América Latina y el Sur Global en tiempos sin hegemonías
Mónica Hirst, profesora, Universidad Torcuato Di Tella (UTDT), Buenos Aires (Argentina), e investigadora asociada, IESP/UERJ, Rio de Janeiro (Brasil) (hirstmoni@gmail.com), ORCID: https://orcid.org/0000-0002-4129-4039
Roberto Russell, profesor, UTDT y presidente, Fundación Vidanta (México) (russellroberto@gmail.com), ORCID: https://orcid.org/0009-0008-9231-8564
Ana María Sanjuan, investigadora, Universidad Central de Venezuela, Caracas (Venezuela) (anamaria.sanjuan@mail.com), ORCID: https://orcid.org/0009-0008-8037-952X
Juan Gabriel Tokatlian, profesor plenario, UTDT (jtokatlian@utdt.edu). ORCID: https://orcid.org/0009-0007-1139-6425
Este artículo examina el estado, la configuración futura y las formas de gestión del orden internacional, así como la inserción de América Latina en dicho orden, para comprender su fase actual y reflexionar sobre su posible carácter y evolución. Para ello, se emplea la noción de «orden no hegemónico», cuyo inicio no tiene fecha porque obedece a una conjunción de procesos de duración y efectos diferentes. Se sostiene que el orden en formación tendrá dos líneas de fractura principales: un clivaje entre dos Nortes opuestos y diferentes –Norte 1 y Norte 2– y otro clivaje entre ambos Nortes y un Sur Global diverso en recursos y configuraciones de poder del que forma parte América Latina, con especificidades propias. Se aborda la condición singular de la región latinoamericana que, en la búsqueda de la consolidación de su autonomía, mantiene una compleja dinámica triangular América Latina-Estados Unidos-China.
Usualmente, para abordar la cuestión del estado, configuración futura y formas de gestión del orden internacional se apela a nociones tales como «transición de poder» e «interregno», con el propósito de comprender la fase actual del orden y reflexionar sobre su posible carácter y evolución. Ambos conceptos ofrecen marcos interpretativos diferentes, pero igualmente fecundos y complementarios; sin embargo, tienen limitaciones importantes. Por ello, parece más adecuado emplear la noción de «orden no hegemónico», cuyo inicio no tiene fecha de nacimiento ya que obedece a una conjunción de procesos de duración y efectos diferentes.
El primer proceso que nos coloca en el umbral de un nuevo orden es el ocaso del predominio que Occidente ha ejercido sobre el resto del mundo desde mediados del siglo XVIII y que muestra sus primeros signos de debilitamiento a partir de la década de 1970; el segundo, viene marcado por el colapso de la posguerra fría. La circunstancia excepcional en la que nos coloca la convergencia de este ocaso de Occidente y el fin del orden de la posguerra fría abre interrogantes sobre los principales clivajes del orden en formación. En ese sentido, este artículo sostiene que el nuevo orden tendrá dos líneas de fractura principales: un clivaje entre dos Nortes opuestos y diferentes –Norte 1 y Norte 2– y otro clivaje entre ambos Nortes y un Sur Global diverso en recursos y configuraciones de poder, regímenes políticos, modelos económicos y sociales, valores y culturas del que forma parte América Latina con especificidades propias. Tras examinar estas cuestiones, el artículo pone el foco en la condición singular de la región, con particular acento en la dinámica triangular América Latina-Estados Unidos-China, en el marco de la crisis del regionalismo latinoamericano. Se afirma que, en el contexto de un orden sin hegemonías, ello significa tanto la generación de más espacio de maniobra como de mayor incertidumbre. Aunque el Sur actualmente tiene más gravitación en el orden mundial, sigue siendo el principal escenario de las crisis internacionales y el locus de disputas en las que intervienen los dos Nortes antes mencionados. Y, si bien América Latina no se ve directamente afectada, esta no puede hacer caso omiso del lugar que ocupa como parte del Sur Global.
El propósito de este artículo es doble: a) una reflexión crítica sobre el orden internacional desde una perspectiva sureña –en particular, latinoamericana–, poniendo énfasis en el tránsito hacia un mundo posoccidental, subrayando los nuevos clivajes de ese orden y el papel más asertivo e influyente del Sur Global y cuestionando los análisis dominantes, especialmente en Estados Unidos, basados en la idea de que el mundo se dirige hacia una especie de nueva Guerra Fría entre grandes poderes y que ignoran o relativizan otras dinámicas sistémicas y el rol que en ellas tiene el Sur Global; y b) explorar el impacto de las transformaciones mundiales en curso para las relaciones internacionales de América Latina, en especial su encuadre en una lógica triangular que se impone por la presencia simultánea de Estados Unidos y China. Se considera que la experiencia de la región es un indicador valioso para reconocer nuevas configuraciones del orden internacional que escapan a las conocidas dinámicas de suma cero.
El «orden no hegemónico»
La cuestión del estado, configuración futura y formas de gestión del orden internacional ocupa un lugar cada vez más relevante en el análisis de las relaciones internacionales. Ello obedece a que estamos en el umbral de un nuevo orden internacional en un contexto inestable y tenso que abre numerosos interrogantes sobre el futuro de la política, la seguridad y la economía. Para referirse a esta situación, suele apelarse a las nociones de «transición de poder» o «interregno», con el propósito de ofrecer marcos interpretativos. Ambos conceptos comparten la expectativa de un tiempo tumultuoso sin liderazgos legítimos y signado por fuertes cuestionamientos al orden establecido. No obstante, se diferencian en la interpretación de la naturaleza y las causas de la crisis que lo afectan, así como de los factores que operan en su transformación.
En el primer caso, el análisis se funda en la teoría de la transición hegemónica1. El acento se pone en las tasas diferenciales de crecimiento entre los países como factor determinante de los desequilibrios del orden vigente y, por consiguiente, de su crisis hasta que se logra, por medios pacíficos o por la guerra, un nuevo equilibrio que satisface los intereses políticos, económicos y territoriales de una o más potencias en ascenso (Gilpin, 1981: 9). En breve, se trata de la repetición de un mismo juego entre las grandes potencias de cada era que obedece, fundamentalmente, a factores materiales; actualmente, la partida les toca a Estados Unidos y China y, por primera vez en la historia del sistema interestatal, entre un actor de Occidente y otro de Oriente, uno en su papel de potencia declinante y el otro en ascenso.
