De la austeridad a la inseguridad: repercusiones políticas y sociales
«Austeridad» es una palabra incómoda que los economistas han evitado desde la crisis europea de la deuda soberana de la década de 2010, pero no por ello, ha dejado de estar vigente. Es más, forma parte del ADN de nuestro sistema socioeconómico y es invocada cada vez que los trabajadores tienen a su alcance la posibilidad de obtener la más mínima ventaja en las negociaciones salariales o en las condiciones de trabajo. Y resurgió con los primeros brotes verdes tras la pandemia ‒con las víctimas aún recientes‒, cuando desde muchos sectores económicos se multiplicaron las quejas por la inflación y el derroche en el gasto público.
Entre la opinión pública de Estados Unidos, se extendió el argumento de lo «injusto» que resultaba que muchos trabajadores ganaran más dinero gracias a las prestaciones por desempleo que con sus empleos a tiempo completo antes de la pandemia. No deja de ser paradójico que el grueso de las críticas se depositaba en los trabajadores, y no en los bajos salarios pagados por sus empleadores. Más aún cuando estas mismas empresas estadounidenses obtuvieron en paralelo una lluvia de crédito barato mediante un paquete para gastos empresariales de 500 mil millones de dólares, aprobado por el Congreso en marzo de 2020, y que al poco tiempo la Reserva Federal multiplicó por diez1. Desde entonces, los dividendos de los accionistas han alcanzado registros sin precedentes, superando los 339 billones de dólares en los primeros tres meses de 20242. Podemos afirmar que los ricos se hicieron más ricos durante la pandemia, y los pobres se hicieron más pobres.3
Las protestas generalizadas contra las ayudas a los trabajadores durante la pandemia y en el periodo posterior a esta no son inesperadas, ni mucho menos excepcionales. Son significativas del éxito ideológico de la austeridad y se explican debido a que la austeridad es algo más que un conjunto de políticas diseñadas para reducir los déficits presupuestarios del Gobierno. La austeridad se compone ciertamente de políticas económicas, pero también engloba un ideario económico, donde la construcción de consenso a través de la difusión de la teoría ortodoxa es, de hecho, más importante para el buen funcionamiento del capitalismo que el equilibrio en los presupuestos propiamente dicho. El consenso incuestionable en torno a una sociedad intrínsecamente desigual y antidemocrática como la que vivimos hoy en día contribuye a la inseguridad social y política presentes.
De hecho, es importante mencionar que lo que los críticos señalan a menudo como problemas –la inseguridad social, la precariedad, la aparición de partidos ultranacionalistas, las guerras en curso y los ataques a los medios de subsistencia– son, en realidad, «soluciones» precisas para el buen funcionamiento de nuestro sistema económico, ya que garantizan las condiciones estables para la acumulación de capital.
La tesis que defendemos en este artículo es que la austeridad ‒entendida como una doble estrategia de coerción y consenso‒ fomenta la inseguridad social, económica, ambiental y política de dos maneras: por un lado, ocultando las causas de múltiples crisis; y, por el otro, evitando el trabajo intelectual y práctico que podría atenuar o resolver tales crisis. El genocidio en Gaza, la creciente desigualdad, la angustia ambiental y el giro hacia el autoritarismo son crisis que requieren intervenciones que contravienen la actual lógica de acumulación capitalista. Lo más perverso de la austeridad es que, en sí misma, es una causa fundamental de estas crisis (a través de una intervención política que incluye recortes en los presupuestos, en los programas sociales y una presión a la baja sobre los salarios), pero se nos presenta como un remedio por parte de la narrativa que el ideario económico implanta en los trabajadores: la idea de que más austeridad es la solución, y que más capitalismo ‒y no menos‒ lo arreglará todo.
