieron más actores sociales estadounidenses con lazos políticos y económicos en la zona que fueron capaces de limitar o influir en las políticas de Washington.

No fue hasta finales del siglo xx e inicios del xxi cuando América Latina, al menos desde el punto de vista discursivo, comenzó a reivindicar cierta independencia. La emergencia de gobiernos de la llamada «ola rosa»3 comenzó a distanciar a algunos países de Washington, los cuales asumieron posturas de mayor autonomía dentro de sus territorios a través de diferentes fórmulas, como la nacionalización de recursos, nuevos vínculos con empresas extractivas, rechazo a la injerencia estadounidense, así como la creación de nuevas entidades de integración al margen del país norteamericano. 

Diversificación de las relaciones internacionales y búsqueda de autonomía

El camino de América Latina para abrirse a nuevos socios y encontrar un lugar autónomo en el orden mundial no ha sido fácil. Y es que, históricamente, la diversificación de las relaciones internacionales de la región era vista casi como una quimera debido al peso político y económico de Estados Unidos en el subcontinente. Pese a que desde finales de la década de 1980 Europa se ha interesado por estrechar lazos con la zona y mitigar la influencia estadounidense, su capacidad ha sido limitada, sobre todo si se toma en cuenta la cercanía de Europa a Washington y la existencia de alianzas transoceánicas que han hecho casi imposible que el viejo continente desafiara a la autoridad norteamericana. Algo parecido ocurrió con Asia, especialmente en el caso de Japón, ya que, si bien este país incrementó su presencia en América Latina a partir de la década de 1970, siempre lo ha hecho respetando lo que ellos han considerado la hegemonía natural de los Estados Unidos en la región (Van Klaveren, 2012).

No fue hasta empezado el siglo xxi, con el auge del precio de las materias primas y el cambio de ciclo político, con la llegada al poder de gobiernos de izquierda en América Latina, cuando esta comenzó a desarrollar con más fuerza una nueva visión de autonomía en sus relaciones internacionales (Levitsky y Roberts, 2011; Barragán y Alcántara, 2019). Ello se reflejó, por un lado, en el hecho de que los estados latinoamericanos lograsen posicionarse en el orden internacional como líderes, junto con Asia, del crecimiento de la economía mundial. Países como Brasil y México escalaron posiciones entre las economías mundiales y, por primera vez, las cuentas fiscales y los niveles de endeudamiento fueron razonables. Además, los recursos naturales y las economías extractivistas les otorgaban fuertes ventajas comparativas. Por el otro lado, la llegada al poder de líderes como Hugo Chávez, Rafael Correa o Evo Morales introdujo con fuerza en la agenda política un discurso contrahegemónico y antiimperialista (Santander, 2009). Por último, el cambio de ciclo político y económico sirvió para impulsar nuevos bloques y alianzas dentro del área, así como fortalecer lazos con terceros países.

Si algo caracterizó a la América Latina de comienzos de la década de 2000 fue el desarrollo de un regionalismo heterodoxo que presentaba un mayor pragmatismo que en el pasado y que superaba las barreras del mero intercambio comercial (Van Klaveren, 2012). Por un lado, se desarrollaron proyectos para impulsar el desarrollo de infraestructuras físicas, utilización de recursos compartidos, la conexión energética, el desarrollo tecnológico o la concertación de intereses económicos. También se crearon nuevas sinergias como la Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América (ALBA), con un componente de solidaridad política y económica; y, sobre todo, la adhesión de países a mecanismos de cooperación política y representación regional como la Unión de Naciones Suramericanas (Unasur) o la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (CELAC). Con la construcción de este regionalismo latinoamericano del nuevo milenio, los países latinoamericanos dieron un paso para superar lógicas pasadas del período neoliberal y generar esquemas institucionales a nivel local y regional que los dotaran de mayor autonomía (Lo Brutto y Crivelli, 2019).

En paralelo a este impulso al regionalismo latinoamericano, los países de la región reorganizaron sus vínculos en el orden internacional. Por un lado, se empezó a experimentar el declive de Estados Unidos como potencia hegemónica mundial y, aunque su influencia era determinante en la región, su presencia ha menguado progresivamente, especialmente en el Cono Sur. Y es que, mientras que el peso económico estadounidense continuó siendo muy fuerte en México, América Central y el Caribe, el sur cada vez se mostraba más autónomo en esa área (Smith y Ziegler, 2008). En el ámbito estrictamente político, la región empezó a manifestar sus disensos respecto a algunos aspectos de la Administración estadounidense: por un lado, la mayoría de los países latinoamericanos se mostraron cada vez más críticos con el bloqueo económico de Estados Unidos a Cuba; por el otro lado, desde América Latina no se apoyó la invasión norteamericana de Irak en 2003. Por último, Estados Unidos perdió su hegemonía dentro la Organización de Estados Americanos (OEA) y se vio obligado a mostrar flexibilidad en cuestiones como el reingreso de Cuba en la entidad, el reconocimiento del Gobierno hondureño que depuso al presidente Zelaya o el apoyo a Ecuador en su disputa diplomática con el Reino Unido en lo concerniente al asilo del fundador y director de Wikileaks Julian Assange (Van Klaveren, 2012).