El aporte de la teoría de la transición hegemónica es imprescindible para comprender la crisis del orden internacional y explicar una parte esencial de sus turbulencias e inestabilidad. Sin embargo, atarse solo a sus argumentos es problemático por tres razones. Primero, porque su visión cíclica lleva a situar la actual competencia entre Estados Unidos y China como un episodio más del juego repetitivo entre grandes potencias, ignorando o relativizando los cambios del contexto histórico en el que se desarrolla y el carácter evolutivo de los órdenes internacionales. Esta lectura sin historia tiende a generar dos confusiones concatenadas: a) que la crisis del orden internacional responde de manera casi exclusiva al cambio de poderes relativos entre Estados Unidos y China, y b) que este proceso está conduciendo a una nueva Guerra Fría. Segundo, porque al concentrarse en la dimensión horizontal del poder, se coloca en un lugar marginal otras dinámicas sistémicas que contribuyen, asimismo, a la alteración del orden internacional. Al respecto, en particular, dos procesos que son básicos para todo análisis del orden en formación: la mayor difusión del poder y la riqueza entre países fuera de la díada Estados Unidos-China, y las transformaciones de la globalización en una economía mundial ampliamente interconectada y dominada por el modo de producción capitalista. Tercero, porque, al dar cuenta de la crisis del orden desde una perspectiva centrada en lo estructural y en las relaciones horizontales entre Estados Unidos y China, se tiende a asignar, desde una mirada centrada en Occidente, un curso unidireccional a este vínculo: el escalamiento inevitable de la competencia y su derivación probable en una confrontación. Así, la noción de transición deja poco lugar para el poder de agencia, tanto el de los dos contendientes como el de los terceros que aparecen como meros subordinados y espectadores de la contienda sinoestadounidense. En especial, se ignora o soslaya el papel que desempeñan las potencias medias en materia de orden internacional. Asimismo, se desatiende el poderío creciente y la autonomía de numerosos actores no estatales, en especial de las grandes corporaciones, de las organizaciones de la sociedad civil y de agentes ilegales de diverso tipo que ocupan un lugar relevante en las relaciones internacionales.
Por su parte, el uso del concepto de «interregno» ha ganado espacio en la literatura de las relaciones internacionales para referirse a esta nueva fase del orden internacional2. Su fuente principal de inspiración ha sido Antonio Gramsci y su caracterización del interregno como una etapa histórica en la que «lo viejo muere y lo nuevo no puede nacer». Quienes proponen este concepto ponen el énfasis en la crisis «orgánica» del llamado orden internacional liberal y en los «síntomas mórbidos» que ella provoca, particularmente en Occidente3. La crisis, en este caso, es multidimensional y acumulativa y ejerce su impacto en tres planos estrechamente relacionados: en la política y la economía global, en el nivel estatal y en el seno de la sociedad (Babic, 2020: 770). El escenario resultante se sintetiza en la idea de interregno: las fuerzas y coaliciones dominantes no logran sostener el orden establecido (lo que se muere) y las que los desafían no están en condiciones aún, por falta de capacidad o voluntad, de establecer un orden alternativo (lo nuevo que no puede nacer).
Como puede apreciarse, transición e interregno ofrecen marcos interpretativos diferentes, pero igualmente fecundos y complementarios. En el primer caso, la noción de crisis se explica por la ley del desarrollo desigual que produce modificaciones en la distribución del poder y la riqueza entre las grandes potencias y, en consecuencia, la consiguiente disputa sobre la gobernanza del orden y los intereses que este promueve y sustenta en su funcionamiento. En cambio, en el segundo caso la crisis deriva del agotamiento y pérdida del sentido de propósito del proyecto de orden liberal impulsado y liderado por Estados Unidos tras el fin de la Guerra Fría, así como de las contradicciones y efectos negativos de la globalización neoliberal en el plano doméstico e internacional.
Lo que transición enfatiza, interregno lo deja afuera y viceversa. Además, ambos presuponen algún desenlace: transición implica un intervalo entre órdenes hasta que uno nuevo se establece de conformidad con una lógica repetitiva; e interregno es en sí mismo una forma de orden, un período, por lo general de larga duración, con lógicas y trayectorias históricas singulares y necesariamente tumultuoso. Sin embargo, la acepción arquetípica del término denota la idea de un espacio de tiempo discontinuo que separa dos órdenes sociales. En nuestro caso de análisis, el concepto lleva a pensar intuitivamente en el necesario surgimiento de nuevas formas de hegemonía del orden internacional luego de un ciclo de discontinuidad. Por otra parte, y volviendo a Gramsci, el uso literal de su caracterización del interregno como una situación en la que lo viejo se muere y lo nuevo no puede nacer, encierra el peligro de poner velos a procesos que son cruciales para comprender dónde estamos en materia de orden internacional y que ya cuentan con carta de defunción y de nacimiento. En particular, en cuanto a los muertos, el fin del orden de la posguerra fría y de la globalización neoliberal; entre los nacidos y renacidos, destaca el ascenso de China al estatusde superpotencia y el retorno a formas proteccionistas en la gestión del capitalismo en Occidente, basándose en consideraciones tanto económicas como de seguridad.
Dadas estas limitaciones, parece más adecuado emplear la noción de «orden no hegemónico» para caracterizar esta fase en ciernes del orden internacional. Este concepto integra los aportes de las nociones de transición e interregno y propone una perspectiva más abarcadora y pertinente. Lo utilizamos como una categoría de análisis para describir un orden en el que ningún Estado o coalición de estados y fuerzas sociales estaría en condiciones de establecer su hegemonía o dominio con alcance mundial. Con fines heurísticos, presentamos a esta condición del orden como una constante y no como una variable sobre la base del supuesto de que es altamente improbable que se conforme un poder hegemónico global. Nuestro argumento vale para los dos sentidos diferentes que se emplean en relaciones internacionales para definir a la hegemonía como una forma de poder.
El primero equipara hegemonía a dominio, y se aplica exclusivamente a las relaciones interestatales para caracterizar a un vínculo entre una gran potencia y estados que se le subordinan en un marco de fuerte asimetría de poder. Desde esta perspectiva, un orden internacional con características hegemónicas solo cabría en un contexto de unipolaridad. Es imprudente hacer predicciones sobre la conformación de la estructura de poder global, pero es indudable que esta no será unipolar. Actualmente, China y Estados Unidos son las únicas potencias que poseen toda la gama de atributos de poder, pero si en el futuro otros estados también los adquiriesen, nuestro argumento se reforzaría porque haría aún más inviable una hegemonía global. La distribución bipolar o multipolar del poder es irrelevante respecto al carácter no hegemónico del orden en formación, ya que ambas tornan inviable su opuesto, esto es, una hegemonía global.
En este mismo nivel de análisis Estado-céntrico, el proceso de difusión de poder y riqueza a numerosos estados constituye otro obstáculo significativo para nuevas hegemonías, en este caso para las que intenten establecerse con alcance parcial en un determinado ámbito geográfico. Son escasas las probabilidades de que un Estado logre conservar o alcanzar la condición de potencia hegemónica regional. Estados Unidos ya no ejerce esta forma de poder sobre toda América Latina y, si pudiera mantenerla, aunque no sin dificultades, sería en la América Latina del Norte. Su dominio sobre América del Sur se ha debilitado y es probable que esta tendencia se acentúe en el orden en formación. China, por su parte, igualmente enfrentará serios impedimentos para convertirse en una potencia regional dominante en Asia, ya que Estados Unidos y los poderes regionales de su vecindario inmediato harán todo lo posible para evitarlo. Finalmente, Rusia también tendrá dificultades para mantener su hegemonía en Asia Central, una región en la que China y la India gravitan de manera creciente.
