Las «guerras culturales» de Turquía: un análisis poselectoral
La trama más profunda que subyace a los resultados de las elecciones dobles en Turquía (14 y 28 de mayo de 2023) y al fatídico deslizamiento de este país hacia el autoritarismo está relacionada con las «guerras culturales».
La perspectiva de las «guerras culturales» nos muestra que factores de fondo como el nacionalismo y el islam explican poco por sí solos; estos forman parte del marco simbólico que hace posible y aceptable determinados acuerdos políticos.
Turquía no tiene una sociedad unificada, sostenida por una visión moral general; cada comunidad que la conforma está dispuesta a formar una alianza con el Estado para promover sus propios intereses.
¿Ha sido el mayordomo?
Las lecturas políticas se pueden leer como los misterios de un asesinato. Hay un crimen que resolver (unos resultados electorales inesperados, por ejemplo); varios sospechosos (políticos, instituciones, las masas); una reunión en escenarios remotos (países exóticos, centros urbanos y zonas rurales salvajes); y un detective (el periodista extranjero, el comentarista o el experto) encargado de encontrar al culpable.
Una novela policíaca de éxito capta la atención del lector desde el principio, convenciéndole de que puede resolver el crimen por sí mismo. Pero, tal y como apunta el crítico de arte y escritor de novelas de misterio estadounidense S. S. Van Dine en su ampliamente citado «Twenty Rules for Writing Detective Stories» (Veinte reglas para escribir historias de detectives), «el autor debe jugar limpio con el lector»; «debe ser más listo que él y mantener su interés por medio del ingenio”.
Publicado originalmente en 1928, en plena edad de oro de la literatura de misterio, el breve artículo de Van Dine se considera uno de los textos clave en el estudio crítico de la novela policíaca. Hay leyes muy definidas para escribir relatos de detectives, nos dice, que todo autor «respetable y que se precie» debe seguir. La más notable de ellas es la regla número 11, que establece: «los criados, como mayordomos, lacayos, ayudas de cámara, guardabosques, cocineros y similares, no deben ser elegidos por el autor como los culpables. Es una solución demasiado fácil; es insatisfactoria y hace que el lector sienta que ha perdido el tiempo».
A juzgar por estos criterios, la mayoría de los análisis de los resultados de las recientes elecciones en Turquía (14 y 28 de mayo de 2023) habrían suspendido la prueba. Al respecto, por razones difíciles de comprender, los principales medios de comunicación y los think tanks occidentales no se cansan de repetir, elección tras elección, los mismos clichés trillados o los mismos tediosos tópicos orientalistas sobre el nacionalismo, el islam y la democracia. De esta forma, no esperen giros de la trama ni personajes complicados. En Turquía, se nos dice, las instituciones no tienen importancia, la sociedad civil no existe o está silenciada, la cultura política es de obediencia y las masas no tienen poder de decisión. Ya sea envuelto en los colores de la bandera nacional o cubierto bajo un velo religioso, el responsable es siempre el mayordomo.
Los análisis de las elecciones dobles del 14 y 28 de mayo, que han prolongado el Gobierno del presidente Recep Tayyip Erdoğan a una tercera década, con más del 52% de los 64 millones de votos emitidos, no fueron una excepción. «En las elecciones de Turquía, el nacionalismo es el verdadero ganador», dijo Al Jazeera a sus lectores. «El nacionalismo es “el verdadero vencedor” en las elecciones presidenciales de Turquía», declaraba France 24. «Las recientes elecciones presidenciales y parlamentarias de Turquía han demostrado la creciente ola de nacionalismo en el país», conjeturaba la BBC.
Como siempre, el culpable tenía un cómplice o coconspirador, aunque, una vez más, se trataba de uno que dejaba poco espacio a la imaginación. «Erdoğan mira a la franja islamista para reforzar su alianza electoral», informaba Bloomberg. «Los islamistas árabes respaldan a Erdoğan en las próximas elecciones turcas, consideradas “la batalla entre el islam y la incredulidad”», afirmaba el Middle East Media Research Institute.