Por su parte, las relaciones con Europa en este nuevo ciclo siguieron jalonadas por una notable asimetría (Sanahuja, 2004; Gonzalez Sarro, 2020). Mientras que la UE ha tendido a inquirir en el estado de la democracia en la región, el avance de los procesos de integración o el respeto a los derechos civiles, en sentido inverso no se han producido iniciativas similares ni se han establecido agendas comunes (Gratius, 2010). Asimismo, la crisis financiera de 2008, que azotó a Europa con especial fuerza, afectó a las relaciones económicas birregionales, abriendo una ventana de oportunidad al incremento de la presencia asiática en América Latina. China aprovechó esa ocasión con una política de inversiones y préstamos especialmente intensa. Aunque los vínculos entre ambos son recientes, Asia (principalmente China, India y Corea) se ha convertido en una pieza fundamental en la nueva inserción económica de América Latina, superando en algunos casos las relaciones con Europa y Estados Unidos (Van Klaveren, 2012).

Los vínculos entre América Latina y Asia, que comenzaron siendo eminentemente comerciales, se han ido diversificando y ampliando progresivamente hacia otras áreas. En los últimos años, algunos países asiáticos –como China, Hong Kong, y Japón– han realizado inversiones en infraestructuras y adquisición de tierras en América Latina; además, se han desarrollado negociaciones para una red de acuerdos comerciales, sobre todo entre los países del Pacífico. Es imprescindible mencionar que, ya en 2023, 21 países de América Latina se habían sumado a la Iniciativa de la Franja y la Ruta (BRI, por sus siglas en inglés), el megaproyecto de China de infraestructura, zonas económicas especiales y áreas industriales lanzado en 2013 por Xi Jinping. Asimismo, cuatro países tienen acuerdos de libre comercio con el gigante asiático (Chile, Costa Rica, Ecuador y Perú), y uno –Uruguay– se encuentra en conversaciones con el mismo fin.

Simultáneamente, durante este período las relaciones Asia-América Latina fueron ampliándose de lo estrictamente comercial a lo político e incluso a lo militar, especialmente con China. En este sentido, el país asiático estaría aprovechando su influencia económica para ejercer poder político en América Latina. Un objetivo destacable en este ámbito consiste en que los países latinoamericanos retiren su reconocimiento a Taiwán (Aróstica y Sánchez, 2022). En efecto, seis países de la región –con especial incidencia en América Central– han roto lazos con Taipei desde 2016: Panamá, República Dominicana, Nicaragua, Honduras, Costa Rica y El Salvador. Además, la Presidencia de Donald Trump (2016-2020), centrada más en asuntos domésticos, significó una oportunidad destacada para que China ocupara los espacios en los que Estados Unidos se había desatendido (Pu y Myers, 2022); entre ellos, América Latina. Respecto del crecimiento militar chino en la región, se pueden mencionar desde los cursos en estudios militares chinos impartidos por el país asiático en la Escuela de Defensa argentina (Garrison, 2020), hasta el establecimiento de instalaciones para entrenamiento militar conjunto sinocubano en la isla caribeña (Strobel et al., 2023) en el marco del Proyecto 141, nombre que los militares chinos habrían dado al plan de expansión militar del país a través de la construcción de bases en diversas regiones.

Por último, los países latinoamericanos celebraron en la década de 2000 diferentes cumbres birregionales con sus pares africanos y mantuvieron relaciones económicas con Oriente Medio, sobre todo en torno al abastecimiento y cooperación en la producción de hidrocarburos. Igualmente, en el ámbito institucional, los países de la región comenzaron a celebrar cumbres birregionales con los países árabes. Junto con esto, también cabe mencionar el creciente interés de Irán en la zona, sobre todo con algunos de los estados miembros de ALBA: a partir de la llegada de Mahmoud Ahmadinejad al poder iraní en 2005, el país trabó y expandió sus relaciones con Brasil, Venezuela, Nicaragua, Argentina, Bolivia y Ecuador (Arnson et al., 2009). Este acercamiento alarmó a los gobiernos estadounidense y europeos. Sin embargo, fue defendido por Irán y sus socios latinoamericanos como un mecanismo para desligarse de las corrientes económicas, tecnológicas y militares dominantes para ampliar su espacio de soberanía (Kourliandsky, 2013). Con la alianza iraní, países con sanciones globales como Cuba o Venezuela, o puntuales, como Argentina, intentaron abrir nuevos mercados y recuperar soberanía.

