La ‘representatividad plural’ y la reforma del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas
Algunas de las ideas sugeridas en esta Nota Internacional fueron presentadas en el Retreat on Security Council Reform, organizado por el Ministerio de Asuntos Exteriores, Unión Europea y Cooperación en diciembre de 2018.
Uno de los problemas más importantes del sistema multilateral hoy en día es el mal funcionamiento del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas (CS). El órgano que vela por la paz y seguridad internacionales, y que ostenta el monopolio de la autorización del uso de la fuerza como respuesta legítima a los quebrantamientos de la paz y los actos de agresión, es incapaz de cumplir su cometido en las condiciones actuales. Las dificultades que representa en ocasiones la inoperatividad derivada de la membresía permanente y la aplicación o la amenaza de uso del derecho de veto son repetidamente señaladas como causas de difícil solución detrás de la inefectividad y la pérdida de legitimidad del Consejo. El cuestionamiento de su representatividad también es recurrente pero parece existir cierto margen para alcanzar un consenso que ponga fin a tales carencias. La necesidad de aumentar el nivel de representatividad del Consejo es reconocida por la práctica totalidad de miembros de la organización y coincide en el tiempo con reflexiones parejas en el seno de la ONU sobre la calidad de los procesos de selección de miembros en el Consejo de Derechos Humanos o del propio Secretario General o el Presidente de la Asamblea General. Con todo, la discusión en el Consejo de Seguridad suele quedar circunscrita a una comprensión de la representatividad ligada a su vertiente geográfica. La voluntad de incrementar la representatividad se traduce en propuestas de ampliación de la membresía -como por ejemplo el Plan Annan de 2005 o las propuestas del grupo de países del “Coffee Club” ahora conocidos como “Unidos por el Consenso” (1) que apuestan por nivelar el número de asientos reservados a cada una de las unidades regionales que participan en el Consejo de Seguridad.
Pero, ¿cabe pensar en la representatividad en términos diferentes a los geográficos? ¿Existen aproximaciones alternativas? Apostar por un CS más equitativo obliga a plantearnos en primera instancia a quién o a qué ha de representar el Consejo y, en el fondo, de qué forma y por qué no está siendo reflejo de la realidad a la que aspira a representar. El problema es que las respuestas legítimas a estas preguntas son múltiples y cualquier reforma ha de prestar atención a dicha pluralidad de opiniones y percepciones que conviven en el seno de la comunidad internacional.
Afirmar que la distribución de miembros del CS no es equitativa con la totalidad de las regiones del mundo por igual es cierto, pero olvida otras dimensiones infrarrepresentadas que no son la geográfica. El CS puede y debe ser representativo de muchas maneras diferentes, incorporando en sus criterios múltiples dimensiones. Repensar la representatividad en términos más allá de los geográficos permitiría incorporar en la reflexión y el debate las visiones alternativas de aquellos estados que se sienten infrarepresentados. Una lógica de “representatividad plural”, entendida como la incorporación de distintas consideraciones sobre las líneas de fragmentación que afectan la sociedad internacional, puede ayudar a ir más allá de criterios puramente geográficos.
Qué significa ser representativo en un mundo cada vez más heterogéneo
La sociedad internacional actual poco tiene ya que ver con aquella que engendró el orden global liberal después de la Segunda Guerra Mundial. La distribución de poder nada se parece a la que produjo el ‘quinteto de los permanentes’ del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas. La bipolaridad de la Guerra Fría dio paso, tras un breve momento hegemónico en la década de los noventa, a una “multipolaridad compleja” en la que todavía vivimos. La irrupción de los BRICS y la relativización en muchas instancias de las capacidades militares señalan a una nueva estructura de poder global donde el poder económico parece pesar cada vez más. Además, la difuminación del poder dificulta detectar los polos del sistema hasta el punto de que algunos catalogan el orden actual como “apolar”, marcado por la voluntad de gran parte de los actores de evitar asumir responsabilidades internacionales y ejercer liderazgo (2).
El resultado es una sociedad internacional más heterogénea que nunca, donde los factores divisorios no se explican en un solo plano. A los criterios más tradicionales -asociados con la distribución de poder (especialmente militar), la desigualdad económica o a la dimensión ideológica- se le añaden otros que tienen que ver con factores diversos. Para algunos, por ejemplo, la comprensión de la realidad internacional está centrada en la posición que asumen frente a los mecanismos de gobernanza global (defensores del statu quo contra reformistas). Estados como Irán o la República Popular China serían ejemplos en este sentido. Otros se posicionan en el sistema en base a su vulnerabilidad frente amenazas como el cambio climático -Tailandia o los países isleños del Pacífico occidental, como ejemplos- o el uso de la fuerza por parte de terceros -Sudán o Yemen-. Algunos se definen civilizacionalmente -Indonesia o Arabia Saudí- o si son o no parte de un proceso de integración regional -buena parte de los Estados europeos-.
