La palabra como arma: de la desinformación a la batalla global por la narrativa
La desinformación es un instrumento clave en el catálogo de las amenazas híbridas: genera inestabilidad y desgaste en la democracia, crea polarización política y dinamita la coexistencia y los consensos. La capacidad de alterar la información o los datos, factores decisivos para la obtención del poder, se ha convertido en una amenaza para los procesos democráticos, pero también en una herramienta al servicio de una confrontación tecnológica y digital que determina una nueva bipolaridad en la agenda internacional. Sin embargo, la verdadera capacidad ofensiva de la palabra como arma no reside tanto en el contenido del mensaje como en el poder de viralización y penetración que le han ofrecido las redes sociales.
En 1998, el general Vladimir Slipchenko, entonces vicepresidente de la Academia rusa de Ciencias Militares, afirmaba que «la información es un arma al igual que los misiles, las bombas, los torpedos, etc. Ahora queda claro que la confrontación informativa se convierte en un factor que tendrá un impacto significativo en el futuro de la guerra en su origen, curso y resultado».
La lógica militar y la transformación tecnológica acabaron confluyendo en un espacio digital donde Internet se ha convertido en uno de los frentes esenciales para la desestabilización. «El elemento más importante de la invasión rusa de Ucrania en 2014 fue la guerra informativa concebida para desautorizar la realidad», escribía Timothy Snyder en El camino hacia la no libertad (2018). Desde aquella ofensiva cibernética inicial, «la más amplia de la historia», según el mismo Snyder, que «no llegó a los titulares de Occidente», hasta el frente digital de la invasión rusa de Ucrania iniciada el 24 de febrero de 2022, la hibridación del conflicto y la contestación del orden global han vivido su propia aceleración.
Para Occidente, Ucrania es hoy la primera guerra viralizada; retransmitida en tiempo real a través de las redes sociales; narrada a partir de fragmentos de imágenes que, en pocos segundos, intentan reflejar amenazas, miedos, heroicidades y devastación. Y no siempre el relato online coincide con los hechos offline. Aunque, en realidad, no es la primera guerra mediada por las redes sociales. Siria fue el primer laboratorio global donde el apagón informativo impuesto a la cobertura internacional se sorteó con un flujo torrencial de contenido en línea ofrecido por activistas o periodistas locales desde el interior del país, lo que ya entonces planteó retos éticos importantes sobre los circuitos de la información y la veracidad de las fuentes.
Sin embargo, Ucrania puede convertirse en el primer frente bélico donde miden sus fuerzas las dos grandes tendencias globales de digitalización y sus plataformas: el tecnoautoritarismo de Rusia y China, y el modelo estadounidense del Silicon Valley; entre el poder de Telegram y Tik Tok en la configuración del relato global de la guerra, y la implicación de los gigantes tecnológicos de Estados Unidos ejerciendo de actores privados en el conflicto, alineados con las estrategias occidentales, ya sea para la presión política para la captura y el control tanto de datos como de información (desde el mapeo a la censura), ya sea para la facilitación de análisis e información técnica para reforzar la seguridad del Gobierno ucraniano.
La (des)información es un arma en tiempos de guerra y una amenaza híbrida para la paz. Una herramienta no militar que puede emplearse para irrumpir en espacios civiles y desestabilizarlos, con implicaciones para la seguridad local, regional o nacional. Pero su verdadera capacidad ofensiva no reside tanto en el mensaje como en el poder de viralización y penetración que las redes sociales le han proporcionado. Por eso es imprescindible entender, primero, cómo la interconexión digital ha transformado las relaciones sociales, de la misma forma que los equilibrios de poder a escala global, ya sea entre potencias como entre los nuevos actores de las relaciones internacionales (estatales, no estatales y privados). No se puede separar la desinformación de los incentivos, drivers técnicos y factores socio-psicológicos que están presentes en estos tiempos hiperconectados (Van Raemdonk y Meyer, 2022).
