Europa y el Mediterráneo: ¿qué futuro en común?

Nota Internacional CIDOB 261
Fecha de publicación: 11/2021
Autor:
Haizam Amirah Fernández, investigador principal, Real Instituto Elcano y Eduard Soler i Lecha, investigador sénior, CIDOB
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Una versión anterior de este análisis apareció en el informe «A moment to reflect: Creating Euro-Mediterranean bonds that deliver», publicado por el Real Instituto Elcano, CIDOB  (Barcelona Centre for International Affairs) y la Fundación Friedrich Naumann para la Libertad.

¿Por qué es importante el Mediterráneo? 

El Mediterráneo es un puente y un foso, un mar de encuentro entre civilizaciones y, al mismo tiempo, una frontera que separa realidades muy diferentes. Hoy en día, el Mediterráneo es un compendio de casi todos los grandes problemas a los que se enfrenta la comunidad internacional. Los notables y crecientes desequilibrios demográficos y económicos entre sus riberas norte y sur, combinados con los conflictos sociopolíticos, están provocando una multiplicidad de dinámicas, varias de las cuales representan amenazas para la seguridad y la prosperidad de las personas que viven alrededor de la cuenca mediterránea y más allá. 

La región mediterránea está experimentando una intensa transformación desde 2011, en parte como consecuencia de las revueltas antiautoritarias –conocidas como «despertar árabe» o «primavera árabe»– que han afectado a varios países de la región. Es probable que este proceso se acelere como consecuencia de las múltiples crisis provocadas por la pandemia de la COVID-19. Su impacto socioeconómico se está dejando sentir en toda la región mediterránea. No se puede descartar que, en un futuro no muy lejano, las crisis provocadas por la pandemia provoquen cambios en forma de convulsiones sociales, violencia o el colapso de los servicios e instituciones estatales. 

La tendencia en torno al Mediterráneo, cuando se trata de paz y estabilidad, no es alentadora. A principios de 2011, no había estados fallidos en el sur del Mediterráneo. Diez años más tarde, ya había dos estados fallidos devastados por guerras civiles alimentadas desde el exterior (Siria y Libia), mientras que otros países estaban cada vez más sometidos a tensiones debido a la desconexión entre sus estados ineficientes y sus sociedades insatisfechas (Líbano y Argelia, entre otros). El nuevo contexto internacional marcado por la emergencia global provocada por la pandemia de la COVID-19 puede ser un factor agravante de los problemas existentes y un multiplicador de conflictos en torno al Mediterráneo, pero también podría generar nuevas oportunidades de cooperación y desarrollo inclusivo, si se ponen en marcha y se mantienen las políticas y los enfoques adecuados. 

¿De dónde venimos? 

El Mediterráneo es una de las zonas en las que la Unión Europea (UE) ha desplegado más esfuerzos y en la que ha dedicado mucha creatividad e imaginación para replantear los marcos de cooperación. Cuando se puso en marcha el Partenariado Euromediterráneo (PEM) en 1995, algunos de los principales objetivos recogidos en la Declaración de Barcelona eran establecer «un espacio común de paz, estabilidad y prosperidad compartidas», poner en marcha una «zona de libre comercio euromediterránea» antes de 2010, trabajar por el «fortalecimiento de la democracia y el respeto de los derechos humanos», así como desarrollar un «partenariado euromediterráneo para un mayor entendimiento y cercanía entre los pueblos». Más de veinticinco años después, ninguno de esos objetivos se ha alcanzado. Ni la posterior Política Europea de Vecindad (PEV) ni la Unión por el Mediterráneo (UpM) han avanzado de forma significativa en la consecución de esos objetivos. 