Además, los cambios no han ido acompañados de una consecuente evolución del sistema de gobernanza global. Las instituciones y normas que componen el orden internacional actual no se han adaptado a las mutaciones de la realidad y a su nueva pluralidad, quedando en muchos casos desfasadas. Las resistencias frente al cambio de las instituciones multilaterales –las dificultades de reforma de los sistemas de ponderación de voto en el FMI y el BM, el fracaso de la ronda de Doha en la OMC, etc.- ha abierto la puerta a nuevos mecanismos menos institucionalizados, donde las decisiones diluyen su carácter vinculante (el G7, el G20…). Tal resistencia, a su vez, ha impedido la canalización efectiva de demandas alternativas que ponen en cuestión algunas normas, instituciones o valores del orden internacional de posguerra. También ha abierto la puerta a un cuestionamiento constante sobre a quién o a qué representan. En algunos casos, incluso, se han circunvalado mediante la creación de instituciones paralelas (el Nuevo Banco de Desarrollo de los BRICS sería un ejemplo). Diferentes voces críticas se han esforzado también en plantear retos al orden, más allá de los institucionales, en materia de soberanía (discusiones sobre la “responsabilidad de proteger” o la seguridad humana), de no injerencia (sobre intervencionismo humanitario o liberal) o de la primacía de los valores liberales en su conjunto.
La pluralidad de realidades solapadas ha generado múltiples interpretaciones sobre qué elementos deberían estar representados en dichas organizaciones internacionales. Señalar que la composición actual del Consejo no es representativa de todas las regiones del mundo por igual, incluso si es verdad, eclipsa el hecho de que existen otras dimensiones infrarrepresentadas aparte de la geográfica. Al repensar la necesidad de una redistribución más allá de la geografía podemos incorporar en la discusión las voces alternativas de muchos Estados que no se sienten representados por múltiples razones, facilitando la articulación de propuestas factibles y susceptibles de armar consensos más amplios.
La “Representatividad Plural”: Superando el monopolio de la geografía
Según el artículo 23 de la Carta de San Francisco, el CS estará formado por quince miembros de la ONU, cinco de ellos con carácter permanente (el llamado P-5 compuesto por los Estados Unidos, la Unión Soviética, la República de China, Francia y el Reino Unido de la Gran Bretaña e Irlanda del Norte) y otros diez no permanentes, con carácter electo (el E-10). La Asamblea General es quien debe elegir a esos diez miembros no permanentes:
“prestando especial atención, en primer término, a la contribución de los Miembros de las Naciones Unidas al mantenimiento de la paz y la seguridad internacionales y a los demás propósitos de la Organización, como también a una distribución geográfica equitativa” (Art. 23.1).
La Resolución 1991 A (XVIII) de la Asamblea General, en su párrafo 3, desarrolla el concepto de ‘distribución geográfica equitativa’ y fija que la elección del E-10 deberá respetar la siguiente distribución: Cinco entre los países africanos y asiáticos; uno entre los países de Europa Oriental; dos entre los países de América Latina; y dos entre los países de Europa Occidental y el resto de Estados. La primera consecuencia de fijar los parámetros de elección en términos tan específicos es que el primer criterio -correspondiente a la contribución a la consecución de los objetivos del CS- quedó de facto supeditado a la consideración geográfica. Más allá de esfuerzos relativamente recientes por revalorizar el criterio del compromiso con la organización –por difícil que sea de medir- en la elección del E-10, lo cierto es que esta consideración sólo puede tener cabida en una segunda instancia, dentro de cada una de las unidades geográficas definidas ex ante. Dicho de otra forma, se discutirá si Ucrania está más comprometida que Bielorrusia en el mantenimiento de la paz, siempre aceptando que inevitablemente uno de los países de Europa Oriental estará entre los diez escogidos.
