Oriente Medio y el Norte de África ante la guerra en Ucrania: vasos comunicantes
Oriente Medio y el Norte de África es, tras la propia Europa, la región que sentirá el impacto de la guerra en Ucrania con mayor intensidad. Los precios de la energía o los cereales son el impacto más obvio e inmediato. Pero hay que prestar atención a otros elementos como la batalla diplomática, la negociación sobre el programa nuclear iraní y su impacto sobre las dinámicas de conflicto en toda la región y más allá. Veamos, uno a uno, estos vasos comunicantes de inseguridad.
Empecemos, por los efectos de la guerra en Ucrania. El riesgo de represalias rusas sobre Europa o eventuales problemas de suministros refuerzan el papel de países productores de petróleo, como Arabia Saudí, y de gas natural, como Qatar o Argelia. A corto plazo esto de traducirá en una inyección adicional de recursos financieros para estos gobiernos, dilatando así la necesaria discusión sobre la obsolescencia del sistema rentista. Diplomáticamente, el juego es más sutil. Representa una oportunidad de acercamiento de estos países a Occidente, pero también un factor enojoso en sus relaciones con Rusia como país productor. Es un equilibrio difícil de mantener porque la decisión no ofrece muchos matices: aumentar o no la producción. A medio plazo, veremos a otros países significándose como posibles socios de la UE en materia de aprovisionamiento energético, bien sea a través de nuevos gaseoductos o del desarrollo de energías renovables. En ese terreno buscarán posicionarse países como Israel (revitalizando la discusión sobre el gaseoducto en el Mediterráneo Oriental), Egipto y Marruecos (ambos están apostando por las renovables convencionales y también invirtiendo en planes de hidrógeno verde).
Los países árabes destacan no sólo por ser la principal región exportadora de energía sino por ser el gran importador de alimentos y especialmente de cereales, muchos de ellos con precios subvencionados por el erario público. Rusia y Ucrania figuran entre los principales proveedores de la mayoría de los países de la región. Por volumen, uno de los más afectados es Egipto ya que Rusia y Ucrania suponen el 45% y 24% respectivamente de sus importaciones de cereales. Además, la situación de partida ya era de una gran fragilidad. La FAO lleva advirtiendo desde hace meses de que los precios de los alimentos han alcanzado los niveles más altos de la última década, sólo comparables al aumento que experimentaron en 2010. La referencia a ese año no es baladí ya que el alza de precios contribuyó, en gran medida, a desencadenar la ola de malestar que sacudió los países árabes entre 2010 y 2011. La fuerte sequía en varios países de la región, como Iraq o Irán, no ayuda. Y, a futuro, el encarecimiento simultáneo de los precios de la energía agravará el problema, repercutiendo en los precios del transporte y de los fertilizantes. No todos los países de la región podrán hacer frente a las disrupciones del mercado global de alimentos en igualdad de condiciones, bien sea por su grado de dependencia alimentaria o su desigual holgura presupuestaria. Entre los más vulnerables, sobresalen aquellos que estaban sumidos en crisis económicas previas como Túnez o, de forma más aguda, Líbano. Y, claro está, aquellos que sufren desde hace años crisis humanitarias. Yemen, con 16 millones de personas en situación de inseguridad alimentaria y cinco millones al borde de la hambruna, es el caso más dramático.
