La falsa transición democrática de al-Sisi
Ricard Gonzàlez
Politólogo y periodista
8 de julio de 2014 / Opinión CIDOB, n.º 250 / E-ISSN 2014-0843
Cuando hace apenas un año, el general Abdelfattah al-Sisi depuso al rais Mohamed Mursi, poniendo fin a un año de experimento islamista en Egipto, prometió iniciar un proceso de transición democrática, inscrito después en la llamada hoja de ruta. La mayoría de partidos laicos aplaudieron el golpe de fuerza de los militares con la esperanza de que serviría para corregir los fallos cometidos durante dos convulsos años de transición. Doce meses después, es evidente que el objetivo de las autoridades no es profundizar en la democratización, sino todo lo contrario: la restauración de un orden autocrático sobre unos nuevos pilares.
Pese a que el país se ha dotado de instituciones y procesos de apariencia democrática, incluyendo una constitución que protege los derechos individuales, no es necesario profundizar demasiado para darse cuenta de que estos cambios constituyen tan solo una fachada. Las cifras registradas este último año son suficientemente elocuentes: más de 2.000 personas han muerto a manos de las fuerzas de seguridad, y cerca de 20.000 han sido arrestadas en el transcurso de protestas o bien por delitos de opinión. Además, muchas de ellas han sido sometidas a torturas en comisarías y prisiones sin que el gobierno haya hecho nada para evitarlo o para juzgar a los responsables. Según Amnistía Internacional, un año después del golpe, el régimen actual «está fracasando a todos los niveles en la cuestión de los derechos humanos».
Los activistas y líderes de los Hermanos Musulmanes han sido las principales víctimas de la represión del Estado. Después de haber sido etiquetada como «organización terrorista», se han prohibido todas las actividades de la cofradía islamista y se han congelado los fondos de sus miembros y entidades afines. Prácticamente, la totalidad de su cúpula, incluyendo el ex rais Mursi, están entre rejas y se enfrentan a un buen número de procesos judiciales que les pueden comportar duras condenas. De hecho, su Guía Supremo, Mohamed Badie, ya cuenta con una sentencia firme de pena de muerte. El movimiento, que durante la era Mubarak consiguió ser tolerado, no sufría un golpe tan duro desde hace más de seis décadas.
Con las protestas severamente restringidas por una draconiana ley de manifestaciones, la principal expresión contestataria son los atentados terroristas atribuidos a grupos de inspiración yihadista. Si bien las fuerzas de seguridad han sido capaces de limitar el alcance de la insurgencia islamista con detenciones masivas, una oleada de atentados a finales de junio ha demostrado que estos grupos no han sido descabezados. Según el Ministerio del Interior, en un año habrían muerto cerca de 500 personas, entre soldados y agentes de policía. La amenaza terrorista ha sido utilizada repetidamente por el Gobierno para justificar los recortes en materia de derechos y los excesos policiales.
Desde finales del año pasado, el acoso policial y legal se ha extendido también a los activistas laicos, incluidos algunos símbolos de la Revolución de 2011, como Ahmed Maher o Alaa Abdelfattah. Docenas de jóvenes revolucionarios han sido condenados a largas penas de prisión por el simple hecho de haber participado en «manifestaciones ilegales». En un esfuerzo por silenciar cualquier posible voz disidente, se han clausurado periódicos y televisiones afines a la oposición. Cerca de una veintena de periodistas y colaboradores de la cadena Al Jazeera recibieron una dura sentencia de entre siete y diez años de prisión en un juicio de gran impacto mediático.
Aunque los países occidentales han levantado la voz para censurar los peores excesos de la campaña represiva, como el brutal desalojo de los campamentos islamistas de Rabaa Adauiya o las condenas masivas a la pena de muerte en la provincia de Minia, parecen más bien resignados ante la consolidación del régimen actual. Durante los días posteriores al golpe de Estado, los líderes de los Hermanos Musulmanes confiaron en que la presión de Occidente revertiría la situación, una esperanza que se mostró como una simple ilusión. El Gobierno egipcio, tutelado por el Ejército, ha podido compensar con creces la caída de las ayudas occidentales gracias a las generosas contribuciones de las petromonarquías del Golfo Pérsico. En un año, Egipto ha recibido más de 20.000 millones de dólares del Golfo, una cifra que convierte en migajas la suspensión parcial de los 1.200 millones de dólares que le conceden anualmente los Estados Unidos.
Sin embargo, el régimen tiene serios desafíos para los próximos meses. El principal es la necesidad de aplicar unos recortes sustanciales al gasto público, ya que, al superar el 12% los últimos tres años, su déficit público es insostenible. El flamante rais Al-Sisi ha insistido en la necesidad de hacer frente a sacrificios y ha sugerido una reducción importante en los subsidios a la gasolina. Habrá que ver hasta qué punto es capaz de aplicar una medida tan impopular, anunciada pero nunca implementada por sus predecesores.
El otro reto es la celebración de las elecciones legislativas, previstas para el otoño, que culminarían la actual hoja de ruta. El Gobierno ha presentado una ley electoral que margina los partidos políticos a favor de las candidaturas individuales, lo que favorece a los caciques de la época Mubarak. Se trata de un intento por controlar la vida política del país desde el palacio presidencial de Itihadiya. La mayoría de partidos laicos ha rechazado categóricamente la ley y podrían boicotear las elecciones.
La baja participación registrada en las elecciones presidenciales de mayo, en las que Al-Sisi barrió con un 96% de los sufragios, sugieren que sus apoyos van a la baja. Los jóvenes, el grupo que lideró la revolución del 2011 contra Hosni Mubarak, fue el colectivo con un mayor índice de abstención. Si no es capaz de mejorar las condiciones de vida de los egipcios durante los próximos meses, el flamante rais podría enfrentarse a una nueva oleada de movilizaciones. Pese al celo represivo de las fuerzas de seguridad y las ansias de estabilidad de una buena parte de la población, no se puede descartar un último acto de rebeldía de una sociedad aún tomada por el espíritu revolucionario.