En su segundo uso frecuente, la noción de hegemonía se equipara a liderazgo y se aplica a relaciones entre fuerzas estatales y sociales en las que un agrupamiento de estas fuerzas se impone sobre las subordinadas mediante el consenso antes que la coerción4. Para ello, se debe contar no solo con poder material sino también con la capacidad de construir instituciones y de elaborar ideologías que se expresan en términos universales. Desde este punto de vista, es improbable que pueda surgir una configuración de poder estatal y social en posición de fundar una nueva hegemonía. Además, y si algo de esto sucediera, tampoco estaría en condiciones de establecerse a escala mundial. Cabe recordar que los órdenes hegemónicos que se han conocido en el pasado reciente, como lo fueron la Pax Británica y la Pax Americana, tuvieron una amplia extensión, pero no un alcance planetario. El proyecto hegemónico que Estados Unidos procuró liderar tras el fin de la Guerra Fría se frustró. Asimismo, cuesta imaginar que China pueda liderar, en caso de que se lo propusiera, una forma de hegemonía con estas características.
Hacia un mundo posoccidental
El inicio del orden no hegemónico en ciernes no tiene fecha de nacimiento porque obedece a una conjunción de procesos de duración y efectos diferentes. El primero de ellos es el ocaso del predominio que Occidente ha ejercido sobre el resto del mundo desde mediados del siglo xviii y que muestra sus primeros signos de debilitamiento a partir de la década de 1970. Un ciclo largo de más de 300 años que languidece debido a la difusión del poder y la riqueza, y al consiguiente aumento de actores estatales y de fuerzas sociales más activas y empoderadas que obstaculizan, cuestionan o enfrentan este predominio5. Esto no implica la decadencia de Occidente en un sentido spengleriano, pero sí el desplazamiento del centro de gravedad mundial hacia afuera de Occidente. Podríamos calificar a este proceso como la «gran inflexión» y al orden no hegemónico en formación como el primer capítulo de un mundo posoccidental. El segundo proceso que nos coloca en el umbral de un nuevo orden ha estado marcado por el colapso de la posguerra fría. Se trata del fin de un ciclo corto que debe verse, a su vez, como el último capítulo del predominio de Occidente sobre el resto del mundo y no simplemente como la culminación de un orden más dentro de ese ciclo largo, como lo fueron, por ejemplo, los órdenes de 1815, 1919 o 1945.
No es el propósito tratar aquí qué fue efectivamente el viejo orden o cuáles fueron las causas de su defunción, pero es importante señalar dos aspectos fundamentales: a) el fracaso de Estados Unidos de extender a escala mundial el así llamado «orden internacional liberal» y b) las consecuencias de este fracaso sobre dicho orden. Decimos «así llamado» porque el orden internacional liderado por Washington luego del fin de la Segunda Guerra Mundial fue realista antes que liberal e, inevitablemente, limitado en su alcance geográfico por la lógica de la Guerra Fría6. Fue diseñado para contener y en última instancia vencer a la Unión Soviética y sus prioridades estuvieron determinadas por consideraciones de seguridad. Al calor del triunfo de Occidente en el conflicto Este-Oeste, se incubó en Estados Unidos la idea de transformar este orden parcial en un orden global mediante el enlargement paulatino de la democracia y el libre mercado, y el engagement de China y de Rusia en particular. La euforia inicial del triunfo en la década de 1990 ocultó la desmesura de esta empresa, dado que esta involucraba la integración progresiva y convergente a ese orden de sociedades que no comparten las instituciones, la cultura, las preferencias y los valores occidentales; más aún, de sociedades que habían estado sometidas por largo tiempo al dominio de Occidente.
Como reconocen desde aceras opuestas Ikenberry (2018) y Mearsheimer (2019), la idea portaba en su seno las semillas de su propia destrucción. El resultado fue doble: por un lado, la pretendida extensión del orden concluyó, a la inversa, en resignado repliegue y en la reafirmación de lógicas realistas; en el retorno a un orden parcial circunscrito a las fronteras geográficas del viejo Norte de la Guerra Fría, y un poco más, y a una alianza nuevamente dominada por consideraciones de seguridad. Un espacio que abarca a los países del Atlántico Norte más los que se han incorporado a la OTAN y a la Unión Europea (UE), tras la caída de la Unión Soviética, Israel en Oriente Medio, Japón y Corea del Sur en Asia, y Australia y Nueva Zelanda en Oceanía. Por otro lado, el hubris que inspiró la idea de la extensión terminó sumiendo a ese orden en una crisis de autoridad y de propósito (Ikenberry, 2018); una crisis derivada esencialmente de las contradicciones y límites del proyecto hegemónico estadounidense y de la forma de capitalismo en el que se asentó la globalización en su fase neoliberal. Esta última vivió su época de gloria durante la década de los noventa y primeros años de este siglo bajo el impulso y la guía de Washington. Actualmente, estamos en presencia de una nueva fase de la globalización de perfiles inciertos y contradictorios. Denominaciones en boga como de-risking, friendshoring y nearshoring permiten suponer que las razones geopolíticas tendrán un peso determinante y que los compromisos internacionales se subordinarán, en gran medida, a las razones de política interna.
Dos Nortes diferentes y un Sur diverso
La circunstancia excepcional en la que nos coloca la convergencia del ocaso del predominio de Occidente y del fin del orden de la posguerra fría abre interrogantes sobre los principales clivajes del orden en formación. Ellos sirven como recursos heurísticos para aprehender las dinámicas sistémicas básicas de cada fase histórica que se procura comprender, como lo fueron Este-Oeste y Norte-Sur en la Guerra Fría o fuerzas de integración y fragmentación en la posguerra fría.
Sostenemos que el actual orden en evolución tendrá dos líneas de fractura principales: un clivaje entre dos Nortes opuestos y diferentes –Norte 1 y Norte 2– y otro clivaje entre ambos Nortes y un Sur Global diverso en recursos y configuraciones de poder, regímenes políticos, modelos económicos y sociales, valores y culturas del que forma parte América Latina con especificidades propias. El Norte 1, liderado por Estados Unidos e integrado por el «Occidente no geográfico» será lo más cercano a un bloque, aunque no desprovisto de fisuras y tensiones que pueden jaquearlo. El Norte 2, más difuso, encabezado por China, tendrá a Rusia en el lugar de socio menor. China ya hace tiempo que ha dejado de pertenecer al Sur Global y Rusia nunca se ha colocado en ese lugar. Algunos estados del Sur orbitarán más cerca de cada Norte, pero no lo integrarán. Por ejemplo, Irán, Corea del Norte, Cuba, Nicaragua o Venezuela en el caso del Norte 2, y México y buena parte del Caribe y de América Central, del Norte 1.