En este texto analizamos cómo la teoría económica y el diseño de políticas trabajan juntos para garantizar que la acumulación privada orientada al beneficio y basada en el trabajo asalariado avance sin obstáculos, especialmente porque socava la capacidad de la sociedad para descubrir soluciones a largo plazo ante una inseguridad creciente. Sostenemos que las crisis actuales requieren innovación social, en lugar de innovación tecnológica, y esa innovación social requiere volver a pensar y superar de manera crítica la relación capitalista. Una relación endeble y precaria, como se expone a continuación.
Capitalismo: un sistema intrínsecamente inestable
Oculta bajo la retórica de los expertos económicos hay una verdad tan obvia que tiende a pasar inadvertida: el capitalismo es un sistema jerárquico y clasista que requiere la existencia de una clase de trabajadores a la que explotar. No obstante, nada garantiza la reproducción de esta jerarquía social en el tiempo y en el espacio. El capital, entendido como una relación social ‒relación entre trabajadores y empleadores, por la que a los primeros se les paga un salario y, a cambio, estos producen plusvalía para sus jefes‒ debe protegerse continuamente contra las amenazas. Dado que es una relación desigual y que los explotados son mayoría, siempre existe la posibilidad de que la relación de capital sea revertida. Cuanto mayor consenso haya en torno al sistema, mayor será su estabilidad, con independencia de que el capitalismo, en términos generales, genere inseguridad e inestabilidad en una variedad de dimensiones, entre ellas las económicas, sociales, políticas y medioambientales.
La austeridad ‒tanto las políticas de austeridad que transfieren los recursos de los trabajadores hacia los ahorradores, como la correspondiente teoría económica que defiende estas políticas a cualquier coste‒ funciona para estabilizar un sistema intrínsecamente inestable. La pandemia de la COVID-19 puso de manifiesto la facilidad con la que el sistema podía perder su apariencia «natural». Los gobiernos simplemente intervinieron en el ámbito de lo económico politizando el capital, y los trabajadores pudieron por ese lapso de tiempo imaginar un futuro sin explotación. Al rescate del orden capitalista llegó la austeridad, para crear de nuevo las condiciones de fragilidad e inseguridad necesarias para el buen funcionamiento de la estructura social. La fragilidad es, de hecho, uno de los pilares que sustentan el capital como relación social. La austeridad enfrenta a unos trabajadores contra otros e impide la creación de una organización de masas orientada desde abajo hacia arriba que pueda ejercer una presión real y efectiva sobre la relación capitalista.
Una brecha en el orden capitalista
La pandemia de 2020 desató un volumen de pagos a la clase trabajadora nunca vista en el capitalismo moderno. Por primera vez en sus vidas, a muchos trabajadores se le pagó un salario sin que tuvieran la necesidad de acudir a un restaurante, a la fábrica o a una oficina todos los días para ser explotados. Tras el lanzamiento de la vacuna y con las aperturas parciales de los confinamientos, los trabajadores que se reincorporaron (especialmente en sectores como la hostelería), se encontraron con un mercado laboral más equilibrado de lo que nunca habían conocido. Su poder de negociación había aumentado, pues podían dejar un mal trabajo a cambio de uno mejor, o negociar al alza su salario con empleadores desesperados por contratar. Este contexto de aumento de poder de los trabajadores hizo imperativo que las élites reafirmaran cuanto antes los fundamentos sacrosantos del sistema vigente: el trabajo asalariado y la propiedad privada de los medios de producción.
No se equivoquen: se necesitaban políticas fiscales expansivas para reforzar la demanda agregada y mantener cierto grado de continuidad en lo que a veces se percibía como un apocalipsis. Durante los primeros meses de la pandemia, cuando la devastación era máxima y los ciudadanos podían ser multados por salir más allá de sus balcones, resultaba crucial bombear dinero en efectivo a los trabajadores despedidos y las empresas que los mantenían en nómina, para que esas personas pudieran continuar comprando medicinas y alimentos, y pagando los recibos y el alquiler. De otro modo, las élites no habrían tenido más remedio que asistir a una crisis humanitaria de proporciones épicas, que si padecieron desgraciadamente, aquellas economías relegadas a la periferia como resultado del colonialismo4.