El problema con las teorías de «ha sido el mayordomo» sobre las elecciones turcas no es que el nacionalismo o el islam no hayan desempeñado ningún papel en el resultado, ya que, obviamente lo han hecho, siempre influyen. Al igual que el proverbial mayordomo criminal, siempre están ahí, forman parte del decorado y son un sospechoso, entre muchos, pero desde luego no son los más probables. Culpar al nacionalismo rampante o al islamismo desenfrenado de los muchos fallos de la democracia turca no es más que un anticlímax y un signo evidente de periodismo perezoso, de la ineptitud y la falta de originalidad del analista.
Para resolver el misterio e identificar al verdadero culpable, debemos mirar detrás de la fachada y descubrir la trama más profunda que está en juego.
Las «guerras culturales» de Turquía
La trama más profunda que subyace a los problemas actuales de Turquía y su interminable vals con el autoritarismo es la de las «guerras culturales». Utilizo el término cultura en el sentido en que lo definió el sociólogo estadounidense James Davison Hunter en su influyente libro de 1991 Culture Wars: The Struggle to Define America, es decir, como ideales morales, interpretaciones rivales del bien y de «cómo el bien se fundamenta y legitima». Curiosamente, a pesar de su uso generalizado en los debates actuales sobre cuestiones de identidad y política, son pocas las personas que conocen los orígenes del concepto de «guerras culturales», como he puesto de manifiesto en mi reciente libro Cancelled: The Left Way Back from Woke. Una de las razones de ello es el enfoque exclusivamente estadounidense del debate que plantea Hunter.
El argumento clave de su tesis de la guerra cultural es la creencia de que se ha producido un reajuste fundamental de la cultura pública estadounidense, el cual no sólo se ha manifestado en la superficie de la vida social o a nivel ideológico, sino que ha afectado a todas las instituciones importantes, desde las organizaciones especializadas y los partidos políticos hasta los medios de comunicación rivales y las asociaciones profesionales, así como a las élites que dirigen dichas instituciones. «La guerra cultural no se manifiesta en todo momento y lugar de la misma manera», afirma Hunter, «es episódica y, muy a menudo, local en sus expresiones». Creo que el marco analítico que propone Hunter es útil para entender los conflictos sociales que se producen también en otros contextos, no sólo en Estados Unidos o en el mundo anglosajón y, desde luego, no se limita a cuestiones posmateriales y relacionadas con la identidad.
En este sentido, las guerras culturales de Turquía no son ninguna novedad. Comenzaron mucho antes de que se fundara la República Turca en 1923 y han continuado hasta hoy, bajo diferentes disfraces y con distintos grados de intensidad. Algunos las llaman «lucha entre el secularismo y el islam»; otros hablan de una larga disputa entre el centro y la periferia; aún otros, de un choque entre tradición y modernidad. Pero estas etiquetas no reflejan toda la complejidad de la ruptura, ya que las líneas de fractura trascienden las divisiones convencionales de carácter político, económico y sociocultural.
La idea de Hunter, para analizar esta realidad, es más útil que las herramientas conceptuales enfrentadas en al menos tres sentidos. En primer lugar, nos invita a ver las interpretaciones contrapuestas de la realidad que subyacen tras las disputas políticas triviales o las crisis institucionales. Los terremotos de 2023 que se cobraron la vida de más de más de 50.000 personas o la imparable depreciación de la lira turca significan cosas distintas para quienes se sitúan en bandos diferentes de la guerra cultural. Varias encuestas han mostrado que el apoyo al partido de Erdoğan, el Partido de la Justicia y el Desarrollo (AKP), se mantenía más o menos intacto en las ciudades más afectadas por el terremoto. Más de la mitad de los votantes no consideran al Gobierno responsable de la creciente crisis del coste de la vida, o creen que sólo Erdoğan puede arreglar la economía. Esto también nos dice que centrarse exclusivamente en las campañas electorales o en las plataformas políticas no es suficiente para explicar el proceso de toma de decisiones de los votantes. Podemos discutir todo lo que queramos sobre los errores políticos de la oposición: el candidato presidencial podría haberse anunciado antes; Kemal Kılıçdaroğlu fue la opción equivocada; los partidos más pequeños que formaban parte de la coalición opositora desempeñaron un papel desproporcionado; la campaña electoral fue demasiado corta, demasiado vaga, se centró en los temas equivocados, etcétera, etcétera. La verdad es que no lo sabemos. Todo esto son especulaciones, y no podemos afirmar que el resultado habría sido diferente si se hubiera seguido otra estrategia.
