Turquía: tragedia en periodo preelectoral
Eduard Soler i Lecha
coordinador de investigación, CIDOB
23 de mayo de 2014 / Opinión CIDOB, n.º 238
Turquía vuelve a ser noticia. No solo por el accidente minero de Soma, el peor de la historia del país, sino también por las protestas y controvèrsia política que ha generado. La tragedia ocurrida a pocos meses de las elecciones presidenciales ha acentuado, más si cabe, los preocupantes niveles de polarización social y política en Turquía. Para los seguidores de Recep Tayyip Erdogan, lo que se está produciendo es la utilización política de una tragedia. Para los críticos, es una nueva muestra de un sistema clientelar que desprecia a sus ciudadanos.
¿Pagará el AKP un precio político por lo sucedido en Soma? Ante una crisis de estas características lo más habitual es que los gobiernos que deben gestionarla salgan desgastados. Así le sucedió a George W. Bush con la desastrosa gestión del huracán Katrina en Nueva Orleans en 2005 o más recientemente al Primer Ministro de Corea, Jung Hong-Won, que dimitió tras reconocer las deficiencias en la operación de rescate tras el hundimiento del ferry Sewol. Excepcionalmente algunos líderes pueden salir reforzados, como le sucedió al canciller Gerhard Schröder tras calzarse unas botas de agua y volcarse en el seguimiento de las inundaciones de 2002 en Alemania a pocas semanas de las elecciones.
En Turquía los precedentes son más bien negativos. El más conocido es el terremoto de Izmit en agosto de 1999 que, con decenas de miles de víctimas, erosionó la credibilidad del gobierno, de las autoridades locales e incluso de las fuerzas armadas. Salieron a la luz escándalos en la concesión de permisos de construcción y se criticó abiertamente la deficiente ayuda prestada a las víctimas. De la gestión de la crisis de Soma no se han criticado tanto los mecanismes de rescate como la ausencia de medidas de seguridad previas, el poco tacto y empatía por parte de Erdogan y otros miembros de su equipo, y los vínculos entre sectores económicos y el poder político, especialmente cuando se habla de empresas privatizadas.
También se ha generado un amplio debate sobre el modelo de crecimiento de Turquía y sus preocupantes índices de siniestralidad laboral. Según un informe de la Organización Internacional del Trabajo, Turquía ocupa el primer puesto del ránking europeo y el tercero a nivel mundial de siniestralidad laboral. Las cifras hablan por sí mismas: desde 2002 ha habido más de 12.000 víctimas mortales en accidentes laborales y el 10% corresponden al sector minero. La dependència energética de Turquía explica también la presión sobre el sector del carbón para producir más, y más barato. En este contexto, cabe preguntarse dónde están los límites. Las palabras de Erdogan comparando este accidente con otras tragèdies en el Reino Unido y en Estados Unidos a principios del siglo XX, no ayudaron a centrar el debate.
Con todo, Erdogan ha dado muestras, hasta el momento, de una notable capacidad para salir indemne de todo tipo de crisis. Ganó las recientes elecciones municipales del 30 de marzo sin que ni el movimiento de protesta de Gezi, ni los escándalos de corrupción que supuestamente implicarían a altos cargos y familiares del AKP, ni la polémica decisión de cerrar el acceso de Twitter (luego rectificada por el Tribunal Constitucional), ni el enfrentamiento con el movimiento Hizmet (liderado por Fetullah Gülen) al que Erdogan acusa de conspirar contra él y de manipular las instituciones del estado, le pasara factura. Erdogan resiste, pero el clima político y social se deteriora.
El calendario electoral sólo hace que exacerbar esta tensión. El 10 de agosto se celebrarán unas elecciones presidenciales muy especiales. Tras una modificación constitucional, los turcos elegirán por sufragio directo al Presidente de la República y todo indica que Erdogan, ahora Primer Ministro, presentará su candidatura. Turquía se rige por un sistema parlamentario pero el Presidente tiene prerrogatives importantes. Puede ejercer el derecho de veto en la aprobación de nuevas leyes, puede presidir y convocar si lo considera oportuno al consejo de ministros y designa a un número importante de cargos institucionales clave. De ser escogido, Erdogan intentará aprovechar al máximo los espacios de poder que la constitución le permite y seguirá apostando por una nueva constitución que aumente el poder presidencial. Así pues, en las próximas elecciones no sólo se decide quién va a presidir el país sino cómo va a presidirlo.
Sólo cuando se conozca el resultado de estas elecciones podrá valorarse si la gestión de la crisis de Soma habrá tenido un coste político para Erdogan. Mientras se espera el veredicto de las urnas, sería deseable que la clase política, junto a los actores empresariales y sindicales, tuvieran amplitud de miras y se pusieran a trabajar en reducir los preocupantes niveles de siniestralidad laboral, acercándose a los estándares europeos, firmando las convenciones de la Organización Internacional del Trabajo y llevando a la práctica las normas que ya están en vigor. Porque lo que está en juego no es sólo el futuro político de Recep Tayyip Erdogan sino también cómo debe Turquía conciliar crecimiento económico y seguridad laboral.