De forma más o menos discreta, en Oriente Medio y el Norte de África también se está librando una batalla diplomática. ¿Qué países se pronuncian y con qué contundencia sobre la agresión rusa? ¿Hacia dónde orientan su voto en el Consejo de Seguridad o en la Asamblea General de Naciones Unidas? ¿Pueden optar por un deeply concerned o están dispuestos a tomar algún tipo de medidas para presionar colectivamente a Rusia? Son pocos los que reaccionaron rápida y contundentemente. Bien fuera para condenar la agresión rusa como Kuwait (país que recuerda la invasión de su vecino iraquí), Líbano (también ha sufrido la agresión y ocupación de sus vecinos, Siria e Israel) o Libia (donde Rusia ha apoyado a Khalifa Haftar). Bien fuera para apoyarla, como la Siria de Bashar Al-Asad. La mayoría de los países de la región intentan implicarse lo menos posible. No quieren contrariar a Rusia ni poner en riesgo su cooperación en materia de inteligencia, energía nuclear civil o armamentística. Reconocen así que Rusia es un actor de peso en la región. No obstante, el Alto Representante Josep Borrell dijo en su discurso ante el Parlamento Europeo del 1 de marzo que nadie puede mirar hacia otro lado, avanzó que intentaría construir una coalición internacional para condenar la agresión en la Asamblea General de Naciones Unidas y alertó que “nos acordaremos de aquellos que en este momento solemne no estén a nuestro lado”. Entre los ejercicios de contorsionismo diplomático más reveladores sobresalen los dos países que se han definido a sí mismos como socios occidentales: Emiratos Árabes Unidos, uno de los pocos países que se abstuvo en el voto del 25 de febrero del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas pero que apoyó, como el resto de países del Golfo, la resolución de condena a la agresión rusa de la Asamblea General del 2 de marzo, e Israel, que también votó afirmativamente pero mantiene todos los canales abiertos con Moscú. En el Magreb, la abstención argelina no sorprendió, pero sí que lo hizo la ausencia de Marruecos en la votación.
Turquía merece una atención diferenciada. Aunque es una potencia regional en Oriente Medio, su papel en esta crisis deriva de su pertenencia a la Alianza Atlántica y como país ribereño del Mar Negro. Ni Turquía ni Erdoğan querían contrariar a Putin, pero no pueden ser neutrales. Esto conlleva delicados equilibrios como el anuncio de cierre de los estrechos a buques de guerra en virtud de la Convención de Montreux de 1936, a la vez que decidía mantener abierto, por el momento, su espacio aéreo. Desde Ankara se intentará aprovechar cualquier brecha para reiterar su oferta de mediación. Pero si se cierra cualquier esperanza, deberá posicionarse con sus aliados intentando, al mismo tiempo, romper lo menos posible con Moscú y, por lo tanto, sufrir lo menos posible sus represalias. El recuerdo de las sanciones económicas contra Turquía, los ataques personales contra Erdoğan, y los movimientos geopolíticos en Siria tras el derribo de un avión ruso en 2015, siguen muy presentes en la memoria de líderes y diplomáticos turcos. A otro nivel, Turquía intentará reivindicar la contribución de sus drones Bayraktar TB2 a la capacidad de resistencia de las fuerzas ucranianas. No sólo para justificar no tener que tomar medias más drásticas respecto a Moscú, sino para buscar nuevos compradores para su emergente industria militar.
Uno de los interrogantes es cómo afectará la guerra en Ucrania al despliegue ruso en varios países africanos y de Oriente Medio. Para la Unión Europea, Rusia no es sólo su vecino oriental, sino también (de alguna manera) meridional dada su presencia militar en Siria, Libia, Mali o la República Centroafricana. Si la guerra en Ucrania se recrudece podría producirse un repliegue de efectivos, incluidos los mercenarios de compañías militares privadas. El cierre de los estrechos también podría alterar algunas operaciones, especialmente en Siria, donde Rusia cuenta con la base naval de Tartús. No obstante, el Kremlin podría optar por abrir nuevos frentes de desestabilización si cree que ello mejora su posición negociadora con los europeos o, por lo menos, si contribuye a debilitarlos o distraerlos. No sería la primera vez.
