La reforma de la unión europea: un imperativo que se pospone de nuevo

Anuario Internacional CIDOB 2019
Fecha de publicación: 06/2019
Autor:
Héctor Sánchez Margalef, investigador, CIDOB
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Introducción

A finales de 2017, Países Bajos, Francia, Reino Unido y Alemania habían celebrado elecciones y ya podía calibrarse hasta qué punto sus resultados tenían influencia en el futuro de la construcción europea, con énfasis en el papel desarrollado por la extrema derecha/derecha radical en esos países y, de un modo particular en el Reino Unido, medir el impacto de las elecciones sobre las dinámicas del Brexit, iniciado tras el referéndum de junio de 2016. Británicos aparte, puede decirse que a la luz de los resultados electorales, los que temían un auge de las fuerzas euroescépticas y una involución respiraron aliviados: en los Países Bajos, el Partido de la Libertad de Geert Wilders no logró el primer puesto –aunque quedó segundo–; en Francia, Marine Le Pen perdió en la segunda vuelta; y Alternativa por Alemania quedó tercera y a su alrededor se tendió un cordón sanitario. Es más, la llegada de Emmanuel Macron al Elíseo, con un claro perfil europeísta, y la reedición en Alemania de una Große Koalition en la que los socialdemócratas marcaron perfil europeísta, permitía incluso pensar en que 2018 podía ser año de reformas.

Vistos los resultados, había una razonable oportunidad para avanzar en las tan esperadas reformas de la Unión, ampliamente debatidas y que tenían un apoyo mayoritario entre los expertos, y que sin embargo, el temor a repercusiones había paralizado. Reformas, por ejemplo, como completar la Unión Bancaria y la Unión Monetaria, transformar el Mecanismo Europeo de Estabilidad en un Fondo Monetario Europeo, construir un mecanismo anti-crisis de solidaridad como el Fondo de Garantía de Depósitos y un largo etc., que se esperaba por lo menos, poder apuntalar en 2018. Lo cierto es que la ventana, de haber estado realmente abierta en algún momento, se cerró rápidamente y sin cumplir con las expectativas. De nuevo, las tan esperadas reformas se vieron postergadas, y quedaron sometidas a condicionantes domésticos de los distintos países que tenían que impulsar esta “primavera europea”. También tuvieron que ver las nuevas realidades nacionales no previstas –siempre hay unas elecciones cuyo resultado pueden trastocar todos los planes, como pasó con las austríacas (octubre de 2017) y las italianas (marzo 2018). De un modo especialmente intenso, la negociación acerca de la salida del Reino Unido del club europeo ha absorbido gran parte de las energías de las instituciones y de los líderes comunitarios. A ello se suma la falta de acuerdo entre los distintos estados miembros sobre las reformas a implementar, el horizonte de las elecciones al Parlamento Europeo de 2019 y también, la aparición de nuevos actores, decididos a parar o entorpecer dichas reformas. En mayo de 2019 se celebra la cumbre de Sibiu donde los líderes de la Unión, con Reino Unido ya teóricamente fuera, pretenden dar un impulso renovador al proyecto europeo.

Sin embargo, y a pesar de que las reformas institucionales no han llegado tan lejos como seguramente era necesario, 2018 ha visto dos buenas noticias: Grecia se ha convertido de nuevo en un socio fiable; e institucionalmente, se ha profundizado en la integración en materia de seguridad y defensa.

El motor franco-alemán no logra arrancar

Con la futura salida de los británicos de la UE, la lógica invitaba a superar el big three y avanzar hacia un big four a la hora de tomar decisiones y promover una agenda común, es decir, en lugar del equilibrio entre Reino Unido, Francia y Alemania, debería incluirse también a Italia –miembro fundador al fin y al cabo– y a España, que tras la salida de Reino Unido ocupará el cuarto lugar en términos económico y por población, y que se mantiene como uno de los más pro-europeos. Sin embargo, dicha tesis ha encontrado realidades nacionales convulsas, que han impedido incluso empezar a discutir sobre las reformas de calado que el proyecto europeo necesita.

