In conversation with | Vivir en tiempos de inseguridad y promesas incumplidas
Pol Bargués, investigador sénior, CIDOB
EN CONVERSACIÓN CON
Marina Garcés, filósofa y activista. Directora del Máster de Filosofía para los Retos Contemporáneos de la UOC
Filósofa, activista y docente, es directora del Máster de Filosofía para los Retos Contemporáneos de la Universitat Oberta de Catalunya (UOC). Su trabajo se centra en el ámbito de la política y el pensamiento crítico. Es autora de diversos libros de ensayo, entre los cuales destacan Filosofía inacabada (Galaxia Gutenberg, 2015), Nueva ilustración radical (Anagrama, 2017) o El tiempo de la promesa (Anagrama, 2023).
Pol Bargués: Bienvenida, Marina Garcés, a una nueva edición de En conversación con CIDOB, en este caso para tratar la inseguridad omnipresente, un tema transversal al que hemos dado relevancia en esta edición del Anuario Internacional CIDOB y sobre el que usted ha reflexionado en profundidad en sus libros, como en Nueva ilustración radical. Precisamente en este libro usted afirma que, como sociedad, nos encontramos inmersos en una condición póstuma después del paso de la posmodernidad; mientras que la posmodernidad fue potencialmente un momento de abertura, de esperanza, de libertad, de cultivo de la diferencia, hoy parece haber dado paso a un nuevo contexto, donde todo es inseguro, donde todo se acaba, todo es precario. En su libro, usted habla de «la destrucción irreversible de nuestras condiciones de vida». ¿Qué nos ha pasado para llegar a este punto?
Marina Garcés: Muchas gracias a CIDOB por la invitación. Pienso que habéis acertado mucho en dedicar un espacio del Anuario a la cuestión de la inseguridad, ya que también comparto que es una de les características de nuestro tiempo. Una inseguridad que incorpora muchas dimensiones y sentidos, y que, básicamente, nos habla de una forma de vivir el presente en términos de amenaza; de la identificación de la incerteza con el peligro, o incluso con una pérdida. Pero esta no es la única relación posible. La incertidumbre ha existido siempre ‒al no saber qué nos espera mañana, por ejemplo‒, y esto es natural, es parte de nuestra realidad. El cambio es que hoy esta incerteza se ha convertido en un elemento central de los discursos públicos, e incluso de nuestras charlas cotidianas, que giran en torno a «cómo todo se ha vuelto incierto», o a que «vivimos en tiempos más inciertos que nunca». Esta incerteza ha existido siempre, existe y existirá. El hecho es que hoy se ha convertido en sinónimo de inseguridad, la vivimos como un hecho inquietante y amenazante. Pienso que deberíamos analizar los motivos por los cuales esto ha sucedido y que nos ha llevado a este sentido tan unívoco y negativo de la incerteza. Porque no debemos olvidar que la incerteza también puede ser una invitación a la apertura, a la posibilidad, a inventar, a transformar o a luchar de manera activa; en cambio, esta dimensión de la incerteza hoy no la tenemos presente. Vivimos en la desconfianza, algo que en mi libro Nueva ilustración radical vinculo a esta idea de condición póstuma, entendiendo que todo aquello que nos había servido para dar forma y sentido a lo que considerábamos el futuro, parece que se ha quedado obsoleto, que está desfasado. De alguna manera, nuestro futuro se ha convertido en pasado; la creencia que podíamos cambiar el mundo, que el progreso nos debía conducir a una sociedad más justa, más igualitaria, más digna, de todo esto hablamos en tiempo pasado. Y, ¿qué sucede cuando relatamos el futuro en pasado? Entonces nos encontramos en un vacío, a medio camino de ninguna parte, y ante un futuro confuso, oscuro, donde todo lo que es desconocido o incierto lo vivimos como una amenaza.