El grupo BRICS (Brasil, Federación Rusa, India, China y Sudáfrica) fue en años recientes, y continúa siendo en la actualidad, un referente de las relaciones Sur-Sur y un punto de apoyo de gran relevancia para América Latina. Aunque Brasil es el único país de la región que pertenece al colectivo, su presencia en él puede repercutir positivamente sobre otros países vecinos. A modo de ejemplo, el nombramiento en abril de 2023 de Dilma Rousseff como presidenta del Nuevo Banco de Desarrollo (el «banco de los BRICS») puede facilitar la concesión de créditos de esa entidad a países de la región, el otorgamiento de fondos para inversiones en infraestructura, etc. Además, uno de los planes del presidente brasileño Luis Inácio Lula da Silva es transformar el grupo en BRICSA, integrando a Argentina, así como potenciar el foro IBSA, que reúne a la India, Brasil y Sudáfrica (Fest, 2023).

En la Conferencia de Seguridad de Múnich, celebrada en febrero de 2023, se hizo patente la competición de las grandes potencias por atraer el apoyo del Sur Global, tanto en el ámbito comercial como en el geopolítico, ideológico e identitario. En este evento internacional sobre política de seguridad que viene celebrándose desde 1963, los países no alineados, en algunos casos, toman posición por un bando u otro; pero, en otros, se benefician de la pugna extrayendo «ventajas del interés de las distintas potencias de ensanchar el campo de socios» (Rizzi, 2023). Se debe entender en el marco de esta carrera la iniciativa lanzada en junio de 2023 por el presidente de Estados Unidos, Joe Biden, para incorporar a países del Sur Global al Consejo de Seguridad de Naciones Unidas. Si bien la propuesta estadounidense se refiere solamente a la India (junto con Alemania y Japón por el Norte Global), la contrapropuesta de Francia y el Reino Unido añade a Brasil y a un país africano (Ryan, 2023).

De este modo, con la llegada de siglo xxi y la emergencia de nuevas relaciones de poder, se ha ido debilitando el orden establecido en la década de 1990 y abierto nuevas vías de desarrollo del orden mundial. Todo esto ha llevado a que, sobre todo después de la crisis financiera mundial de 2008, comenzara a plantearse el retorno de un escenario de rivalidad entre potencias y el incremento de la competencia geopolítica (Serbin, 2018). El declive de Estados Unidos como potencia hegemónica y la emergencia de nuevos actores han puesto a prueba la estabilidad y el diseño geopolítico en el contexto de la posguerra fría, abriéndose un nuevo período en el que no todos los estados han respondido a las normas establecidas por el orden liberal internacional desarrollado por Occidente. Actores como Rusia y China, por ejemplo, han comenzado a ofrecer modelos alternativos a la democracia liberal. 

¿Nuevo orden multipolar? Un mundo en transición

Todas estas tendencias, que comenzaron a vislumbrarse a principios del siglo xxi y se hicieron evidentes sobre todo tras la crisis financiera de 2008, han adquirido todavía más fuerza en los últimos años. Así, la gran recesión profundizó todos estos procesos y desencadenó una crisis integral del orden mundial que algunos autores han caracterizado como sistémica (Ramonet, 2011) o civilizatoria (Grosfoguel, 2016). Hoy, el mundo se encuentra en un proceso de transición, del que algunos expertos apuntan que se dirige hacia un orden multipolar tanto en términos económicos como geopolíticos, que se enmarca en la configuración de una agenda global y un sistema mixto en el que coexisten economías centralmente planificadas con otras abiertas, lo que genera un orden social diversificado (Serbin, 2018). Desde el abordaje de los teóricos del sistema-mundo (Wallerstein, 2007), el actual escenario puede definirse como un estadio de reconfiguración del poder en el sistema mundial a partir de la crisis de las potencias centrales, en un proceso de decadencia relativa y crisis de la hegemonía de Estados Unidos (Cox, 2016).

