De Seattle a Davos: regreso al futuro de la alterglobalización
Definitivamente, no parece que los años noventa del siglo xx vayan a acabarse nunca. En los estertores de la década, las personas de mi generación, nacidas a finales de los años setenta, iniciamos una discusión, todavía en curso, acerca de algo llamado “globalización”. Por entonces, el fenómeno era muy difícil de describir. Tenía que ver con la interdependencia y con el acceso a los recursos y a la información, pero también con la homogeneización y la uniformización. Mi hija de dieciséis años imprimió unas pegatinas en las que se atacaba a McDonald’s. Yo escribí y fotocopié una revista hecha en casa en cuya portada se leía en letras mayúsculas:“¡ABRID LOS OJOS!”
Pero, ¿a qué había que abrir los ojos exactamente?
La idea más en boga por aquel entonces acerca de la globalización era la promovida por los dirigentes políticos del momento de que existía una cosa llamada “economía mundial”, y que todas las políticas tenían que orientarse hacia ella. Pero ¿qué era eso de la economía mundial? Los jóvenes blancos norteamericanos de clase media como yo mismo nos beneficiábamos totalmente de dicha entidad mediante un mayor acceso a los productos culturales de todo el mundo, y del valor creciente del patrimonio de nuestros padres. Y sin embargo, ello no nos impedía ver la economía mundial como algo ominoso, incluso con un tinte malvado. Era una situación extraña, pero no desconocida por el psicoanálisis; detestamos aquello que hace posible nuestra propia existencia. A menudo odiamos aquellas cosas sin las cuales no podríamos vivir; no nos gusta sentirnos chantajeados por la realidad.
La economía mundial era como “la Nada” de mi película infantil favorita, La historia interminable (1984), una fuerza anónima y sin rostro que parecía engullir todo lo que se interponía en su camino, extinguiendo cualquier atisbo de singularidad.
En mi mente adolescente, la economía mundial era un poder que doblegaba a gobiernos democráticamente elegidos, que entre bambalinas imponía nuevas reglas y restricciones y que solo nos regalaba una cultura del desperdicio, que nos asfixiaba con plástico, basura y deshechos, además de provocar unos agujeros enormes en la capa de ozono que podrían acabar con nosotros antes de que tuviéramos la oportunidad de morir de causas naturales.
De manera perversa, los líderes políticos de entonces nos presentaron la consecución de la economía mundial como algo tan inevitable como natural. De acuerdo a esta visión, parecía que estar en contra de la primacía del libre movimiento de mercancías y capitales era algo tan ingenuo e ilusorio como oponerse al cambio de las estaciones, el ciclo de las mareas, la erosión de los acantilados o el derretimiento de los glaciares.
¿Quién tenía razón? Era difícil decirlo, porque los términos de la discusión eran muy vagos. Yo estaba en la universidad en Portland, Oregón, cuando se materializó un primer acto dramático del conflicto, y con él la primera oportunidad de que el incipiente y contradictorio malestar con la economía mundial empezase a salir a la superficie, a mutar y a asumir una forma nueva y más productiva.
La semilla de la alterglobalización
Cuando la Organización Mundial del Comercio (OMC) se reunió en Seattle para celebrar una asamblea ministerial a finales de 1999, muchos de mis amigos hicieron el corto viaje por autopista hacia el norte para sumarse a las protestas. Cogidos del brazo bloquearon los cruces, cantaron consignas e incluso algunos acabaron durmiendo en prisión. En los reportajes de la protesta se ve a unos manifestantes prendiendo fuego con sus mecheros a billetes de dólar, reunidos bajo unas pancartas en las que las letras “OMC” avanzan en una dirección y la palabra “democracia” lo hace en dirección contraria; adolescentes bisoños junto a veteranos outsiders transportando imágenes de un globo terráqueo aprisionado por el cuerpo de una serpiente.
¿Contra qué se protestaba? Observadores como Paul Krugman y Martin Wolf –los mismos comentaristas que hoy hablan con solemnidad acerca de los excesos de la globalización– se tomaban entonces a broma las protestas. Lo que podemos ver en las filmaciones de las manifestaciones es que no era un movimiento visceral de rechazo que se retrotraía a la seguridad de los muros y las fronteras. En ningún caso fue el ensayo general de las políticas de Donald Trump.