El primero de los componentes del motor empezó a fallar tras las dificultades de la canciller Angela Merkel para encontrar socios de gobierno. Los socialdemócratas –que habían cosechado el peor resultado de su historia– manifestaron su voluntad de ejercer de oposición. Merkel optó entonces por formalizar una coalición con liberales y verdes, que no fructificó debido al desinterés de los liberales, que regresaron al Bundestag tras la travesía en el desierto de cuatro años y después de haber ejercido de socio menor de los democratacristianos en la legislatura 2009-2013.Tampoco se alcanzó un compromiso en dos asuntos clave y tremendamente politizados, no solo en Alemania, sino en toda la Unión Europea: el cambio climático y el fenómeno de la migración y el refugio.

El paupérrimo escenario dejó a Merkel ante un solo compañero de coalición –el SPD– para salvar la repetición de elecciones o abocada a gobernar en minoría (ambas opciones impopulares en Alemania y aborrecidas por la Canciller). Los socialdemócratas, también escarmentados por haber pasado cuatro años como socio menor de la CDU/CSU, sometieron la decisión de entrar en coalición a consulta entre sus bases que, aunque divididas, votaron por volver a entrar en el gobierno. Tres razones influyeron en la decisión: la primera, el temor de que empeorarían el resultado en caso de repetición de elecciones; la segunda, que la extrema derecha – Alternativa por Alemania (AfD)– que regresaba por primera vez al parlamento desde la Segunda Guerra Mundial podía aumentar sus fuerzas; y la tercera, la posibilidad de marcar perfil a través del pacto de gobierno, apostando por hacer las reformas en la UE que ellos estimaban necesarias de cara a un renovado liderazgo y que podría posicionarles a las elecciones europeas de 2019. Esas tres decisiones, han dejado a AfD como líder de la oposición en el Bundestag.

A lo largo de 2018, AfD ha ido entrando sucesivamente en todos los parlamentos regionales de Alemania. El resultado más impactante fue el de las elecciones en Baviera, donde el partido hermano de la CDU de Merkel, la CSU, perdió la mayoría absoluta que ostentaba desde el final de la Segunda Guerra Mundial, debido a la fuga de votos hacia AfD. Ambos partidos tradicionales, CSU y SPD, perdieron votos en la mayoría de estados donde se han celebrado elecciones en favor de partidos menos tradicionales (AfD y Verdes respectivamente). La pérdida de apoyo popular tras 15 años gobernando Alemania (y Europa) y el desgaste que ello supone, sumado a la pérdida de apoyo dentro de su propio partido –donde se empezó a cuestionar activamente su liderazgo– resultó en el anuncio de Ángela Merkel que no se presentaría a un nuevo mandato, y abrió las puertas a unas primarias en la CDU que ganó su delfín, Annegret Kramp-Karrenbauer.

En el otro eje del motor, Francia, el Presidente Emmanuel Macron confiaba en que Merkel fuera lo suficientemente fuerte en casa para impulsar una agenda común de reformas en la Unión. El impulso de esa agenda debía servirle para reforzar su imagen interna y acometer las reformas que consideraba necesarias para afrontar el futuro con garantías. Sin embargo, justo cuando Macron se preparaba, llegaron las elecciones alemanas y el citado paréntesis germano. Y para cuando Merkel puso finalmente orden en casa, era ya tarde, y había empezado la contestación interna en Francia.

Emmanuel Macron empezó su mandato con un perfil europeísta y apuntando que se deberían llevar a cabo reformas de calado, sobretodo en la gobernanza de la Eurozona incluyendo un presupuesto y un ministro de finanzas, apuntadas en el discurso de la Sorbona. Si bien se intuía que no sería fácil llevarlas a cabo pues no solo se encontraría con las reticencias de Alemania, se daban por descontados dos asuntos: Macron quería recomponer y ser la pieza principal del motor franco-alemán, y ambición no le faltaba. Si Merkel fue presentada en 2016, después de la elección de Donald Trump en EEUU, como la última guardiana del orden liberal occidental –aunque ella no lo buscara–; Macron sí opositó a este cargo. Cuando Trump se retiró del acuerdo de París sobre el Cambio Climático, Macron caricaturizó a Trump con el eslogan “Make our planet great again”. Cuando Matteo Salvini, en calidad de ministro del interior italiano decidió cerrar los puertos italianos a los barcos que transportaban migrantes y refugiados desde la otra orilla del Mediterráneo, Macron tildó a Italia de cínica e irresponsable. A través de Macron y Salvini, el 2018 les puso cara (a muy grandes rasgos) a los dos polos ideológicos que hoy hay en liza en Europa.