Otros autores, sin embargo, se muestran más cautos respecto a esta posible transición hacia un orden multipolar y señalan un escenario de zonas de influencia en el que los países articularán sus relaciones bajo la lógica de la competencia estratégica global entre China y Estados Unidos (Carbajal-Glass, 2023). Así, el país asiático se mueve estratégicamente para consolidar su capacidad de influencia sobre otras naciones, ganando poder donde Estados Unidos lo ha perdido (Pino Acevedo, 2023). Pese a que todavía es pronto para asegurar la transición hacia un modelo multipolar o de zonas de influencia, existen evidencias de que el orden mundial está transformándose y abriendo el tablero a más actores. En este nuevo escenario, China encabeza desde 2014 el ranking mundial de las economías medidas por su PIB, desplazando a Estados Unidos a un segundo lugar. A su vez, de las veinte mayores economías del mundo, seis son países del BRICS e Indonesia. Estos cambios muestran que el dinamismo económico se está desplazando, al menos parcialmente, desde Occidente y el «Norte desarrollado» hacia Oriente y el «Sur emergente» (Schulz, 2021). En este contexto, se han producido realineamientos geopolíticos a gran escala, reconfigurando territorios, bloques económicos y capacidades locales para la producción científica y tecnológica, en un entorno global de crecientes tensiones y amenazas. Se trata de la imbricación entre economía y geopolítica que, en el marco de la pandemia de la COVID-19 y la invasión rusa de Ucrania, ha dado lugar a dinámicas tales como el reshoring (relocalización en el país de origen), el backshoring (repatriación de actividades), el nearshoring (externalización cercana) y el friendshoring (externalización con países amigos).

Con la llegada de la pandemia del coronavirus, todas las tensiones y falencias de la gobernanza global se hicieron todavía más patentes, y los cambios que habían comenzado a gestarse en los años anteriores se fueron acelerando. La falta de liderazgo de los países desarrollados, la ausencia de coordinación con los organismos multilaterales y el accionar de potencias emergentes como China abrieron, con la crisis sanitaria, una ventana de oportunidad al rediseño de una nueva gobernanza basada en los principios de multilateralismo, un sistema internacional más equilibrado y el desarrollo económico (Ghiggino, 2022). Algunos autores, como Dussel (2019), llegaron incluso a cifrar las consecuencias de la crisis sanitaria en términos de crisis del sistema capitalista y de civilización, que habría puesto en jaque muchas de las asunciones del anterior orden internacional. De este modo, la crisis económica primero y el escenario pospandemia después han reabierto el viejo debate sobre la importancia de construir una nueva gobernanza desde el Sur Global. Los logros económicos y diplomáticos de varios países de este espacio, especialmente de los BRICS, han supuesto una nueva fase de construcción de alternativas a la potencia hegemónica (Gray y Gills, 2016). Ahora bien, esta posible transición a la multipolaridad se desarrolla en un contexto de policrisis4 en el que, aún sin haberse recuperado los estados y economías de los elementos disruptivos de la pandemia, la invasión rusa de Ucrania y la guerra en Oriente Medio han generado una nueva crisis geopolítica (Lawrence et al., 2022; Tooze, 2022).  

En este período de transición en el que el antiguo orden no acaba de morir ni el nuevo de nacer, tanto las grandes potencias como aquellos estados con menor poder relativo muestran una voluntad de reordenar el mundo (Sanahuja y Stefanoni, 2022), y no siempre en la misma dirección. Las pugnas geopolíticas conviven con tendencias autoritarias desde los estados y abren nuevas disrupciones; el conflicto bélico muestra las diferencias entre dos sistemas de valores contrapuestos: mientras que Occidente respalda a Ucrania defendiendo un orden mundial liberal, Rusia y China reivindican formatos políticos en los que economía y desarrollo no están ligados ni a unas libertades que en Occidente se consideran fundamentales e irrenunciables, ni a una democracia de corte liberal.