Orden algorítmico
Internet es la infraestructura donde se construye nuestra cotidianidad. La tecnología ha transformado nuestra experiencia de inmediatez, nos ha sumido en una infinidad de posibilidades (des)informativas, de profusión de fuentes y de relatos —veraces, o no— que se nos ofrecen desde la red sin necesidad de intermediarios. La posverdad no es solo mentira; es una distorsión de la verdad, cargada, sobre todo, de intencionalidad. Este es el espacio en el que la información compite con relatos contradictorios, bulos y medias verdades, teorías conspirativas, mensajes de odio, e intentos de manipulación de la opinión pública. La irrupción de la desinformación en línea ha supuesto la aparición de un «nuevo daño social» (Del Campo, 2021), que se expresa a través de falsedades de distinto tipo, algunas legales y otras ilegales, y que impacta en el discurso público y la seguridad humana.
La vieja propaganda, amplificada exponencialmente por la tecnología y la hiperconectividad, ha multiplicado su potencia y su sofisticación. Las posibilidades son ingentes: redes sociales (abiertas o encriptadas); bots (aplicaciones de software que ejecutan tareas automatizadas) y técnicas de microfocalización, como los dark ads —publicidad dirigida psicométricamente para influir en la opinión pública y envenenar el clima del discurso—; sistemas de inteligencia artificial que imitan a los humanos o reproducen la cognición humana a base de datos y entrenamiento; técnicas de manipulación de audio y video que alteran nuestra percepción y nos inducen a desconfiar incluso de nuestra capacidad de discernir sobre qué es y qué no es verdad... La infocracia, o «régimen de la información» en el mundo digital, que ha teorizado Byung-Chul Han (2022), es una forma de dominio en el que «la información y su procesamiento mediante algoritmos e inteligencia artificial determinan de modo decisivo los procesos sociales, económicos y políticos». La capacidad de alterar la información o los datos, factores decisivos para la obtención del poder, trastoca los procesos democráticos.
Los algoritmos son explotados por empresas, como hizo Cambridge Analytica, que crean perfiles basados en el género de las personas, la orientación sexual, las creencias, o los rasgos de personalidad, entre otros, para la manipulación política. Las sociedades son vulnerables porque nosotros, como individuos, también lo somos. Estamos expuestos a la voluntad y al orden opaco de unos algoritmos que Cathy O’Neil (2016) elevó a la categoría de «armas de destrucción matemática».
La desinformación, entendida como «información falsa, creada deliberadamente para dañar a una persona, grupo social, organización o país» —según la definición de la Comisión Europea—, tiene como objetivo desestabilizar sociedades, atacando directamente a espacios civiles con el objetivo de fomentar la polarización y el malestar, cuando no el conflicto (Freedman et al., 2021; véase Medina, en este volumen). Sin embargo, la difusión de la desinformación no ocurre en el vacío. Su capacidad de penetrar en los debates públicos, de confundir o erosionar, por ejemplo, la confianza en instituciones o procesos electorales, bebe muchas veces de divisiones socioculturales existentes; apunta hacia vulnerabilidades previas y hacia ciertos grupos supuestamente inclinados a confiar en dichas fuentes o narrativas, que pueden contribuir voluntaria o involuntariamente a su difusión. Los abusos de poder, los sistemas políticos disfuncionales, las desigualdades y la exclusión son caldos de cultivo para la desinformación (Van Raemdonk y Meyer, 2022).