En EEUU, los pagos y transferencias a los trabajadores, aun siendo pequeños en comparación con los préstamos y los subsidios a las empresas, violaron un principio económico perverso: el Gobierno no debe interferir en el mercado laboral con pagos directos a los trabajadores, porque de este modo distorsiona la recuperación del equilibrio económico. La lógica subyacente es que las transferencias de efectivo a la clase trabajadora eliminan supuestamente el incentivo para trabajar, inflan artificialmente el salario real por encima de su valor de mercado y desencadenan una espiral inflacionaria entre salarios y precios que solo puede desembocar en una recesión o con «dolor económico», en palabras de Jerome Powel, presidente de la Reserva Federal5.
Esta cuestión no es solo objeto de discusión entre los economistas y las élites. Colegas de clase trabajadora de las autoras de este artículo hablaban condescendientemente de las personas que corrían a los restaurantes y bares en los veranos de 2020 y 2021 a liquidar el dinero que «el Gobierno les había entregado». Un gerente llegó a quejarse de que «ya nadie quería trabajar las horas que ofrecía; nadie se presentaba a trabajar», desde que la pandemia les había permitido entender a algunos trabajadores lo que era la libertad económica.
Conviene señalar que en Estados Unidos solo los poseedores de la ciudadanía tuvieron derecho a recibir prestaciones por desempleo, a pesar de que en 2021, se calculaba que había unos 7,8 millones de trabajadores indocumentados contribuyentes, es decir, casi el 5% de la mano de obra6. Esto obedecía a la distinción entre trabajadores «merecedores» de las ayudas (los nacidos en Estados Unidos) y los «no merecedores», los que habían cruzado las fronteras ilegalmente. Nadie tuvo en cuenta que hablamos de millones de trabajadores indocumentados en Estados Unidos que huyeron de la pobreza y de crisis políticas que, en algunos casos, tienen su origen precisamente en la imposición por parte de EEUU del saqueo económico y la violencia militar más allá de sus fronteras.
Llamamiento a la austeridad
Una vez que la inflación hizo su aparición, en el 2021, en Estados Unidos cundió la histeria acerca del trabajador «no merecedor». La teoría económica asume que la inflación se produce porque hay disponible demasiado dinero para adquirir unos pocos bienes. La culpa es, por supuesto, del trabajador, que gasta más allá de sus posibilidades, que dispone de mucho dinero gratis o que gana salarios reales más altos que su producto marginal.
Muchos economistas, entre ellos la propia Reserva Federal, habían señalado antes de 2022 que los cuellos de botella en el suministro ocasionados por los paros laborales en todo el mundo, podrían derivar en precios más altos para los consumidores. Sin embargo, a partir de marzo de 2022 y con el respaldo de la Reserva Federal, el consenso cambió en favor de una tesis más sencilla: el trabajador, beneficiario de una generosidad gubernamental injustificable, era el verdadero causante de la inflación, al ejercer una presión excesiva sobre el mercado de bienes. Las empresas no podían, según se decía, seguir el ritmo de la demanda, por lo que tuvieron que subir los precios para garantizar una asignación eficiente. Y esto, en un mundo en el que la mayoría de las empresas operan con exceso de capacidad7.
Todavía vivimos en el contexto que alumbró esta teoría económica reaccionaria. La Reserva Federal elevó los tipos de interés de referencia de los fondos federales once veces entre marzo de 2022 y julio de 2023, y aún hoy se mantiene en estos niveles históricamente altos, sin perspectiva de que vayan a descender a corto plazo.