A pesar de toda la escenificación, la fortaleza mostrada en el exterior no ha sido la misma exhibida dentro del hexágono, donde a partir de abril de 2018 Macron recibió acometidas en diversos frentes. En primer lugar, las huelgas de los ferrocarriles en protesta por la intención del presidente de reformar la compañía estatal ferroviaria SNCF, que a pesar de ser numerosas y apoyadas mayoritariamente, no lograron torcer el brazo del presidente. En julio, y a raíz de las protestas por el 1 de mayo, saltó a la palestra el affaire Benalla, un escándalo que afectaba Alexandre Benalla, asesor del presidente, quién fue gravado pertrechado con equipamiento de antidisturbios –facilitados por las fuerzas de seguridad del estado– y golpeando a dos manifestantes. En un primer momento la reacción del Elíseo fue tibia y aunque acabó despidiendo a Benalla, el escándalo tuvo una amplia repercusión política y social. Macron se negó a dar explicaciones, arguyendo que la República (francesa) es inalterable, lo que no le valió para suavizar su fama de arrogante.

En pleno verano, Nicolas Hulot, ministro de Transición Ecológica y uno de los fichajes estrellas del ejecutivo Macron, dimitió en directo por la radio y por sorpresa. Hulot dio dos razones: la falta de avances en materia ecológica y ambiental y la influencia ejercida por parte de los grupos de presión sobre el gobierno. Con este movimiento, el único ministro procedente de la sociedad civil daba, con su dimisión, más argumentos a los que calificaban a Macron como monárquico o autoritario. Hulot se sumaba a la lista de dimisiones de ministros (en 2017 cuatro, cuando apenas llevaban un mes ejerciendo como tales), con el consiguiente daño a la popularidad de Macron. Y las críticas no cesaron en 2018, más o menos explícitas, acerca de las maneras de hacer y gobernar del presidente: una diputada de ¡La République En Marche! abandonó el partido calificándolo de “no ejemplar”; y en octubre se produjo la dimisión del ministro del Interior, Gérard Collomb, quien había sido de las primeras personalidades políticas del Partido Socialista en darle su apoyo cuando se lanzó a la carrera presidencial. Los motivos en este caso fueron, de nuevo, la arrogancia del presidente por no escuchar a sus colaboradores, además de su elitismo y su desconexión con la Francia rural. Un mes más tarde, estallaron las protestas de los gilets jaunes (chalecos amarillos), un movimiento espontaneo y relativamente inesperado, sin líderes y con una amplia lista de demandas, que ha crecido en ambición a medida que avanzaban las protestas, hasta llegar a pedir la dimisión del propio Macron.

El movimiento de los chalecos es un síntoma más de las tensiones que viven las democracias liberales hoy en día, sobre todo las occidentales, que expresa el descontento de un sector de la población que se ve desfavorecida y olvidada, más aún cuando habita fuera de las grandes ciudades –acentuando la brecha campo/ciudad o capital/ciudad de provincias– y que observa el futuro inmediato con un recelo profundo hacia las élites gobernantes. En cualquier caso, los gilets jaunes hicieron saltar las alarmas del gobierno y Macron, que se mostró reacio a ceder a las demandas en un principio, acabó aceptando algunas de ellas, otorgando al movimiento el mérito de haber sido, por el momento, el único actor capaz de modificar la agenda reformista del presidente.

Las tímidas reformas

Con todo, tanto Francia como Alemania han intentado poner negro sobre blanco, el conjunto de reformas que necesitaría la Unión. El 20 de junio de 2018, los mandatarios de los dos países se reunieron para diseñar la hoja de ruta de la futura integración y la reforma de la zona euro en la era post-Brexit. Así, en la declaración de Meseberg hablaron de un presupuesto para la Eurozona, de un ministro de finanzas para el euro y la reconversión del Mecanismo Europeo de Estabilidad en un Fondo Monetario Europeo, e incluso Merkel hizo referencia a la función de dicho presupuesto: la convergencia de las economías de la zona euro. Pero el papel lo aguanta todo y el escrito era lo suficientemente ambiguo como para contentar a ambas partes sin que ninguna se comprometiera realmente a nada, especialmente Alemania, quién ve con reticencia cualquier indicio de una posible unión de transferencias. Alemania, aun siendo consciente que la Unión necesita reformas, está relativamente cómoda con el statu quo; no en vano, sigue oponiéndose –y con notable éxito– a las transferencias hacia los países con economías más débiles y a la comunitarización de la deuda, insistiendo en su lugar en la necesidad de reformar las economías del sur.