Es la identificación de estas vulnerabilidades, para generar mensajes que las exacerben, lo que se considera una amenaza híbrida a los sistemas democráticos, los cuales, precisamente por su naturaleza abierta, están más expuestos a sus efectos. Desde la perspectiva agonística de Chantal Mouffe (1999), el conflicto y el desafío al statu quo político y social son una parte esencial del pluralismo en las democracias deliberativas. Sin embargo, cuando la desinformación atenta contra el derecho a la formación de opiniones propias sin interferencias1, o amplifica la vulnerabilidad de los ciudadanos ante el discurso de odio, o refuerza la capacidad de los actores estatales y no estatales para socavar la libertad de expresión, entonces se convierte en una amenaza para los derechos humanos y para los fundamentos democráticos. Por eso, la desinformación en todas sus formas —desde la mentira hasta la incitación al odio, pasando por los memes y la manipulación audiovisual— no son solo «armas de distracción masiva», sino que, muchas veces, responden a estrategias deliberadas de disrupción para alterar las percepciones de la opinión pública. En estos casos, la intención de perjudicar o lucrarse que caracteriza a estos contenidos falsos suele ir acompañada de estrategias y técnicas para maximizar su influencia. El objetivo es la erosión de los valores y la legitimidad del sistema político del adversario (véase Bargués y Bourekba, en este volumen).
El grupo de trabajo sobre libertad de expresión y abordaje de la desinformación de la UNESCO, en su análisis de los diferentes actores responsables de la desinformación, distingue entre los autores del contenido desinformativo y los encargados de su distribución: entre los instigadores (directos o indirectos), que están en el origen de la desinformación, y los agentes (influencers, individuos, organizaciones, gobiernos, empresas, instituciones) encargados de difundir las falsedades (Bontcheva y Posetti, 2020). Los agentes que participan en la diseminación de falsedades, conspiraciones o amenazas, que actúan como amplificadores de la desinformación —tanto si lo hacen de manera voluntaria como involuntaria— pueden ser, a su vez, víctimas de manipulación o de los intentos de instrumentalización de vulnerabilidades sociales. El resultado es un aumento del escepticismo y una erosión de la confianza en las instituciones. Los consensos que vertebran las sociedades democráticas son hoy más débiles.
No se trata solo de un fenómeno de Occidente ni, únicamente, de una amenaza exterior. A medida que la polarización ganaba terreno en la política global, sobre todo en el último lustro, el poder de las redes sociales en la radicalización del discurso público ha quedado al descubierto: desde la insurrección del 6 de enero ante el Capitolio de Washington, hasta el genocidio de los rohinyás en Birmania; desde la explotación del conflicto racial en Estados Unidos a través de cuentas falsas y troleos en línea, hasta la campaña de desinformación «brutal e implacable» auspiciada por los gobiernos de Rusia y Siria —según la investigación de Bellingcat en 2018— contra la ONG Cascos Blancos, encargada de investigar las evidencias de flagrantes violaciones de derechos humanos cometidas por los ejércitos de estos dos países en la guerra de Siria.
La geopolítica de la posverdad ha transformado amenazas y estrategias. Como advertía el Informe de riesgos globales del Foro Económico Mundial, en 2019, «las nuevas capacidades tecnológicas han intensificado las tensiones existentes sobre los valores —por ejemplo, debilitando la privacidad individual o aumentando la polarización—, mientras que son las diferencias en cuanto a valores, precisamente, las que están determinando el camino y la dirección de los avances tecnológicos en diferentes países».
Orden geopolítico
Los intentos de manipulación no tienen límites geográficos ni un único origen. En los últimos años, Facebook y Twitter han atribuido operaciones de influencia extranjera a siete países (China, India, Irán, Pakistán, Rusia, Arabia Saudí y Venezuela), que han utilizado estas plataformas para influir en audiencias globales. Las redes sociales son un nuevo instrumento de poder geopolítico, que ha entronizado a unos recién llegados actores de este orden desinformativo global, que rompe con las hegemonías tradicionales del relato internacional.