La invasión rusa de Ucrania ha disipado las esperanzas occidentales sobre la posible modernización y gradual democratización de Rusia. Este país ha desafiado la ampliación de instituciones occidentales como la OTAN –a la cual Finlandia se adhirió formalmente en 2023 y Suecia está en proceso– y ha dado marcha atrás en algunos avances de la década de 1990 en su relación con Occidente. Como consecuencia de ello, los días en que los aliados utilizaban a la alianza del Atlántico Norte como agente de un cambio político positivo en el área euroatlántica han pasado. La OTAN está volviendo a sus raíces de disuasión y defensa de la Guerra Fría (Rühle, 2023). Pero, además, el conflicto ha puesto de manifiesto cómo el Sur Global, en general, no está alineado con las directrices occidentales. Así, pese a que la mayoría de los países que lo componen se enfrentan a las exigencias de alineamiento estratégico de los países occidentales, y en cierta medida también de China y Rusia, estos no dejan de aspirar a una mayor autonomía en el sistema internacional. Ejemplo de ello es que, pese a rechazar la invasión rusa de Ucrania, solo una cuarentena de países ha sancionado a Rusia, de los cuales ninguno se sitúa en África ni en América Latina, y apenas tres en Asia (Stengel, 2022). Así quedó de manifiesto también en la cumbre del G-77 + China celebrada en septiembre de 2023 en La Habana. El encuentro revitalizó el antiguo Movimiento de Países No Alineados bajo la etiqueta más en boga actualmente del Sur Global, incluyendo a China como país invitado, y dejó claro que el no alineamiento no es estrictamente simétrico respecto de todas las potencias mundiales.

Desde el Sur Global, en general, y desde América Latina, en particular, la agresión rusa es percibida como algo ajeno y predomina un no alineamiento activo. Y es que, con la experiencia de la Guerra Fría, América Latina se convirtió en un espacio en el que las dos superpotencias dirimieron sus disputas, lo que terminó reforzando la resistencia de la región a implicarse en conflictos fuera de sus fronteras. Además, la mayoría de los países del Sur Global llevan años estrechando sus vínculos con China y Rusia, generándose nuevas lealtades que cada vez los alejan más de los valores occidentales, a los que en ocasiones acusan de basarse en dobles raseros. En el caso concreto de América Latina, Rusia aprovechó el giro de los intereses estadounidenses hacia Oriente Medio a inicios del siglo xxi, en específico en las guerras de Afganistán e Irak, para fortalecer los lazos de relación diplomática y económica con América Latina. Lo hizo tanto en países como Cuba, México y Nicaragua, cuyas relaciones con Rusia – antes con la Unión Soviética– cuentan con una larga tradición, como con Venezuela, Argentina y Brasil, con los que intensificó sus vínculos, poniendo especial énfasis en el último, al que ha considerado socio estratégico, y además es miembro del BRICS y el G-20 (CIDOB, 2010).

De esta forma, Rusia es percibida desde el Sur Global como un contrapeso a la hegemonía occidental y, en particular, de Estados Unidos (Sanahuja, 2022). Ello explica que, en el seno de los BRICS, China se haya mantenido coherente con el cuestionamiento de la hegemonía estadounidense y haya respaldado a Rusia en sus reclamos frente a la ampliación de la OTAN. Por su lado, Rusia se considera a sí misma como una potencia en un mundo policéntrico (González Levaggi, 2020) y concibe los lazos con el Sur Global como un canal para fortalecer el reconocimiento de su estatus como uno de los nodos del poder global. 

Un horizonte incierto para América Latina

En este contexto de cambio e incertidumbre, América Latina no ha logrado consolidar una posición de autonomía y, más bien, ocupa un espacio de competencia interhegemónica entre Estados Unidos y China. Las dificultades para presentarse como un actor unificado en el escenario internacional, la inclinación histórica a mirar a otras potencias en lugar de a los países vecinos, así como sus diferentes estrategias de desarrollo limitan las capacidades de la región para alzarse como una entidad de peso en el orden internacional.

Pese al relativo declive de Estados Unidos como potencia hegemónica y el hecho de que América Latina puede contar con una buena posición negociadora en algunas cuestiones de la agenda global –como el cambio climático o la energía, por sus recursos naturales– que la lleven a aumentar sus márgenes de maniobra en el orden internacional, las divergencias entre los diferentes países latinoamericanos mantienen a la región en la periferia. América Latina parece pendular de una dependencia respecto a Estados Unidos a otra hacia nuevas potencias emergentes, especialmente China (Pastrana y Gehring, 2017). La caída de la importancia de Europa en la región tras la crisis de 2008, así como la decisión de Estados Unidos de enfocarse en otras áreas geográficas, dejaron un vacío en América Latina que los países asiáticos comenzaron a ocupar. No obstante, pese a las ventajas que esto les ha reportado a los países latinoamericanos en términos de desempeño económico, el incremento de la dependencia hacia China ha hecho que algunos estados pongan en duda la conveniencia del acercamiento (Myers, 2020). Así, mientras que países como Cuba, Nicaragua y Venezuela mantienen su creciente dependencia de China, otros países con gobiernos de izquierda más moderada –con Brasil a la cabeza– están más orientados a una lógica multipolar.

