El mito de la seguridad colectiva y la reforma del Consejo de Seguridad

CIDOB Report nº 12
Data de publicació: 09/2024
Autor:
Rafael Grasa, investigador sénior asociado, CIDOB; profesor, Universitat Autònoma de Barcelona
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La seguridad colectiva y la reforma del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas será uno de los temas cruciales en la Cumbre del Futuro de septiembre de 2024, en un contexto de crisis de legitimidad generada por su incapacidad de reaccionar ante conflictos como la agresión a Ucrania y la guerra en Palestina. Se trata de una ventana de oportunidad derivada de cambios en la competencia geopolítica, la capacidad de presión de la Asamblea General y la creciente importancia de los países del Sur Global, que precisa de un enfoque pragmático y en varias etapas. 

La fase más reciente de la reforma del pilar de paz y seguridad de Naciones Unidas se inicia en 2015, cuando un grupo de expertos propuso hablar de sostenimiento de la paz (sustaining peace) y ya no de consolidación de la paz. Ello deriva de muchos cambios fácticos y de debates y propuestas ocurridos desde el fin de la Guerra Fría, derivados del llamado «consenso sobre la paz liberal», que surge de la primera y única reunión del Consejo de Seguridad a nivel de jefes de Estado y de Gobierno, en enero de 1992, y del informe «Un programa de paz». Me ceñiré a lo relativo a la seguridad colectiva y a la reforma del Consejo de Seguridad. 

A efectos de contexto, partiremos de lo sucedido entre 2016 (en que el Consejo de Seguridad y la Asamblea General adoptan resoluciones sobre consolidación y sostenimiento de la paz) y enero de 2018 (informe del secretario general sobre el tema). En el ínterin, en 2017, el Consejo de Seguridad estuvo muy ocupado: 296 encuentros formales, 61 resoluciones, 27 declaraciones del presidente y 93 declaraciones de prensa. Y también se mostró muy ineficaz: falta de actuación en muchas crisis y conflictos, que eran amenazas graves a la paz y la seguridad, y seis vetos: cinco de Rusia (en un caso, acompañada de China) y otro de Estados Unidos. Los primeros, relacionados con el conflicto en Siria, y el segundo, con Israel y la capitalidad de Jerusalén. Una vez más, proliferaron las invectivas entre los miembros del Consejo y las críticas del resto de miembros de Naciones Unidas y de la opinión pública por la incapacidad del aquel de proveer paz y seguridad.

Desde entonces –y en particular tras la agresión e invasión de Rusia a Ucrania en febrero de 2022 y el ataque de Hamás el 7 de octubre de 2023 y la posterior respuesta israelí aún en curso– la situación no ha dejado de agravarse, hasta el punto de haber creado una crisis de legitimidad y de confianza en Naciones Unidas. 

Las críticas y eventuales soluciones al respecto serán temas cruciales en la cumbre de septiembre, por ello empezaremos por desmontar un mito y clarificar los márgenes de maniobra de la reforma del Consejo.

El mito de la seguridad colectiva de Naciones Unidas

La idea deriva del pacto de la Sociedad de Naciones (1919) –ante todo de su preámbulo y de los artículos 10 y 16– que garantizaba y comprometía a sus miembros a preservar de cualquier agresión externa la independencia política e integridad territorial de todos ellos. Hubo desarrollos posteriores, como el protocolo para la solución pacífica de disputas internacionales (1924) y el pacto Briand-Kellogg (1928). Sin embargo, la idea no funcionó durante los años treinta, en casos como la ocupación de Manchuria por Japón (1931) o la invasión y posterior anexión de Etiopía por Italia (1935). 