En realidad, las manifestaciones contra la OMC fueron una celebración de la diversidad y del carácter internacional de la lucha política. Uno de los documentales más conocidos sobre la protesta comienza con una mujer proveniente del sur de Asia, vestida con un sari y con un bindi rojo en la frente, Vandana Shiva, de la Coalición Internacional sobre la Globalización, afirmando que: “la negación de dar forma a vuestra economía es el fin de la democracia”. Minutos después, aparece un hombre que arenga a la multitud: “Aseguraos de que los gobiernos de los dirigentes de todo el mundo nunca se olviden de este día, el 20 de noviembre de 1999”. Este hombre, de origen africano, es Leroy Trotman, del Sindicato Obrero de Barbados. “Esto no es una manifestación de los Estados Unidos” proseguía, “es una manifestación de personas de la clase obrera de todo el mundo, de los países ricos y de los países pobres, de los países blancos y de los países negros; de todos los países”. “Muchas de las personas de la clase obrera de este país no ven los vínculos”, decía más tarde un organizador latinoamericano:“No se dan cuenta de que ellos mismos están directamente relacionados con las personas de Ciudad de México, y de que lo que les pasa ahora a estas personas es lo mismo que les pasará a ellos, aunque no sea de manera inmediata, pero maldita sea, será lo que les pasará”. Otro organizador, de tez oscura y con chaqueta de cuero, que respondía al nombre de guerra “War Cry”, afirmaba que: “Nuestras diferencias son nuestra fuerza. No creo que nadie quiera vivir en una cultura homogénea”.
Interconexión, globalidad, diversidad: aquí están todas las palabras de moda de los años noventa, las mismas que luego han sido mercantilizadas y empaquetadas para venderlo todo, desde calcetines a refrescos, e incluso la reforma del bienestar. Sin embargo, lo que entrañan dichos conceptos es bien distinto.
Los activistas de Seattle aceptaban la globalización como un hecho, pero al mismo tiempo, se preguntaban qué instituciones la harían trabajar por la justicia social y no en pos del desempoderamiento y la desigualdad. Había empezado la búsqueda de instituciones que, para decirlo con la consigna de la época, pusieran a las personas por encima de los beneficios. Ese era el asidero desde el que oponerse a “la Nada” de la economía mundial, tal como yo y otros muchos la entendíamos.
Cuando se quiere describir en pocas palabras a los manifestantes de Seattle, a menudo se afirma que eran “una alianza entre camioneros y tortugas”, expresión que hace referencia al frente común de las organizaciones de trabajadores y de los grupos ecologistas. La introducción de normas laborales y de criterios ambientales en los acuerdos comerciales eran dos de las demandas esenciales que hacía la gente en las calles. Ambas demandas eran y son sistemáticamente desestimadas por los dictámenes de la OMC, ya que las considera barreras injustas al comercio.
¿Significa esto que la propia gobernanza económica global es imposible? ¿Cómo pueden perseguirse estos objetivos sin crear de cero nuevas formas alternativas de organización internacional? Los manifestantes de Seattle no ignoraban estos retos. Ellos buscaban alianzas con diplomáticos y activistas indígenas en el Sur Global para crear nuevas instituciones. El objetivo no era abandonar la globalización, sino reconfigurarla. Tenían razón cuando decían que su objetivo no era la antiglobalización, sino una globalización alternativa o, para decirlo con un término tomado prestado de los franceses, la altermondialisation o alterglobalización.
Dos décadas después, los manifestantes de Seattle parecen más acertados que errados. La OMC no ha resuelto su déficit democrático y ha perdido muchos apoyos, incluso antes de que la llegada de Trump a la presidencia de los Estados Unidos llevase a la paralización del Órgano de Apelación de la organización a finales del 2019, hecho que obstaculiza su capacidad de resolver disputas. La desigualdad producida por el hecho de ignorar las demandas de los trabajadores ha favorecido el surgimiento de movimientos sociales disruptivos y de partidos políticos insurgentes, tanto en el Norte como en el Sur.
