Kirguizstán, ante unas elecciones cruciales para su estabilidad inmediata
Nicolás de Pedro,
investigador de CIDOB
25 de octubre de 2011 / Opinión CIDOB, n.º 132
Por vez primera en el Asia Central postsoviética, el resultado de unas elecciones presidenciales no es evidente de antemano. Ello es, sin duda, saludable, pero ni el contexto de crisis profunda ni los candidatos invitan al optimismo.
El país arrastra una larga y profunda crisis de gobernabilidad. Los planes de los primeros años noventa de convertir a Kirguizstán en un país democrático y próspero, la “Suiza de Asia Central” se decía entonces, fracasaron por completo. En marzo de 2005, la conocida como revolución de los tulipanes puso fin de forma incruenta al régimen de Askar Akáyev, el primer presidente del Kirguizstán independiente. Sin embargo, las ilusiones se desvanecieron pronto. A un periodo marcado por el nepotismo y la corrupción le sucedió otro mucho peor. Además de por su autoritarismo y fraudes electorales, el régimen de Kurmanbek Bakíyev se caracterizó por el saqueo del país a manos de una camarilla clientelar asociada, en muchos casos, con todo tipo de actividades criminales, incluyendo el lucrativo tráfico de heroína afgana.
El hartazgo de la población con el deterioro de las condiciones de vida condujo a las revueltas de abril de 2010 en la capital, Bishkek. A diferencia de su predecesor, Bakíyev trató de aplacar violentamente las protestas. No le sirvió para mantenerse en el poder, pero dejó un saldo de 90 muertos y mil quinientos heridos. Durante algún tiempo, el país estuvo al borde del colapso. Especialmente en el sur, donde el enfrentamiento político se mezcló con tensiones étnicas y desembocó en un brutal estallido de violencia en junio de ese mismo año. Los casi 500 muertos, 2.000 heridos, 400.000 desplazados y 3.000 viviendas y negocios destruidos, dan cuenta de la magnitud de la tragedia. Pero la vileza de los perpetradores de este intento de limpieza étnica sólo se aprecia en toda su crudeza en los relatos de las víctimas, pertenecientes, en su gran mayoría a la minoría uzbeka.
A pesar de todo, el Gobierno interino consiguió continuar con su agenda y aprobar, mediante referéndum, una nueva Constitución que refuerza notablemente el papel del Parlamento. Roza Otunbáyeva, la presidenta interina desde la caída de Bakíyev, es conocida por su talante democrático y su integridad personal. Desgraciadamente para Kirguizstán, ni puede presentarse a estas elecciones (por limitación constitucional) ni cuenta con una base de poder propia en el país y, en cualquier caso, su control sobre la situación es escaso. Los últimos meses han estado marcados por graves enfrentamientos entre los miembros de la coalición tripartita que domina el Parlamento y el repunte de las tensiones étnicas en el sur. Es en este contexto en el que se celebran las elecciones presidenciales del 30 de octubre en Kirguizstán
El hasta hace poco primer ministro, Almazbek Atambáyev, es el máximo favorito para ganar y, dadas las circunstancias, se le puede considerar algo así como un “mal menor”. No obstante, resulta poco probable que pueda imponerse sin necesidad de recurrir a una segunda vuelta. La presencia de veinte candidatos hace previsible un voto disperso y, además, algunos de estos, como los nacionalistas Kamchybek Tashíev o Adaján Madumárov, cuentan con apoyos significativos en sus feudos del sur. La perspectiva de una segunda vuelta con los dos candidatos más votados es la que encierra mayores peligros potenciales. La costumbre de organizar algaradas callejeras como medio de presión está demasiado extendida como para que no resulte previsible. Y menos aún con el perfil de los principales candidatos, como Tashíev, por ejemplo, conocido no sólo por su nacionalismo agresivo sino también por su afición a recurrir a los puños para solventar sus enfrentamientos políticos. No en vano este ex boxeador recluta a muchos de sus seguidores entre lo más selecto de los gimnasios más sórdidos. Muchos de sus seguidores, por cierto, fueron los principales instigadores y ejecutores de la violencia interétnica de junio de 2010.
La fractura norte-sur es determinante en el panorama político kirguiz. Tradicionalmente, los kirguises del norte dominan la escena política en Bishkek. Sin embargo, los últimos años han estado marcados por la ascensión de líderes del sur, el ex presidente Bakíyev entre ellos, que se caracterizan por un nacionalismo más exacerbado, si bien no son los únicos exponentes. El nacionalismo está en auge en todo el país y, desde un punto de vista conceptual, las posiciones de los líderes kirguises del norte y el sur son muy similares. La diferencia radica en que el ascenso de los nacionalistas del sur se produce en un entorno marcado por la polarización étnica, ya que la minoría uzbeka se concentra fundamentalmente en Osh y Jalalabad, capitales de la zona meridional y de la parte kirguiz del valle de Fergana, epicentro del fenómeno islamista en Asia Central. El desamparo institucional y la falta de perspectivas vitales facilitan que muchos jóvenes uzbekos simpaticen con las organizaciones islamistas que pululan por la zona. Los jóvenes kirguises del sur, también musulmanes, pero con un grado de islamización mucho menor, suelen referirse despectivamente a los uzbekos como “wahabíes”. El auge de grupos criminales dedicados al narcotráfico o al contrabando de productos chinos, junto con la depauperada situación social, completan un panorama explosivo.
Durante algunos años, el remoto Kirguizstán ha ocupado un lugar destacado en la agenda de las grandes potencias. Los dirigentes kirguises, como muchos otros en la región, se han alimentado (y beneficiado) durante años de la narrativa del llamado nuevo “gran juego” que confiere una importancia geoestratégica crucial a Asia Central. Pero se han producido cambios en la agenda de los grandes actores. Para EEUU la base aérea de Manás, próxima a Bishkek, sigue siendo un importante apoyo logístico para la misión desplegada en Afganistán. Sin embargo, EEUU planea la retirada del escenario afgano y ha relanzado su cooperación militar con Uzbekistán, un país que, desde un punto de vista logístico y estratégico, resulta de mayor valor que Kirguizstán. Rusia también dispone de una base aérea en el país y no abandona su retórica de reafirmación en el espacio postsoviético, pero su negativa a intervenir durante el conflicto interétnico en junio de 2010 es un precedente significativo de su limitada capacidad para actuar como garante de la seguridad y estabilidad regionales. China no dispone de presencia militar y, aunque los rumores sobre su interés por abrir una base son recurrentes en los últimos años, a día de hoy, resulta impensable que se materialice, tanto por los profundos recelos antichinos de la población kirguiz como por la manifiesta oposición de Moscú a la idea. La UE, como en otros escenarios, actúa de forma errática, pero Kirguizstán sigue siendo el mejor asidero para su pretendida apuesta por la democratización regional, aunque su capacidad para influir es muy limitada.
Por todo ello, si la situación estalla, es poco probable que alguno de estos actores tenga la voluntad y/o la capacidad para intervenir en el agitado y complejo avispero en el que tiene visos de convertirse Kirguizstán. Un resultado nítido en estas elecciones y una mayor grado de responsabilidad de los principales actores políticos kirguises serán, por ello, cruciales para asegurar una cierta estabilidad futura.
Nicolás de Pedro,
investigador de CIDOB