Además, si alguna vez pareció que con Reino Unido fuera de juego el avance hacia más integración europea sería ya imparable, la aparición de un nuevo grupo informal en la UE ha llevado al traste tales pronósticos. Irlanda, los países nórdicos y los países bálticos –capitaneados por los Países Bajos– se han unido, desde febrero de 2018, en la Nueva Liga Hanseática. A grandes rasgos, el objetivo de estos países es compensar la salida del Reino Unido, con quién compartían posiciones en cuanto a la fiscalidad y la profundización del Mercado Único, y emplear su capital político para frenar nuevos amagos de integración política. Este grupo informal se ha opuesto directamente a las propuestas de Macron sobre el presupuesto de la Eurozona y a la garantía de depósitos porque desconfían de los países del sur, y temen que se implementen transferencias directas de países con economías saneadas hacia estados amenazados por una deuda soberana subordinada a los mercados financieros.

Hasta la primera mitad de 2018 Francia y Alemania confiaban en Italia para que ocupara el sitio dejado por Reino Unido, en tanto que Estado fundador de la Unión y hasta entonces, alejado del euroescepticismo que caracterizaba a los británicos. Sin embargo, el escenario que dejaron las elecciones en Italia –celebradas en marzo de 2018– pronto rebajó la ambición de la gobernanza del euro y dieron portazo a cualquier compromiso sobre el fenómeno de la inmigración. Italia, tradicionalmente alineada en mayor o menor medida con el eje franco-alemán, inició el cortejo de nuevos aliados con una visión más parecida a las del nuevo hombre fuerte del gobierno italiano, el ministro del Interior Matteo Salvini. En una nueva vuelta de tuerca, las elecciones de marzo de 2018 llevaron al poder en Roma a una alianza un tanto extraña: la del Movimiento 5 Estrellas y la Liga (Norte), que tenían y tienen diferencias sustanciales en muchos aspectos, desde la gestión de la inmigración hasta la fiscalidad o los valores sociales, pero que sin embargo, comparten al menos dos características: ambos aborrecen lo que perciben como imposiciones desde Bruselas, como por ejemplo, el rechazo de su presupuesto nacional por parte de la Comisión Europea –una medida que no tenía precedente–; y el sentimiento de falta de solidaridad del resto de socios europeos con los italianos respecto, por ejemplo, a los demandantes de asilo e inmigrantes que han llegado a las costas italianas de manera ininterrumpida como mínimo desde 2013, cuando se produjo la desgracia de Lampedusa.

La (des)unión europea en torno a la inmigración

En 2018, el debate migratorio en Europa giró en torno a las propuestas de construir plataformas de desembarco –seguramente en territorio no comunitario– y a la necesidad de reforzar la seguridad en las fronteras de los estados miembros, pero también, de buscar la colaboración de los estados emisores del norte de África. En ese sentido se organizó la cumbre entre la Liga Árabe y la UE en febrero de 2019, lo que fue un ejercicio de realismo político. Con todo, no hay consenso entre los estados miembros sobre qué reformas abordar debido a la multiplicación de líneas de falla. Por un lado, desde que Italia y Austria se alinean con Polonia, Hungría República Checa y Eslovaquia, los llamados países de Visegrado (V4), con posiciones más duras respecto a la acogida de migrantes, el V4 no se encuentra tan solo y por tanto ni Comisión ni otros Estados pueden ignorarlos tan fácilmente a la hora de tomar e implementar decisiones. Sin embargo, Italia no cuenta con el apoyo del V4 para dar solución al desafío migratorio, y de hecho, cuenta con su oposición a la posible redistribución de inmigrantes considerados elegibles de recibir protección que seguiría a la tramitación de las demandas de personas arribadas a plataformas de desembarco, y a la que el V4 y Austria, entre otros, se oponen frontalmente. Además, hay otra línea divisoria, la que enfrenta a los países receptores que se encuentran en primera línea con los destinatarios finales. Los segundos se quejan de que los primeros se oponen a un refuerzo de la guardia fronteriza por el enorme trabajo que supondría hacer registros de los que llegan, mientras los países de primera línea temen que esa sea la excusa para demorar eternamente la situación de los inmigrantes recién llegados.