En segundo lugar, la idea de las guerras culturales nos muestra la importancia de las élites para configurar el marco de los compromisos de la población. Cuando volvió sobre sus argumentos en 2006, Hunter subrayó que esto no es simplemente una cuestión de extremistas ruidosos gritando en la oscuridad. Las élites son las que proporcionan los conceptos y definen el significado de los símbolos públicos. Cuando Erdoğan agitó una alfombra de oración en un acto de campaña, sabía que la multitud reaccionaría y abuchearía a su rival Kılıçdaroğlu, un aleví de origen kurdo que había pisado accidentalmente una de estas alfombras con sus zapatos durante una reunión de iftar1. El valor de verdad de afirmaciones tan abiertamente absurdas como que «si gana la oposición, dejarán que la gente se case con animales» importa poco mientras produzcan una realidad alternativa y consigan evocar el miedo. Hunter es consciente, desde luego, de que la mayoría de la población no está tan implicada en las guerras culturales como las élites, por lo que tiende a ser más moderada y a estar menos motivada. Sin embargo, cuando las cuestiones se plantean en términos tan extremos, se fuerzan las decisiones públicas; es decir, a la hora de la verdad, la mayoría —incluso quienes se sitúan en el centro— acaban tomando partido.
Esto también se debe —y esta es la tercera ventaja de utilizar el enfoque de la guerra cultural— a que las visiones morales ofrecidas por las élites contendientes sólo cobran sentido en relación con la existencia de un «otro» que ayuda a clarificar los límites de los respectivos grupos, en consonancia con la dinámica de formación de la identidad colectiva. La opción escogida por la gente es un medio para reafirmar su identidad colectiva, a menudo frente a lo que se percibe como una amenaza existencial. Esto fue lo que quiso aprovechar el candidato de la oposición Kılıçdaroğlu cuando se embarcó en una campaña polarizadora entre las dos vueltas de las elecciones: hablaba de devolver a los refugiados sirios o de proteger a las mujeres de los nuevos socios de coalición de Erdoğan, en particular Hüda-Par, con sus supuestos vínculos con la organización kurda Hezbolá, o con el partido fundamentalista islámico Nuevo Bienestar. Del mismo modo, Erdoğan quería deslegitimar a su oponente presentándolo como un títere del grupo militante kurdo Partido de los Trabajadores de Kurdistán (PKK). Y no se trataba sólo de las élites. Cualquiera que hubiera pasado un par de horas en el Twitter turco la noche anterior a la segunda vuelta de las elecciones se habría dado cuenta de la brecha emocional que mantiene separados a los dos bandos de la guerra cultural. Cuando se anunció que la actriz turca Merve Dizdar había ganado el Premio a la Mejor Actriz en el Festival de Cannes, los partidarios de Kılıçdaroğlu interpretaron este reconocimiento como una señal de que las estrellas por fin se alineaban, mientras que los seguidores de Erdoğan arremetieron contra Dizdar por dedicar su premio a sus «hermanas que nunca pierden la esperanza pase lo que pase y a todas las almas rebeldes de Turquía que esperan vivir su merecida felicidad».
Türkiye
Al final, los astros volvieron a engañar a los partidarios del cambio, y Erdoğan se apuntó su enésima victoria frente a una oposición agotada. La polarización disminuyó casi de la noche a la mañana, al menos en apariencia, y periodistas, analistas y expertos empezaron a ver al veterano hombre fuerte bajo una nueva luz, presentándolo como un benévolo pater familias que mostraba signos de apaciguamiento, como indicaba su nuevo gabinete «moderado». Sin embargo, sabemos que esta tregua es ilusoria. De hecho, como señala Hunter, esta narrativa del consenso es peligrosa, ya que implica la negación de diferencias históricamente significativas. La perspectiva de las guerras culturales nos permite ir más allá de los análisis centrados en temas concretos y enfocarnos en el conflicto normativo que subyace a estas crisis. También nos recuerda que factores de fondo como el nacionalismo y el islam explican poco por sí solos. Estos elementos forman parte del marco simbólico que hace posible y aceptable determinados acuerdos políticos. Como la ideología de los partidos o las opciones políticas son menos importantes que el profundo conflicto normativo, las alianzas se forman y se disuelven en un abrir y cerrar de ojos; las promesas se hacen y se incumplen; y la política se ve atrapada en una espiral de emociones.