La situación regional es hoy peor, a varios niveles, que en 1995: han surgido nuevos conflictos y los antiguos no se han resuelto; la región ha multiplicado el número de refugiados y desplazados internos; las desigualdades entre las dos orillas, e incluso dentro de cada uno de los países, han aumentado; con pocas excepciones, el respeto a los derechos humanos y las libertades políticas ha retrocedido en la mayoría de los países del sur y el este del Mediterráneo; y las tendencias antiliberales también se han apuntalado en la UE. A pesar de los grandes avances en materia de transporte y conectividad, la brecha emocional entre Europa y sus vecinos se ha ampliado. Teniendo en cuenta los objetivos marcados entonces en la Declaración de Barcelona, es innegable que la UE y sus socios del sur y el este del Mediterráneo no han conseguido transformar la región de forma positiva. Ese fracaso ha generado un profundo sentimiento de fatiga e incluso de frustración. 

Si la UE quiere que se corrija el rumbo de sus relaciones con el sur y el este del Mediterráneo, debería empezar por reconocer que las buenas intenciones del plan inicial no han ido acompañadas de voluntad política ni de los instrumentos adecuados. Ciertamente, el contexto en el que se han desarrollado las relaciones euromediterráneas ha sido de todo menos fácil: el colapso del proceso de paz israelo-palestino; las agudas tensiones geopolíticas entre las potencias regionales de Oriente Medio, pero también entre la UE y actores globales reemergentes como Rusia; las políticas y discursos incendiarios de Trump; así como la concatenación de crisis globales y europeas que van desde la crisis financiera de 2008 hasta el Brexit y la COVID-19. Y, sin embargo, aludir a este contexto hostil no debería impedir a los defensores de unas relaciones euromediterráneas más fuertes y amplias reevaluar críticamente las prioridades y las herramientas para identificar qué ha fallado y hasta qué punto pueden explorarse vías alternativas. 

Una de las principales razones que explican las inconsistencias y la falta de coherencia entre los discursos y los resultados de las políticas se encuentra en una idea generalizada y excesivamente simplificadora. Durante décadas, la UE ha estado atrapada en lo que percibía como un «dilema entre valores e intereses»: si quería ser fiel a sus valores, tendría que presionar para lograr una auténtica reforma democrática, pero si trataba de defender sus intereses inmediatos, tendría que mantener relaciones amistosas con las autocracias. Sin embargo, desde hace muchos años, el problema de la definición de intereses ha generado una falsa dicotomía entre seguridad y democratización en la vecindad mediterránea de Europa. Ni que decir tiene que los regímenes no democráticos se sienten cómodos con esa dicotomía y la promueven activamente. 

En resumen, mientras la UE se presentaba como una «potencia transformadora» en la vecindad sur y sus socios en la región estaban de acuerdo, en principio, con la agenda transformadora en 1995, las políticas que apoyaban el paradigma de la «estabilidad autoritaria» han contribuido decisivamente a fortalecer a los actores que favorecían el statu quo. Todo ello condujo a un deterioro de la estabilidad, a la falta de progreso económico, al aumento de las desigualdades y del malestar social y a la instrumentalización de la política de la identidad y del miedo para ocultar la incapacidad de responder a las demandas y necesidades de la ciudadanía de la región. 

¿En qué punto nos encontramos? 

Los factores globales, pero también los cambios en Europa y en el Mediterráneo, tienen un gran impacto en las posibilidades de dar una nueva vida a las relaciones euromediterráneas. El lanzamiento del Proceso de Barcelona, en 1995, reflejó un momento de entusiasmo con la globalización, una necesidad de reequilibrar las prioridades internacionales de Europa y un deseo largamente esperado de paz en Oriente Medio que parecía avistarse tras la firma de los Acuerdos de Oslo. Del mismo modo, debemos preguntarnos hasta qué punto el contexto actual puede permitir, o dificultar, los intentos de promover una dinámica de cooperación más potente en esta región, y cómo puede configurar la agenda en los próximos años. 

