La información: bien público, instrumento democrático y arma arrojadiza
La información es un bien público: cuanto más conocimiento sobre las sociedades y cómo se gobiernan exista, mejor podrán funcionar los sistemas democráticos. Sin embargo, la digitalización de la esfera pública y la superabundancia de contenidos han alterado la conversación democrática. El desorden informativo amenaza libertades fundamentales: el derecho a la libertad de pensamiento y el derecho a opinar sin interferencias; el derecho a la privacidad y a la participación política. La información empodera, pero su manipulación ha exacerbado todavía más la polarización social y política.
La información es un derecho; un derecho multiplicador de otros derechos. En 1991, solo 12 países en todo el mundo habían aprobado leyes que garantizaban el acceso de los ciudadanos a la información gubernamental; en 2009, la cifra ascendía a 40 países y, en 2019, se llegó hasta los 126. La UNESCO reconoce el libre acceso a la información como una herramienta indispensable para la participación democrática, que promueve la rendición de cuentas y la transparencia en el gobierno, y permite un debate público más sólido e informado. El acceso a la información es también una parte integral de la libertad de expresión, para la promoción del estado de derecho y la generación de confianza. La información, por tanto, es un bien público. Pero la irrupción de la comunicación digital ha alterado los flujos de información, nuestra relación individual con la producción y el consumo de contenidos y, con ello, su impacto en los procesos democráticos.
En la «era de la información» (Castells, 1996) y de la hiperconectividad, la superabundancia de contenidos nos ha sumergido en una «ilusión del conocimiento», como lo denominaron Stephen Sloman y Philipe Fernbach (2017). Internet ha multiplicado nuestras posibilidades informativas, pero nos faltan herramientas para discernir la veracidad de tantos mensajes, muchas veces contradictorios. Si la información circula desconectada de la realidad, la verdad entra en crisis; «se pierde la creencia en la facticidad»(Byung-Chul Han, 2022: 71).
Vivimos una revolución informacional con cambios a escala global que han transformado nuestro entorno más inmediato y nuestra cotidianidad. La digitalización de la información, la innovación y el acceso a contenido multimedia, así como el auge de Internet como un canal de distribución gratuito y de fácil acceso ha erosionado la posición del periodismo. El poder de intermediación de unos medios tradicionales que ostentaban el monopolio de la interpretación de la realidad ha sido sustituido por la intermediación algorítmica que determina la relevancia de los contenidos a partir de categorías que poco tienen que ver con la información de calidad y un interés público genuino. Las redes sociales, con su burbuja de filtros y la información política microfocalizada, han hecho el resto.
Nuestra realidad cotidiana se ve influida por flujos de información personalizada que refuerzan ideas preconcebidas. La esfera pública es hoy tan global como fragmentada en universos de información completamente diferentes. La globalización económica y la desterritorialización de Internet han desencadenado procesos sociales y culturales con un impacto claramente local, precisamente en un momento en que los medios de comunicación locales han experimentado una transición problemática hacia la digitalización. Los periodistas –«los custodios de la esfera pública», como les llama la Premio Nobel de la Paz, Maria Ressa– viven su propia crisis de acceso, gestión y monetización de la información, bajo la presión de la inmediatez y una competición feroz por la atención de los usuarios.
Información de proximidad
A pesar de ello, el Digital News Report 2021 del Reuters Institute confirmaba la correlación entre el sentimiento de apego o pertenencia a una comunidad con el alto número de lectores de noticias locales, así como con los altos niveles de confianza en las noticias locales y regionales registrados en gran parte de Europa. Sin embargo, en números totales, el consumo de noticias locales es bajo en todo el continente, viéndose muchos de estos medios amenazados por la digitalización y las dificultades económicas que ha comportado la crisis del modelo de negocio. Lo mismo ocurre con los medios públicos, destinados a operar libres de influencias políticas o comerciales, pero sujetos también a la competencia de mercado, así como a las presiones políticas y económicas.
Como asegura el Nieman Report, «cuando el periodismo local decae, también lo hace la transparencia del gobierno y el compromiso cívico». Por tanto, «menos noticias locales significa menos democracia». Lo confirma Rasmus Kleis Nielsen (2015), quien apunta que los medios de comunicación locales son una parte importante de la representación colectiva; tradicionalmente, «han ayudado a la gente a imaginarse a sí mismos como parte de una comunidad, conectada también a través de sus noticias locales compartidas, unida por algo más que la proximidad geográfica o política, y por unos límites administrativos definidos». Bien ejecutado, el periodismo local puede ser el mecanismo de rendición de cuentas más próximo a la ciudadanía. Según las investigaciones de Nielsen en distintos países europeos, este ayuda a reducir la corrupción gubernamental y alienta la participación pública en la política local. En el caso de Estados Unidos, diversos estudios demuestran que la crisis y cierre de medios locales ha contribuido a la polarización del voto, arrastrado por el marco de confrontación partidista que determina el juego político en Washington (Darr, 2008).
En solo una década de crisis económica y financiera, y con la irrupción masiva de la digitalización y su impacto en el modelo de negocio tradicional, el colapso de la prensa local en Estados Unidos fue abrumador. En 2006, los periódicos estadounidenses vendían más de 49.000 millones de dólares en anuncios, empleaban todavía a más de 74.000 personas y llegaban semanalmente a unos 52 millones de lectores en todo el país. Para 2017, los ingresos publicitarios se habían reducido ya hasta los 16.500 millones de dólares (una caída del 66%); la plantilla de los periódicos cayó, en general, un 47%, a poco más de 39.000 trabajadores; y la circulación entre semana descendió por debajo de los 31 millones.
