Mención especial - Call jovenes autores | El dragón y el águila: el desafío de China al orden internacionalista liberal occidental

Fecha de publicación: 09/2022
Autor:
Laia Comerma i Calatayud, doctoranda en Ciencias Políticas y Sociales, Universitat Pompeu Fabra

La historia de éxito de la gobernanza económica global nacida tras la Segunda Guerra Mundial está siendo cada vez más cuestionada. En primer lugar, desde que la crisis financiera de 2008 evidenció los puntos débiles del sistema liberal capitalista; y, en segundo lugar, con la emergencia de nuevas potencias internacionales, particularmente China, que no se ajustan a sus normas y a su sistema de valores. Estos dos aspectos no son independientes. China, en un período de crecimiento de dos dígitos y beneficiada de la «política de apertura» de Deng Xiaoping, experimentó una renovada confianza al ver que Occidente acudía a pedirle ayuda para salvar a sus bancos y a sus empresas nacionales. No olvidemos que, desde las Guerras del Opio de 1839-1842 y 1856-1860, China había sufrido una crisis de autoconfianza y se sentía oprimida, maltratada, retrasada e inferior respecto a las potencias occidentales, que habían adoptado una actitud de «maestro» ante un «discípulo» rebelde que tenía que madurar, liberalizar su sistema económico de acuerdo con las normas internacionalistas liberales imperantes, y democratizar su sistema político para convertirse en un miembro más del club occidental. 

Desde la llegada de Xi Jinping al poder, Occidente ha despertado de este sueño y se ha dado cuenta de que, en realidad, China nunca ha querido emprender tales reformas y que sus políticas de liberalización y apertura económica eran un motor de crecimiento imprescindible para preservar su sistema político de partido único, y al mismo tiempo, mantener al Partido Comunista chino en el poder. Viendo que su clase media crecía de manera imparable, China necesitaba ofrecerle bienes y servicios comparables a los de Occidente, y mejorar sus sistemas de salud y educación. Y esto solo era posible si su economía experimentaba un crecimiento espectacular, algo imposible bajo un régimen económico autocrático. 

Ahora tenemos una China comandada por Xi Jinping y con una sensación renovada de confianza desde 2008 y, especialmente, después de la pandemia de la COVID-19, en la que China vio el sistema democrático como una debilidad al comprobar que las democracias occidentales aplicaban unos severos regímenes de confinamiento equivalentes a los impuestos por Beijing. La pandemia, en particular, representó un cambio trascendental en las relaciones Occidente-China. Por un lado, durante los primeros días del brote, China siguió la estrategia de la «diplomacia enmascarada»: intensificó su exportación de equipos de protección personal a los países europeos y vendió el relato de que podía ser la mano amiga ante el repliegue de EEUU, que estaba gestionando la respuesta a la pandemia peor que la mayor parte de los países europeos y bajo un liderazgo aislacionista y populista. Por otro lado, esto creó reticencias entre los países occidentales ayudados, puesto que China siguió negando la posibilidad de una investigación transparente sobre los orígenes del virus, lo que llevó al surgimiento del relato del «virus chino» y a múltiples teorías conspirativas. Esto produjo un cambio brusco y apareció la denominada «diplomacia del lobo guerrero»: los diplomáticos chinos se volvieron más agresivos en sus críticas a los países occidentales, lo que suscitó un antagonismo aún mayor entre los gobiernos democráticos occidentales. 

Como consecuencia de todo ello, vemos una China que básicamente acepta las reglas de la gobernanza internacional en el ámbito económico, pero plantea un reto importante en el aspecto político y de los valores. Y digo básicamente porque la aceptación de Beijing de las normas y reglas económicas globales no ha sido total, con frecuentes quejas por parte de empresas europeas y norteamericanas sobre la falta de un terreno de juego equilibrado: sobre la competencia desleal, la ausencia de transparencia reguladora y el robo de la propiedad intelectual, entre otras cuestiones. Sin embargo, estos reproches se formulan por los canales establecidos para ello, como el mecanismo de solución de controversias de la OMC o la negociación de un acuerdo bilateral y multilateral ejemplificada por el CAI (Comprehensive Agreement on Investment) entre la UE y China. 

El CAI, no obstante, es precisamente un perfecto ejemplo del reto que plantea China a las democracias occidentales. Si bien el internacionalismo liberal prescribe la cooperación económica y el libre comercio, estos se ven limitados por la violación por parte de China de los derechos humanos y las libertades fundamentales, y los países occidentales corren el riesgo de parecer hipócritas si ignoran lo que perciben como un ataque a su «estilo de vida», especialmente después de que el escrutinio social se ha intensificado y ha empujado a los gobiernos a exigir responsabilidades a China. En respuesta, China ha redoblado sus esfuerzos para limitar el flujo de información procedente del exterior, controlar a su población mediante tecnologías de vigilancia y llegar a ser lo más autosuficiente posible, disminuyendo su dependencia energética y de productos con el exterior. 