A nivel mundial, el multilateralismo ha sido abiertamente cuestionado. La ONU cumplió 75 años en un momento en el que la todavía primera potencia mundial, Estados Unidos, había erosionado su compromiso con el sistema que contribuyó a forjar. Bajo el mandato del expresidente estadounidense Donald Trump, las víctimas multilaterales se fueron acumulando: el Acuerdo de París sobre el cambio climático, la retirada de la UNESCO y del acuerdo nuclear con Irán (JCPOA, en sus siglas en inglés), el fin de la financiación de la UNRWA (la agencia encargada de los refugiados palestinos) y de la Organización Mundial de la Salud (OMS). El nuevo presidente de Estados Unidos, Joe Biden, ha cambiado rápidamente el rumbo de las acciones, a pesar de las profundas fisuras en la sociedad y la política estadounidenses. La UE también sigue siendo una firme defensora del multilateralismo y trata de explorar alianzas con países y organizaciones regionales para preservarlo. Sin embargo, persisten las dudas sobre la capacidad de estos esfuerzos de restauración para revertir las tendencias existentes. Además, la palpable naturaleza multipolar del sistema interno se une a una actitud más asertiva –incluso agresiva– de las potencias globales y regionales emergentes. 

La competición por el control de territorios estratégicos –y el Mediterráneo es uno de ellos– indica que la «vieja geopolítica» está de vuelta. Se está gestando un mundo más fragmentado, pero también cada vez más interconectado e interdependiente. La propagación de la pandemia de la COVID-19 y el alcance global de sus consecuencias sociales y económicas ha sido un duro golpe de realidad que ha amplificado muchos de los problemas existentes, entre ellos las desigualdades multidimensionales (de renta, de género y generacionales, entre otras). Este mundo que se siente más vulnerable es, sin embargo, cada vez más consciente de los grandes retos sistémicos a los que deberá enfrentarse –cambio climático, descarbonización, digitalización– y que en su mayoría requieren de la cooperación internacional. La lucha contra la pandemia es uno de los muchos temas en los que los líderes mundiales están teniendo que elegir entre cooperación o competencia. Las relaciones euromediterráneas son esencialmente un proyecto multilateral que no puede sino sufrir si el multilateralismo se erosiona aún más, si la competencia prevalece sobre los impulsos cooperativos y si esta región se convierte en objeto de diseños geopolíticos regionales o globales completamente desconectados de las necesidades y demandas de los pueblos. 

La UE, principal impulsora del Partenariado Euromediterráneo, lleva más de una década lidiando con crisis superpuestas que incluyen, entre otras, los nefastos efectos de la crisis financiera mundial, que ampliaron la brecha entre los países europeos del norte y del sur y entre acreedores y deudores; el auge de los movimientos euroescépticos, que han atacado a las instituciones de la UE, pero también han recurrido a una retórica antiliberal, nacionalista e islamófoba; la proliferación de conflictos en sus vecinos del sur y del este, que ha provocado un aumento de la presión migratoria hacia Europa; la traumática experiencia de la salida del Reino Unido de la UE; y las diferencias cada vez más visibles entre los estados miembros en cuestiones clave de política exterior. Una vez más, la pandemia de la COVID-19 amplifica la relevancia de estas fracturas, a pesar de lo cual la ambición del fondo de recuperación de la UE se considera en gran medida un reconocimiento de que se han extraído lecciones de los fracasos de la gestión de las anteriores crisis. 

La ambición de la UE de implicar a sus vecinos del sur en grandes proyectos de transformación se manifestó en la Comunicación Conjunta «Asociación renovada con los vecinos del sur», publicada en febrero de 2021 por el Alto Representante y la Comisión Europea. Este documento político se centraba en cinco ámbitos prioritarios: desarrollo humano; buen gobierno y Estado de derecho; digitalización; paz y seguridad; migración y movilidad; y transición verde vinculada a la resiliencia climática, a la energía y al medio ambiente. Esto llega en un momento en el que se reclama una Europa más geopolítica que busque una mayor autonomía estratégica. Sin embargo, la Comunicación de la UE se refiere a «una nueva agenda para el Mediterráneo», pero sin explicitar cómo piensa la UE promover las reformas en los países vecinos en términos de los incentivos que está preparada a ofrecer o los riesgos que está dispuesta a asumir para ayudar a transformar su vecindario sur. 