En el caso de Turquía, no sería erróneo decir que ya se ha cruzado el Rubicón. El proyecto kemalista logró crear un Estado moderno a partir de los restos del Imperio Otomano en ruinas, pero fracasó a la hora de crear una nación unida por un sentimiento de un pasado compartido y un destino común. Desde el principio, los fundadores de la república desconfiaron del pueblo, cuya soberanía se supone que debían representar o expresar. El imperativo de construir y consolidar un Estado moderno fuerte, así como el recuerdo del efecto desintegrador (al menos percibido como tal por la élite republicana) de los experimentos otomanos con la política parlamentaria en 1876 y 1908, respectivamente, significaba que la modernización iba a ser selectiva e impulsada desde arriba. Esto implicaba que el Estado actuase no como una institución mediadora o como la expresión de diversos intereses de clase, sino como un agente activo que, aunque supuestamente se inspirara en los sentimientos y aspiraciones de la nación, le daría forma y la remodelaría para «elevarla» al nivel de la civilización contemporánea (léase occidental). Esto preveía un intenso proceso de ingeniería social, para iluminar al pueblo –por así decirlo– y salvarlo de las garras de la tradición, estableciendo instituciones políticas formalmente democráticas, pero en esencia autoritarias, que salvaguardaran la unidad y la modernización de Turquía.
La «Nueva Turquía» poskemalista de Erdoğan —recientemente coronada como «Türkiye» por Naciones Unidas— no ha tenido más éxito que su predecesora a la hora de crear un sentimiento de unidad. De hecho, el cambio de nombre en sí mismo ha sido más que una maniobra para renovar la imagen de Turquía y ha supuesto un intento de enmascarar el fracaso del proceso de transformación del país —que ha durado dos décadas— en un modelo para Oriente Próximo; un proceso, cabe añadir, alentado por Occidente. Quien trazó el rumbo fue nada menos que George W. Bush, el 43º presidente de Estados Unidos, durante un discurso que pronunció en una visita oficial a Turquía el 29 de junio de 2004:
«Esta tierra siempre ha sido importante por su geografía, situada en el punto de encuentro entre Europa, Asia y Oriente Medio. Ahora Turquía ha adquirido una importancia histórica aún mayor, debido a vuestro carácter como nación. Turquía es una democracia fuerte y secular, una sociedad mayoritariamente musulmana y un estrecho aliado de las naciones libres. Vuestro país, con 150 años de reformas democráticas y sociales, es un modelo para los demás y un puente entre Europa y el resto del mundo. Su éxito es vital para un futuro de progreso y paz en Europa y en todo Oriente Medio»2.
En retrospectiva, el optimismo que caracterizó el discurso de Bush puede parecer una ilusión, producto de un error involuntario o deliberado en el reconocimiento de los diversos retos a los que se enfrentaba el país interna y externamente. Sin embargo, no se trataba en absoluto de una conclusión preconcebida. Hubo una época, sobre todo en la primera fase pragmática del gobierno del AKP –que duró aproximadamente hasta 2010–, en la que las esperanzas de acomodar pacíficamente la diversidad eran mayores; fueron breves momentos de respiro en los que la voluntad de crear un sistema verdaderamente democrático era más fuerte. Fortalecido por una serie de victorias electorales, un AKP seguro de sí mismo llegó a lanzar incluso una iniciativa para resolver el antiguo problema kurdo del país, el llamado proceso de «apertura democrática», que duró intermitentemente hasta principios de 2015. Es cierto que las reformas que emprendió el Estado fueron más cosméticas que concretas; y que el proceso en sí fue de arriba abajo, opaco y sujeto a los caprichos de dos hombres fuertes, Erdoğan y Abdullah Öcalan, el líder encarcelado del PKK. Sin embargo, el alto el fuego entre las fuerzas armadas turcas y el PKK duró más de dos años, y muchos creyeron que el proceso era irreversible, independientemente de las intenciones (reales) de los actores implicados.