PB: En este presente oscuro del que habla, toma importancia una palabra que ha hecho fortuna, la «policrisis», que recoge la idea de crisis que se suceden y confluyen en un estado de crisis permanente. En el momento actual, la policrisis se alimenta de los efectos irreversibles del cambio climático, la pandemia, las crisis energéticas, la inflación, la crisis de la vivienda o las guerras entre Rusia y Ucrania, y entre Israel y Hamás. ¿Todo esto es síntoma de esta condición póstuma, en el que se confunden futuro y pasado?
MG: Efectivamente, pienso que este «estado de crisis» permanente perpetúa la indecisión, ya que no alcanzamos a ver el final de las crisis, sino que estas se multiplican y se alimentan las unas con las otras. A pesar de todo, no me convence la noción de policrisis, ya que ciertamente las crisis confluyen, se acumulan y se alimentan entre ellas, pero tienen elementos diferenciales y sus propios matices. Lo vemos en estos ejemplos que mencionabas, el de la crisis ambiental, la económica, de representación política, los conflictos armados, la crisis de salud mental, etc. Lo que es innegable es que la crisis se ha convertido en nuestra normalidad, la hemos normalizado cuando, en esencia, el concepto de normalidad y el concepto de crisis son antagónicos. Entonces, ¿dónde nos encontramos cuando la crisis deviene nuestra normalidad?, ¿cómo podemos recuperar el relato de lo que podía ser, lo que considerábamos una vida normal? Es evidente que la normalidad siempre es una construcción, pero, ¿podemos definir nuestra vida en términos de estabilidad, de durabilidad?, ¿reflexionar hacia dónde vamos? Porque en caso contrario, nos veremos confinados en este estado de excepción permanente. Esta es una posibilidad que, desde la filosofía, hace tiempo que se analiza. Por ejemplo, el filósofo italiano Giorgio Agamben ha elaborado la idea de que la democracia se ha transformado, y que hace tiempo que funciona bajo un estado de excepción permanente. Y lo mismo ocurre a nivel político, con la gestión de las crisis como estados de emergencia y de excepción, que implican interrupciones de todo tipo de legislaciones y de regulaciones. Tenemos el ejemplo reciente de la pandemia, pero no es el único; lo vemos con la gestión de la crisis climática, con este tipo de guerra híbrida, que al mismo tiempo es y no es, y que puede circunscribirse a unos territorios muy concretos, pero que permea en el resto y crea una atmósfera de conflicto generalizado, que hace que todo sea excepcional. Me gustaría recordar que la palabra crisis viene de una palabra griega homónima ‒krisi‒, que se aplicaba al ámbito de la medicina y que significaba un estado de interrupción del funcionamiento de, por ejemplo, un cuerpo. Cuando decimos que alguien ha tenido una crisis mental o una crisis de salud, queremos decir que no sabemos si se curará, o si sus consecuencias serán irreversibles. Actualmente estamos viviendo así de manera permanente. Por tanto, la cuestión no es si podemos o no soportarlo, sino cómo podemos esquivarlo, de qué manera podemos deshacernos de esta presión angustiosa.
PB: Como respuesta a esta condición póstuma, de normalización de la crisis y aquello que no es normal, en su último libro, El tiempo de la promesa, nos habla de la necesidad de poner de nuevo en valor la promesa. ¿Cómo entiende este término, y qué papel juega la promesa en esta realidad que nos ha descrito?
