El futuro del Estado-nación

Anuario Internacional CIDOB 2023
Fecha de publicación: 11/2023
Autor:
Omar Dajani, codirector de la Facultad de Derecho del Global Center for Business & Development, University of the Pacific y Asli Ü. Bâli, profesora de Derecho, Yale Law School
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La posibilidad de un futuro posnacional parece lejos de ser una realidad inminente. La inseguridad y la deslocalización resultantes de las sucesivas crisis económicas y políticas de las dos últimas décadas han dado lugar a un resurgimiento del nacionalismo, mientras la gobernanza supranacional suscita a la vez sentimientos contradictorios de sospecha y esperanza. Aun así, sigue habiendo dudas acerca de la pertinencia del Estado-nación como pieza clave del orden internacional contemporáneo. Probablemente, donde más patentes y conmovedoras se manifiestan sus deficiencias es en la difícil situación de dos comunidades nacionales que siguen siendo apátridas un siglo después de que surgieran por primera vez los Estados-nación en Oriente Medio: los palestinos y los kurdos. A pesar de los extraordinarios retos a los que estas comunidades se han enfrentado ‒o quizá debido a ellos‒, en ambos contextos se está llevando a cabo un importante esfuerzo creativo para reformular la relación entre nación y Estado. Por ello merece la pena dirigir aquí nuestra atención más en detalle. 

El Estado-nación se introdujo en Oriente Medio a través del encuentro colonial con Occidente. Al igual que en otras partes del mundo, el proceso estuvo cargado de violencia, puesto que la demarcación de las fronteras y el encaje entre los nuevos estados y las nuevas identidades «nacionales» tuvo como consecuencia la creación de mayorías y minorías en un mismo territorio. En un orden político fraguado tras la disolución del imperio Otomano, palestinos y kurdos quedaron fuera del esquema. El sionismo, surgido a la vez que el nacionalismo europeo y como respuesta a este, logró erigir, con la ayuda británica, un Estado-nación judío en Palestina. Para establecer y preservar una mayoría política judía en el nuevo Estado de Israel cientos de miles de palestinos fueron obligados a abandonar sus hogares y se les prohibió regresar. Los palestinos que permanecieron en Israel fueron, a su vez, relegados a la condición de minoría, y los que residían en Cisjordania y la Franja de Gaza fueron sometidos a medio siglo de régimen militar. La partición del territorio otomano fue igual de cruel con los kurdos. Como resultado de las estratagemas imperiales, las tierras kurdas se repartieron entre los nuevos estados independientes de Turquía, Siria e Irak. Convertidos en la mayor minoría étnica y lingüística en los tres estados, los kurdos fueron objeto de presiones asimilacionistas, se les negó la expresión política y cultural, se les privó de derechos e incluso fueron víctimas de genocidio. También la comunidad kurda en Irán ha sido marginada y, en ocasiones, sometida a una brutal represión política. 

La estrategia inicial de palestinos y kurdos ante esta falta de Estado fue intentar conseguir estados-nación propios, recurriendo para ello a la resistencia armada y, más tarde, a la negociación. Pero estas estrategias no dieron resultado. Aunque la Organización para la Liberación de Palestina aceptó la solución de dos estados en 1988, en 35 años no ha logrado ningún avance en su objetivo de establecer un Estado palestino independiente junto a Israel. Aunque la comunidad internacional apoya religiosamente el derecho de los palestinos a la autodeterminación nacional, ha demostrado poca entereza ante la progresiva anexión de territorio palestino por parte de Israel. Los movimientos políticos kurdos, por su parte, se han encontrado con obstáculos igualmente difíciles para hacer realidad sus aspiraciones nacionales. La lucha por la secesión que desde hace décadas mantiene el Partido de los Trabajadores del Kurdistán (PKK) no ha conseguido arrebatar ni un ápice de territorio kurdo a Turquía. Y aunque los kurdos de Irak lograron una autonomía significativa, con el apoyo político y militar estadounidense, su intento en 2017 de traducir esta autonomía en independencia suscitó la condena unánime de los actores regionales e internacionales. Por otra parte, al igual que otros gobiernos nacionalistas de la región, el Gobierno Regional del Kurdistán en Irak a su vez ha discriminado sistemáticamente a las minorías religiosas y étnicas. 