El Mediterráneo está lejos de formar parte de un anillo de países prósperos, estables, bien gobernados y amistosos, como pretendía la Política Europea de Vecindad en 2004. Todo lo contrario. No se han abordado las causas del descontento social que en 2011 –y de nuevo en 2019– desembocó en protestas masivas en varios países árabes. Los persistentes niveles de desempleo juvenil, las brechas de género y territoriales, la corrupción cotidiana, la impunidad, las violaciones de los derechos humanos, las instituciones disfuncionales, así como los servicios públicos deficientes están contribuyendo a alimentar la desesperación y el malestar social. 

La región también ha sido testigo de la proliferación de nuevos conflictos, que a menudo se entrecruzan entre sí y dificultan aún más su resolución. Las consecuencias son bien conocidas: millones de desplazados internos y refugiados, infraestructuras dañadas y generaciones brutalizadas. Estos nuevos focos de inestabilidad se suman a los conflictos más antiguos, con el israelo-palestino en la cúspide y su solución de dos estados corriendo el riesgo de convertirse en una ficción diplomática. A pesar de este deprimente estado de cosas, las sociedades de la región han demostrado no sólo su capacidad de resistencia, sino también su madurez política, su valor, su dinamismo y su creatividad, también al enfrentarse a los efectos de la pandemia de la COVID-19. Lo que resulta menos evidente es hasta qué punto los responsables políticos de la región se están dando cuenta de los costes de la inacción y de la necesidad de ofrecer una perspectiva de cambio. 

¿Hacia dónde nos podríamos estar dirigiendo? 

Aunque los riesgos son evidentes, el futuro de esta región y de sus relaciones con Europa no está predeterminado. Se pueden imaginar distintos futuros alternativos y, aunque condicionados por una pesada historia y por megatendencias que difícilmente se revertirán a corto plazo, las acciones o inacciones de hoy nos llevarán a uno u otro escenario. Asumir que el cambio es posible, y que las acciones que se emprendan desde ahora podrían conducir a la región hacia futuros distintos, es el primer paso para inducir a los responsables de la toma de decisiones y a las partes interesadas a actuar conjuntamente para evitar aquellos escenarios que socavan sus intereses y valores, y para plantar las semillas de un futuro más brillante. 

El punto de partida de este análisis y del ejercicio colectivo de reflexión que lo sustenta es que nos encontramos en una coyuntura crítica, debido, entre otras cosas, a la coincidencia del 30º aniversario de la Conferencia de Madrid por la paz en Oriente Medio, el cuarto de siglo del Proceso de Barcelona, el 10º aniversario de las revueltas árabes y los efectos nefastos de la pandemia de la COVID-19 en ambas orillas del Mediterráneo. Se pueden imaginar tres futuros alternativos si se toma como variable principal de cambio la calidad y la naturaleza de las relaciones entre los países del espacio euromediterráneo. Este informe no es neutral y pretende explícitamente arrojar luz sobre las ventajas de uno de ellos y ofrecer algunas ideas prácticas sobre cómo aumentar sus posibilidades de realización. 

El escenario preferido es el que hemos denominado «lazos que cumplen», es decir, que cumplen con las expectativas y necesidades de la región y de sus ciudadanos. Esto alude a un futuro en el que las relaciones entre los estados y las sociedades del Mediterráneo son más intensas que en la actualidad en los ámbitos del comercio, la inversión, el turismo, la movilidad, los intercambios educativos, los flujos de ideas y las expresiones culturales. Estos lazos más fuertes no sólo beneficiarían a ambas partes en términos de prosperidad económica, capacidad de innovación, atractivo para los inversores globales y cohesión social, sino que también crearían una situación de interdependencia que amortiguaría el riesgo de conflicto porque su coste sería sencillamente inasequible. Además, los intercambios entre personas, los referentes culturales híbridos y las mejores condiciones de movilidad empezarían a crear un cierto sentimiento de proximidad perfectamente compatible con otras identidades. 

