¿Migrantes o refugiados?

Opinion CIDOB 355
Fecha de publicación: 10/2015
Autor:
Yolanda Onghena, investigadora sènior, CIDOB
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Yolanda Onghena, Investigadora Sénior CIDOB

Desde el momento que el periodista del canal catarí Al Jazeera, Barry Malone, dejó de utilizar la palabra migrante para definir a las personas que se juegan la vida en el Mediterráneo ha surgido un debate semántico y político sobre qué palabra sería la más adecuada para nombrar a los cientos de miles de personas que huyen de sus países. Para la redacción de Al Jazeera no hay crisis migratoria en el Mediterráneo; hay un número muy grande de refugiados huyendo de la guerra en sus países y un número de personas más reducido que escapa de la pobreza. No es una crisis migratoria porque la mayoría de ellos son refugiados que huyen de conflictos armados, guerras civiles y persecución en Siria, Afganistán, Irak, Eritrea o Somalia, entre otros países. Más correcto sería hablar de movimientos migratorios aunque este concepto pone el acento en lo territorial del movimiento y lo deja como un acto voluntario, sin más. Para unos el concepto de “migrante” ya no es válido para describir lo que está pasando en el Mediterráneo porque se ha convertido en un concepto que deshumaniza y generaliza. Para otros, llamar refugiados a todos los migrantes que buscan el camino hacia Europa tampoco sería correcto, por más que compartan itinerarios y mafias, y arriesguen sus vidas en busca de una vida mejor o de sociedades con un mayor nivel de seguridad.

Suele pasar que cuando aparece un problema ‘nuevo’, surge también la necesidad de desarrollar una retórica que permita hablar del problema y situar su ‘novedad’. Con la exigencia de una comprensión rápida, ciertos conceptos se vuelven confusos y ambiguos. Es ahí donde algunas palabras adquieren una acepción casi mágica para activar estructuras inexistentes que deberían actuar como tranquilizadoras ante la nueva incertidumbre. Se vuelven términos abstractos que convierten los acontecimientos en eventos anónimos e indefinidos, ocultando, la mayoría de las veces, arrogancias políticas y oposiciones reales. Su función es reducir la incertidumbre, pero no ayudan a comprenderla o hacerla comprensible. Neutralizan lo incierto dentro de lo que es un vocabulario habitual y permiten de esta manera manejar fenómenos, situaciones o problemas para una comprensión efímera y casi instantánea. Sin embargo, el debate que ha surgido muestra que no existe tal comprensión instantánea y el desafío de situar flujos mixtos de migrantes, refugiados y solicitantes de asilo con operaciones de contrabando y tráfico de personas es síntoma de un desequilibrio entre la respuesta internacional a los desplazamientos forzados y las necesidades de los desplazados.

¿Qué hace la comprensión tan confusa?

La tarea de reducir la complejidad en la actualidad se complica en parte por el ritmo acelerado de los acontecimientos. También el contacto directo que tenemos con personas que nos interpelan a través de las imágenes nos paraliza. Atrapados por viejos valores somos incapaces de orientarnos en estos nuevos contextos.

Un recurso para agilizar la comunicación y poder hablar de la crisis o el problema es recuperar y reutilizar términos ya conocidos – a veces en desuso- pero con los que narramos, en otras épocas, un problema parecido. Vuelven así al escenario palabras con cierta carga histórica como territorio, autodeterminación o conflictos territoriales para explicar realidades conflictivas, de las que aún no conocemos los efectos. Otras veces, para dejar claro que se trata de “nuevas” situaciones, añadiremos un adjetivo para actualizar los viejos términos, como por ejemplo, brigadas yihadistas, tribus urbanas, nuevo racismo o nuevos ciudadanos. Hacer referencia a algo conocido agiliza la comunicación y añadir un adjetivo permite una cierta reinterpretación sólo nombrándolo y dejando el análisis de posibles causas y efectos para más tarde.

“Refugiado” es un concepto político. Un refugiado, según la Convención de Ginebra de 1951, es “cualquier persona que, debido a un temor bien fundado de ser perseguido por razones de raza, religión, nacionalidad, pertenencia a un grupo social particular u opinión política, está fuera del país de su nacionalidad y es incapaz de, o debido a ese temor no quiere, buscar protección en este país”. Con la ratificación de este convenio por 145 estados miembros de las Naciones Unidas, estos estados se comprometen a proteger estos desplazados e implica una obligación hacia ellos, es decir, que pueden entrar en otro territorio donde serán acogidos, protegidos y tendrán la oportunidad de solicitar asilo. Tendrán el estatuto de refugiado cuando hayan pasado por el proceso legal que es la solicitud de asilo, y deberán aportar las pruebas por las cuales huyen de su país. En caso que les sea denegado, el solicitante de asilo quedará en una categoría que se suele llamar “inmigrante económico”, por decisión y definición del Estado donde ha presentado su solicitud de asilo. La admisión de estos “inmigrantes económicos” estará marcada por las necesidades del mercado laboral del país en cuestión. Se sigue hablando de inmigrante -el que llega- y emigrante -el que se va-, pero los procesos actuales de migración no se pueden comprender desde la perspectiva exclusiva de país de origen y país de llegada. La diferencia entre “refugiado” e “inmigrante” se basa en que el movimiento del primero sería un desplazamiento forzoso y en el caso del segundo, voluntario. Un “refugiado” no solo es alguien que huye de su país para escapar de la guerra o la persecución, sino que le resulta peligroso volver a ese país y por esta razón puede apelar a ayuda y protección. El “inmigrante” habría escogido de manera voluntaria desplazarse a otro país y tendría la posibilidad de volver, si lo decidiera. La resolución del desplazamiento de este “migrante” será una posible residencia legal o eventualmente la ciudadanía del país llamado de acogida.