MG: «Promesa» es una palabra que quizás hoy nos remite a imaginarios antiguos, a las promesas de amor, las promesas de juventud; estudiar o ir a la escuela contenía una promesa de mejora de nuestra vida, ya fuera a nivel personal o también a nivel colectivo, con un poder de transformación, de emancipación o de dignidad. Nuestra vida incluye promesas constantemente y el hecho de hacérnoslas recíprocamente nos permite ir construyendo una vida en común, compartida con los otros. Quizás todo esto suene un poco caduco, pero a medida que he reflexionado sobre esta cuestión me he dado cuenta de que, en lugar de una vida pasada, nos habla de una vida decepcionada. Lo que entendemos como crisis, hoy, es el fruto de la decepción y la frustración de promesas que no han sido cumplidas: las promesas de futuro, las promesas personales, las colectivas, las promesas revolucionarias o de liberación, y las de muchos otros tipos. De todas ellas, hoy experimentamos su lado negativo: nada ha sido como debería haber sido, no hemos llegado donde queríamos llegar, nuestros hijos no vivirán mejor que sus padres, el futuro por el cual tanta gente se había esforzado y luchado no ha llegado; o incluso promesas mucho más concretas que se nos hacen desde la política, y que cada día vemos como son tergiversadas o decepcionadas. La frustración por las promesas incumplidas es un componente de este estado de crisis. Esto genera una frustración que es el sustrato del resentimiento, personal y político, y de muchas percepciones que avivan el apoyo a la extrema derecha y a las posiciones belicistas. La radicalización política o incluso la antipolítica del resentimiento están relacionadas con esta frustración. Por tanto, más que ver las promesas como algo del pasado, pienso que debemos esforzarnos para reflexionar sobre cómo y por qué han sido tan maltratadas, qué se ha hecho de las promesas y de todo aquello que no ha llegado ser. La respuesta es que tenemos que reelaborar esta conducta, pero no desde el resentimiento, sino desde una nueva potencia, de otra manera de comprometernos con alguna cosa. Las promesas no son publicidad barata sobre una vida feliz ‒lo que sería una banalización de la promesa‒; la promesa refleja la capacidad que tenemos los humanos de, a través de la palabra, comprometernos en el tiempo y vincularnos con alguien, incluso con una misma; prometemos a alguien alguna cosa o algún deseo. Aunque no podemos asegurar qué sucederá, sí que podemos comprometernos a luchar para que esta promesa se convierta en realidad; y este hecho en sí mismo tiene un gran potencial. Me pregunto por qué hemos banalizado tanto las promesas...
PB: En el libro menciona el hecho que las promesas a menudo tienen el origen en el poder: los señores hacían promesas, se hacían promesas basadas en la palabra de Dios, el Estado… el sistema capitalista es, de hecho, una máquina de hacer promesas. ¿Por qué, a pesar del desencanto de promesas incompletas, seguimos confiando en que quizá mañana se cumplirán y todo irá mejor?
MG: Porque la posibilidad de hacer promesas, aunque pueda parecernos fútil, tiene un potencial muy grande. En el libro me quejo precisamente de que la promesa nos la robaron los señores, y bromeo con la idea de que quizá nosotros, los humanos, puede que les robásemos el fuego a los dioses, pero los dioses nos robaron la promesa a los humanos. Pero sí, claramente en el marco de la cultura occidental la promesa ha sido la palabra de los señores, y tenemos muchos ejemplos: Dios promete la salvación de su pueblo si se mantiene fiel. Se trata de una promesa casi siempre condicionada, sobre la que planea la sombra de la amenaza: si el pueblo no es fiel a Dios, se impone un castigo. En el caso de los señores, de los soberanos, de los Estados, se establece un pacto de soberanía desde una promesa de la protección: el estado básicamente es una promesa de protección, pero también exige unas condiciones a cambio, que modernamente hemos definido como las normas de ciudadanía, pero que en realidad se refiere a una subordinación respecto al pacto de protección de los señores. En todos estos casos, hablamos de una promesa que no es entre iguales, sino que implica algún tipo de servidumbre. Podemos decir que hoy el capitalismo sigue el mismo patrón, es decir, funciona también desde una lógica constante de la promesa, en que el señor ‒su abstracción‒ es el sistema que nos bombardea con promeses ilimitadas y casi nunca cumplidas de riqueza, de crecimiento, incluso de prosperidad, que hoy ha encontrado límites por todos lados. Parte de nuestras decepciones contemporáneas es que estas tres grandes promesas ‒salvación, protección y riqueza‒ han quedado al descubierto. Ante esta realidad hay dos respuestas posibles: o enfadarnos con estos señores y reemplazarlos por otros que, en un tono más fuerte y desafiante, nos harán las mismas promesas, de riqueza y protección que seguramente tampoco cumplirán ‒esto es lo que está sucediendo hoy con los liderazgos fuertes‒; o bien nos cuestionamos por qué tienen que ser los señores los que nos hagan estas promesas. ¿No tenemos la capacidad nosotros mismos, entre iguales y de manera recíproca, de darnos esta palabra que crea vínculo y compromiso? Creo que uno de los símbolos de la emancipación sería precisamente recuperar la promesa entre iguales, poder ensayar este espacio donde la palabra ‒entendida como la manera de estar en el mundo los unos con los otros‒ vincula y compromete, y desde aquí, tejer otra experiencia del tiempo.