La tendencia del sistema Estado-nación de convertir el proceso de autodeterminación en un juego de suma cero y, por tanto, con dinámicas mayoritarias y centralizadoras que privilegian a ciertos grupos a expensas de otros, ha impulsado la búsqueda de marcos alternativos de estructuración de la autoridad. En Israel-Palestina, esta alternativa ‒la idea de una confederación biestatal‒ ha ido despertando un creciente interés a lo largo de la última década. Pese que aún no ha calado entre los líderes políticos, este pensamiento está dando lugar a un pequeño pero vibrante movimiento popular binacional, A Land For All (ALFA-Una tierra para todos). Sin rechazar por completo el Estado-nación ‒pues apuesta por una solución de dos estados como medio para lograr la autodeterminación pacífica de palestinos y judíos israelíes‒, ALFA concibe de otra manera la relación entre Estado, nación y territorio, apelando a un reconocimiento, por ambas partes, de que el conjunto de Israel-Palestina es una «patria compartida», tanto para palestinos como para judíos israelíes. Aunque las fronteras nacionales dentro de este espacio compartido estarían delimitadas y reguladas, habría libertad de circulación y residencia con independencia de ellas, basada en el compromiso compartido de «una tierra abierta, donde los ciudadanos de ambos (estados) tengan derecho a viajar, trabajar y vivir en cualquier lugar». Al superar de este modo la fórmula binaria de «dos estados para dos pueblos», algunas de las cuestiones que han impedido hasta ahora un acuerdo de paz resultan más fáciles de resolver: así, los colonos israelíes de Cisjordania podrían permanecer en sus hogares como residentes de un Estado palestino; y, a su vez, los palestinos (incluidos los refugiados) tendrían derecho a residir no solo en el Estado de Palestina, sino también en Israel. Aunque los residentes permanentes de ambos Estados no tendrían derecho a voto en las elecciones nacionales, tendrían asegurada la representación en las instituciones políticas locales y la protección de un tribunal supranacional. Además, la ciudad de Jerusalén, que se extiende a ambos lados de la frontera que separa ambos estados, quedaría así «unificada, abierta y compartida, en lugar de seguir atravesada con muros y vallas». Sin duda, estas ideas requieren valentía, audacia, elaboración y compromiso crítico y plantean retos difíciles por sí mismas, pero redefinir el Estado-nación, permitiendo cierta indeterminación territorial, ofrece la posibilidad de concebir soluciones integradoras a problemas que llevan mucho tiempo enquistados y que generan fractura social. 

Mientras palestinos e israelíes intentan reconceptualizar el Estado-nación, las comunidades kurdas de Turquía y Siria han optado por abandonarlo por completo, defendiendo ‒y, en Siria, aplicando‒ un modelo no estatista de organización política denominado «confederalismo democrático». Conceptualizado por el líder del PKK Abdullah Öcalan, e inspirado en parte por la obra de Benedict Anderson y Murray Bookchin (véase al respecto Damian Gerber y Shannon Brincat, «When Öcalan met Bookchin: The Kurdish Freedom Movement and the Political Theory of Democratic Confederalism» 2018), el confederalismo democrático deja a un lado el nacionalismo separatista en favor de una descentralización radical de las instituciones políticas, la democracia directa local y un compromiso con la inclusión de género, étnica y religiosa. Esta nueva estructura, se ha llevado al terreno, además, en zonas sirias de mayoría kurda, que lograron arrebatar una importante autonomía al régimen de Bashar al-Assad durante el punto álgido de la guerra civil siria y preservándola posteriormente, a pesar de los desafíos del ISIS, Ankara, Damasco y otros de sus enemigos. En Rojava, como se denomina popularmente a la Administración Autónoma del Noreste de Siria, el sistema de gobierno funciona a través de «una compleja red de entidades locales autoadministradas» (véase al respecto Michael Knapp y Joost Jongerden, «Peace committees, platforms and the political ordering of society: Doing justice in the Federation of Northern and Eastern Syria (NES)» 2020) designadas ‒según explican Michael Knapp y Joost Jongerden‒ «para tomar decisiones lo más cerca posible de la población afectada, en los lugares en los que viven y contando con su deliberación directa». Dentro de este sistema, la autoridad emana de abajo arriba ‒desde los consejos elegidos en la comunidad local (o, en algunos casos, al servicio de comunidades etnoreligiosas concretas, como árabes y asirios, u otras categorías especiales, como jóvenes y mujeres), hasta los niveles de distrito, ciudad y cantón provincial‒. Si bien algunos asuntos ‒sobre todo en las cuestiones de seguridad exterior‒ siguen bajo la autoridad centralizada de las fuerzas militares, alineadas con el Partido de la Unión Democrática (PYD). No obstante, en esta cuestión ‒véase al respecto el interesante artículo de Matt Broomfield «Is Rojava a socialist utopia?», 2023‒ el proceso de llevar sobre el terreno en Rojava la teoría a la práctica presenta importantes retos. Para empezar, ha dado lugar a una década de autogobierno democrático en comunidades que hasta entonces no habían podido tener esta tentativa. 

La continua inestabilidad en Oriente Medio nos remite a los problemas de un orden internacional levantado sobre la fórmula del Estado-nación, pero también a por qué se apela al Estado-nación. La experiencia palestina y kurda durante el último siglo nos recuerda no solo los problemas que ha causado el Estado-nación, sino también las razones por las que el Estado-nación conserva cierto atractivo: seguridad, pertenencia y los privilegios propios de integrarse en la comunidad internacional de estados.