En cuanto a la UE, y teniendo España la Presidencia del Consejo durante el segundo semestre de 2023, este país anunció que uno de sus principales objetivos pasaba precisamente por reactivar el vínculo Europa-América Latina. Los lazos históricos, culturales y también comerciales de España con la región suponían una oportunidad para recuperar el terreno perdido. Se trataba, por una parte, de desencallar el acuerdo comercial UE-Mercosur, así como de ratificar los tratados comerciales con Chile y el modernizado con México. Uno de los principales éxitos en este sentido fue la firma del Acuerdo Marco Avanzado y del Acuerdo Interino de Comercio entre la UE y la República de Chile, que actualiza el Acuerdo de Asociación vigente entre la UE y este país desde 2003. Sin embargo, el acuerdo comercial entre la UE y Mercosur continúa bloqueado. Entre los principales obstáculos para ello, destacan las reticencias del Gobierno francés por la protección a su sector agrícola y los rechazos de Brasil y Argentina por tener una industria muy vinculada el sector estatal. Pero más allá de los éxitos y fracasos de la Presidencia española, la UE busca recuperar el terreno perdido durante los años de desconexión, intensamente aprovechados por China para ocupar espacio comercial y geopolítico. La competición China-UE queda manifiesta con el anuncio de la segunda de 10.000 millones de euros de inversión europea en América Latina a través de Global Gateway, su instrumento para hacer frente al BRI chino. A su vez, la Unión procura garantizarse el suministro de materias primas clave en un momento de creciente rivalidad por minerales –especialmente el litio– y tierras raras, en el marco de la competición a tres bandas (Estados Unidos y China, a la que recientemente se ha sumado la UE) por los semiconductores, los chips, las baterías y la tecnología asociada a todo ello.

En este contexto, las cadenas de suministros conforman un componente crucial en el panorama global, y así afectan a América Latina: por un lado, la región es rica en algunos elementos –especialmente minerales como el litio– que las grandes potencias necesitan para la fabricación de dispositivos claves en diversas industrias, tales como los microchips. En este sentido, Estados Unidos y China han estado embarcados durante el último lustro en una pugna por los semiconductores, que tienen aplicaciones no solo en la fabricación de baterías –y por tanto en la pujante industria del coche eléctrico, a su vez vinculado con la lucha contra el cambio climático–, sino también en la industria armamentística. Por el otro lado, las guerras desatadas en 2022 y 2023 (Rusia-Ucrania e Israel-Hamás, respectivamente) han supuesto disrupciones geopolíticas con fuerte influencia en las cadenas de suministros, lo que se verifica tanto en la producción como en el comercio. Respecto de este último, es especialmente relevante la coincidencia de la desviación de rutas marítimas como la del Mar Rojo debido a los ataques hutíes5 a los cargueros, por una parte, con las dificultades para la navegación impuestas por las circunstancias climáticas, por la otra. Así, al tiempo que importantes navieras mercantes han desviado sus rutas entre Asia y Europa hacia el Cabo de Buena Esperanza por los ataques hutíes, el gran canal de tránsito comercial marítimo latinoamericano (el de Panamá) se encuentra en peligro debido a la falta de agua6. Todo ello aumenta los costes del transporte, lo cual a su vez acelera la inflación, amenaza especialmente severa en algunos países latinoamericanos.

De esta forma, las tensiones geopolíticas y sus repercusiones en el comercio internacional han dado lugar a una reorientación de esas cadenas de suministro, especialmente enfocada en la reducción de la incertidumbre. En otras palabras, allí donde el comercio con potencias rivales pone en riesgo la cadena de suministros, se opta por el intercambio con países amigos (friendshoring), priorizando la garantía de provisiones frente a los costes más elevados. Por otro lado, allí donde las largas distancias pueden suponer una amenaza a la llegada de productos (como en el caso del Mar Rojo antes mencionado), se opta por alternativas de comercio de corta distancia (nearshoring), nuevamente priorizando la seguridad frente a los costes. América Latina participa naturalmente de estas tendencias, no solamente en lo referido al comercio intrarregional sino también a los intercambios con la gran potencia del continente, Estados Unidos, y con Canadá. También en esta clave se puede interpretar el esfuerzo de la UE por cerrar el acuerdo UE-Mercosur tras 20 años de negociaciones.