PB: Nos habla de una promesa que es verdaderamente transformadora, pero ‒no sé si estará de acuerdo‒ mi impresión es que hoy en día, la crítica al modelo actual y al sistema económico que no deja de incumplir sus promesas, es menos ambiciosa, más conformista: en cierta medida, tiende solo a aportar curas paliativas, como si no fuera posible cambiar el rumbo... ¿Por qué no vemos una crítica más transformadora?
MG: Estoy totalmente de acuerdo. De hecho, creo que uno de los elementos característicos de esta condición póstuma es la aceptación de una irreversibilidad; y en algunos aspectos de la vida es cierto que no podemos deshacer lo que ya es un hecho ‒por ejemplo, la subida de la temperatura del planeta o la existencia de la muerte‒. Pero no es lo mismo creer en la irreversibilidad como hecho que como destino. Es decir, la idea que estamos ante una especie de tren enloquecido que no puede detenerse, como es el caso del capitalismo, nos aboca a relatos peligrosos porque activan imaginarios casi religiosos, de destino, de castigo o de apocalipsis. Nos encontramos ya en este dogma apocalíptico, del colapso, que es muy atractivo para al sector cultural y audiovisual –solo hace falta ver todas las series y películas sobre escenarios de destrucción masiva, del caos global irreversible, a los cuales solo sobreviran unos cuantos afortunados que podrán volver a empezar, quizá incluso en otro planeta–. Este relato se ha impuesto de manera constante en el ámbito de la fantasía –que como sabemos construye sentido y sensibilidad– pero impregna también la realidad de manera peligrosa: constantemente queremos hacer tabula rasa y empezar de nuevo nuestras vidas laborales, personales, psíquicas. A menudo nos referimos a hacer un reset, que puede ser muy atractivo pero que es muy peligroso. La pregunta es: ¿por qué hemos aceptado este relato apocalíptico sobre nuestro presente y nuestro futuro? ¿Por qué es tan atractivo creer que todo se acaba? Pienso que esto sucede porque en el fondo nos relaja, nos permite desentendernos de la impotencia que sentimos ante el mundo y, hay que decirlo todo, esta es una actitud bastante sensata, si no nos engañamos y vemos la gran distancia que hay entre lo que queríamos hacer y lo que podemos efectivamente cambiar. Esto es una cosa, y la otra es que para soportar esta impotencia parece que nos digamos que, ante la imposibilidad de cambiar determinadas realidades que nos angustian, nadie puede hacer nada, y que nos abandonemos a la creencia de que todo está escrito y que el destino nos arrastra. Todo esto lo vemos hoy en la proliferación de relatos de tipo astrológico, cosmológico, espiritualista, que quieren dar sentido a la sensación de estar en manos de una fuerza mayor y oscura contra la que no podemos resistirnos. Ante esto, debemos reconocer que la crítica está en un lugar muy frágil porque esta se percibe hoy de manera muy negativa, ya que se confunde el ser crítico con ser criticón ‒alguien que solo critica y da mensajes pesimistas‒. Esta mirada no tiene en cuenta la potencia de la crítica, que bajo mi punto de vista es proponer maneras alternativas de observar el mundo. No es juzgar negativamente, sino generar nuevas preguntas, maneras de pensar y de actuar. El papel que se le reserva hoy a la crítica es casi testimonial, de buenas intenciones, pero con muy pocos resultados. ¿Cómo podemos salir de esta disyuntiva, entre la crítica negativa y la que es puramente testimonial? Yo defiendo el papel fundamental de la educación como tarea conjunta de la sociedad, porque somos lo que aprendemos con los demás. Esta función ha recaído tradicionalmente en la escuela, en nuestro sistema educativo, pero reitero que también es una tarea del conjunto de la sociedad. Es importante pensar en el mensaje que enviamos a los jóvenes cuando nos refugiamos en los discursos apocalípticos y les decimos que están condenados a no tener futuro. Esta es una manera de educar a nuestra juventud en la apatía y el desencanto, y esto es algo que ya está sucediendo hoy, lo que encuentro profundamente alarmante. Es por este motivo que escribí Escuela de aprendices, un libro donde defiendo la idea de que si hay crisis educativas es porque la sociedad misma está en crisis, y no nos estamos tomando la educación como lo que es, una cuestión colectiva, del conjunto de la sociedad.