La competencia geopolítica y la oposición de modelos de naturaleza política y social y de organización económica marcan la línea de fractura entre los dos Nortes. Su interacción se define por una lógica de rivales o de enemigos en un contexto de paridad relativa de poder. Es un clivaje nítido entre dos núcleos de poder que combinará rivalidad y cooperación, aunque el riesgo de un escalamiento en dirección a la confrontación militar estará presente. En cambio, el clivaje entre los dos Nortes y el Sur Global es más opaco, dado que no estará dominado por la hostilidad ni la competencia. Los Nortes ordenan su acción hacia el Sur en lógicas de dominación fundadas en la asimetría de poder, con expresiones claras y arraigadas en el Norte 1 y más ambiguas e incipientes en el Norte 2. A su vez, el rasgo distintivo que define la lógica del comportamiento del Sur es la voluntad de la mayoría de sus países de preservar o ampliar márgenes de autonomía frente a los Nortes y a los conflictos inter-Nortes. Por cierto, y dentro de cada Norte, también operan las asimetrías entre Washington y Beijing y el resto de los estados que integran ambos clivajes.
Cada Norte estará liderado bien por Estados Unidos o por China, dos estados significativamente superiores al resto en términos de toda la gama de atributos de poder. Esto no implica desconocer los desafíos internos que enfrentan ambas potencias y que pueden influir de manera negativa en sus posiciones relativas de poder, ni el papel que pueden desempeñar otros actores estatales relevantes en la política y la economía internacionales –por ejemplo, la UE, la India, o la propia Rusia, aunque salga debilitada de la guerra en Ucrania– o el que podrían jugar, como sucedió en los años de la Guerra Fría, los poderes regionales o medios, tanto en el plano global como en sus vecindarios. Sin embargo, todos ellos estarán en escalones inferiores en la escala de poder global y lejos de alcanzar el estatus que hoy detentan Washington y Beijing.
Las diferencias y divisiones inter-Nortes se han profundizado por dos motivos principales: la rivalidad creciente entre Estados Unidos y China, y la invasión de Rusia a Ucrania. La guerra ha puesto al desnudo la vigencia del patrón histórico que ha signado la relación entre ambas partes del Atlántico desde el origen de la OTAN: sacrificio de autonomía europea a cambio de protección estadounidense. Este modelo de vinculación ha permitido a Washington utilizar su garantía y provisión de seguridad como un elemento de presión para encuadrar al continente detrás de sus objetivos políticos y estratégicos de alcance global y, más específicamente, para obtener concesiones de Europa en temas como el intercambio comercial o las políticas monetaria, industrial, energética y tecnológica. En resumen, la otanización del continente constriñe la posibilidad de que Europa avance en dirección de una mayor autonomía estratégica. Al contrario, acrecienta su dependencia en un contexto, además, en el que Estados Unidos ha adquirido más poder relativo vis a vis sus aliados europeos en los últimos 15 años. La situación de Europa, al igual que la de los otros miembros del Norte 1 de Asia-Pacífico, será la de una mayor y creciente subordinación estratégica a los intereses de seguridad de Washington.
En el Norte 2, la asociación entre Beijing y Moscú se fortalecerá. Rusia ya no tiene ninguna posibilidad ni intención de jugar como un swing state vis a vis Washington y Beijing, y quedará como un socio menor de China, pero con voluntad de juego propio. La guerra en Ucrania dejará a Moscú más débil y limitará su capacidad de influencia global. Sin embargo, no hay que olvidar el viejo adagio que dice que Rusia nunca es tan fuerte como parece ni tan débil como luce. Como señalan Kendall Taylor y Kofman (2022: 12), «Rusia continuará siendo guiada por su resentimiento, su búsqueda de un espacio geopolítico fuera de sus fronteras y un deseo de estatus». A China, por su parte, no le conviene ni le interesa una Rusia debilitada y aislada; la necesita con suficiente poder para que la atención y los recursos de Occidente no se concentren en contener a Beijing (véase French, 2022). Se trata, en síntesis, de una asociación transaccional basada en un enfoque común en contra de lo que ambos países denominan el «unipolarismo» de Estados Unidos, en la animosidad y el sentimiento de agravio respecto de Occidente, en la complementariedad de sus economías y en la voluntad de restaurar un estatus previo de grandeza y reconocimiento.
Ambos Nortes presentarán diferencias fundamentales en su concepción de la política y del orden internacional, en su estructura económica y las formas de gestionar el capitalismo, en los valores e ideologías que sustentan y en sus prácticas por la influencia sobre el Sur Global. Cada Norte definirá sus políticas hacia los países del amplio Sur en función de intereses propios, pero también de estrategias e intereses que surgen de la competencia inter-Nortes, con los cuales se generarán dinámicas trilaterales en las que cada Norte apelará a mecanismos diversos de vinculación temática hacia los países del Sur con el propósito de satisfacer sus preferencias y moldear conductas. En ese marco, la mayoría de los países del Sur intentará no quedar sometido a los vaivenes de la competencia entre los Nortes evitando la fórmula binaria «con o contra nosotros» que caracterizó gran parte de la Guerra Fría. Por cierto, el Sur Global es un conglomerado de países heterogéneo que carece de la unidad, la voz colectiva, los intereses comunes y los activos necesarios para ofrecer un orden alternativo. Sin embargo, la mayoría de países que lo conforman tiene un denominador común: su cautela frente al ascenso de China y su objeción total o parcial al orden liberal que promueve Occidente y su crítica a la hipocresía con la que Estados Unidos ha aplicado sus reglas y utilizado sus instituciones. Así, antes que representar un desafío sistémico, componen un conjunto variopinto que opera de modo dual: necesitan a los más poderosos para seguir ascendiendo, al tiempo que deben diferenciarse de ellos para avanzar en sus intereses nacionales.