La representatividad debe ser, por definición, tan plural como la realidad de la que pretende ser reflejo. Si quisiéramos crear un grupo de veinte personas representativas de la humanidad en su conjunto no podríamos seleccionar sólo individuos en base a si son de una nacionalidad u otra. Deberíamos incluir a hombres y mujeres; niños, adultos y ancianos; ricos y pobres; personas de todas las razas y de todas las orientaciones sexuales. Y todos esos planos, superpuestos sobre los veinte seleccionados, de tal forma que si decidiésemos fijarnos por un momento en una sola de esas dimensiones el resultado fuera siempre representativo. Mucho más fiel a la realidad que si sólo hubiéramos prestado atención a uno de los factores de selección. La “representatividad plural” debe garantizar que cualquier órgano o institución sea el reflejo de la pluralidad del conjunto al que dice representar. La pluralidad apela a la heterogeneidad de planos que incorpora en su voluntad de ser representativo del máximo número de fracturas que segmentan a un grupo de actores.
Estas nociones no son del todo ajenas a la composición del Consejo en sus más de siete décadas de actividad. Pero son contadas las dimensiones de la representatividad incorporadas durante este tiempo, quedando circunscritas a la ideología durante la Guerra Fría -ecuanimidad entre estados capitalistas y comunistas- y a criterios de desarrollo económico desde los noventa. Además, en demasiadas ocasiones se ha utilizado la geografía para enmascarar criterios diferentes como el propio desarrollo económico o consideraciones étnico-culturales.
Siendo la situación actual todavía más plural, se requiere incorporar un mayor número de factores de representatividad. En el caso del CS, se requerirían cinco dimensiones diferentes; cinco criterios que deberían tomarse en consideración en cualquier reforma del Consejo para que el resultado refleje la heterogeneidad de opiniones entre los estados miembros. Pensar en términos de “representatividad plural” puede ser además una llave para aglutinar consensos suficientemente amplios como los necesarios para la modificación de la Carta de San Francisco.
La primera dimensión de la representación sería la más obvia y repetida: la representatividad geográfica o regional. Se refiere a la facultad del CS de ser reflejo fiel de la distribución regional de los estados miembros de NN.UU. El hecho de que se haya sobredimensionado históricamente no significa en ningún caso que deje de ser relevante. La infrarrepresentación de los estados africanos y asiáticos, principalmente, consolida un sentimiento de exclusión en la base de la deslegitimación de la actividad del Consejo. La gran mayoría de propuestas de reforma ya toman en cuenta esta carencia.
Aun así, existen ciertas limitaciones alrededor de esta dimensión que se traducen en diferentes variantes sobre cómo conseguirlo. Una fórmula sería a través de la representación de las distintas organizaciones gubernamentales regionales, en tanto que aglutinadoras de voluntades compartidas. Es cierto que existe el riesgo de que este mecanismo simplemente traslade a las organizaciones gubernamentales cualquier posible desencuentro sobre quién ha de ocupar el asiento en cuestión, pero hacer partícipes a las instituciones regionales –especialmente aquellas que apuestan por la integración entre sus miembros- puede servir de filtro de intereses espurios y asegura una mayor sensación de representatividad entre todos sus miembros, brindando mayores niveles de legitimidad al Consejo. Ello podría pasar, por ejemplo, por reconocer a la Unión Europea, la Unión Africana o la Organización de Estados Americanos la capacidad privilegiada de señalar qué Estado o estados serían candidatos al E-10.
Un segundo plano de representatividad se referiría al nivel de compromiso con los objetivos y la acción del CS. Esta segunda dimensión de la representatividad apela a la necesidad de que se sientan justamente representados aquellos estados miembros que más contribuyen a que el Consejo cumpla con sus objetivos de mantener la paz y la seguridad internacionales, en la línea del Art. 23.1. de la Carta. Más allá de lo geográfico, el CS debería aspirar a ser fiel reflejo de los diferentes niveles de compromiso, evitando que queden fuera de su foro aquellos estados miembros más dedicados.
Cualquier modificación de la membresía en este sentido vendría a corregir la percepción de infrarrepresentación de algunos estados que manifiestan sistemáticamente un alto grado de compromiso con el desarrollo de la acción del CS –con sus contribuciones económicas o de personal a las operaciones de paz de Naciones Unidas-. También facilitaría la coordinación en la acción y, consecuentemente, aumentaría la eficacia del Consejo. Además, crearía una estructura de incentivos para que los estados contribuyesen en mayor medida al mantenimiento de la paz y seguridad internacionales: sus acciones se verían reconocidas con la posibilidad de ser parte del máximo órgano decisorio a nivel global sobre tales cuestiones. Las formas de medir el compromiso son múltiples: podrían entrar en consideración desde la aportación en términos de efectivos y de presupuesto a las misiones de paz, a las valoraciones sobre cómo la acción exterior de los mismos facilita o dificulta la paz y seguridad internacionales. La limitación más grande de esta dimensión es la de consensuar unos medidores de dicho compromiso.