En Italia, Salvini ha conseguido alcanzar una alta cuota de popularidad y ahora mismo la Liga encabeza todas las encuestas –mejorando el segundo lugar que obtuvo en las elecciones–. De hecho, Salvini oposita voluntariamente a exactamente lo contrario que Macron. Se presentó como el líder de la Europa de las naciones que son, o han sido, víctimas de los dictados de Bruselas y las externalizaciones negativas de la globalización. Poco a poco, El Movimiento 5 Estrellas está siendo fagocitado por la Liga en Italia, mientras que Salvini prepara el terreno para una lanzar su propuesta de refundación de Europea en la dirección opuesta a la que propugnan Merkel y Macron.

Brexit, la gran pesadilla europea

Todo esto ha sucedido al margen de las negociaciones con el Reino Unido para buscar un acuerdo de salida de la UE. En 2018 ha sido cuando se han desarrollado el grueso de las negociaciones entre la Comisión y Londres para determinar, tanto los términos del acuerdo de salida, como la declaración política que devenga la base de la relación futura. En noviembre de 2018 se alcanzó un acuerdo de salida y se aprobó una declaración política que definía la relación futura entre las dos partes negociadoras. Sin embargo, al escribir estas líneas, el acuerdo aún no ha sido aprobado en el parlamento británico. Los principales puntos de discordia que impiden la aprobación del texto en la cámara baja son la llamada salvaguarda irlandesa (el mecanismo para prevenir una frontera dura y visible entre Irlanda e Irlanda del Norte) y el período de transición en el que el Reino Unido seguiría sujeto a las reglas de la UE (los euroescépticos temen que se eternice).

Las negociaciones han tenido efectos positivos y negativos para la Unión. Los positivos han sido la unidad de los 27 estados miembros a la hora de negociar un acuerdo común; incluso cuando Reino Unido intentó tentar a otros estados miembros para favorecer sus intereses, no lo ha conseguido.

A pesar de las diferentes posiciones de los 27, la Francia de Macron, por ejemplo, ha sido más duro que Alemania, –lo que también se ha visto más tarde en la negociación de la extensión, por ejemplo–, la unidad y los intereses de la Unión han prevalecido por encima del interés nacional; lo que refleja que el interés nacional de los estados miembros pasa por proteger la Unión (de momento). Otro aspecto positivo ha sido el efecto disuasorio que han tenido las negociaciones sobre otros partidos políticos o estados miembros que podían fantasear con una salida del club comunitario. El Brexit demuestra que salir de la Unión no es fácil y conlleva graves consecuencias para todos pero especialmente negativas para los que se van. Sin querer castigar a Reino Unido, la Unión ha priorizado los intereses de los que se quedaban dentro, y después de ser testimonios de la dificultad, no es fácil argumentar a favor de la salida.

Por otra parte, los partidos de extrema derecha/derecha radical de otros estados que apostaban por una salida de la Unión, se han replanteado su estrategia. Esto tiene consecuencias tanto positivas como negativas. Positivas porque la Unión seguramente no verá como otro miembro abandona el club (a corto plazo), pero negativas en el sentido que estos partidos han decidido optar por transformar el club desde dentro. Seguramente serán más activos a partir de ahora, no se sabe si para entorpecer cualquier avance o para entrar de lleno en el juego, con lo que el resto de partidos tendrá que decidir cómo quiere jugar con ellos. El otro aspecto negativo ha sido que las negociaciones han acaparado (y agotado durante un tiempo) buena parte de las energías de la Unión para todo lo que no fuera Brexit.

Sibiu y más allá: ¿hay motivos para el optimismo?

No siendo estos los únicos motivo por el cual la Unión es incapaz de acometer las reformas que necesita –sigue presente la división Norte-Sur y Este-Oeste–, lo que sí es cierto es que se fijó el 9 de mayo de 2019 como fecha para relanzar el proyecto europeo en el Consejo Europeo de Sibiu, Romania, porque se contaba con que Reino Unido ya estaría fuera –lo que al redactar estas líneas aún no está claro–.

