La ola de protestas llega a Cuba
El 11 de julio de 2021 Cuba se vio sacudida por una oleada de protestas que han mostrado la fragilidad de la situación económica y social, y la peor cara autoritaria del régimen. Como en otros países de América Latina, el gobierno de Miguel Díaz-Canel debería responder a las demandas sociales en lugar de seguir cubriéndose con la bandera nacionalista y revolucionaria.
Cuba no está inmune a lo que ya aconteció en países latinoamericanos como Chile o Colombia donde la ira ciudadana sorprendió a los gobiernos. Por primera vez desde el “maleconazo” de 1994, las protestas ciudadanas del 11 de julio de 2021 convocadas simultáneamente en varias ciudades de la isla desafiaron al gobierno presidido por Miguel Díaz-Canel. Tras seis décadas de castrismo, primero con Fidel y después con Raúl, y en fase de retirada del poder de la generación que ostentaba la legitimidad revolucionaria, el régimen se enfrenta a una crisis multidimensional que ha provocado una implosión social. Un cóctel explosivo de crisis económica (una recesión del -11% en 2020, más una creciente inflación), sanitaria (con las tasas de infección de la Covid-19 disparadas), energética (con cortes de electricidad diarios de hasta 10 horas), y social (con desabastecimiento de productos de primera necesidad) ha desatado una crisis política que lanzó a los ciudadanos a la calle en todo el país.
Entre los manifestantes se escucharon gritos que pedían alimentos y medicinas, pero también los que pedían el fin de la dictadura y coreaban la canción “patria y vida”, que se viralizó en febrero de 2021. La protesta popular comenzó en San Antonio de Baños, un pueblo de la periferia alejado de los círculos de disidentes habaneros, y se difundió rápidamente por las redes sociales extendiéndose por toda la geografía de la isla y sorprendiendo a las autoridades que reaccionaron apagando internet. Pero ya era tarde, las redes se han convertido en el mayor espacio de libertad para las voces disidentes y una ventana al mundo de difícil control para el régimen. La ola de represión, con centenares de detenidos y, al menos, un fallecido reconocido por las autoridades, ha incrementado la debilidad de un gobierno que ha perdido legitimidad dentro y fuera de la isla.
El estallido ciudadano fue el resultado de un gradual proceso de descontento de la población. Desde 2018, cuando se produjo el traspaso de poder de Raúl Castro a Miguel Díaz-Canel, el gobierno intentó combinar dos reformas estructurales, la Constitución de 2019 y la reforma monetaria de 2021, con un mayor control político para mantener el orden con el lema de “somos continuidad”, que la que las autoridades repiten como un mantra para sugerir que en Cuba todo sigue igual. No es casual que las protestas previas a las revueltas del 11 de julio surgieran desde el ámbito de la cultura. La decisión del gobierno de censurar a los artistas cubanos y restringir el (ya limitado) uso de internet a través de dos decretos (el 349 y el 370, aprobados en 2018) causó el surgimiento del Movimiento de San Isidro para reclamar los derechos de los que hasta entonces habían gozado de un cierto espacio de libertad de expresión. La detención de algunos de sus líderes, como Luis Manuel Otero Alcántara y de otros artistas vinculados al movimiento, fue denunciada por Amnistía Internacional como un ataque a la libertad de expresión.
Más allá de las particularidades cubanas, las protestas en la isla se insertan en una ola de descontento popular en toda América Latina por la dramática crisis sanitaria, el descrédito de la clase política y el aumento de la pobreza y de la desigualdad. La respuesta inicial de Miguel Díaz-Canel a las protestas no ha sido muy diferente a la de los gobiernos de Sebastián Piñera en Chile o de Iván Duque en Colombia. Sin embargo, en Chile se abrió un proceso constituyente y en Colombia se abrió un proceso de diálogo, aunque más limitado. En ambos casos las protestas han dejado muy debilitados a los presidentes y lo mismo ocurre con Díaz-Canel, que cuenta con el menor respaldo popular en la historia reciente de Cuba. Sin embargo, la única concesión que ha hecho el régimen es la de permitir el envío de medicinas y alimentos desde el exterior, abriendo la puerta a un corredor humanitario que, hasta entonces, inexplicablemente había negado.