La intensificación de estas relaciones no sería el producto de una decisión aislada o el resultado de una gran cumbre internacional. Sería más bien el resultado de muchas acciones, iniciativas y programas, algunos iniciados por los propios estados y las organizaciones supranacionales, y otros promovidos por la sociedad civil, los agentes económicos y personalidades destacadas. La toma de conciencia de que algunos de los retos a los que se enfrenta la región –como la degradación del medio ambiente o la reconstrucción económica y social pospandémica– no pueden abordarse sino de forma colectiva sería decisiva para cambiar la mentalidad. La toma de conciencia de los riesgos de no hacerlo y los estudios basados en la evidencia de los beneficios de la cooperación es lo que podría dar poder a los liderazgos progresistas y reformistas, así como a una presión persistente desde abajo que abogara por el fortalecimiento de los vínculos euromediterráneos. 

Pero también sería posible imaginar un futuro de mayor desconexión entre ambas orillas del Mediterráneo. Nos referiremos a este segundo escenario como uno de «lazos más endebles». Ante la imposibilidad de afrontar demasiadas crisis al mismo tiempo, los países y las sociedades de Europa y del Mediterráneo podrían adoptar un talante introspectivo. Las actitudes introspectivas podrían prevalecer de forma generalizada, en parte porque los gobiernos y las instituciones no habrían sabido lidiar con las crisis de ayer y no anticiparían las que están por venir. Más aún si el proceso de integración de la UE sufre bloqueos internos o falta de liderazgo y ambición. 

En este segundo escenario, la brecha emocional entre las sociedades europeas y sus pares mediterráneos se ampliaría progresivamente, sobre todo en un contexto en el que las fronteras serían menos permeables y ambas regiones mirarían a las potencias extrarregionales (Estados Unidos, China, India, Rusia y los países del Golfo) en busca de socios y referentes, mientras dan la espalda a sus vecinos más cercanos. Como resultado, la Unión por el Mediterráneo y otros esfuerzos de cooperación regional serían cada vez más irrelevantes. Los intentos fallidos de líderes individuales de renovar esta cooperación sin los recursos y aliados necesarios para respaldarlos habrían contribuido a la fatiga mediterránea, primero, y a una especie de amnesia mediterránea en la que los objetivos de convertir esta región en un espacio de paz y prosperidad compartida habrían caído en el olvido. 

El escenario anterior es bastante desalentador, pero podría ser aún peor. Nos referiremos al escenario de los «lazos que ahogan» como uno en el que los estados y las sociedades sí se miran y se preocupan por la evolución política y social de la otra orilla, pero las relaciones serían cada vez más hostiles y securitizadas. Visto desde Europa, el sur se presentaría casi exclusivamente como un contenedor de amenazas, un espacio condenado al atraso, la violencia y el fanatismo. Turquía y la UE podrían enfrentarse constantemente, y ya no se verían como socios o aliados, sino como rivales permanentes. Los viejos conflictos persistirían, los conflictos congelados se fundirían ocasionalmente y se añadirían otros nuevos. La cooperación y la solidaridad inter-árabes seguirían siendo una quimera y el complicado juego de alianzas y contraalianzas en Oriente Medio sería casi imposible de aprehender, con algunos estados europeos totalmente metidos en ese juego. 

En este tercer escenario, Europa podría haber asistido a la consolidación de los movimientos de la derecha radical. Los países europeos ya no podrían dar lecciones, ya que su historial de derechos humanos y libertades civiles se habría deteriorado. No es que los gobiernos del sur del Mediterráneo pretenderían hacerlo mejor; simplemente no les importaría. La impunidad prevalecería en un contexto en el que las técnicas de vigilancia y la política del miedo consolidaran las fuerzas autoritarias y regresivas en toda la región y fuera de ella, especialmente como respuesta a nuevas oleadas de protestas en toda la región que implicarían una represión violenta. Las políticas de migración y asilo serían más restrictivas y, en Europa, aumentarían los actos islamófobos y antisemitas. Como contrapartida, las sociedades del sur del Mediterráneo podrían percibir a sus pares europeas como decadentes, arrogantes y antipáticas. En definitiva, la seguridad, el terrorismo, la energía y el control de las fronteras serían los únicos temas que aún podrían llevar a algunos países a cooperar de forma estrictamente transaccional y, a menudo, en entornos muy opacos. 