PB: Dentro de este mundo apocalíptico, últimamente se plantea como solución ‒que usted no comparte‒ el uso de la Inteligencia Artificial, que, de hecho, es también una promesa de progreso, de intentar resolver las incertezas y las angustias del momento. En cambio, usted observa una distopía o una degradación de lo que somos, y cito el libro: «humanos estúpidos en un mundo inteligente». ¿Cuál cree que es el papel que puede jugar la Inteligencia Artificial en nuestro tiempo?
MG: Ciertamente, la IA no es una solución. Permítame hacer dos apuntes en esta cuestión. En primer lugar, sobre la noción misma de solución, que para mí no se aleja mucho del concepto de catástrofe o del de irreversibilidad. Evidentemente, necesitamos soluciones concretas para problemas concretos en cualquier ámbito de la vida, y tenemos recursos, técnicas y profesionales que ofrecen soluciones para problemas concretos de nuestro día a día. El problema, a mi modo de ver, llega cuando convertimos el concepto solución en una categoría política principal, de manera que todo lo que podemos pensar solo es justificable en términos de solución, porque entonces caeremos en la ideología del solucionismo, que tanto yo como otros teóricos hemos tratado en nuestros libros, y que afirma que solamente tienen condición de verdad aquellas teorías o aquellos análisis de la realidad que ya contengan en ellas mismas su propia solución. Esto nos adentra en un mundo tecnocrático, de expertos, que ya tienen soluciones para problemas que están hechos a la medida de la solución misma, o incluso en una razón instrumental, que es aquella que solamente se aplica a aquello que instrumentalmente podemos cambiar. Si esto sucede, y solo tiene la palabra quien ya tiene la solución, el espacio de la crítica queda totalmente anulado y nos ponemos en manos de inteligencias a menudo bastante limitadas. ¿Cómo vinculamos toda esta realidad con la Inteligencia Artificial? Bien, todo el mundo ha reconocido ‒incluso los propios inventores del concepto‒ que ni es inteligente, ni es artificial; es un procedimiento o un conjunto de algoritmos que procesan cantidades masivas de datos en un tiempo inasumible para una mente humana. Esto está muy bien, puede resultar muy útil para lo que pueda servir, sobre todo si podemos cuestionar quién la utiliza, cómo, y desde qué arquitecturas empresariales, económicas y legales; no perdamos de vista que estamos ante asuntos humanos, sociales y políticos. Si conseguimos que la Inteligencia Artificial sea vista críticamente como un asunto cultural, social y político, y no solo como una herramienta, creo que entonces sí que puede ser beneficiosa. No obstante, no la debemos personalizar, no la debemos antropomorfizar; la IA es un repertorio de cálculos que pueden tener muchas utilidades, y que como tecnología es eminentemente política, no de los políticos, sino de la vida colectiva y de las maneras como nos queremos pensar a través de estas nuevas maneras de gestionar nuestra realidad. En segundo lugar, ¿qué hemos proyectado en la Inteligencia Artificial? Como decíamos, le hemos puesto la etiqueta de ser la gran solución y el equivalente actual a los dioses que nos tienen que venir a salvar, hoy de manera tecnológica. También la hemos despersonalizado, cuando es más evidente que detrás de ella hay muchas personas, desde los empresarios que se benefician de ella hasta los miles de trabajadores en la sombra que la entrenan y que son los nuevos esclavos de estas tecnologías. Ellos son los verdaderos artificies que hacen que estos datos no enloquezcan, que las IA no actúen por sí mismas. Estos trabajadores son los esclavos o, si me permite, los remeros de las galeras de la Inteligencia Artificial. Por último, tenemos la cuestión ambiental. Estamos todos muy preocupados con las cuestiones energéticas, ambientales, de contaminación, etcétera, y nos imaginamos la Inteligencia Artificial como algo pulcro, intangible, ya que no vemos la materialidad de esta inteligencia, porque venimos de esta cultura dualista en que la mente es inmaterial y el cuerpo es orgánico, es físico, se degrada y está totalmente separado de ella. Si integramos estas tres dimensiones, es lógico que la observemos con desconfianza. Ahora bien, pienso que es necesario evitar las actitudes tecnófobas ‒yo no lo soy en absoluto‒, o la proyección de nuestros miedos hacia las innovaciones y los cambios que provienen del ámbito tecnológico. Esto sí, nos hemos de tomar muy en serio estas tres dimensiones si queremos controlar la IA.