El tema estuvo de nuevo presente en las reuniones entre las grandes potencias para establecer el orden internacional de posguerra, previas a la creación formal de Naciones Unidas. Convinieron establecer cinco miembros permanentes del Consejo de Seguridad y asignarles un papel de policías del nuevo sistema internacional, así como otorgar al Consejo –incluyendo el poder de veto de esos cinco– la responsabilidad principal para el mantenimiento de la paz y la seguridad internacionales. Ello se combinó con la prohibición del uso de la fuerza, exceptuando el caso de legítima defensa –individual o colectiva– y casos derivados de decisiones del Consejo de Seguridad al amparo del capítulo séptimo. Adicionalmente, la Carta de las Naciones Unidas contempla medidas de resolución pacífica de controversias y un papel relevante de organismos regionales de seguridad.

A menudo se ha presentado ese sistema como un mecanismo de seguridad colectiva, visualizando el Consejo de Seguridad como un protector de los estados ante cualquier agresión y casi como un órgano supranacional. Lamentablemente, eso es un mito y analizar así la naturaleza, finalidad y estructura del Consejo solo genera equívocos. Su diseño, acordado antes de San Francisco, es análogo al concierto europeo de naciones surgido del Congreso de Viena (1815). Se concibió como un foro mediante el cual las grandes potencias iban a poder coordinar sus políticas y a manejar conjuntamente el sistema internacional. Por ello, se les incentivó con un puesto permanente y con un derecho de veto, que obligaba a buscar consenso para decidir, pero que también les permitía bloquear decisiones que consideraran contrarias a sus intereses. Dicho en términos del derecho romano, el veto garantizaba –y garantiza– a esos cinco miembros un poder irrestricto frente al derecho, princeps legibus solutus.

Evidentemente, la situación descrita es desigual e injusta, por lo que convendría disponer de un mecanismo de seguridad colectiva auténtico. Pero no es bueno confundir el deseo con la realidad. No obstante, aceptar fácticamente la realidad no obliga a conformarse moralmente con ella. Combinando ambas cosas, podemos extraer una lección para la agenda de la Cumbre del Futuro y para los próximos tiempos, focalizados en mejorar las expectativas de futuro: las presiones para reformar la composición, la estructura y el funcionamiento del Consejo han de aceptar que cualquier intento de mejorar la gobernanza global, de corregir la creciente deslegitimación de Naciones Unidas, de reforzar el orden en el sistema internacional y la eficacia de sus normas reguladoras, debe partir de la premisa que refleja la Carta de Naciones Unidas. A saber, no será posible sin contar con los intereses básicos de los cinco miembros permanentes en cualquier proceso de reforma.

Por tanto, hay que pensar en mecanismos y propuestas que puedan resultarles atractivos y, quizás, en formas de decidir a veces sin contar con ellos. Sin olvidar, en cualquier caso, que la legitimidad y salud del Consejo está fuertemente deteriorada. Existe, sea como fuere, una ventana de oportunidad derivada de cambios en las posturas de los miembros permanentes, de la competencia geopolítica en curso, del incremento de la capacidad de presión de la Asamblea General y de la creciente importancia de los países del Sur Global.

La reforma del Consejo de Seguridad

Desde hace años, se habla mucho del tema y se ha logrado muy poco. A finales de 1992, la Asamblea General creó un grupo de trabajo para buscar una representación equitativa en el Consejo. 30 años después, el grupo sigue reuniéndose, pero no hay resultados. En octubre de 2008, Naciones Unidas autorizó formalmente negociaciones intergubernamentales para buscar dicha representación equitativa e incrementar el número de miembros del Consejo. En 2024 seguimos sin resultados, entre otras cosas porque los estados miembros nunca han aceptado negociar a partir de un texto preliminar de trabajo.

Ucrania y Gaza han incrementado la presión. Así, en su discurso ante la Asamblea General, en septiembre de 2022, el presidente estadounidense Joe Biden reiteró su apoyo –ya antiguo– a incrementar el número de miembros permanentes y no permanentes, e innovó hablando de puestos permanentes para países de África y de América Latina. 