De todos modos, no podemos presuponer que el objetivo de China sea la dominación global y el derrocamiento del régimen liberal internacional. Encontramos argumentos tanto políticos como económicos para afirmar que su objetivo es reformar el sistema, pero no derrocarlo. En primer lugar, porque China necesita el sistema global ya que precisa estabilidad en el exterior para mantenerse estable en el interior; requiere los flujos comerciales internacionales para mantener a su población doméstica tanto mediante las importaciones, adquiriendo los bienes que necesita, como desde las exportaciones, para seguir recibiendo los ingresos correspondientes. Pero quiere un sistema en el que sea respetada, en el que ya no sea tratada como un «discípulo», sino como gran potencia. 

Llegados a este punto, ¿cómo se puede reconocer esta estrategia? En primer lugar, prestando atención a los discursos y a las políticas de Xi Jinping, especialmente lo que se describe como «pensamiento Xi Jinping», es decir, la compilación de las ideas y políticas que se derivan de sus escritos y discursos como líder del PCCh. De su análisis se desprende que todos los valores que incluye no tienen el potencial necesario para convertirse en normas y estándares globales, pues siempre tienen «características chinas». De esta manera, por definición, solo se aplican a quienes se identifican como chinos. El mundo exterior difícilmente podría aceptar esta ideología nacionalista como un estándar global. Argumentaré, en cambio, que esto apunta a la tesis de que China quiere que el mundo la acepte como es y deje de interferir y adoctrinar, y que al mismo tiempo se le reconozca un poder en las instituciones y foros internacionales acorde con su peso global como segunda economía mundial, aspirando a ser la primera. 

Si, en un futuro no lejano, China llegase a ser la primera economía mundial, ¿sería ello sostenible? Como gran potencia que tiene un régimen político y un sistema de valores diferentes, China representa un desafío para Occidente, pero tiene unos cuantos puntos débiles que pueden amenazar su avance hacia la hegemonía económica –no política– global. Entre estas flaquezas podemos identificar: tensiones demográficas y sociales cada vez mayores fruto de la política de un solo hijo, de la creciente desigualdad entre las clases sociales y en la línea divisoria rural-urbana; desequilibrios económicos entre las regiones costeras, más desarrolladas, y las regiones interiores, más atrasadas, junto con su enorme dependencia del exterior para conseguir recursos esenciales; el predominio de la empresa estatal en su economía y su forma de entender la emprendeduría, ejemplificada por la repentina caída de Jack Ma –fundador y presidente ejecutivo del Grupo Alibaba–, o por la campaña en contra de la industria de los videojuegos. 

Que China llegue a ser la primera potencia mundial no está dado, aunque si esto llega a suceder, su modelo de desarrollo no es exportable, y China tampoco quiere ser el «policía del mundo» y sustituir en ese rol a Estados Unidos, como demuestra el hecho de que su política exterior manifiesta escaso interés en interferir democráticamente en el exterior o en influir en otros estados para promover regímenes amigos. China quiere un sistema internacional más amigable con ella como catalizador de su propio crecimiento y como condición necesaria de la sustentabilidad de su sistema político; quiere estar orgullosa de sí misma; quiere ser admirada y respetada después de un siglo de humillación nacional, y cumplir la meta de su segundo centenario (两个一百年, liang ge yibai nian), que corresponde al centenario de la fundación de la República Popular China en 1949, cuando China deberá convertirse en «un país socialista fuerte, democrático, civilizado, equilibrado y moderno». 

China ha extraído algunas enseñanzas del colapso de la Unión Soviética, y sus mandatarios no quieren que les suceda lo mismo, pero su sistema político y económico está impregnado de desequilibrios profundos y, al igual que un malabarista, su éxito en el escenario mundial dependerá de hasta qué punto y durante cuánto tiempo pueda mantener la estabilidad doméstica, la seguridad nacional y el crecimiento económico. Mientras tanto, se esforzará por impulsar la reforma de un sistema global que la considera como «el enfermo de Asia», un socio inmaduro que no puede sentarse en la misma mesa que los adultos. Esto ya no es sostenible debido a la escala de su economía. Para conseguirlo, China ha asumido más compromisos internacionales que nunca para afrontar desafíos globales como el cambio climático, la pobreza o el terrorismo. Incorporar a China planteará sin duda un reto al orden internacionalista liberal imperante, pero seguir evitando la reforma del mismo no es una opción, como tampoco lo es que el ascenso de China conduzca a un derrocamiento total del sistema global. El mundo necesita empezar a ver a China por lo que esta dice que quiere ser y no por lo que Occidente asume que será.