Los problemas ecológicos están en el centro de todas las agendas importantes. Un leitmotiv menos obvio es la fiscalidad. El nombre de Attac, una organización nacida en Francia a consecuencia de las movilizaciones de 1995, surgió del acrónimo de Acción por una Taxa Tobin de Ayuda a los Ciudadanos (en francés, Association pour la Taxation des Transactions financières et pour l’Action Citoyenne). Ya entonces, la organización hacía campaña a favor de un impuesto reducido sobre las transacciones financieras que proliferaron a partir de mediados de la década. La misma demanda resuena aún hoy en la obra de economistas progresistas como Thomas Piketty, Emmanuel Saez y Gabriel Zucman, así como en la retórica de los partidos políticos de la izquierda progresista. Visto de este modo, no puede decirse que los manifestantes hayan perdido. Prefiguraron unas demandas políticas que desde entonces se han generalizado.
Los partidarios de la izquierda alterglobalizadora buscaban –y muchos todavía buscan– transformar la gobernanza económica global y reorientarla hacia objetivos que puedan obtener una mayor legitimidad frente a poblaciones que se sienten excluidas de los beneficios que ha generado la explosión de actividades financieras y comerciales transfronterizas desde finales de la década de 1990 en adelante. Esto dista mucho de la oposición a la globalización desde la derecha, que persigue la anulación o el incumplimiento de los acuerdos ambientales globales, la reducción de los impuestos empresariales a la mínima expresión y la imposición de aranceles para lastrar a los rivales geopolíticos.
Hoy, la visión de Trump de una globalización alternativa queda bien representada por las acciones de uno de los miembros de su actual gabinete, el secretario de Comercio Wilbur Ross, con anterioridad a las protestas en Seattle. Lejos de ser una protesta aislada, Seattle se produjo después del levantamiento zapatista en Chiapas, México, en enero de 1994; de una gran huelga de funcionarios en Francia en diciembre de 1995; y de las huelgas más importantes de la historia, organizadas en enero de 1997 en Corea del Sur. Y fue precisamente en Corea donde el fondo de inversión de Ross –uno de los denominados “fondos buitre”, diseñados para comprar y vender activos de empresas en dificultades o en bancarrota– aterrizó después de la crisis financiera asiática, adquiriendo una participación de control del mayor exportador surcoreano de piezas de recambio para automóviles e imponiendo una reducción de puestos de trabajo y de recortes en los derechos de los trabajadores. Los asalariados respondieron con huelgas, que normalmente conducían a una negociación con la dirección. Solo que esta vez Ross pidió al Estado que tomase cartas en el asunto, cosa que este hizo enviando a 8.000 policías con tanquetas y gases lacrimógenos para acabar con las huelgas que afectaban a varias ciudades. Una cuarta parte de los obreros fueron despedidos y 25 líderes sindicales fueron encarcelados. Esta fue la primera vez que el nuevo gobierno, encabezado por el progresista Kim Young Sam, usó la fuerza contra los huelguistas.“No hice más que dejar claro a la empresa que, si los disturbios continuaban, la situación financiera [de la empresa] no sería viable”, declaró entonces Ross. En un giro perverso pero sintomático de la trama, uno de los principales participantes en el fondo de Ross –y por ello copropietario del fabricante de piezas de recambio– era el CalPERS, el fondo de pensiones de empleados públicos de California, lo que significaba que unos trabajadores sindicados estadounidenses se estaban beneficiando de la represión de una huelga en la otra parte del mundo.
La actuación sin restricciones contra quienes cuestionan el modelo ejemplifica la alterglobalización de la derecha. Igual que la izquierda, los alterglobalizadores de derechas como Donald Trump, Boris Johnson y otros partidos políticos centroeuropeos como Alternativa por Alemania, el Partido Popular Suizo y el Partido de la Libertad de Austria consideran que el sistema actual es injusto. Pero sus demandas, contenidas en los programas de partido y en los borradores de tratados comerciales post-Brexit, no pretenden tanto reorientar la gobernanza multilateral hacia una redistribución mediante la tributación, una mejora de las condiciones laborales o el desarrollo de una economía post-carbono. No pretenden tanto revertir la dinámica de los años noventa, sino que lo que realmente buscan es acelerarla dramáticamente, con menos medidas de protección medioambiental y avanzando más rápido hacia el abismo.
Veinte años después de Seattle, Trump no está sacrificando a la OMC para satisfacer las demandas de los manifestantes que llenaron las calles de aquella ciudad. La está eliminando para poner en su lugar una arquitectura aún más asimétrica para la gobernanza del comercio, una que contenga a China y que ponga de nuevo a Estados Unidos en la posición de control global de la que se siente injustamente expulsado. Bajo Boris Johnson, una Gran Bretaña post-Brexit será un socio significativamente menor en este orden mundial reinicializado. La visión de Seattle está cada vez más lejos de ser alcanzada.