A este debilitamiento general se le suma un proceso de polarización que ha arrastrado también a la prensa en general. Un estudio de la organización More in Common constató, en 2019, que «cuantas más noticias consumía la gente, mayor era su brecha de percepción». Entre las personas que dijeron que leían las noticias «la mayor parte del tiempo» su percepción de la realidad estaba casi tres veces más distorsionada que aquellas que dijeron que leían las noticias «solo de vez en cuando», de lo que deducían que la cobertura de los medios de comunicación en Estados Unidos estaba alimentando percepciones erróneas.
La democracia es un régimen de opinión; un conflicto de interpretaciones; una conversación entre los votantes y los políticos (Innerarity y Colomina, 2020). Pero, para ello, la información y las narrativas compartidas son una precondición del discurso público democrático. La democracia depende de la capacidad de sus ciudadanos de tomar decisiones informadas. Sin embargo, «los medios polarizados no enfatizan los puntos en común, usan las diferencias como armas» (Klein, 2020: 149), y las redes sociales han contribuido a destruir nuestra realidad compartida, el lugar en que se da la democracia (Ressa, 2023: 18). La digitalización ha aumentado la vulnerabilidad de los ciudadanos al discurso de odio y la desinformación, mejorando la capacidad de los actores estatales y no estatales para socavar el derecho a elecciones libres y justas, así como el derecho a la libertad de expresión.
«En un mundo inundado de información irrelevante, la claridad es poder», así arrancan las 21 lecciones para el siglo xxi de Yuval Noah Harari (2018). Pero el proceso de digitalización ha alterado incluso el mismo concepto de poder en favor de grandes plataformas tecnológicas, que impulsan artificialmente aquel contenido que genera reacciones entre los usuarios y, por tanto, les reportan beneficios económicos a cambio de vender la atención de los usuarios a los anunciantes. Es la información –o el contenido en general– convertida en la máxima expresión de un producto a explotar, independientemente de su calidad o veracidad.
Si, por definición, un bien público no puede ser rehén de la rivalidad ni de la especulación, la digitalización de la conversación pública en redes sociales de propiedad privada y la manipulación de la verdad, viralizada aprovechando la superabundancia de contenidos que ofrece la red, supone una aceleración en sentido contrario. No se trata solo del derecho a la información o a Internet, como espacio clave en la distribución de contenido y en la socialización individual y colectiva, sino del acceso a información de calidad y a contenido fiable.
El relator especial de Naciones Unidas sobre Internet, Frank LaRue, reconocía que el proceso de digitalización plantea algunas paradojas en cuanto a derechos de los ciudadanos. A pesar de que no era partidario de aprovechar los derechos humanos existentes (como la libertad de expresión y la libertad de asociación) en relación con el uso de Internet, en lugar de crear un «nuevo derecho humano a Internet», también reconocía que el acceso a Internet se está convirtiendo rápidamente en un habilitador económico y social indispensable dentro de un mundo hiperconectado; y que, por tanto, sin acceso a Internet es cada vez más difícil aprovechar al máximo los derechos humanos existentes —tanto la libertad de expresión como los derechos políticos, o las libertades sociales y económicas–. Y esta es la paradoja actual: «Internet se ha convertido en un medio clave a través del cual las personas pueden ejercer su derecho a la libertad y expresión», según LaRue. Las redes sociales son una plataforma para la movilización ciudadana y la creación de conciencia colectiva; pero también es el espacio multiplicador de un «desorden informativo» hecho de desinformación, falsedades, descontextualizaciones, filtraciones interesadas, campañas orquestadas, o censuras. Una superabundancia de contenidos que navegan a través de las líneas difusas entre información y opinión, o entre lo esencial y lo anecdótico, y que han erosionado profundamente los espacios de discusión democrática.
Referencias bibliográficas
Castells, Manuel. La era de la información. Economía, sociedad y cultura. Vol. 1. CDMX: Siglo xxi editores, 1996.
Darr, Joshua P.; Hitt, Matthew P. y Dunaway Johanna L. «Newspaper Closures Polarize Voting Behavior». Journal of Communication, vol. 68, n.º 6 (noviembre de 2008), p. 1007-1028.
Han, Byung-Chul. Infocracia. Barcelona: Penguin Random House, 2022.
Harari, Yuval Noah. 21 lecciones para el siglo XXI. Barcelona: Penguin Random House, 2018.
Innerarity, Daniel y Colomina, Carme. «La verdad en las democracias algorítmicas». Revista CIDOB d’Afers Internacionals, n.º 124 (abril de 2020), p. 11-23.
Klein, Ezra. Why We’re Polarized. Londres: Profile Books Ltd., 2020.
Nielsen, Rasmus Kleis (coord.). «Local journalism. The decline of newspapers and the rise of digital media». Reuters Institute for the Study of Journalism, University of Oxford, 2015.
Ressa, Maria. Cómo luchar contra un dictador. Barcelona: Edicions 62, 2023.
Sloman, Steven A. y Fernbach, Philip. The knowledge illusion: Why we never think alone. Nueva York: Riverhead Books, 2017.
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