El Sur Global tampoco es una categoría residual. Está integrado por países de peso propio, como Brasil, la India, Indonesia, Arabia Saudí, Nigeria o Turquía, y por otros más pequeños o medianos que juegan papeles importantes en asuntos específicos de la agenda global o en sus regiones, dado que poseen recursos críticos, atributos de poder militar, medios financieros, capacidad tecnológica y científica o fuentes de capital humano altamente calificado. Por eso, el Sur Global no es el Tercer Mundo de la Guerra Fría. Tiene más riqueza y más recursos de poder y, por lo tanto, es más proactivo, cuenta con más voz y campo de acción y mayor capacidad de influencia en casi todas las áreas de las relaciones internacionales. Además, pone en juego estas condiciones en un contexto mundial en el que la competencia de los grandes poderes no se desarrolla entre dos bloques poco permeables y enfrentados por valores irreductibles. Así, conceptos de moda como no alineamiento activo, multialineamiento o swing states se quedan cortos para captar una realidad más compleja y el sentido de un proceso histórico que sigue a la Guerra Fría. En términos generales, puede llamarse a este fenómeno como la «emergencia del Sur». Como señala agudamente Hurrell (2018: 93), este desarrollo es un motor fundamental del cambio del orden internacional y expresa la voluntad y capacidad de más actores estatales y sociales de convertirse en sujetos activos de la política mundial. América Latina no ha sido ajena a este proceso desde un lugar específico que la distingue del resto de las regiones del amplio Sur: su condición de área de influencia de Estados Unidos y su identidad cultural con los valores de Occidente.
América Latina y su especificidad dentro del Sur Global
El vínculo de América Latina con el Norte 1 requiere trazar una línea de diferenciación entre lo que ha sido la historia de sus relaciones con Estados Unidos y la articulación de la región con el internacionalismo liberal liderado por ese país. Si bien existe una tendencia a percibir a los dos procesos como partes de una sola vinculación vertical, se trata de desarrollos políticos distintos. En el primer caso, los vínculos con Washington se han subordinado a una lógica hegemónica mientras que, en el segundo, la relación ha respondido a una lógica que se inserta en el ideario del liberalismo internacional en sus expresiones políticas y económicas, y que se ha manifestado en su adhesión a los valores democráticos, los principios del derecho internacional y el multilateralismo. América Latina ya constituía una región plenamente configurada en cuanto a su geografía política y su sintonía con los ideales liberales cuando se produjo el empuje del hegemonismo estadounidense a partir del fin de la Segunda Guerra Mundial (Ikenberry, 2001). Por lo tanto, fue una base de apoyo relevante y genuina a los principios normativos liberales y tuvo un papel destacado en el entrelazamiento de las dimensiones mundiales y regionales de las arquitecturas multilaterales antes del comienzo del conflicto Este-Oeste7. Por ejemplo, participó activamente en la elaboración de la Carta de Naciones Unidas en defensa de la inclusión del capítulo viii que expresaba la preocupación por asegurar una voz para grupos de países que integran una misma área geográfica (véase Wood y Morales, 1965).
A partir de la Guerra Fría, y por el efecto de las tensiones geopolíticas, esta arquitectura multilateral pasó a colorearse con los tintes ideológicos que le imprimió cada una de las dos superpotencias. Washington adoptó una visión securitizada de la idea de región y reafirmó la condición de América Latina como área de influencia. Cuando terminó la Guerra Fría, la región ya se había subido al gran impulso liberal integrando de manera activa la tercera ola democrática internacional. Raudamente, los países de Europa del Este y varios de América Latina se alinearon con Occidente y sostuvieron con entusiasmo las banderas del internacionalismo liberal. Sin embargo, los beneficios materiales puestos a disposición de una y otra región por las potencias occidentales para atenuar los costos y ajustes del acoplamiento al mundo liberal triunfante mostraron un fuerte contraste. Los países de Europa del Este se beneficiaron del proceso de inclusión a la UE, mientras que América Latina debió encarar, en forma simultánea, los desafíos de sus procesos de redemocratización y las presiones externas en favor de la apertura comercial, la desregulación, la privatización y la extranjerización de sus economías en el marco del Consenso de Washington. La opción por el neoliberalismo en los noventa implicó a un tiempo una interpretación sesgada de los beneficios de la globalización y la renuncia a una construcción regional basada en el binomio democracia y desarrollo. En este contexto, ganó impulso el modelo de regionalismo abierto, motorizado por una lógica asimétrica de toma y daca con Estados Unidos. La vinculación histórica de la región con el orden liberal desde un eje político-normativo es una característica que la diferencia de otras regiones o subregiones del Sur Global, que se configuraron a partir de la segunda ola de descolonización, tales los casos de Asia y África.
Por otra parte, la larga preeminencia de Estados Unidos en América Latina le imprimió al vínculo una marca de excepcionalidad entre los países en desarrollo que llega hasta hoy. La efeméride del segundo centenario de la Doctrina Monroe en 2023 reactivó en la memoria latinoamericana el significado de la prolongada presencia de Estados Unidos en la región. La doctrina, pese a sus varios certificados de defunción, se mantiene vigente en muchos aspectos. El lugar ocupado por Estados Unidos como el principal polo de poder en la región explica su centralidad para las políticas exteriores latinoamericanas (véase Merke y Reinoso, 2016). Este rasgo ha sido un estímulo para proyectos sobredimensionados de aquiescencia, así como materia de oposición o confrontación para alcanzar márgenes de autonomía. A una persistente asimetría estructural, se sumó el ejercicio del poder coercitivo de Estados Unidos y la imposición de sus prioridades de seguridad. Con la caída del muro de Berlín en 1989, Washington mantuvo a la región en un lugar secundario, por medio de políticas que revelaban un mix de negligencia, inconsistencia y volatilidad. Por su parte, América Latina tuvo su propio mix de políticas que combinó lógicas de aquiescencia, predominantes en los noventa, con lógicas de autonomía en la primera década del siglo xx: ambas lógicas expresan las dos grandes estrategias desplegadas por los países del área.
Se ha ido produciendo, así, un «mar de distancia» entre Estados Unidos y América Latina que se ha reforzado en años recientes, con independencia del Gobierno de turno en la Casa Blanca. Como efecto reflejo, se ha originado un continuo vaciamiento político del sistema interamericano debido a su pérdida de funcionalidad, tanto para Washington como para un buen número de países latinoamericanos, que ha dado como resultado la mutua insatisfacción. Esta situación no debe ser vista como una retirada de Estados Unidos de América Latina o como una falta de interés en la región, ya que Washington nunca ha abandonado su presunción hegemónica y está atento para actuar cuando ve peligrar sus intereses materiales o de seguridad. Siempre ha tenido razones para ello, siendo esta vez a raíz de la proyección de China en la región.