La pandemia de la COVID-19 no solo aceleró los procesos de digitalización sino también la «batalla global de narrativas», en palabras del Alto Representante para Asuntos Exteriores y Política de Seguridad de la Unión Europea, Josep Borrell, que alimentó aún más la sensación de vulnerabilidad de Occidente. No era una percepción nueva. El mundo digital había empezado a sacudir las estructuras del orden post-1945 desde hacía ya más de una década. En 2011, la entonces secretaria de Estado, Hillary Clinton, advirtió ante el Congreso de los Estados Unidos que su país se encontraba inmerso en «una guerra de información» y la estaban perdiendo. Clinton se refería a la presencia global de RT (Russia Today), al proyecto de televisión que China había lanzado en 2009 (CCTV), y al poder demostrado por Al Jazeera en la cobertura de las primaveras árabes. El Sur global tenía su propio relato de las transformaciones que estaban desafiando a las tradicionales estructuras de poder. Los instrumentos tradicionales del soft power estadounidense, como fue la CNN, perdían presencia global. La paradoja es que la candidatura de Clinton a la Casa Blanca acabó víctima tanto de esta guerra informativa como de la nueva centralidad de las herramientas y el discurso online que, en 2016, decidieron la suerte de las elecciones estadounidenses.
Sin embargo, desde la irrupción de la infodemia pandémica, la magnitud y la velocidad de esta transición han incrementado la sensación no solo de vulnerabilidad sino de pérdida de influencia por parte de Estados Unidos y la Unión Europea, que se han sentido obligados a replantearse su papel en las nuevas dinámicas de poder político y tecnológico.
Internet ha sido el gran multiplicador de este proceso de pérdida de hegemonía en el discurso global, que ha confrontado a Estados Unidos con sus propias tácticas, ahora desplegadas por Rusia o China, nuevos aliados políticos, económicos o securitarios de una parte importante del Sur global. La paradoja, además, es que muchas veces estas amenazas híbridas que desafían a los otrora espacios de influencia de Washington se despliegan a través de las grandes plataformas de Silicon Valley que han globalizado el poder.
La geopolítica, a través de las distintas aproximaciones a la tecnología, está moldeando la sociedad de la información. Este espacio de confrontación informativa, que vaticinaba el general Slipchenko, está en conflicto no solo por una lucha de poder, sino también por el choque de modelos para determinarlo. La palabra lleva implícita un marco mental y unos valores concretos, por eso se ha convertido en el arma híbrida de esta confrontación. La desinformación ofrece fértiles espacios de influencia a nuevos actores —estatales o privados— cada vez más determinantes en la confrontación de poderes de este nuevo orden global digital.
Referencias
Bontcheva, Kalina y Posetti, Julie (eds.). «Balancing Act: Countering Digital Disinformation While Respecting Freedom of Expression». UNESCO Broadband Commission Report (septiembre de 2020).
Del Campo, Agustina. «Disinformation is not Simply a Content Moderation Issue». En: Feldstein, S. (ed.). Issues on the Frontlines of Technology and Politics. Carnegie Endowment for International Peace, 2021, p. 23-24 (en línea) [Fecha de consulta: 21.02.2022] https://carnegieendowment.org/2021/10/19/disinformation-is-not-simply-content-moderation-issue-pub-85514
Freedman, Jane; Hoogensen Gjørv, Gunhild; Razakamaharavo, Velomahanina. «Identity, stability, Hybrid Threats and Disinformation». ICONO 14, Revista de Comunicación y Tecnologías Emergentes, vol. 19, nº. 1 (junio de 2021), p. 38-69.
Han, Byung-Chul. Infocracia. La digitalización y la crisis de la democracia. Barcelona: Penguin Random House, 2022.
Mouffe, Chantal. «Deliberative Democracy or Agonistic Pluralism». Social Research, vol. 66, nº.3 (1999), p. 745-758.
O’Neil Cathy. Armas de destrucción matemática: cómo el big data aumenta la desigualdad y amenaza la democracia. Madrid: Capitán Swing, 2016.
Snyder, Timothy. El camino hacia la no libertad. Barcelona: Galaxia Gutenberg, 2018.
Van Raemdonck, Nathalie; Meyer, Trisha. «Why Disinformation is Here to Stay. A Socio-technical Analysis of Disinformation as a Hybrid Threat». En: Lonardo, Luigi (ed.). Addressing Hybrid Threats: European Law and Policies. Bruselas: VUB, 2022.
Nota:
1- Artículo 19 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos (ICCPR, por sus siglas en inglés).