Los tipos de interés altos perjudican a los trabajadores; en el nivel más básico, aumentan el costo de los préstamos, tanto para las empresas como para los consumidores. Las primeras, ante unos tipos de interés más altos, dejarán de invertir para no endeudarse. Esta menor inversión conlleva una reducción de la demanda agregada al reducir la demanda de bienes de inversión y la demanda de mano de obra y, por consiguiente, disminuye aún más la demanda agregada a través del incremento del desempleo que, a su vez, implica que los trabajadores no gastan sus salarios comprando los bienes que las empresas producen. De hecho, no está claro cuántas empresas estadounidenses se han visto afectadas por el alza de los tipos de interés. Muchas pudieron fijar tipos de interés más bajos antes de las subidas de la Reserva Federal. Sin embargo, los compradores potenciales de vivienda ciertamente se han enfrentado a hipotecas más caras, al igual que los estudiantes han tenido que bregar con intereses más altos tanto en préstamos federales como en privados8.
Mientras tanto, el aumento de los precios al consumidor ha afectado más duramente a los estadounidenses más pobres. El precio de los alimentos en el hogar, una las categorías que mide la Oficina de Estadísticas Laborales, aumentó un 13,5% en agosto de 2022 en comparación con el año anterior, durante el apogeo de la inflación posterior a la pandemia9. Por supuesto, los trabajadores que gastan una mayor proporción de sus ingresos en alimentos se ven más afectados por el aumento relativo de los precios de esta categoría. Y es poco probable que, una vez que han subido, los precios vuelvan a caer. Por lo tanto, la única manera que tienen los trabajadores de recuperar su poder adquisitivo es que sus salarios nominales se incrementen en una cantidad equivalente; algo que, si consideramos que el peso de los salarios en la renta ha caído de manera sostenida en las últimas décadas, no está en absoluto garantizado.
Al mismo tiempo, los gobiernos de niveles estatal, local y federal de Estados Unidos han reducido o recortado los programas sociales o los han hecho más inaccesibles. Por ejemplo, el medicaid (la asistencia sanitaria asignada a los hogares de bajos ingresos) restableció el requisito de que sus usuarios vuelvan a inscribirse cada año, con el riesgo de perder la asistencia si no lo hacen10. Y en paralelo, los gobiernos estatales y locales se enfrentaron a mayores costes de endeudamiento y a restricciones presupuestarias que les venían impuestas.
Las empresas, por su parte, intentan pasar desapercibidas en este panorama. No suscita ninguna indignación generalizada que aprovechen estas condiciones permisivas para aumentar sus márgenes de beneficio11. Se considera que el problema son los trabajadores y los consumidores, y también el Gobierno, por sus irresponsables políticas fiscales expansivas. Nunca se consideró seriamente la posibilidad de utilizar controles de precios para gestionar un período de perturbaciones excepcionales en el suministro, como las experimentadas durante la pandemia y los primeros meses de recuperación. Bajo este prisma, la economía se presenta como algo ajeno a la toma de decisiones humanas, que opera en todos nosotros como una fuerza de la naturaleza, incontestable e inmutable. Cuando los gobiernos interfieren dando dinero a los trabajadores, según el consenso ortodoxo, la economía se altera, por lo que la única solución es que los individuos cuiden de sí mismos. Por lo tanto, en un momento en que las circunstancias extraordinarias de la pandemia podrían haber permitido reconsiderar los fundamentos de la relación trabajo-capital, los beneficios de la redistribución o señalar ciertos problemas en el mecanismo de establecimiento de precios, se impuso la austeridad para restablecer los límites entre lo económico y lo político que dicta la teoría ortodoxa.
Cómo la austeridad aumenta la inseguridad
Las políticas de austeridad transfieren recursos de los trabajadores a los ahorradores-inversores a través de tres mecanismos independientes: el fiscal, el monetario y el industrial. Las tres formas de austeridad aumentan la inseguridad económica para la mayoría, al hacer que los trabajadores sean más dependientes del mercado y de su empleador.