Existe consenso en que no están todos los que son y no son todos los que están, en que la presencia occidental es exagerada, en que no están representadas las necesidades de seguridad de gran parte de los países del mundo, y en que el sistema de veto bloquea a menudo la toma de decisiones. No hay ningún asiento permanente para África y América Latina, y solo uno para Asia. La incoherencia es lacerante: hay un enorme déficit de representación del Sur Global, pese a que la mayor parte de las operaciones de paz que autoriza el Consejo se dan en esos países.

En suma, hay acuerdo en que debe ampliarse el número de miembros, permanentes y el de no permanentes, buscando una representación más equitativa. Las discrepancias surgen al pensar en los candidatos y en si tendrían también derecho a veto. Incluso se ha sugerido, para favorecer la rotación entre miembros no permanentes de potencias medias y emergentes, introducir una categoría de «miembro semipermanente».

Los candidatos postulados son diversos: Brasil y México por América Latina; Egipto, Nigeria y Sudáfrica en el caso de África; India, Indonesia o Japón por Asia, y también países europeos, como Alemania, Polonia o Ucrania. Esas candidaturas suelen basarse en consideraciones de representación demográfica y PIB. En cualquier caso, dejando de momento de lado la cuestión del veto, existe una tensión real entre representación y eficacia. Una expansión hacia los 20-25 miembros incrementaría la legitimación y autoridad del Consejo, pero disminuiría su eficacia y eficiencia. Su diseño inicial, sesgado a favor de las grandes potencias vencedoras, buscaba una gestión eficaz de problemas.

La reforma del Consejo tiene que ver con valores y con poder: su composición tiene valor normativo e implicaciones materiales sobre el orden mundial. Cualquier alteración del Consejo, inevitable a medio plazo, alterará el equilibrio de poderes, dará preeminencia a ciertos intereses nacionales sobre otros e influirá en la manera de entender y aplicar la noción de seguridad. No es un tema neutro y generará resistencias e impactos posteriores: no hay acción sin reacción. Se sugiere, tanto por parte de los estados como de las personas y los grupos interesados en influir, apostar por la flexibilidad y un enfoque basado en criterios claros, que garantice la transparencia procedimental y la posibilidad de introducir modificaciones progresivamente, sin esperar décadas. 

Ello presupone prescindir del ya comentado mito del Consejo de Seguridad como mecanismo de seguridad colectiva. Aunque no hay que conformarse moralmente con una realidad injusta, es importante abordar la reforma no solo con criterios de justicia y conveniencia, sino también de factibilidad. Los adoquines del Consejo son demasiado fuertes para perforarlos y llegar a la playa, por parafrasear la metáfora de mayo del 68. 

En cuanto a acabar con el derecho de veto es, a corto plazo, una quimera, aunque pueda ser atractivo exigirlo como marco discursivo. Tampoco está garantizado que los nuevos miembros permanentes tengan, todos y siempre, derecho de veto. Sería conveniente focalizarse no en su eliminación, sino en la limitación de su uso, mediante diferentes tipos de acuerdos, algunos de ellos de formas de trabajo. Por ejemplo, es sabido que Francia y el Reino Unido han recurrido poco al veto tras la Guerra Fría. Resulta interesante una propuesta avanzada por Francia en 2015: restringir procedimentalmente el uso del veto en situaciones de atrocidades masivas. También hay margen de maniobra en usar la Asamblea General para temas de seguridad cuando hay bloqueo en el Consejo, un camino que se inició durante la guerra de Corea y se ha usado recientemente para las guerras en Ucrania y Gaza.

Resulta también útil perfeccionar los métodos de trabajo, que todavía se rigen por las reglas de procedimiento de 1982 y un conjunto de prácticas ad hoc. Reformar los métodos de trabajo no exige enmienda de la Carta ni ratificación en los estados miembros, algo practicable. De hecho, ya hace tiempo que existen propuestas, algunas ya en uso, del Grupo para la rendición de cuentas, la coherencia y la transparencia, de 22 países.  Las sugerencias van desde incluir en los debates a miembros externos al Consejo, hasta informar más de los briefings, y consultas informales o nuevos formatos de reunión, como la «fórmula Arria» en que ese embajador venezolano invitó a un sacerdote bosnio para testificar ante el Consejo en la pausa del café. 