También se ciernen las dudas sobre el impacto de esta crisis sobre las negociaciones del programa nuclear iraní que se desarrollan en Viena y en las cuales, Rusia se sienta en la mesa junto al resto de miembros permanentes del Consejo de Seguridad, Alemania, la UE y los propios iraníes. ¿Serán capaces todos estos actores de seguir adelante con el guion negociador, independientemente de la escalada que protagonizan sus capitales respectivas? La conclusión de un acuerdo aceptable para todas las partes ha adquirido mayor relevancia. Ante una mayor conflictividad internacional – amenazas nucleares incluidas – y con los precios del petróleo por las nubes, mantener la tranquilidad entorno al estrecho de Ormuz es vital.
Los efectos de la guerra en Ucrania para todo el mundo y también para esta región serán duraderos. Especialmente, porque sentarán precedentes sobre qué es aceptable, sobre si prevalece la ley del más fuerte, sobre la normalización de la guerra como medio para conseguir fines políticos, incluida la guerra entre estados. Precisamente porque Oriente Medio y el Norte de África es una de las regiones que ha sufrido y sigue sufriendo niveles más alto de violencia, más intervenciones y más ocupaciones, estos precedentes son especialmente significativos. Es más, esta crisis irrumpe en un momento en el que se habían incrementado las amenazas de varios países de recurrir a la guerra interestatal si era necesario. El caso más obvio es el de la amenaza israelí sobre Irán, pero de forma más matizada inquieta la escalada verbal entre Argelia y Marruecos, o entre Egipto y Etiopía.
A todo ello hay que sumar otra variable a la que no se está prestando suficiente atención: cómo el posicionamiento europeo, norteamericano y ruso en relación con los muchos conflictos en Oriente Medio, el Norte de África y más allá (Afganistán, Sahel, Asia Central) han envalentonado a Vladimir Putin a lanzar la operación militar sobre Ucrania. Se ha hablado mucho del impacto de la desastrosa evacuación de Kabul, pero demasiado poco de la vulneración de las líneas rojas fijadas por Estados Unidos en materia de uso de armas químicas en Siria y, sobre todo, de la impunidad con la que la aviación rusa ha masacrado la población civil en ese país. Su decisiva contribución a la supervivencia de Al-Assad debió dar a Putin mayor confianza todavía sobre el poderío de sus capacidades militares y, sobre todo, sobre el miedo de los países occidentales a entrar en conflicto. Siria ha sido el terreno de pruebas de los crímenes de guerra que ahora sufre Ucrania. Tampoco se incide suficientemente en que el Kremlin vio con temor el riesgo de extensión de las protestas democráticas que se habían iniciado en los países árabes en 2011 y que, por lo tanto, las llamadas primaveras activaron los resortes de represión dentro de su propio país, y Putin se sumó gustoso al campo de la contrarrevolución.
Además, en Siria y sobre todo en Libia los países europeos han exhibido sin pudor su desunión. El Kremlin pudo pensar que estas diferencias podrían mitigar una respuesta más potente por parte de la UE ante su agresión a Ucrania. La mala reacción entre Turquía y sus socios occidentales, escenificada reiteradamente, también debió ser vista como otro filón que explotar desde Moscú, en este caso para debilitar la Alianza Atlántica. Por último, el pánico con el que los europeos han reaccionado desde 2015 ante las llegadas de refugiados y migrantes pudo haber lanzado el mensaje de que la llegada de millones de refugiados ucranianos amedrentaría a la UE.
Tanto los efectos de la guerra en Ucrania para los países de Oriente Medio y Norte África como las lecciones que el Kremlin sacó de los conflictos que han asolado esta región, ponen de relieve hasta qué punto la seguridad europea y la de sus vecinos del sur son vasos comunicantes. Las repercusiones de la agresión rusa y del desarrollo del conflicto serán mucho más profundos y duraderos que el aumento de los precios del petróleo.
Palabras clave: Ucrania, Rusia, Oriente Medio, Norte de África, Putin, Europa, seguridad, precios, energía, conflicto, petróleo, Siria, Israel, Egipto, Arabia Saudí, Turquia.
E-ISSN: 2014-0843