Aparentemente consciente de sus debilidades, derivadas en muchas ocasiones de las falencias en sus procesos de integración, todos los países suramericanos –excepto Guayana Francesa– se reunieron en Brasilia en mayo de 2023 para discutir sobre estos aspectos económicos clave (cadenas de suministro, alimentos, energía), junto con otras cuestiones de ámbito político (democracia, paz, derechos humanos) y relativas al cambio climático. El «Consenso de Brasilia», comunicado fraguado en la cumbre, apunta la ambición de crear un área de libre comercio suramericana en el marco de la Asociación Latinoamericana de Integración (ALADI), cuyos estatutos incluyen además la firma de convenios con otras regiones.

Junto con los intereses económicos, es necesario tomar en consideración las circunstancias políticas que influyen en un contexto determinado. En este ámbito, se debe destacar la presencia de olas de diverso signo –que se diferencian muy poco de las mareas políticas de cualquier otra región–. La publicación de este volumen se da en plena encrucijada ideológica: por un lado, hasta 2022 parecía clara la tendencia al regreso de la izquierda a la mayoría de los gobiernos latinoamericanos; una tendencia que adquiría especial fuerza por la victoria de Lula da Silva en las elecciones presidenciales de octubre de 2022 en Brasil que, por su territorio, población y potencia económica, tiene un rol especialmente relevante en la región. El discurso de Lula a favor de la integración regional es notoriamente intenso y su influencia política, tanto en el área latinoamericana como fuera, es particularmente fuerte. Así, su presencia en el poder implica un alineamiento regional detrás de su liderazgo que coincide con un momento de creciente interés de las potencias externas (China, Estados Unidos, UE, Rusia) por la región. Por el otro lado, sin embargo, a partir de 2022 también aparecen señales ideológicas en otras direcciones. En diciembre de ese año, The Economist ya anunciaba para el año siguiente un cambio de tendencia. Con el nuevo giro a la izquierda todavía vigente, diversas señales auguraban que esa tendencia podría ser de corto plazo7. Más recientemente, y confirmando esa previsión, algunos analistas hablan de la aparición de un «frente de líderes moderados» en la región. En esa categoría incluyen a Daniel Noboa (Ecuador), Luis Lacalle Pou (Uruguay), María Corina Machado (Venezuela), Xóchitl Gálvez (México), Carlos Fernando Galán (Colombia), Rolando Álvarez (Nicaragua), Bernardo Arévalo (Guatemala) y Luis Manuel Otero Alcántara (Cuba) (Lozano, 2023). La moderación no alude solamente a la ubicación de estos líderes en el espectro político izquierda-derecha, sino a su alejamiento de los modos divisivos, polarizadores de muchos otros mandatarios del presente y del pasado reciente. Los ejemplos de esto último abundan a ambos lados del espectro ideológico: desde el kirchnerismo en Argentina hasta el orteguismo en Nicaragua, aunque quizá el ejemplo más materializado sea el chileno, donde tanto la izquierda, primero, como la derecha, más tarde, procuraron reconstituir la nación de manera tan polarizadora que ambos proyectos constitucionales fracasaron.

En segundo lugar, han surgido –o se mantienen en el poder– gobiernos de derecha, como el de Javier Milei en Argentina (desde finales de 2023), que además de su política interna determina alineamientos geopolíticos importantes para la región. En este sentido, es imprescindible mencionar la confirmación de la renuncia argentina a formar parte de los BRICS, a los que había sido invitada en 2022. El entonces presidente argentino, Alberto Fernández, había aceptado la invitación, pero una de las primeras medidas tomadas por Milei fue la reversión del ingreso (diciembre de 2023). Mientras tanto, se mantienen en el Ejecutivo fuerzas de centro-derecha y derecha en varios países medianos, tales como Uruguay, Paraguay o Ecuador. 

Conclusiones

América Latina se sitúa, en este contexto de realineamiento geopolítico a escala global, en una posición de incertidumbre. Si bien los cambios geoestratégicos pueden abrirle una ventana de oportunidad para buscar nuevas alianzas y posicionarse junto a otros países emergentes del Sur Global, la debilidad de sus espacios de integración y coordinación juegan en su contra.