Por último, prestaremos atención a los cuatro grupos que mantienen posiciones bastante irreconciliables sobre la reforma: 

  • El primero lo forman los cinco miembros permanentes, cada uno con posiciones diferentes, aunque todos coinciden en no perder su derecho de veto y en intentar restringir el de eventuales nuevos miembros. 
  • El segundo es la coalición G-4, formada por los cuatro principales candidatos a miembros permanentes (Brasil, Alemania, India y Japón), que buscan tener el mismo estatus que los cinco miembros actuales, aunque muestran cierta flexibilidad con respecto al derecho de veto y también abogan por que haya dos asientos permanentes para África. 

  • El tercero es la coalición «Unidos por el Consenso», liderada por los rivales regionales del G-4 (Argentina, México, Italia, Polonia, Pakistán, Corea del Sur y Turquía, entre otros) que piden ampliar los miembros no permanentes de diez a veinte. Lo argumentan sosteniendo que, con ello, en vez de reforzar la jerarquía de las grandes potencias, se visualizaría un Consejo globalmente más representativo e igualitario. 

  • El cuarto bloque es el formado por la Unión Africana. Sus 54 miembros defienden explícitamente el llamado «Consenso de Ezulwini», que pide que se garanticen dos asientos permanentes con pleno derecho de veto a la región y al menos tres puestos no permanentes adicionales.

Los retos para la reforma del Consejo son cruciales: pese a su deslegitimación e ineficacia reciente, este sigue siendo una fuerza estabilizadora indispensable y columna vertebral del orden internacional basado en normas. A pesar del deterioro de dicho orden, a corto plazo no existe horizonte alguno en que pueda reemplazarse su rol, con las reglas de juego presentes en la Carta. Fracasar en la actualización de su composición y sus reglas de funcionamiento puede erosionar ese papel incluso más que su bloqueo habitual en los últimos años. Y sin un auténtico mecanismo de seguridad colectiva y con falta de confianza en el Consejo, se incentivará la ampliación, el refuerzo o la creación de nuevos organismos de defensa colectiva, algo preocupante en un contexto de profunda militarización y rearme general. 

Adicionalmente, dados los esfuerzos que países del Sur están dedicando al tema, la frustración derivada de no lograr ningún avance también tendría efectos lesivos para Naciones Unidas. En cualquier caso, el escenario de empeoramiento del statu quo presente no es descartable. De ahí las dos sugerencias finales sobre la forma de buscar esos cambios y reformas factibles. La primera, partir de un texto provisional articulado para negociar y regatear el contenido de la reforma. Ello exigiría consenso entre la Unión Africana y el G-4, y cierta complicidad de algunos de los miembros permanentes actuales, aunque eso parece difícil en los casos de China, Estados Unidos y Rusia. La segunda pasa también por un cambio de posición del G-4, optando por una reforma en dos etapas, lo que supondría no empecinarse en esta primera en lograr puestos permanentes y defender puestos semipermanentes, aunque es dudoso que la India del gobierno de Narendra Modi esté dispuesta a aceptar hoy esa renuncia.

La cumbre llega pues, hoy, en un momento de incertidumbre. En cualquier caso, la reforma del Consejo de Seguridad es condición sine qua non para mejorar la construcción y sostenimiento de la paz, con diagnósticos de cambios necesarios en las operaciones de paz que se vienen posponiendo desde el Informe Brahimi del año 2000. Lo recomendable hoy sería apostar por un enfoque pragmático, tomando como principio para establecer la hoja de ruta la frase de Dag Hammarskjöld: «las Naciones Unidas no se crearon para llevar a la humanidad al cielo, sino para evitar su caída al infierno».