La crisis del regionalismo latinoamericano
A inicios del siglo xxi, las consecuencias del desdén de Washington hacia América Latina fueron capitalizadas en la región: en América del Sur, particularmente, fue un incentivo político para la acción colectiva. Las reacciones suramericanas que llevaron a un distanciamiento parcial respecto a la potencia norteamericana inauguraron un período que algunos autores han llamado «regionalismo poshegemónico» (Riggirozzi y Tussie, 2012). Dicho rótulo suponía la existencia de una movilización política intrarregional favorecida por un percibido proceso de debilitamiento de la presencia hegemónica de Washington en América Latina que, de hecho, no tuvo lugar en la forma prevista, considerando que varias dinámicas hegemónicas se siguieron manifestando8. Los tratados de libre comercio (TLC) bilaterales firmados entre Estados Unidos y más de una decena de países en la región condujeron a una nueva fragmentación entre el Atlántico y el Pacífico de América del Sur, aunque más atenuada y difusa que la producida entre México y América del Sur a causa del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN). El involucramiento comercial de Estados Unidos a través de los TLC permitió mantener e incluso ampliar su vínculo con países de América del Sur, lo que limitó las visiones de conjunto y generó agendas bilaterales que procuraron reproducir las ventajas obtenidas por los acuerdos preferenciales. A su vez, en el plano estratégico-militar, los canales de diálogo orientados a buscar soluciones a situaciones conflictivas domésticas por medio de una subordinación estratégica a Washington, como en el caso del Plan Colombia, tuvieron un fuerte impacto en las agendas de seguridad y de defensa en toda la región andina. Otro ejemplo de acercamiento en este campo es la fluidez del diálogo entre el Comando Sur de los Estados Unidos y las autoridades militares suramericanas.
El cuestionamiento al dominio de Estados Unidos en este período por gobiernos de América del Sur posibilitó avanzar en la conformación de un proyecto colectivo autónomo y en la coordinación política intergubernamental con vistas al fortalecimiento de espacios multilaterales propios, como la Unión de Naciones Suramericanas (UNASUR), fundada en 2008, y su Consejo de Defensa Suramericano, en 2009. Apenas una década más tarde, esas iniciativas parecían cumplir su ciclo de vida como resultado de diferencias intrarregionales insuperables y de la fragilidad de las bases de apoyo internas de los programas de gobierno que les ofrecían sostén. Entre las evidencias más contundentes de la retracción del regionalismo latinoamericano sobresale la continua erosión de su principal idea-fuerza: la integración. Por más de medio siglo, este propósito fue el concepto medular que estimuló narrativas y proyectos colectivos en América Latina que, pese a su reiteración, no llegaron a alcanzar las metas fijadas. La retracción de la integración regional ha sido un tema de preocupación y análisis en una vasta producción de estudios que subrayan las fallas institucionales y políticas que paralizaron este proceso, a las que se suman las adversidades externas9. El persistente estancamiento económico y el deterioro social en la región, que se agravaron con la pandemia, tuvieron un impacto negativo en la atracción de la inversión externa, en su participación en los flujos comerciales mundiales y en su reducido lugar en los nichos globales de innovación tecnológica.
A su vez, la transformación de la economía política internacional de América Latina a partir del nuevo siglo añade un factor disruptivo en la marcha descendente del regionalismo latinoamericano. El desembarco económico de China y los beneficios provenientes del «boom de los commodities» inciden en una nueva retracción de la carta desarrollista. Así, al igual que la idea-fuerza de la integración, el logro del desarrollo se transformó en una mera narrativa de proyectos e intenciones y en una meta que se ha ido desplazando por otra más modesta en su ambición, pero también esquiva: la búsqueda de un crecimiento sostenible.
La dinámica triangular en América Latina y su singularidad
El proceso acelerado de articulación de América Latina con China, que tiende a concentrarse en América del Sur, ha transformado el vínculo de la región con la política y la economía internacionales (véase Buelvas y Velosa, 2023). Su encuadramiento como una asociación estratégica en el caso de varios países ha elevado la relación a una nueva categoría, dado que ello implica la profundización de la presencia económica, diplomática y cultural de Beijing en América Latina. Este avance ha sido facilitado por dos circunstancias: el debilitamiento de la preeminencia de Estados Unidos en los años de la posguerra fría y la demanda china de productos primarios de la región.
En un primer momento, el impulso económico de la relación entre América Latina y China obedeció a la expansión de la venta de materias primas y la recepción de inversiones en el sector de la energía para ampliarse, sucesivamente, a las áreas de infraestructura, agronegocios y nuevas tecnologías. A lo largo de las dos últimas décadas, la proliferación de modelos de extracción estimulados por los mercados asiáticos y la pujanza del agronegocio han sido los indicadores más notorios de la nueva vinculación con la potencia oriental. La presencia de China en actividades extractivistas y de producción energética en los distintos ecosistemas latinoamericanos ha estimulado en varios casos el deterioro de las condiciones ambientales y dado lugar a conflictos con las poblaciones locales. Sin embargo, el impacto de dichas inversiones chinas ha sido variable, ya que estas también constituyen una fuente de recursos e inversiones en energía renovable que contribuyen a la transición energética en la región, en particular en Argentina, Brasil, Chile, Colombia y México (véanse Alves de Mendonça et al., 2023; y González Jáuregui, 2021).
Además, Beijing ha mostrado una predisposición a ampliar las agendas bilaterales de cooperación mediante la Iniciativa de la Franja y la Ruta (BRI, en sus siglas en inglés), de la que forman parte 21 países de América Latina y el Caribe de un total mundial de 14810. Sus impulsos puntuales de despliegue de poder blando también merecen mención. Por ejemplo, a través de su «diplomacia de vacunas», se convirtió en el primer proveedor de inmunizantes contra la pandemia de la COVID-19 en América del Sur. La cooperación de China incluye asimismo una dimensión subnacional descentralizada y un variado porfolio de inversiones que se traduce en un entramado de acuerdos entre ciudades y gobiernos provinciales. Entre 2000 y 2020, el ingreso de productos chinos en América del Sur derivó en un proceso sustitutivo de exportaciones estadounidenses y brasileñas. En particular, la expansión de la presencia de Brasil en las economías de los países vecinos se ha contraído mientras ganan importancia las importaciones de productos industrializados desde China. De este modo, el comercio internacional suramericano se ha ido reconfigurando: el denominado modelo de sustitución de importaciones cede así ahora lugar a una dinámica marcada por una suerte de «primarización sustitutiva»; con ello, el esfuerzo histórico orientado a estimular la formación de un mercado integrado por cadenas de valor regional se debilita al tiempo que se «primariza» la economía generando un nuevo ciclo de dependencia externa (Aviles Quintanar y Wong González, 2019; Duran Lima y Herreros, 2011).