Hasta aquí la teoría ¿Pero qué pasa cuando contrastamos esta teoría con las múltiples experiencias y prácticas de personas en desplazamiento?

Por más que el derecho a solicitar asilo es un derecho fundamental – y por ende no existirían solicitantes de asilo ilegales-, la realidad es otra. Muchas medidas nacionales dificultan la circulación de las poblaciones sin hacer distinción entre migrantes y refugiados. Cada vez son más numerosos los refugiados que se unen a movimientos migratorios irregulares y utilizan los mismos itinerarios y los mismos servicios de los mismos traficantes, procurándose además, los mismos documentos falsos. Una primera realidad que, sin influir en la diferencia fundamental entre refugiados y migrantes, sí contribuye a que esta distinción se vuelva confusa.

La línea divisoria entre “forzado” y “voluntario” tampoco es muy clara, ya que las motivaciones de las personas suelen ser diversas. El refugiado huye de algún tipo de amenaza en su país de origen. ¿Huir de la hambruna, queda en una categoría de migración voluntaria? ¿Aquel inmigrante que llegó a Libia confiando en una mejora de sus condiciones de vida y de golpe tiene que huir de este país por la violencia armada, sigue siendo inmigrante? Otros factores que motivan el desplazamiento son la presión demográfica, la inestabilidad política, sin hablar de los factores culturales e históricos y la influencia de los medios de comunicación. ¿Cómo llamamos a aquellos migrantes víctimas del tráfico ilegal de personas? ¿Conocemos la motivación de los niños que viajan solos? ¿En qué categoría se habla de las mujeres que huyen de sistemas socio-culturales o jerarquías patriarcales que violan los derechos humanos? Aún hay otro factor: los problemas ecológicos que obligan a personas o grupos a desplazarse -de manera temporal o permanente- por causa de desastres naturales, la degradación del medio ambiente o la desertización que no les permite vivir en seguridad y prever sus necesidades primarias. ¿Son migrantes? ¿Son refugiados? Por más que existen intentos de hablar de “refugiados medio-ambientales”, el concepto aún no tiene peso a nivel jurídico.

Una primera confusión viene dada por la complejidad de los móviles del desplazamiento y la falta de una gramática efectiva que va más allá de inserción, integración o asimilación. Otra confusión es la intencionalidad política en la elección de las palabras. La distinción semántica entre “refugiados” y “migrantes” es un arma política evidente que genera un discurso basado en dos polos bien diferenciados: por un lado el desplazado que se acepta, el refugiado; por otro, el que se rechaza: el in-migrante, el que in-vade. Este discurso puede apelar a los sentimientos, hacernos sentir apenados, arrepentidos o víctimas, pero nunca responsables de lo que se plantea como un problema, un conflicto o una crisis. Además, el estatuto de refugiado lo otorga cada país y no una entidad única. Cada país tiene sus criterios para decidir si alguien realmente puede ser considerado refugiado según la definición jurídica. Si el país declina la solicitud, el solicitante de asilo no puede obtener el estatuto de refugiado y será considerado un migrante en situación irregular y víctima de duras políticas en materia de inmigración.

El fenómeno en sí es complejo pero las palabras para hablar de él no son inocentes. ¿Se da preferencia al término “inmigrante” con el objetivo de descargar a los estados europeos de la responsabilidad internacional de proteger y acoger los refugiados? Tampoco son inocentes aquellos adjetivos como “ilegales” y “clandestinos“ que criminalizan la persona y no el hecho de entrar o permanecer de manera irregular en un país. Esta connotación peyorativa e incluso delictiva la encontramos en discursos políticos que insisten en hablar de inmigrantes y no de refugiados. En Italia, el líder de la ultraderechista Liga Norte, Matteo Salvini, suele hablar de “clandestinos”. En el discurso mediático en Polonia se habla todavía de “ilegales”, expresión que por suerte en la mayoría de países ha sido reemplazada por “irregulares”. Hungría prefiere hablar de inmigrantes y ha cerrado sus fronteras por razones identitarias. El Frente Nacional francés suele hablar del “peligro migratorio”. Bart De Wever, de la NVA flamenca, ha llegado a pedir la anulación o reformulación del Convenio de Ginebra en relación con el derecho de asilo, en un intento de seducir un electorado de extrema derecha.

Tampoco se trata de considerar a todos los desplazados refugiados porque solo llevaría a banalizar la solicitud de asilo y el estatuto de refugiado.  Migrantes y refugiados: dos conceptos, cada uno con sus proyectos y restricciones específicos, con sus diferencias y sus similitudes que solo añaden más confusión. La migración es un momento en una trayectoria, pero suele situarse como una condición: condiciona a generaciones enteras de migrantes, en referencia a un origen lejano, no solo en el espacio sino también en el tiempo y por eso se habla de segunda o tercera generación de migrantes. No se trata de una “nueva” amenaza. Lo que ha cambiado esel ritmo y la intensidad pero su condición de transnacional exige una responsabilidad renovada.

En el terreno político y en el ámbito de la comunicación, como también en el de la investigación, el concepto de “movilidad” está sustituyendo progresivamente al de “migración”. Para algunos es un concepto aséptico, sin compromiso, pero, por esa razón, exige pensar los desplazamientos en sus contextos, es decir, teniendo en cuenta las circunstancias y condiciones específicas de cada desplazamiento. Podría ser un punto de partida para pensar una nueva política de gestión de flujos, sin clasificaciones o asignaciones previas. Una política, además, que cuestionase la importancia del significado que las personas dan a su desplazamiento como un fluir continúo entre intenciones, razones y motivaciones, todas ellas en interrelación.