La austeridad fiscal no consiste, como a menudo se piensa, en recortes en el presupuesto y aumentos de impuestos en general. La verdadera cuestión es dónde se recorta y a quién grava el Estado. En ese sentido, la austeridad consiste en impuestos regresivos y recortes en el bienestar. De hecho, es completamente compatible con el dinero que se gasta en el complejo industrial militar y en subsidiar a los inversores privados. La austeridad monetaria se refiere, por su parte, al conjunto de políticas que restringen el acceso al crédito, normalmente a través de un aumento en los tipos de interés. Por último, la austeridad industrial incluye leyes aprobadas para proteger la paz industrial limitando, por ejemplo, los salarios de los trabajadores, criminalizando o desalentando la sindicalización o las huelgas, despidiendo a empleados públicos o privatizando servicios anteriormente gestionados por el Estado, como la educación o la atención sanitaria. Esta trinidad de la austeridad trabaja conjuntamente para reducir el poder de negociación de los trabajadores, aumentar el desempleo cuando el activismo laboral es alto, hacer a los trabajadores más dependientes del mercado para los servicios y las necesidades básicas y, de modo general, disciplinar a los trabajadores para que acepten la jerarquía entre trabajo y capital. Estas políticas constituyen el elemento coercitivo de la austeridad y sus responsables, tanto cargos políticos como autoridades monetarias no electas, son quienes controlan sus mecanismos.
Sin embargo, las políticas de austeridad no podrían implementarse sin consenso. Por eso la teoría económica resulta tan crucial para imponer la austeridad. Los trabajadores, especialmente, deben estar convencidos de que las políticas económicas promovidas por la élite son las adecuadas. Pero ¿cómo es posible que los trabajadores se convenzan de que las políticas que reducen sus salarios y su poder de negociación son buenas para ellos?
En primer lugar, la teoría económica se presenta como neutral y científica. Supuestamente, está libre de valores, y solo los economistas profesionales saben cómo interpretar los indicadores económicos y reaccionar en consecuencia. El conservadurismo innato de la teoría se utiliza para aprovechar las fracturas dentro de la clase obrera.
En segundo lugar, la teoría ortodoxa reduce a los trabajadores a insumos pasivos en el proceso de producción. La teoría del valor del trabajo (es decir, la idea de que la riqueza es el resultado del trabajo y especialmente la del no remunerado) es eliminada, no solo de los planes de estudio académicos sino también de la conciencia. Los trabajadores tienen un explosivo potencial de cambio cuando se organizan colectivamente, pero el énfasis en la individualidad, junto con una erosión de los beneficios y el aumento de la precariedad de los trabajadores impide que las personas tengan tiempo para organizar y articular las demandas colectivas. Mientras tanto, las empresas se benefician del fomento de soluciones individuales a problemas que solo pueden resolverse sistémicamente, colectivamente.
Dos formas de retórica, ambas con aceptación de la inevitabilidad de las fuerzas económicas, ayudan a construir un consenso acerca de la austeridad. La primera sugiere que los trabajadores son los dueños de su destino, que pueden elegir un trabajo perfecto para ellos y que pueden alcanzar el nivel de riqueza que deseen trabajando duro, ahorrando y con espíritu empresarial. La otra sugiere que las fuerzas externas –inmigrantes, la izquierda, «el otro», los pobres no merecedores– son la ruina del sistema común. En el primer caso, el trabajador es persuadido para mirar únicamente dentro de él para avanzar y lograr mejores condiciones materiales. En el segundo, se incita al trabajador al reaccionarismo. El primero enfatiza el autocontrol absoluto, el segundo enfatiza la victimización, a menos que el Estado haga algo para rectificar «el problema» o hasta que lo haga.
Ambas formas de retórica aceptan, de facto, que la economía es apolítica, asocial. El ámbito de acción se limita al individuo solitario. Es decir, la pregunta sería: ¿cómo puede un individuo maximizar su propio bienestar dentro de un sistema inmutable? Por lo demás, el individuo está indefenso y solo, expuesto al ataque de fuerzas incontrolables, a la espera de políticas reaccionarias que den respuesta a la crisis de turno.