La Comisión y otros estados miembros, a instancias del presidente francés, han invertido parte de su energía durante 2018 en celebrar asambleas ciudadanas para discutir qué Europa quieren sus habitantes. Los resultados de estas asambleas serán presentados en el Consejo Europeo de Sibiu. En principio los 27 líderes deberían dibujar la visión de una UE a 27, moderna y atractiva para los ciudadanos europeos a los que llamaran a participar masivamente en las elecciones al Parlamento Europeo de finales de mayo de 2019. Reino Unido no habrá salido aún de la Unión, con lo que el encuentro de líderes quedará un poco desdibujado. En diciembre de 2018 los líderes ya descafeinaron la reforma de la eurozona: ni presupuesto para la zona euro, ni fondo de garantía de depósitos, ni ministro de finanzas del euro, ni mucho menos un seguro de desempleo europeo. Lo único aprobado fue el mecanismo de resolución bancaria pero para 2024 (o 2020 si ha habido avances suficientes en la reducción de riesgos) y mayores poderes de vigilancia del MEDE sobre las economías nacionales. La Unión Bancaria no está completa, y mucho menos la Unión Monetaria. La opción, como es habitual, fue dejarlo para más adelante.

Entonces, ¿ha habido algún avance significativo en 2018? Se pueden destacar dos novedades en este sentido. Por un lado la firma de los acuerdos Prespa entre Grecia y la Antigua República Yugoslava de Macedonia (FYROM por sus siglas en inglés). Después de un conflicto que se había estancado durante décadas por el nombre de Macedonia, éste pasará ahora a llamarse Macedonia del Norte y podrá usar ese nombre en todos los foros internacionales y ser así reconocida. El final de este contencioso abre la puerta a la estabilización, al menos teóricamente, en los Balcanes occidentales y más concretamente a la entrada de Macedonia del Norte en la UE y en la OTAN, ambas largamente vetadas por Grecia. A través de este acuerdo, el primer ministro griego, Alexis Tsipras, ha sido reconocido por sus pares como un estadista por su coraje y altura de miras. Además, en el plano económico, el 20 de agosto de 2018 Grecia abandonó el mecanismo de rescate y volvió a ser un país soberano, es decir, podrá y deberá financiarse por sí solo en los mercados financieros internacionales. Hay versiones contradictorias sobre el resultado final de los rescates. Por un lado los líderes y las instituciones europeas se felicitaron y dieron por terminada la crisis del euro cuando Grecia logró un superávit primario y pasó a financiarse de forma autónoma. La economía griega creció tímidamente y el desempleo bajó de la misma forma. Por otro lado, tras ocho años de rescates, Grecia no está del todo recuperada ni preparada por si vuelve otra crisis. Ha sufrido una fuga de cerebros de aproximadamente el 3% de la población, en su mayoría jóvenes empujados por una tasa de desempleo del 40%. La narrativa que afirma que “la Europa solidaria ha ayudado a Grecia a ponerse de nuevo en pie” no es aceptada ni por una parte significativa de la sociedad griega, ni tampoco es la predominante en el resto del continente. La gestión de la crisis del euro ha dejado heridas abiertas en la Unión y la forma en la que se han aplicado las políticas paliativas, la solidaridad europea, ha sido cuanto menos controvertidas.

Finalmente, hay una materia donde la integración europea sí que ha mostrado ciertos avances: la seguridad y defensa. Sin duda ésta es el área que encuentra menos contestación, ya sea por parte de fuerzas contrarias a la integración o desde la opinión pública. A finales de 2017 los estados miembros activaron la Cooperación Permanente Estructurada (PESCO, por sus siglas en inglés). Este mecanismo permite la coordinación de los estados en proyectos compartidos de defensa para el desarrollo de capacidades, acción operativa e inversiones en defensa. Estos proyectos se financian con presupuesto europeo, pueden ser cofinanciados por el Fondo Europeo de Defensa y se añaden al PIB que gastan los estados en defensa para el cómputo de la OTAN. El objetivo de esta iniciativa fue tanto encontrar una narrativa compartida en la UE post Brexit como proteger a la industria europea de defensa mientras ahorra costes y simplifica la producción de capacidades militares. Además, permite la cooperación de los estados en proyectos de investigación militar común. Al fin y al cabo, el objetivo es dotar a la UE de más autonomía estratégica y con ello permitir a la Unión fijarse, perseguir y cumplir objetivos en política exterior....