¿Qué se puede hacer? 

Si la UE y sus socios quieren relanzar la cooperación y la integración euromediterráneas, tendrán que revisar fundamentalmente el enfoque que han utilizado hasta ahora. El diagnóstico de los problemas regionales tendrá que ajustarse a las realidades, no a los cálculos a corto plazo. La UE y sus socios deben escuchar a las poblaciones de los países del sur del Mediterráneo, que reclaman buen gobierno, sistemas representativos y estados que funcionen. La UE tendrá que reflexionar sobre su visión de cómo quiere que sea su vecindad; el escenario ideal sigue siendo el de un anillo de países bien gobernados, prósperos, amistosos y estables. Pero, ¿cómo conseguirlo cuando los acontecimientos apuntan en dirección contraria? ¿Cómo se puede invertir esta tendencia? La UE debería evaluar si las políticas actuales contribuyen a acercarse a este objetivo. Sus socios del sur también deberían participar en el debate sobre si el statu quo es sostenible y sobre el riesgo de enfrentarse a nuevas olas de malestar social y político si no hay una perspectiva de cambio. Si la UE y sus socios optan por hacer «más de lo mismo», seguir con el «piloto automático» o aplicar sólo «cambios cosméticos», no podemos esperar resultados diferentes a los obtenidos tras más de 25 años de iniciativas euromediterráneas. No es que la situación vaya a permanecer estable, sino que lo más probable es que se deteriore, siguiendo la tendencia que se mantiene desde hace un cuarto de siglo. 

Garantizar la paz y la seguridad en la región mediterránea requerirá algo más que el tradicional enfoque de «seguridad dura» centrado en el desarrollo de instrumentos militares y la cooperación en materia de defensa. El propio proceso de integración de la UE demuestra que, para construir una zona de paz y seguridad, existen al menos tres requisitos previos: 1) la reconciliación entre los antiguos vecinos enfrentados, 2) la normalización de las relaciones entre todos los países implicados y 3) el reconocimiento mutuo de las fronteras. 

La UE tiene la posibilidad de impulsar estas dinámicas en su vecindad meridional inmediata; sin embargo, ha mostrado una voluntad política muy limitada –si no inexistente– para coordinar sus políticas y proyectar unidad en su respuesta a los retos que afectan a sus intereses fundamentales. Un ámbito en el que esto ha sido más evidente que en otros es el de la promoción del buen gobierno, el Estado de derecho y el respeto de los derechos humanos. Mientras la retórica de la UE no vaya acompañada de acciones concretas en esos ámbitos y los estados miembros sigan enviando mensajes y aplicando acciones que contradigan esos objetivos, el impacto será limitado en el mejor de los casos. 

Las instituciones, los gobiernos y las sociedades europeas están inmersas en importantes proyectos de transformación relacionados con el Pacto Verde Europeo y la agenda digital. Si los socios del sur y el este del Mediterráneo también son capaces de beneficiarse de esas transformaciones, en consonancia con lo que se propone en la Comunicación Conjunta sobre la vecindad meridional, esto podría inducir un cambio positivo para impulsar la recuperación económica tras la pandemia, al tiempo que se avanza en la transición hacia un futuro más sostenible preservando el medio ambiente y los recursos naturales. 

El objetivo de un desarrollo económico sostenible y de la innovación es especialmente relevante, dado que el Mediterráneo es ya un importante foco de cambio climático, con implicaciones para todos los países ribereños en los próximos años. Para que se produzca un cambio positivo, todos los socios del Mediterráneo tendrán que dar un salto en cuanto a la inversión en el desarrollo del conocimiento y la creación de oportunidades a través de una mayor cooperación económica. Esto requeriría un enfoque revolucionario para ampliar el espíritu emprendedor y la promoción de la mujer, invertir en la juventud y comprometerse con ella, así como promover el comercio libre y justo en el Mediterráneo y con otras regiones. 