Si examinamos el actual conflicto geopolítico y económico más allá de los rancios estereotipos de abrirse o cerrarse al mundo, observamos que un “retorno” a la nación no solo es una falsa opción, ni siquiera es una opción que alguien esté pidiendo en serio. Del mismo modo que en 1999, la cuestión no era decir “sí” o “no” al mundo, sino considerar seriamente cuál era el tipo de globalización que queríamos.
¿Es realmente posible una economía verde?
A la llamada Generación X sería mejor llamarla Generación Globalización. Tras pasar veinte años enzarzados en debates acerca de qué volumen de globalización puede considerarse positiva, una cosa parece estar clara: es posible que tengamos que utilizar algunas de las herramientas del amo para desmontar su vivienda1. No cabe duda de que la alterglobalización es también en sí misma un tipo de globalismo, un globalismo que considera que algunos de los aspectos de la vida humana en este planeta no son sostenibles sin una acción colectiva por encima y más allá del nivel individual del Estado-nación. Pero si aceptamos que modelar una globalización alternativa significa en parte utilizar las herramientas del amo, ¿significa ello que también debemos utilizar sus mismas armas? En ninguna parte esto es más necesario que en la cuestión del cambio climático. Incluso en comparación con la enorme vulnerabilidad de nuestro planeta respecto a las pandemias, como ha puesto de manifiesto hoy el desafío global con la covid-19. La transformación de la biosfera terrestre por culpa de la emisión de carbono a la atmósfera y del consiguiente incremento de la temperatura es un proceso que desafía la contención, un proceso que, como dijo Naomi Klein de manera concisa en el 2011, constituye un órdago del “capitalismo contra el clima”.
¿Qué formas de capitalismo global son compatibles con la sostenibilidad de la vida humana en la Tierra? Ahora que nos adentramos en la tercera década del siglo xxi, esta cuestión debería estar en el centro de toda política progresista. Hasta ahora, las propuestas más convincentes son las que se conocen como el Green New Deal (GND), nacido en Estados Unidos, pero que genera iniciativas similares en la Unión Europea, el Reino Unido y más allá.
En los intentos de internacionalizar el GND, se percibe la voluntad de dotar de un nuevo sentido a las mismas herramientas que ya utiliza la globalización capitalista en pos de un futuro sostenible con bajas emisiones. Tómense, por ejemplo, los mecanismos ISDS (Investor-State Dispute Settlement, o mecanismos para la solución de controversias entre los inversores y el Estado). Esta fue una de las principales preocupaciones de los alterglobalizadores, en la medida en que daba a las grandes empresas el poder de demandar judicialmente a los estados en tribunales de terceras partes aparentemente más allá del ámbito de la soberanía popular. Ciertamente, criticamos estos mecanismos cuando el objetivo principal de los mismos era maximizar los beneficios privados y la aceleración de la competencia, pero ¿diríamos lo mismo si estos tribunales se utilizasen para hacer cumplir criterios medioambientales u objetivos climáticos a los actores contaminantes? Algunos activistas del clima también han sugerido la posibilidad de utilizar el Estatuto de Reclamación por Agravios contra Extranjeros (Alien Tort Claims Act o ATCA, de 1789) para juzgar a empresas estadounidenses en tribunales nacionales.
Las Zonas Económicas Especiales, jurisdicciones regulatorias separadas de los territorios soberanos, se han utilizado durante mucho tiempo para esquivar impuestos y regulaciones laborales. ¿Y si también estas zonas fuesen transformadas? La UNCTAD, la Conferencia de las Naciones Unidas sobre Comercio y Desarrollo, ha propuesto la creación de “Zonas Modelo con el Objetivo de un Desarrollo Sostenible”, una serie de emplazamientos para albergar formas de producción acordes a unos estándares ambientales especialmente altos, lo que convertiría este tipo de zonas especiales “de enclaves privilegiados a fuentes de beneficio común”2. El colapso del mercado global del petróleo en el 2020 como consecuencia de los choques de demanda provocados por la covid-19 ofrece una histórica ventana de oportunidad para una rápida transformación de las cadenas de valor y de los modos de consumo globales. Los activistas climáticos llevan tiempo especulando sobre un futuro en el que las empresas de combustibles fósiles se convierten en las propietarias de “activos varados”, activos que no pueden venderse de manera rentable ni encontrar un mercado con inversores. La crisis del coronavirus, pese a todo el sufrimiento y la disrupción que ha generado, puede haber creado precisamente este momento crítico.