Estados como Japón, Alemania, Italia, Canadá o España serían, por ejemplo, candidatos recurrentes según este criterio siendo los cinco países con mayores contribuciones financieras a las misiones de paz que no son parte del P-5. Pero la limitación más grande de pensar en términos de contribución económica es que la mayoría de los estados bien posicionados según este criterio son países desarrollados generalmente occidentales, una categoría ya de por sí sobredimensionada.
La representatividad de la nueva distribución de poder en la sociedad internacional sería el tercer elemento a tener en cuenta. Si aceptamos que la composición del CS –especialmente por lo que se refiere a sus miembros permanentes- era un reflejo de la estructura geopolítica en 1945, los cambios en la distribución de poder desde entonces hasta la actualidad no quedan debidamente plasmados en el Consejo.
Apostar porque el CS sea representativo de la distribución de poder en cada momento histórico es protegerlo frente a un doble peligro: que los nuevos estados más poderosos no se sientan parte importante del CS y establezcan nuevos mecanismos e instituciones paralelos para la gestión de la paz y seguridad internacionales; y que el CS resulte inefectivo en sus propósitos al no contar con los activos de poder suficientes para llevar a cabo cualquier decisión que crea conveniente. Por su propia conceptualización, la lista de los candidatos según este criterio debería ser lo suficiente flexible como para poder verse modificada a la par que la estructura global. Dicha flexibilidad es un reto: la dificultad reside no sólo en determinar el momento donde se ha producido un cambio en la estructura sino sobre todo conseguir que la consecuente modificación sea aceptada -incluso por aquellos estados que saldrían perdiendo-.
El cuarto plano, y muy ligado al anterior, se referiría a la representatividad de los nuevos tipos de poder en la sociedad internacional. No sólo es la distribución del poder lo que ha mutado desde la fundación de las NN.UU. sino también su naturaleza. El P-5 en 1945 integraba a los estados miembros con mayor poder militar, económico, ideológico-cultural, etc. En los últimos setenta años, el poder se ha fragmentado (las diferentes dimensiones del poder se han desligado una de las otras) y difuminado (la acaparación de los activos de poder ya no es tan monopolística como antes) (3). Así, en la sociedad global contemporánea conviven potencias militares sin unas capacidades económicas sustanciales, grandes potencias culturales sin mucho poder económico o militar y estados con grandes activos económicos que no van acompañados de recursos de poder militar. Todo ello en un contexto donde el poder militar parece significar cada vez menos debido a la dificultad de traducirlo en la consecución de objetivos políticos determinados.
El CS debe ser representativo de todos y cada uno de los diferentes tipos de poder en la sociedad internacional, evitando enrocarse en nociones de representatividad muy vinculadas al poder militar. Obviar la fragmentación y difusión del poder excluye de la acción y membresía del CS a una plétora de estados sin cuya acción decidida (en términos económicos, por ejemplo) no se puede conseguir la paz y seguridad internacionales. Potencias normativas en el ámbito de la paz y la seguridad como Canadá o Colombia, o potencias puramente culturales como Corea del Sur, Turquía o México podrían tener una posición privilegiada de partida en base a esta dimensión de la representatividad. La limitación más grande de este criterio reside en su propia volatilidad: los nuevos tipos de poder parecen perdurar menos en el tiempo y eso forzaría a estar repensando constantemente la materialización de esta dimensión en base a los criterios de selección.
Por último, la ‘representatividad plural’ debería incorporar voces alternativas en la gobernanza global. La quinta dimensión de la representatividad se refiere a las diferentes sensibilidades sobre cómo debería organizarse la gobernanza global. Voces divergentes en la sociedad internacional acusan al CS de ser excesivamente occidental en su composición y en sus prácticas, donde se sobredimensionan unas determinadas aproximaciones a la soberanía y a sus límites; en la concepción sobre qué es y qué puede hacer el multilateralismo institucionalizado; y en el uso de la fuerza o al principio de no injerencia y el intervencionismo. Cabrían aquí también criterios que tuvieran en cuenta el tamaño de los estados en tanto que la aproximación a los mecanismos de gobernanza global parecen también depender en cierta manera de la dimensión de los estados.