PB: Si me lo permite, y para concluir esta conversación con una nota optimista, querría incidir en cómo en sus libros se enfrenta a estos discursos apocalípticos, y a la idea de que no hay futuro, poniendo más énfasis en el presente, en las oportunidades de redefinir los sentidos de la emancipación. ¿A qué se refiere con esta afirmación?
MG: Gracias por mencionar este asunto, ya que yo no me considero en absoluto una persona pesimista; me puedo angustiar, como todo el mundo, pero creo que no se puede vivir desde la angustia. Caer en la trampa del estado de crisis implica contagiarse de la patología de la ansiedad constante como una forma de estar hoy en el mundo. Debemos combatir el pesimismo y la angustia, precisamente en la línea que ha comentado, entendiendo que el futuro por sí mismo no existe, que está por construir, y que es el efecto y la consecuencia de cómo vivimos el presente y cómo elaboramos los sentidos, la experiencia, los legados, las tradiciones o las frustraciones de nuestros pasados diversos. Siguiendo la corriente materialista, con la cual me identifico, las catástrofes de nuestro tiempo son consecuencia de las acciones de la historia. Es imperante reivindicar la posibilidad de analizar, y en centros como el CIDOB lo hacéis de muchas maneras posibles, y lo tenemos que hacer también a través de la educación, con el pensamiento, con la cultura, pero también con la conversación, detenernos y observar, pero sin estar atados de pies y manos, ni embobados por la proyección de nuestras sombras ‒tal como lo describía Platón tan acertadamente con el mito de la caverna‒. Debemos reflexionar sobre el momento que estamos viviendo, sobre nuestros deseos y promesas, reconociendo abiertamente que hay cosas que no sabemos, para que no se nos lleve la sensación de incerteza y de miedo. Como hemos mencionado antes, el miedo es hoy el principal motor del pesimismo y de la angustia y nos empuja hacia respuestas políticas peligrosas y terribles, a través de les cuales se organiza nuestro presente. Insisto, el futuro es la consecuencia de nuestro presente y, por tanto, debemos reaprender a vivir en el presente. El presente no es un producto que podamos consumir, aquí y ahora, ni nos lo da la inmediatez de plataformas como Instagram, que nos fragmenta la vida en un conjunto de instantes, de recortes imposibles de escenas desconectadas del presente y por tanto, también del futuro. Hoy cada vez más vivimos así, trabajamos así, amamos así. El aprendizaje del presente es una de las claves para desmontar estas tentaciones.
PB: Y, ¿qué papel juegan aquí, de nuevo, las promesas entre iguales a las que antes hacíamos referencia?
