El impacto internacional del fallido golpe de Estado en Turquía
Las consecuencias del fracaso del golpe de Estado en Turquía ya son visibles, sobre todo en política interior. Hay un amplio consenso en que el Presidente y su entorno más leal están aprovechando el fracaso de la sublevación militar del 15 de julio para acumular más poder y purgar las instituciones de todo aquel que sea visto como una amenaza existencial, para ellos y para el Estado. Las implicaciones internacionales están pasando algo más desapercibidas y quizás tardarán un tiempo en materializarse. Pero están ahí.
Entre los factores que explican por qué el fracaso del golpe va a tener impacto internacional hay algunos de naturaleza estructural como la posición geoestratégica de Turquía, su pertenencia a la OTAN, su siempre complicada relación con la UE o el peso que todavía retiene el ejército en la definición e implementación de la política exterior turca. Otros son coyunturales, como el hecho de que el golpe se produjera semanas después del anuncio de deshielo diplomático con Rusia e Israel, en un momento crítico para intentar resolver la división de Chipre y cuando Turquía se ha convertido en una pieza clave en los conflictos de Siria e Iraq y en la crisis de los refugiados.
A todo ello hay que añadir que las reacciones internacionales cuando estalló la noticia del intento de golpe de estado en Turquía, fueron lentas y ambiguas. John Kerry, por ejemplo, sólo expresó deseos de estabilidad y continuidad. Federica Mogherini, en un primer tuit, tampoco condenó explícitamente el golpe sino que se limitó a llamar a la calma y al respeto de las instituciones democráticas. Sólo cuando quedó claro que el golpe estaba fracasando, se hizo público un mensaje más rotundo del presidente Barak Obama apoyando al gobierno, que desencadenó declaraciones parecidas por parte del resto de líderes occidentales. Además, medios y personas próximas a Erdoğan no han podido resistirse a hablar de una conspiración de dimensiones internacionales, apuntando directamente a Estados Unidos, lo que ha obligado al embajador estadounidense a emitir un comunicado desmintiendo tales acusaciones.
Quizás por eso valga la pena empezar este repaso de las repercusiones internacionales por Washington. Las relaciones bilaterales no gozan de buena salud. Hace meses que Ankara acusa a Estados Unidos de estar alimentando al Partido de los Trabajadores del Kurdistán (PKK), un grupo que está en las listas terroristas de ambos países, debido al apoyo militar que reciben sus aliados sirios, el Partido de la Unión Democrática (PYD), en su lucha contra la organización Estado Islámico. En la capital norteamericana, por su lado, se lamentan de que Erdoğan no fuera más firme contra la amenaza yihadista hasta el verano de 2015 y preocupa la actitud autoritaria del Presidente. Las recientes visitas de Joe Biden a Turquía y la de Erdoğan a Washington, lejos de mejorar la situación, contribuyeron a hacer visible la desconfianza mutua. Tras el fallido golpe de estado, la tensión ha ido en aumento y el secretario de Estado, John Kerry, ha llegado a decir que la OTAN seguirá de cerca el respeto de la democracia en Turquía, algo que se ha interpretado como una insinuación de que podría peligrar su permanencia en la alianza. Se perfilan tres factores que podrían añadir todavía más tensión: la falta de una respuesta favorable a la demanda de extradición de Fethüllah Gulen, residente en Pensilvania, que el proceso de depuraciones llegue a personas con fuertes conexiones en Washington y que Turquía se mostrase menos colaborativa en relación al uso de la base de Incirlik.
Las relaciones con la Unión Europea y sus estados miembros nunca han sido fáciles. Turquía siempre se ha sentido menospreciada y ha lamentado que se le aplique una doble vara de medir. En el pasado, el gobierno de Erdoğan ha reaccionado duramente cuando las instituciones europeas han criticado sus políticas, por ejemplo a raíz de las protestas de Gezi. Con todo, la crisis de los refugiados ha alterado la dinámica de las relaciones. Turquía se ha convertido en indispensable y, tras la firma del acuerdo de marzo, el número de llegadas de refugiados y migrantes a Grecia se ha reducido drásticamente.
Antes de que tuviera lugar el golpe de estado, la cuerda se estaba tensando. Turquía quería que la UE cumpliese con las promesas de acelerar el proceso de negociaciones de adhesión, de aumentar la aportación financiera para atender los refugiados y, sobre todo, de acelerar la liberalización de visados. Sin embargo, desde la UE se insistía que había condiciones que cumplir, entre las cuáles la polémica reforma sobre la legislación anti-terrorista. Tras el golpe fallido, es probable que las reformas sean para ir en la dirección opuesta (especialmente si se reintroduce la pena de muerte), que las purgas en estamentos como la justicia cuestionen la separación de poderes y que prosiga o se amplíe el hostigamiento hacia medios de comunicación opositores. Esto situará a la UE ante un dilema incómodo: o se arriesga a que Turquía no coopere en materia de fronteras o acepta perder credibilidad.