Estas esperanzas se vieron truncadas en 2013, cuando una sentada pacífica de activistas medioambientales contra los planes del Gobierno de arrasar el Parque Gezi –en la simbólica plaza de Taksim, en Estambul– se convirtió en un movimiento de protesta en todo el país que fue brutalmente reprimido por el Estado y su aparato de seguridad. Las tensiones latentes entre el Gobierno y otros aspirantes al poder desembocaron en un intento fallido de golpe de Estado por parte de un pequeño grupo del ejército turco el 15 de julio de 2016, que dejó un saldo de 241 muertos y un «hombre fuerte» aún más fuerte. Se declaró el estado de excepción, que otorgaba poderes adicionales al presidente, que fue seguido por una inmensa oleada de arrestos y detenciones que se extendió mucho más allá de las personas supuestamente vinculadas al movimiento Gülen, liderado por el antiguo aliado de Erdoğan y cerebro del golpe según el relato oficial.
Es un lugar común explicar el colapso del modelo turco aludiendo al retorno de la religión o a una incompatibilidad fundamental entre islam y democracia. Sin embargo, esto no refleja la continuidad entre la Turquía kemalista y la poskemalista. El régimen descaradamente islamista de Erdoğan tiene más afinidades con el Estado-nación moderno y secular que Mustafá Kemal y sus colaboradores intentaron construir de lo que sus defensores están dispuestos a admitir. Se trata de un modelo autoritario, antipluralista, basado en la noción de un liderazgo fuerte y en el culto a la personalidad que conlleva. Es cierto que Erdoğan intentó reconfigurar Turquía como potencia regional y líder potencial del mundo musulmán (suní). Sin embargo, este proyecto estaba destinado al fracaso en ausencia de un compromiso con los valores compartidos. Turquía siempre ha sido (y sigue siendo) un archipiélago de comunidades que se mantienen unidas por decreto y, cuando es necesario, por la fuerza. La unidad se basa en un Estado fuerte y paternalista que valora a las comunidades, sobre todo a la familia, la tribu y el clan (aşiret), por encima de los individuos y la sociedad civil. Este Estado paternalista no es igualitario; no tiende a aumentar el bienestar social ni a proteger a los individuos o grupos frente a la usurpación de sus derechos y prerrogativas. Por el contrario, el Estado se percibe y actúa como un padre que preside una estructura jerárquica que promueve una forma de comunalismo similar al sistema de los millets del Imperio Otomano.
La transición a la autocracia total ha sido rápida y fácil, porque Turquía no tiene una sociedad cohesionada que se mantenga unida por una visión moral global; porque cada comunidad está dispuesta a formar una alianza con el Estado para promover sus propios intereses, mirando hacia otro lado ante la difícil situación de otras comunidades y, muy especialmente, de las minorías; porque la superación de la autocracia exige resistencia, pero las distintas comunidades que forman el archipiélago se desprecian entre sí tanto como desprecian a los autócratas, si no más; porque para cada comunidad, incluida la de los oprimidos, la única vía de salvación es forjar a un líder entre sus propias filas y sustituir al autócrata de turno por uno propio, asumiendo así el control del mecanismo estatal.
Lamentablemente, mientras se prepara para celebrar su centenario, la república turca sigue amargamente dividida en varias comunidades hostiles entre sí que prefieren seguir su propio camino antes que coexistir. La cuestión de si Turquía pueda sobrevivir a esto y llegar a otro centenario es un misterio que ni siquiera los mejores detectives podrían resolver fácilmente, se atengan o no a las reglas de Van Dine.
Notas:
1- N. de la Ed.: El iftar es la comida nocturna con la que se rompe el ayuno diario durante el mes islámico del Ramadán.
2- N. del T.: (cita original) «This land has always been important for its geography — here at the meeting place of Europe, Asia, and the Middle East. Now Turkey has assumed even greater historical importance, because of your character as a nation. Turkey is a strong, secular democracy, a majority Muslim society, and a close ally of free nations. Your country, with 150 years of democratic and social reform, stands as a model to others, and as Europe’s bridge to the wider world. Your success is vital to a future of progress and peace in Europe and in the broader Middle East». Véase texto completo en: https://www.theguardian.com/world/2004/jun/29/eu.nato1
Traducción del original en inglés: Camino Villanueva · Massimo Paolini
DOI: https://doi.org/10.24241/NotesInt.2023/294/es
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