El fin de la hegemonía de Estados Unidos y el auge de nuevas potencias emergentes, con China a la cabeza, han generado un nuevo tablero en el que el poder está dividido entre un mayor número de actores. En los años noventa del siglo pasado, el exsecretario de Estado Henry Kissinger proyectó que el sistema internacional del siglo xxi se caracterizaría por un multipolarismo similar al equilibrio europeo del siglo xix y que el orden estaría determinado por al menos seis grandes potencias: Estados Unidos, Europa, China, Japón, Rusia y probablemente, India. Años después, el político y analista estadounidense Zbigniew  Brzezinski señaló que las principales potencias globales serían Estados Unidos, China, Rusia, Japón, India, Reino Unido, Alemania y Francia. En ninguna de esas proyecciones estaba América Latina y, en la actualidad, tampoco está claro su papel en el nuevo orden que se está gestando. Asimismo, las nuevas relaciones y equilibrios de poder no siempre son estables ni han logrado institucionalizarse. Sin embargo, lo que sí que parece seguro es que el poder global sigue teniendo su centro en el Norte y solo muestra modificaciones en cuanto a la necesidad de Estados Unidos y Europa de compartir el poder con nuevas potencias asiáticas. Esto es, el Occidente se ve obligado a compartir cada vez más lazos con el Oriente.

De consolidarse esta tendencia, América Latina –al igual que África– corre el riesgo de anclarse en un permanente estado de vías de desarrollo, basculando entre viejas dependencias con América del Norte y Europa, y nuevas dependencias respecto a China y otros países asiáticos. La reindustrialización, el abandono de la primarización de su economía –basada fundamentalmente en la exportación de materias primas– y la profundización de los vínculos de integración son, tal vez, los primeros y más urgentes pasos que transitar. De no avanzar en esta dirección, la región corre el riesgo de perder una oportunidad para realinearse en el nuevo orden y, lo que puede ser peor, convertirse en un espacio de operaciones para nuevas y viejas potencias enfrentadas.

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Notas:

1- Según datos del Global Fire Power. Este ranking utiliza más de 60 factores individuales para determinar la potencia militar de cada país, con categorías que van desde la cantidad de unidades militares y la posición financiera hasta las capacidades logísticas y la geografía. Véase: https://www.globalfirepower.com/countries-listing.php

2- Según la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (UNODOC, por sus siglas en inglés), para el año 2022, siete países latinoamericanos se encuentran entre los 20 con mayores tasas de homicidios intencionados del mundo (en términos absolutos): México, Colombia, Ecuador, Honduras, Argentina, República Dominicana, Chile y Costa Rica. Véase: https://dataunodc.un.org/dp-intentional-homicide-victims

3- Se conoce como «ola rosa» al conjunto de gobiernos autodefinidos de izquierdas que llegaron al poder entre los últimos años del siglo xx y los primeros del xxi en América Latina: Hugo Chávez en Venezuela (1998), Luiz Inácio Lula da Silva en Brasil (2003), Néstor Kirchner en Argentina (2003), Evo Morales en Bolivia (2006), Daniel Ortega en Nicaragua (2007) y Rafael Correa en Ecuador (2007).

4- Edgar Morin y Anne Brigitte Kern (1999: 74) acuñaron el término «policrisis» para describir una situación de inestabilidad sistémica y de gran incertidumbre global.

5- Los hutíes son un grupo rebelde chií que controla las provincias occidentales de Yemen y, específicamente, las que dan sobre el estrecho de Bab el-Mandeb, paso entre el Océano Índico y el Mar Rojo que, a través del Canal de Suez, permite acceder al Mediterráneo. Respaldados por Irán, los hutíes empezaron a atacar barcos israelíes o que comercian con Israel como represalia por los bombardeos israelíes en la Franja de Gaza tras los ataques terroristas de Hamás en Israel del 7 de octubre de 2023. Sin embargo, los ataques hutíes han acabado extendiéndose a barcos de otras banderas y sin relación alguna con Israel, lo que ha obligado a las navieras a evitar este estrecho y, para llegar al Mediterráneo, circunnavegar África por el Cabo de Buena Esperanza.

6- «Otra traba para el comercio, ya en crisis por la falta de agua en Panamá». La Nación (Buenos Aires), 20 de diciembre de 2023.

7- «The coming swing to the right». The Economist, 3 de diciembre de 2022. 

Palabras clave: América Latina, geopolítica, multipolaridad, orden global, relaciones internacionales

Cómo citar este artículo: Barragán, Mélany y Sribman Mittelman, Ariel. «El ajedrez geopolítico de América Latina en el nuevo orden multipolar». Revista CIDOB d’Afers Internacionals, n.º 136 (abril de 2024), p. 11-33. DOI: doi.org/10.24241/rcai.2024.136.1.11

Revista CIDOB d’Afers Internacionals, nº 136, p.11-33
Cuatrimestral (enero-abril 2024)
ISSN:1133-6595 | E-ISSN:2013-035X
DOI: https://doi.org/10.24241/rcai.2024.136.1.11

Fecha de recepción: 16.10.23 ; Fecha de aceptación: 09.01.24