A diferencia de los hermanos Castro, la legitimidad de Miguel Díaz-Canel y del primer ministro, Manuel Marrero, ya no responde a la épica de la revolución, sino que debería emanar de su capacidad de gestión para proveer bienes públicos básicos como comida, transporte, energía, medicinas, salud y educación. En ninguno de estos ámbitos el balance es favorable, ni siquiera en el tradicional pilar de la revolución, la salud. Tras una baja incidencia en 2020, los contagios de Covid-19 se han disparado con la llegada de los primeros turistas y la variante Delta. En algunas provincias como Matanzas el sistema sanitario está al borde del colapso y las tasas de vacunación son demasiado bajas. Ciertamente, Cuba sufre las terribles consecuencias del injusto embargo económico y financiero de Estados Unidos, pero el régimen lleva más de sesenta años utilizando el “bloqueo” para justificar un pésimo balance gubernamental.
Ante las protestas, el Estado Autoritario Burocrático (término acuñado por Guillermo O’Donnell) reaccionó inicialmente con la misma receta que usa desde hace décadas: movilización, represión y justificación externa. Primero, Miguel Díaz-Canel, respaldado por las fuerzas de seguridad, se dirigió a San Antonio de los Baños y llamó a sus leales a combatir a los “contrarrevolucionarios” arengando un irresponsable enfrentamiento entre ciudadanos. Acto seguido, la policía procedió a detenciones masivas de manifestantes; y unas horas después, el régimen escenificó una conferencia de prensa de cuatro horas y media con todo el gabinete y Díaz-Canel volvió al viejo argumento del “bloqueo” como causa de las penurias y atribuyó la incitación de las protestas a los Estados Unidos a través de mercenarios y traidores a la patria. La represión y el llamado a los revolucionarios a tomar las calles revelan la debilidad de un gobierno atrincherado y sin un relato alternativo que transmita esperanzas a la población. Finalmente, llamaron a Raúl Castro, ya retirado, a participar en una manifestación multitudinaria en favor de la revolución ante la embajada de Estados Unidos en La Habana.
El 11 de julio no fue una protesta más, reveló a un país exhausto por sucesivas crisis desde el Periodo Especial en Tiempos de Paz que siguió a la caída de la Unión Soviética. Varias generaciones han crecido viendo sus expectativas frustradas, con la salida del país como única alternativa de proyecto de vida. Las actuales protestas anuncian la necesidad de más cambios estructurales. No han salido a la calle solo los tradicionales opositores, de sobra conocidos por el régimen. Es una protesta más transversal, liderada por jóvenes que quieren quedarse en el país y piden transformaciones reales. Además, Cuba ya no cuenta con los recursos de un aliado exterior como Venezuela, que le permitió sortear el bache en anteriores crisis económicas. Los ciudadanos, sobre todo los jóvenes, se sienten abandonados y que tienen poco que perder. Si la cúpula política se niega a asumir el descontento popular y tacha de “enemigos” a los que piden reformas crecerán la polarización y los conflictos. Se acaban los días del pensamiento único dentro de una revolución que pudo ser justa e inspiradora en su momento, pero que tras 62 años ha derivado en un régimen autoritario que concentra el poder en pocas manos. El gobierno debe atender el descontento popular y asumir errores propios permitiendo una apertura política y económica real. En esa dirección tendrían el apoyo de la comunidad internacional, que mayoritariamente ha reclamado el levantamiento del embargo para terminar con la excepcionalidad cubana.
Palabras clave: Cuba, protestas, Covid-19, castrismo, América Latina, Díaz-Canel, Raúl, Fidel, embargo
E-ISSN: 2014-0843