Y sin embargo, ni todos los esfuerzos del mundo podrán salvar al planeta sin unos procesos exitosos de creación de legitimidad y sin la aceptación y participación por parte de los líderes políticos mundiales. Una cuestión que los progresistas occidentales a menudo no se atreven a plantear es: ¿quién será el poli verde de un Green New Deal?
Igual que los movimientos progresistas actuales, el movimiento de la alterglobalización de los años noventa reclamaba la introducción de criterios laborales y medioambientales más rigurosos en los acuerdos comerciales revisados. Del mismo modo que algunos han empezado a reclamar un “Green QE” (Green Quantitative Easing o Política Monetaria Expansiva Verde) a los bancos centrales de todo el mundo, tampoco resulta imposible imaginar una “OMC verde” que pudiera disponer de herramientas para resolución de disputas y de contramedidas punitivas para vigilar y controlar el comportamiento de los estados individuales respecto a las emisiones de dióxido de carbono. Esto es lo que Joel Wainwright y Geoff Mann han calificado en un libro reciente de “Leviatán climático”3.
Y sin embargo hay que recordar que, junto a los sospechosos habituales de las empresas de combustibles fósiles y sus pusilánimes think tanks, algunos de los más firmes opositores a las normativas laborales y medioambientales desde los años noventa en adelante procedían del propio Sur global, cuyos representantes nacionales se quejaban de que el discurso sobre el comercio verde y justo era solamente un código para reprimir los sueños de crecimiento de las naciones más pobres. Durante los últimos años, muchos estudiosos se han remontado al nuevo orden internacional de los años setenta como ejemplo de una forma diferente de organizar las relaciones de poder globales. Incluso las demandas del Grupo de los 77, las que Vijay Prashad llama “las naciones más oscuras”, por igualitarias que fuesen en la relación de Estado a Estado, se basaban enteramente en el sueño de un crecimiento ilimitado basado en los combustibles fósiles, modelo que hoy nos parece un desvarío.
Reconocer las aspiraciones del Sur Global en una era de límites al carbono requerirá abordar cuestiones como el consentimiento y las restricciones. La población mundial en su conjunto tendrá que ser persuadida de la urgencia de la amenaza y de la posibilidad de un futuro mejor. Luego, los líderes soberanos tendrán que ser persuadidos para que asuman compromisos que vayan más allá de los acuerdos, inadecuados por irrisorios, de París y Kyoto, considerados por el imaginario de la derecha como objetos escandalosos de la soberanía traicionada.
Los juristas internacionales que abogan por el libre comercio y los derechos humanos como parte de un proyecto de constitucionalismo global, a menudo recurren a una escena de la Odisea de Homero en la que Ulises es atado a un mástil para que pueda resistir los seductores cantos de las sirenas. Hablan de la necesidad de que también los gobiernos sean “atados a un mástil” para impedirles que se desvíen de los compromisos adquiridos en el pasado. ¿Es preciso atarlos ahora con más fuerza a un mástil verde? Si no, ¿cómo sancionar las acciones de los canallas climáticos? Y en caso afirmativo, ¿cómo preparar e incluso prevenir la inevitable reacción en contra del supranacionalismo verde? Mucho depende de la dinámica y el impulso de los movimientos sociales como motor para el cambio. Veinte años después, hemos recorrido un largo camino desde Seattle para regresar al mismo lugar y seguir haciéndonos la misma pregunta: ¿cómo podemos hacer que la economía mundial ponga los pies en la Tierra?
NOTAS
- N. del E.: El título recrea una célebre sentencia de la escritora y activista estadounidense Audre Lorde (1934-1992):“Las herramientas del amo nunca desmontan la casa del amo”.
- Véase UNCTAD (2019): World Investment Report 2019, documento accesible en: https://worldinvestmentreport.unctad.org/world-investment-report-2019/chapter-4-special-economic-zones/
- Wainright, J. y Mann, G. (2017): Climate Leviathan,Verso.