MG: Debemos reivindicar la promesa por su gran potencial en aquello tan simple y a la vez tan complicado como es crear vínculo y compromiso a partir de lo que hacemos, decimos o compartimos. No hace falta que estemos todo el día declarando promesas, pero sí que me gustaría reivindicar una cierta valentía, que podemos aplicar a nuestros contextos de experiencia, de profesión, de pensamiento. No me refiero a una valentía épica ‒no debemos volver a buscar héroes o relatos grandilocuentes‒, me refiero a la valentía de desear, y de afirmar que aquello que deseamos puede convertirse en realidad. Y si finalmente no ocurre, que seamos capaces de responder a esta imposibilidad. Esta actitud también nos lleva a poder pensar que la lucha no es una historia del pasado y que las luchas sociales personales y las colectivas no son aquello que otros hicieron y que nos limitamos a administrar la herencia de una derrota. Las luchas son permanentes, las revoluciones se reproducen, y la vida se vuelve a construir. En este punto observo también una actitud de justicia, porque, ¿quién somos nosotros para decir que hoy el mundo se ha acabado y que no hay futuro? ¿Qué podemos saber nosotros? Debemos ser valientes para aceptar nuestro desconocimiento, y si es necesario, dejar paso a las nuevas generaciones y que tomen la iniciativa de esta lucha de otra manera; el tiempo no es nuestro, no pertenece a nadie que haya vivido nunca en el mundo. En el pasado, hemos visto generaciones mesiánicas que quizás han vivido momentos históricos de transición o de ruptura, abiertos a los grandes cambios; pero también hemos asistido a la dinámica contraria, a una especie de mesianismo inverso del que se han servido los discursos públicos del momento para proclamar el fin del mundo, y la derrota de todos los sueños y esperanzas. ¿Quién somos nosotros para adoptar una actitud como esta? Hacer justicia en el mundo es, también, dejar paso para que otros lo cambien, lo rehagan y lo combatan en direcciones que evidentemente no tenemos por qué conocer ni controlar hoy. Lo que sí podemos hacer es acompañar, aprender y escuchar, actitudes que desde los espacios de la crítica hacen mucha falta.
PB: Para acabar, me gustaría referirme a una metáfora con la que termina su libro Nueva ilustración radical, y que afirma que «debemos ser como unas tejedoras insumisas, que son incrédulas y confiadas a la vez». ¿A qué se refiere con esta metáfora? Y, ¿por dónde empezamos?
MG: Esta es una paradoja sobre la relación entre la incredulidad y la confianza, pero pienso que es importante hacerla posible. Me refiero a la incredulidad, precisamente frente a este dogmatismo de apocalipsis y del pesimismo que nos rodea, que políticamente se acaba traduciendo en soluciones fáciles, sean tecnológicas o políticas. La incredulidad debe ser nuestro antídoto ante estas soluciones que, hay que decirlo, se venden muy bien. Propongo pues reivindicar la incredulidad para desaprobar y desmontar todos estos regímenes de discurso y acción. En paralelo, apelo también a la confianza para expresar abiertamente aquello que no sabemos cómo resolver, aquello que quizás no es fácil de hacer, y que debemos volver a aprender a nivel colectivo. Pienso que está en nuestras manos poder reaprender, volver a hacerlo y volver a crear. Precisamente confiar es un verbo muy bonito, porque implica saber y no saber al mismo tiempo. Nos remite a lo que hemos comentado anteriormente: tenemos la capacidad de saber, analizar y aprender, y al mismo tiempo debemos ser capaces de reconocer que no sabemos todo lo que sucederá, ni tampoco todas sus consecuencias. La confianza es el espacio donde la relación entre el saber y el no saber se convierte en posible. Cuando decimos que confiamos en alguien es porque no necesitemos saberlo todo de esa persona. Cuando confiamos en las instituciones políticas ‒cosa que hoy no sucede‒, es porque a pesar de saber todo lo que no sabemos consideramos que estamos en buenas manos. Por tanto, confiar es poder convivir con lo que desconocemos de los demás, y lo que ignoramos del contexto. Claramente, hoy esto es difícil porque el desconocimiento es sinónimo de algún peligro, de algún engaño o de alguna amenaza. Seamos valientes y reflexionemos desde esta sombra y atrevámonos a hacer que todo aquello que no sabemos de los demás sea un espacio de confianza, y no de amenaza.
PB: Muchas gracias, Marina Garcés, por aceptar nuestra invitación.
MG: Gracias a vosotros.