Las ciudades han sido y son los nodos que conectan esta región, las puertas de sus respectivos países y los mejores ejemplos del milenario cosmopolitismo mediterráneo. La región se ha urbanizado rápidamente, lo que implica muchos retos que la administración local no puede afrontar por sí sola. En este contexto, se ha añadido un nuevo reto: mientras que la digitalización y la descarbonización han sido impulsadas por la pandemia de la COVID-19, la movilidad internacional ha disminuido significativamente, afectando así a sectores económicos clave en el Mediterráneo como el turismo y los eventos internacionales. Las crecientes desigualdades en las ciudades –pero también entre las ciudades y las regiones periféricas– han alimentado el malestar social en el pasado. En la época pospandémica, este riesgo no hace más que aumentar. 

Desde un punto de vista más positivo, las ciudades mediterráneas también se han mirado entre sí para emular las mejores políticas posibles para hacer frente a la pandemia y a otras crisis, y han mostrado una voluntad de cooperación que a menudo se echa en falta a nivel interestatal. En 2020, las catástrofes naturales y las provocadas por el hombre también afectaron a ciudades emblemáticas del Mediterráneo como Beirut e Izmir, desencadenando también un reflejo natural de solidaridad y cooperación. Históricamente, las ciudades concentran una parte importante de la innovación, la investigación y la creación cultural de un país, por lo que están llamadas a ser no sólo el escenario sino también los actores que acerquen a las sociedades de ambas orillas del Mediterráneo. 

La región mediterránea ha visto en la última década un aumento significativo de migrantes, refugiados y desplazados internos. Esto desencadena tensiones sociales, pero también movimientos de solidaridad. El Mediterráneo siempre ha sido cruzado en todas las direcciones por personas que buscaban un refugio seguro contra las agresiones, por emprendedores que pretendían aumentar sus horizontes económicos y por trabajadores en busca de nuevas oportunidades. Sin embargo, la migración internacional se ha convertido en una cuestión políticamente cargada, las vías legales han resultado ineficaces y los contrabandistas y las redes criminales se han beneficiado de la desesperación de las personas y las familias, tanto dentro como fuera de la UE. 

Los intentos mundiales, regionales y nacionales han fracasado a la hora de gestionar adecuadamente estos retos (seguridad, buen gobierno, desarrollo sostenible, cohesión territorial y social, promoción de oportunidades para todos y gestión de los flujos migratorios). Los gobiernos de ambas orillas del Mediterráneo se han visto desbordados por la magnitud de los desafíos superpuestos y sus ramificaciones políticas. Aunque la tentación de darse la espalda, de mirar hacia otro lado o de centrarse exclusivamente en las cuestiones domésticas puede ser alta –este es el escenario que hemos descrito como lazos más endebles–, la proximidad geográfica y las conexiones interpersonales pueden ser lo suficientemente fuertes como para evitar que estos lazos se desaten. 

Conclusiones 

El Mediterráneo es una de las zonas en las que la UE ha desplegado más esfuerzos y en las que ha dedicado mucha creatividad e imaginación para replantear los marcos de cooperación. Sin embargo, tras más de 25 años de Partenariado Euromediterráneo, los resultados de dicha cooperación están por debajo de las expectativas y de las necesidades de desarrollo y prosperidad regionales. 

La región euromediterránea se enfrenta a una coyuntura crítica, coincidiendo con el 30º aniversario de la Conferencia de Madrid por la paz en Oriente Medio, el cuarto de siglo del Proceso de Barcelona y el 10º aniversario de las revueltas árabes, con los efectos nefastos de la pandemia de la COVID-19 en ambas orillas del Mediterráneo como telón de fondo. Se pueden imaginar tres futuros alternativos si se toma como variable principal de cambio la calidad y la naturaleza de las relaciones entre los países del espacio euromediterráneo. En este análisis se aboga explícitamente por uno de esos posibles futuros, que hemos denominado «lazos que cumplen», es decir, que cumplen con las expectativas y necesidades de la región y de sus ciudadanos.

DOI: https://doi.org/10.24241/NotesInt.2021/261/es

 

E-ISSN: 2013-4428