Mientras tanto, la producción sigue organizándose en favor del beneficio privado, a pesar de que la obtención de beneficios privados casi siempre entra en conflicto con la salud medioambiental y el bienestar de los trabajadores. No puede haber servicios sociales que funcionen adecuadamente si también deben ser rentables. La motivación para proporcionar una atención infantil, médica, educación y servicios a la vejez, todos ellos de calidad, choca con la lógica de la acumulación de capital. Este conflicto puede mitigarse con políticas redistributivas, y así ocurre en algunos lugares. Pero el conflicto siempre está ahí, y una redistribución excesiva siempre tiene el potencial de amenazar la relación capitalista, de derrocar la lógica del sistema.
Cuando los niveles de vida y las condiciones de trabajo empeoran para una mayoría de personas en las economías capitalistas, tanto del Norte como del Sur globales, la indignación tiende a canalizarse hacia uno mismo, o hacia el enemigo y, a resultas de ello, prolifera la inseguridad; casi nunca se cuestionan las fuerzas que evitan la redistribución de la riqueza y de la renta, o se exige una acción climática radical y la reducción del gasto en armamento. Se evitan las alternativas, la concepción o la financiación de propuestas creativas que puedan poner a prueba formas socializadas de producción. La teoría ortodoxa ridiculiza las intervenciones no capitalistas, tachándolas de idealistas o absurdas; al mismo tiempo, la desigualdad se vuelve cada vez mayor y el conservadurismo político se refuerza.
Nuestra tesis es que las crisis actuales requieren soluciones radicales. La inseguridad social, política, económica y ambiental que impregna el mundo posterior a la COVID-19 está relacionada con la lógica antisocial que rige nuestro sistema de producción. Las soluciones a estos problemas no vendrán de la tecnología, sino de la innovación social. Deben hacerse intentos serios, tanto a nivel intelectual como práctico, para superar la tendencia a la crisis que tiene el capitalismo. Necesitamos descubrir cómo podemos convertir en ganancias sociales generalizadas las ganancias de productividad logradas en los últimos siglos de capitalismo. Tenemos que encontrar la manera de aprovechar nuestros marcos institucionales para proporcionar servicios sociales de alta calidad. Necesitamos escapar del marco de escasez connatural a una teoría ortodoxa que aborda innumerables cuestiones económicas desde la lógica de la suma cero. La teoría económica estándar simplemente no está en condiciones de considerar soluciones creativas. Su énfasis en el individuo como respuesta a todos los problemas no permite reconocer que un cambio profundo solo puede resultar de un esfuerzo colectivo. Su dependencia incondicional de las soluciones de mercado dirige los cerebros, los recursos y los fondos lejos de donde más se necesitan.
También debemos reconocer que la acumulación capitalista financia la guerra, y de manera exponencial. Los asombrosos aumentos en la productividad logrados bajo el capitalismo son inherentes a la propia lógica del sistema, la misma que también promueve una eficiencia cada vez mayor en la industria armamentística. El resultado son máquinas de guerra cada vez más destructivas, que se venden al mejor postor. Lockheed Martin y Boeing, entre muchos otros, están ganando miles de millones de dólares con las armas que venden a Israel, Ucrania y Sudán; Google y Amazon han firmado contratos con el Gobierno israelí por valor de miles de millones de dólares para el desarrollo de una Inteligencia Artificial que se está utilizando para crímenes de guerra en Gaza y Cisjordania. Más de 30 mil mujeres y niños han muerto en Palestina a causa de las bombas y el hambre. Y, mientras, a los accionistas a nivel global nunca les ha ido tan bien.