Paralelamente, China ha buscado ampliar su presencia política en algunos espacios regionales con un doble propósito: por un lado, integrar sus vínculos bilaterales a intereses geopolíticos inmediatos y más amplios que se inscriben en sus estrategias de proyección global –en especial, procurando el aislamiento internacional de Taiwán–; y , por otro, expandir sus canales de comunicación diplomática con el objetivo de promover el desarrollo y fomentar la cooperación, como lo muestran la creación del Foro CELAC-China y el Diálogo China-Mercosur11, entre otros. La coexistencia del nuevo esquema de relaciones entre América Latina y China con el que la región mantiene con Estados Unidos comprende una importante dimensión triangular que influirá en los vínculos internacionales de América Latina en el orden no hegemónico en formación. La elección de esta representación geométrica triangular se fundamenta en la identificación de circuitos que conforman un diseño compuesto por dos ejes de interacciones con agendas específicas y diferentes: América Latina-Estados Unidos y América Latina-China. Signados por la asimetría, estos ejes se cruzan cuando entran en juego cuestiones sensibles para Washington y Beijing que tienen relación directa o indirecta con su competencia global. En el pasado, la noción de triángulo fue un recurso que se utilizó para estudiar los lazos entre Estados Unidos, Europa Occidental y América Latina, que podrían caracterizarse como un circuito benigno de interacciones dominado por asuntos de poder blando. Las visiones liberal-occidentales moldearon la agenda y sus temas centrales fueron la democracia, los derechos humanos, el libre comercio y la ayuda internacional para el desarrollo. En contraste, la triangulación Estados Unidos-China-América Latina contiene elementos de tensión de la competencia entre el Norte 1 y el Norte 2 y da cabida a una dinámica triangular mucho más compleja. Combina temas de poder duro, como los intereses geopolíticos y las actividades económicas con implicancias estratégicas, con temas de poder blando, como las posturas que se adoptan en los organismos y foros multilaterales y en cuestiones de gobernanza global.
Este nuevo triángulo sitúa a la región, en especial a América del Sur, en una circunstancia inédita y sui géneris de doble dependencia de dos competidores estratégicos globales con paridades relativas de poder; una situación que nunca se dio en el circuito triangular América Latina-Estados Unidos-Europa Occidental. Washington y Bruselas eran aliados en la competencia estratégica de Occidente con Moscú y, por lo tanto, el componente geopolítico tuvo escaso o nulo peso en las relaciones entre estas dos partes con América Latina. Además, la dependencia de la región era con Estados Unidos y no con Europa, que fue vista en este encuadre triangular como un eje compensatorio de la hegemonía de Washington en la región. Tampoco se dio la doble dependencia en la dinámica triangular entre América Latina, Estados Unidos y la Unión Soviética durante la Guerra Fría. Ese circuito tuvo temas de alta sensibilidad geopolítica e ideológica para Washington y Moscú que eran propios de su rivalidad global, pero la Unión Soviética nunca alcanzó el nivel de penetración económica ni el potencial de influencia estratégica con el que ya cuenta China.
La circunstancia inédita también existe para Estados Unidos. La intromisión real, o así percibida, de un actor extrarregional en su histórica área de influencia siempre ha despertado en Washington la percepción de una amenaza estratégica. Lo que hoy le resulta particularmente inquietante es que tiene que defender su posición de preeminencia regional en una fase de declinación relativa frente a una potencia en ascenso de gran tamaño, recursos de poder, peso económico y capacidad de influencia que le plantea un desafío desconocido. Además, el sentido de amenaza de la presencia de China se agrava por su proximidad con otros estados que integran el Norte 2, como es el caso de Rusia, o que orbitan en torno a él, como Irán.
La tesis de Peter Smith (2000) sobre el principal factor de alcance general en la determinación de la política exterior de Washington hacia la región es de total actualidad para entender cómo la dinámica triangular opera en el eje Estados Unidos-América Latina en virtud de la presencia de China: «Los determinantes fundamentales de las relaciones Estados Unidos-América Latina han sido el papel y la actividad de los actores extrahemisféricos, no Estados Unidos ni América Latina en sí mismas. En otras palabras, las relaciones interamericanas han formado un subsistema dentro de un sistema global como un todo» (ibídem: 7). La doble dependencia es una condición que no afecta por igual a toda la región, y la pertinencia de esta noción debe considerarse con cuidado en el caso de los países de la América Latina del Norte, donde Estados Unidos mantiene una posición de claro predominio. Beijing está presente e influye, pero su gravitación está lejos de competir con la de Washington. En consecuencia, se da una situación también inédita en la que sigue prevaleciendo la condición de dependencia de la mayoría de los países de esa área geográfica respecto de Estados Unidos a la par que China aumenta su proyección en ella. Dentro de este territorio, México presenta una particularidad histórica para una potencia media: el mantenimiento de un vínculo asimétrico de interdependencia compleja con Estados Unidos.
En cambio, la doble dependencia caracterizará la condición de los países de América del Sur en el orden no hegemónico en formación. Este rasgo del orden internacional en el que dos Nortes compiten sin probabilidades de establecer una hegemonía global es la condición de posibilidad de la doble dependencia. También lo es en la medida en que la competencia entre los Nortes no escale en la dirección de la confrontación, para el ejercicio de política exterior no atada a lógicas excluyentes que implican el plegamiento a uno de los dos núcleos de poder. Cabe mencionar, a título de ejemplo, que Chile y México, que ya suman décadas de TLC con Estados Unidos, expanden sus negociaciones con China para obtener nuevas inversiones de este país con el fin de extraer minerales estratégicos o incrementar la producción automotriz. Paralelamente, la concreción de TLC de China con Costa Rica, Chile y Perú, con vistas a realizarse también con Uruguay y Ecuador, ilustra la amplitud de posibilidades en cada eje de interacción bilateral en los que no interfiere la dinámica triangular (véase Brown, 2023). Ahora bien, este campo de acción se contamina cuando se tratan los temas sensibles para Washington o Beijing. Un caso ejemplar es la construcción por parte de China de una Estación de Espacio Lejano en la Patagonia que podría utilizarse, en la visión de la Casa Blanca, para monitorear objetivos estadounidenses y de sus aliados en sus actividades espaciales y con fines militares.
El punto central que considerar es la capacidad de Estados Unidos y de China para apelar a métodos coercitivos de vinculación de temas con el objeto de satisfacer sus intereses y preferencias en las cuestiones que desatan la dinámica triangular. Es decir: recurrir al conocido recurso de utilizar palos o zanahorias para controlar o modificar conductas de países latinoamericanos que son percibidas como peligrosas o contestatarias. Esta vez, Washington parece contar con menos músculo para el garrote, en particular en buena parte de América del Sur. Además, viene desde atrás en la carrera con China en la provisión de bienes tangibles a una región ávida de mercados, financiamiento e innovación tecnológica. Así, Estados Unidos enfrenta el clásico dilema de toda potencia en descenso relativo: expandir recursos o reducir compromisos en momentos en los que la proyección de Beijing en la región lo compele a actuar. China, por su parte, es la potencia entrante y tiene intereses ofensivos antes que defensivos. Los recursos ya invertidos y los que cuenta a su disposición la habilitan para recurrir a palos y zanahorias en sus relaciones con América Latina con el propósito de influir en la adopción de conductas conforme a sus preferencias y que, en muchos casos, serán opuestas a los intereses de Estados Unidos, tanto en plano regional como global.
Reflexiones finales
Un orden internacional no hegemónico debiera ampliar la capacidad de autonomía de las naciones del Sur en el escenario mundial. Un aspecto a favor es que este orden no tiende a conformarse en torno a bloques o agrupamientos rígidos como sucedió en la Guerra Fría. En alto grado, esta tendencia se explica por el proceso de difusión del poder y la riqueza globales que evoluciona en sincronía con la transición de poder entre Estados Unidos y China.