Las aproximaciones o ideologías alternativas, siempre que no sean absolutamente antagónicas con el propósito de mantener la paz y seguridad internacionales, han de sentirse igualmente representadas en el CS para que éste resulte un reflejo fidedigno de las diferentes maneras de comprender la realidad internacional. De lo contrario, la acción del Consejo es sistemáticamente deslegitimada al ser entendida por muchos como la imposición de unos sistemas de valores sobre otros. Estados como Turquía, Pakistán o Indonesia podrían ampliar la heterogeneidad en este sentido y por tanto la representatividad del Consejo. El reto más importante de esta dimensión será, por tanto, encontrar estados que, aunque con visiones críticas sobre el sistema de gobernanza internacional actual, estén dispuestos a trabajar por el buen funcionamiento de uno de sus máximos exponentes, el Consejo de Seguridad.
La materialización normativa de la “representatividad plural”
Uno de los elementos destacados de la “representatividad plural” es que su aplicación en el contexto del Consejo de Seguridad no requeriría una modificación de la Carta de Naciones Unidas. Es cierto que una modificación de la Carta en el sentido de ampliar el número de miembros del Consejo facilitaría su cometido. Pero como ya hemos señalado anteriormente fue la Resolución 1991 A (XVIII) la que fijó la distribución geográfica actual con lo que su modificación podría legítimamente realizarse mediante la aprobación de una nueva resolución posterior que reformulase el proceso de selección de los miembros. Además, el artículo 23.1 de la Carta sería lo suficientemente amplio jurídicamente como para plantear que la “representatividad plural” sirve a “los demás propósitos de la Organización” en tanto que contribuirá a aumentar la efectividad del Consejo y por tanto a “mantener la paz y seguridad internacionales” (Art. 1.1.), a “fomentar entre las naciones relaciones de amistad” (Art. 1.2.) y que puede ser uno de los caminos para volver a conseguir que NN.UU. pueda “servir de centro que armonice los esfuerzos de las naciones por alcanzar [los] propósitos comunes” (Art. 1.4.).
Se requeriría, sin embargo, acordar los criterios para una “representatividad plural”, a incorporar en la selección de los nuevos miembros del Consejo -ya fuera del E10 o aquellos que resultasen de una posible ampliación-. Aun así, fijar unos criterios de forma estricta, incluso solucionando el problema de representatividad actual, podría equivaler a conferir caducidad a la solución. Si los cambios en el sistema internacional se siguen produciendo a la velocidad que lo han hecho en las últimas décadas cualquier solución estática dejaría de cumplir con su cometido al cabo de tan solo pocos años. La solución pasaría por dotarse de un marco lo suficientemente flexible como para que tanto los criterios que componen la “representatividad plural” como su declinación en los casos concretos pudiera evolucionar con cierta facilidad si la realidad muta. Aceptar que las dimensiones de la representatividad de hoy no son necesariamente las de mañana sería un primer éxito del cambio de paradigma para la reforma del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas.
Notas:
(1) El grupo “Unidos por el Consenso” está compuesto por Italia, Corea del Sur, Canadá, Colombia, Costa Rica, España, México, Turquía, Argentina, Pakistán, San Marino y Malta.
(2) Niall Ferguson y Daniel Drezner hablan de “apolaridad”, mientras que Simon Serfaty utiliza “polaridad cero” e Ian Bremmer y Nouriel Roubini hacen uso de la noción de “G-cero”. Véase Ferguson, N. (2004), “The end of power”, The Wall Street Journal, 21 de junio; Drezner, D. W. (2007), “Are we moving towards apolarity?”, Foreign Policy, 31 de enero; Serfaty, S. (2012), “A world recast. An American moment in post-Western order”, Lanham: Rowman & Littlefield; y Bremmer, I. y Roubini, N. (2011), “A G-zero world. The new economic club will produce conflict, not cooperation”, Foreign Affairs, vol. 90, núm. 2, pp. 2-7.
(3) Sobre la discusión acerca de la fragmentación, difuminación y fungibilidad del poder véase Strange, S. (2001), “La retirada del Estado: La difuminación del poder en la economía mundial”, Icaria Editorial/ Intermón Oxfam; y Guzzini, S. (2007), “The concept of power: A constructivist analysis”, en Berenskoetter, F. y Williams, M. J. (eds.), Power in world politics, Londres: Routledge, pp. 23-42.
Palabras Clave: ONU, Consejo de Seguridad, “representatividad plural”, multilateralismo, gobernanza global, Asamblea General
E-ISSN: 2013-4428
D.L.: B-8439-2012