La solución tiene que ser social. La trampa del orden capitalista lo abarca todo y es altamente destructiva para la humanidad y el planeta en general. De hecho, se nutre de la opresión y el sacrificio de la mayoría, en todas partes, desde las dificultades económicas hasta el hambre y la muerte. Para apostar por la humanidad, en lugar de ceñirnos a la lógica de la austeridad y la obtención de beneficio, la única solución es, en definitiva, pensar valientemente fuera de la dinámica y los límites de la inercia impersonal de nuestras economías de mercado. Solo una recuperación consciente de nuestra capacidad de agencia social sobre la esfera económica puede subvertir la perversa lógica según la cual, solo unos pocos se benefician con el sacrificio de muchos. Y no es una tarea imposible. La historia muestra que el orden capitalista es opresivo pero frágil, y puede ser subvertido por medio de la acción colectiva. Es el momento de revisar todas las prácticas que, en cualquier parte del mundo, protegen los bienes comunes, la soberanía de los productores y el control social consciente. Pongamos nuestra atención en ello, para aprender de los experimentos concretos y poder avanzar.
REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS
Anelli, Matteo. «Global dividend growth at record highs, Janus Henderson index reveals». Trustnet (23 de mayo de 2024) (en línea) https://www.trustnet.com/news/13414958/global-dividend-growth-at-record-highs-janus-henderson-index-reveals.
Brenner, Robert. «Escalating Plunder». The New Left Review, n.º 123 (mayo/junio de 2020) (en línea) https://newleftreview.org/issues/ii123/articles/robert-brenner-escalating-plunder.
Lavoie, Marc. Post-Keynesian Economics: New Foundations. Cheltenham: Edward Elgar, 2014 (republicado en 2022).
Mattei, Clara. «Don’t be fooled: policymakers are quietly invoking austerity by other names». The Guardian (8 de octubre de 2022) (en línea) https://www.theguardian.com/commentisfree/2022/oct/08/us-policymakers-austerity-by-other-names.
Passel, Jeffrey S. y Krogstad, Jens M. «What we know about unauthorized immigrants living in the US». Pew Research Center (16 de noviembre de 2016) (en línea) https://www.pewresearch.org/short-reads/2023/11/16/what-we-know-about-unauthorized-immigrants-living-in-the-us.
Rugaber, Christopher. «Are US interest rates high enough to beat inflation? The Fed will take its time to find out». AP News (13 de mayo de 2024) (en línea) https://apnews.com/article/federal-reserve-interest-rates-inflation-mortgages-52156f98736527a254d5717b83e219f2.
Setterfield, Mark. «Inflation and Distribution during the post-COVID Recovery: A Kaleckian Approach». Social Science Research Network (SSRN) (17 de octubre de 2022), DOI: http://dx.doi.org/10.2139/ssrn.4250496.
Notas:
1- Véase Brenner (2020).
2- Véase Anelli (2024).
3- Véase la nota de prensa de Oxfam «El 1% más rico acumula casi el doble de riqueza que el resto de la población mundial en los últimos dos años», Oxfam International (16 de enero de 2023) (en línea) https://www.oxfam.org/es/notas-prensa/el-1-mas-rico-acumula-casi-el-doble-de-riqueza-que-el-resto-de-la-poblacion-mundial-en.
4- Véanse los estudios de The World Quarterly, (en línea) https://www.tandfonline.com/journals/ctwq20.
5- Véase Mattei (2022).
6- Véase Passel y Krogstad (2023).
7- Véase Lavoie (2014).
8- Véase Rugaber (2024).
9- Véase los datos publicados por el US Bureau of Labor Statistics «Prices for food at home up 13.5 percent for year ended August 2022», (15 de septiembre de 2022) (en línea) https://www.bls.gov/opub/ted/2022/prices-for-food-at-home-up-13-5-percent-for-year-ended-august-2022.htm.
10- Véanse la web del Gobierno de Nueva York, «Health Insurance Renewals Start Again», NYC (sin fecha) (en línea) https://www.nyc.gov/site/mayorspeu/resources/the-great-health-insurance-renewal.page; y el informe de John Oliver, «Medicaid», Last Week Tonight (HBO) (18 de abril de 2024) (en línea) https://www.youtube.com/watch?v=bVIsnOfNfCo.
11- Véase Setterfield (2022).
Imagen: © Ethan Rougon