También habrá que estar atentos a las repercusiones sobre Chipre. Los líderes greco-chipriota y turco-chipriota han mostrado voluntad de entendimiento y, hasta ahora, Turquía parecía dar su beneplácito. Es más, el restablecimiento de relaciones diplomáticas entre Turquía e Israel aumentaba los incentivos para un acuerdo en Chipre que facilitaría logística y económicamente la explotación de los yacimientos de gas descubiertos en el Mediterráneo oriental. El impacto del golpe sobre Chipre puede ser ambivalente. Podemos contemplar un escenario en que Turquía empiece a poner obstáculos en las negociaciones como represalia por las críticas emitidas desde Europa. Pero también podría ser que Ankara decidiera favorecer la solución negociada para evitar que la crisis con Bruselas descarrilase definitivamente. A ello hay que añadir que, en este conflicto, el papel del ejército turco, con 43.000 soldados desplegados en la isla, ha sido clave. Habrá que estar atentos a si los movimientos contra cuadros del ejército o una eventual pérdida de influencia de las fuerzas armadas en el proceso de toma de decisiones, modifica o no, y en qué dirección, la política turca en Chipre.
Semanas antes del golpe, Turquía anunciaba la normalización de relaciones con Rusia, dañadas desde que, en noviembre de 2015, Turquía derribase un cazabombardero ruso. Los primeros gestos, con la llamada personal de Putin a Erdoğan y la voluntad de propiciar un encuentro personal en cuestión de semanas, indican que el fracaso del golpe ha servido para acelerar los tiempos de la reconciliación. Pero no es sólo una excusa. En un momento en que Turquía ve como se deteriora el tono en sus relaciones con Washington y Bruselas, abrir este canal de diálogo con Rusia le sirve para no sentirse aislada y a la vez enviar el mensaje a sus aliados transatlánticos de que no deben jugar con fuego. El interés por parte rusa también es evidente y no tiene que ver sólo con cuestiones económicas. El Kremlin no desperdiciará ninguna oportunidad para insuflar tensión en la alianza transatlántica, especialmente tras la cumbre de la OTAN en Varsovia, y en estos momentos Turquía es la plataforma ideal.
Por último, cabe preguntarse si habrá cambios en la política turca en Siria e Iraq y en las dinámicas regionales en Oriente Medio. Una de las consecuencias del golpe podría ser que Erdoğan centre esfuerzos en la consolidación del poder presidencial, a expensas de una menor implicación en los conflictos regionales e incluso con gestos más conciliadores en el tema kurdo, dentro y fuera de sus fronteras. Si se profundiza la desconfianza en el estamento militar y las purgas dentro de las fuerzas armadas debilitan, aunque sea temporalmente, su capacidad operativa, este reposicionamiento puede ser obligado. También hay que estar atento a las implicaciones del acercamiento entre Ankara y Moscú y si ello se traduce en algún tipo de iniciativa en Siria que, eventualmente, pudiese arrastrar a otras potencias regionales con capacidad de incidencia en el conflicto. En cuanto a la normalización de relaciones con Israel, los mensajes tras el fracaso del golpe apuntan a que el deshielo continuará. En cambio, con Egipto no hay perspectivas de mejora. Las analogías entre los dos golpes de estado son constantes y sólo faltaba la negativa de Egipto a apoyar una declaración del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas condenando el golpe en Turquía, aduciendo que no era competencia del Consejo decir quién representaba y quién no “un gobierno democráticamente elegido”.
En los próximos meses se ampliará la desconfianza en las relaciones de Ankara con los socios y aliados occidentales, se acelerará la reconciliación con Moscú y habrá reajustes en la política turca en Oriente Medio. Será consecuencia no tanto del fracaso del golpe como de la gestión de la victoria por parte de Erdoğan. Algunas de las repercusiones tienen un claro componente desestabilizador, especialmente en el marco de la Alianza Atlántica y en las relaciones turco-europeas. Sin embargo, las perspectivas no sólo para Turquía sino también para el mundo serían bastante peores si el golpe de estado hubiese triunfado, especialmente si hubiera sido tras un baño de sangre. Washington y Bruselas tendrían que haber congelado relaciones con la junta golpista y una Turquía inestable habría añadido todavía más incertidumbre en el seno de la Alianza Atlántica y de un Oriente Medio inflamable.
D.L.: B-8439-2012