La traducción de tal autonomía en oportunidad ya es un hecho. El Sur Global se mueve y se revela más empoderado, propositivo y autónomo en un orden con reglas erosionadas y sin hegemonías. El Sur, y América Latina en particular, han expresado de manera espontánea y sin coordinación su distancia frente a las presiones geopolíticas y político-diplomáticas del Norte 1 y el Norte 2 a partir de la guerra en Ucrania; una conducta que se ha vuelto a exhibir en el conflicto entre Hamas e Israel en la Franja de Gaza. El sentido de oportunidad demostrado en iniciativas individuales y colectivas estimula respuestas competitivas desde los polos de poder que mueven el tablero internacional, pero que están lejos de ayudar a resolver temas esenciales como la crisis climática, la desigualdad y la militarización de la agenda internacional.
Como parte de este Sur, América Latina ha ido perdiendo gravitación en los asuntos globales, en buena medida por el aumento de síntomas mórbidos que se han manifestado en años recientes: en particular, la profundización de las crisis políticas y sociales domésticas, la emergencia de opciones políticas extremas que amenazan a las democracias del área y la fragmentación, que debilita al regionalismo como bien público colectivo. Pero América Latina es también un caso singular de resiliencia y oportunidad cuando se consideran la sustentabilidad de su paz intrarregional, sus atributos como reserva de recursos estratégicos, su pluralidad de identidades y la vitalidad política de sus actores y movimientos sociales. El reto que se le impone en este tiempo es cómo potenciar estas cualidades en un orden que posibilita una lógica de opciones abiertas y flexibles y que ofrece la oportunidad de avanzar en las vías de la coexistencia y de suma variable.
La dinámica triangular América Latina-Estados Unidos-China tiene el potencial de incidir en la política regional e interna de los países latinoamericanos. Existe el riesgo de que active una versión 2.0 de la Guerra Fría abriendo el camino para un revival de ambientes políticos cargados de narrativas ideologizadas y eventuales disputas geopolíticas. Los países de América Latina que orbitan en el Norte 2 o en el Norte 1 podrán, motu proprio o por designación exógena, considerarse emisarios en la región de los liderazgos de las potencias con las que mantienen vínculos estrechos. De la misma manera, la orientación y densidad de los vínculos con Estados Unidos y China dividen posiciones en el plano doméstico entre quienes favorecen una mayor cercanía a Washington y quienes ven con simpatía a Beijing, no solo por las oportunidades que ofrece, sino también por el papel que puede desempeñar para erosionar y contrapesar el predominio de Estados Unidos en América Latina.
Un orden sin hegemonías significa tanto más espacio de maniobra como mayor incertidumbre. El factor sorpresa en contextos regionales desarticulados puede generar más fragmentación y soledad. El Sur tiene hoy más gravitación en el orden mundial, pero sigue siendo el principal escenario de las crisis internacionales y el locus de disputas en las que intervienen los dos Nortes. Ambos, al recurrir a una acelerada militarización en sus respuestas, llevan a parálisis decisorias, impotencia política y al desconcierto de los países sureños frente a los impactos humanitarios que se generan. La preservación de agendas disociadas de esta dinámica se convierte para el Sur en el desafío principal, en especial en los contextos geopolíticos más calientes. Si bien América Latina no se ve directamente afectada, no puede hacer caso omiso de su lugar como parte del Sur Global. Al mismo tiempo, debe responder a su reto mayor: lidiar simultáneamente con sus dos opciones de vínculos dependientes encontrando senderos que brinden impulso propio y eviten lógicas de suma cero.
Referencias bibliográficas
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Notas:
1- Sobre la teoría de la transición hegemónica, véase la obra clásica de Gilpin (1981), particularmente los capítulos 1 y 5.
2- Véanse, en especial, Babic (2020) y Sanahuja (2022).
3- Por ejemplo, la creciente desigualdad social, la concentración de la riqueza, el notable debilitamiento del Estado de bienestar en los llamados países desarrollados, expresiones extremas de nacionalismo en el corazón de Occidente y buena parte del Sur Global, el rechazo a las clases dirigentes, el deterioro y retroceso de la democracia, la vigencia del fundamentalismo religioso, el ascenso del racismo y del sentimiento antimigrantes.
4- Sobre esta segunda noción del término hegemonía, véase Cox (1983).
5- Sobre el ocaso de la pauta histórica de dominio de Occidente sobre el resto del mundo, véase Hobsbawm (2008).
6- Para más detalles sobre el carácter esencialmente realista de este orden, véase Mearsheimer (2019).
7- En efecto, América Latina participó en la construcción del sistema multilateral de la segunda posguerra, comprometida con la paz mundial, la democracia y la defensa de los derechos universales (Sikkink, 2015).
8- En términos conceptuales, es crucial que se evite confundir lo que se llamó poshegemonismo con la noción de orden no hegemónico aquí tratada. El primer concepto fue concebido para identificar el proceso de declive de la preeminencia de Estados Unidos en algunos países de la región.
9- La producción de evaluaciones críticas de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL) sobre la integración latinoamericana ha sido extensa y continua. Véanse, además, entre tantos estudios: van Klaveren (2017), Merke (2018), Grabendorff y Serbin (2020), y Sanahuja (2020).
10- Hasta el presente, Antigua y Barbuda, Argentina, Barbados, Bolivia, Chile, Costa Rica, Cuba, Dominica, Ecuador, El Salvador, Granada, Guyana, Jamaica, Nicaragua, Panamá, Perú, República Dominicana, Surinam, Trinidad y Tobago, Uruguay y Venezuela. Por su parte, Brasil y México han sido una excepción en las adhesiones a esta iniciativa en América Latina.
11- CELAC: Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños; Mercosur: Mercado Común del Sur.
Palabras clave: orden internacional, orden no hegemónico, América Latina, Sur Global, Estados Unidos, China, regionalismo, interregno
Cómo citar este artículo: Hirst, Mónica; Russell, Roberto; Sanjuan, Ana María y Tokatlian, Juan Gabriel. «América Latina y el Sur Global en tiempos sin hegemonías». Revista CIDOB d’Afers Internacionals, n.º 136 (abril de 2024), p. 133-156. DOI: doi.org/10.24241/rcai.2024.136.1.133
Revista CIDOB d’Afers Internacionals, n.º 135, p. 133-156
Cuatrimestral (enero-abril 2024)
ISSN:1133-6595 | E-ISSN:2013-035X
DOI: https://doi.org/10.24241/rcai.2024.136.1.133
Este artículo se realizó en el marco del proyecto «Sociedad Civil, Cooperación Internacional y Relaciones América Latina-Estados Unidos» con aportes de la Fundación FORD.