Con la Agenda Global de Desarrollo Sostenible ¿se dibuja un mejor horizonte para 2030?
E-ISSN: 2013-4428
D.L.: B-8439-2012
Coincidiendo con el setenta aniversario de la fundación del Sistema Naciones Unidas, los jefes de Estado y de Gobierno de los 193 países con representación en la Asamblea General de Naciones unidas se reunían del 25 al 27 de septiembre de 2015, tras más de dos años de proceso de consulta, debate y negociación para firmar unos nuevos compromisos internacionales para el 2030, los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS), llamados a sustituir a los icónicos Objetivos de Desarrollo del Milenio (ODM) ¿Es el tránsito de los ODM a los ODS un logro o un fracaso? Por el momento parece que el nuevo marco de compromisos debe entenderse más como un avance hacia una agenda más integral y universal y que el proceso que ha llevado a la declaración final ha conseguido solventar algunos de los principales déficits de los ODM. Cabe advertir, no obstante, que la nueva agenda no está exenta de riesgos y que perviven, todavía, algunas ausencias importantes.
El camino de los ODM a los ODS
El contexto en el que se han diseñado los ODS dista mucho de aquél de mediados de los ‘90 del siglo pasado en el que se fraguaron los ODM como una expresión operativa de la histórica Declaración del Milenio. Los ODM eran el corolario de una década dorada para las Naciones Unidas, que resurgía tras la caída del Muro de Berlín con un liderazgo renovado en la definición de agendas sectoriales que tomaron la forma de conferencias y cumbres: sobre los derechos de la infancia (1990), el derecho a la educación (1990), el desarrollo sostenible (1992), los derechos de las mujeres (1995), etc. En ese contexto de post-guerra fría, los ODM pueden entenderse, en el sentido en el que lo plantea J.A. Sanahuja (2009), como un intento para dotar de una incipiente agenda social global al proceso acelerado de globalización económica y financiera de la década de los noventa. Así, la declaración del Milenio representaba una reivindicación de la centralidad de Naciones Unidas como líder en la promoción de una agenda que recupera la esencia de la Declaración Universal de los Derechos Humanos y daba lugar, por primera vez en la historia, a una hoja de ruta concreta, con ocho objetivos alrededor de los cuales los estados firmantes se comprometían a alcanzar 21 metas en el plazo de 15 años.
Mucho se ha escrito sobre las bondades y los defectos de los ODM. Aunque el mayor énfasis se ha puesto en valorar el grado de consecución de los objetivos previstos (informe de los ODM) lo cierto es que la mayor contribución de los ODM puede evaluarse más allá de lo que muestran los resultados. En cuanto a los resultados, la valoración está llena de claroscuros. Por un lado, los datos globales indican logros significativos, llegando a cumplirse las metas en el objetivo de reducción de la pobreza extrema, el acceso al agua potable, el combate contra las hambrunas o la alfabetización. Pero, a pesar de resultados notables, no se ha logrado alcanzar la meta prevista en ámbitos como la reducción de la mortalidad infantil y, en menor medida, la mortalidad materna. Sin embargo, cuando se desagregan los datos por regiones y por países, e incluso en el interior de los mismos, se hace evidente que los logros globales esconden realidades muy heterogéneas: tales como el incumplimiento de prácticamente todos los objetivos en África Sub-sahariana, o las grandes disparidades que existen al interior de los países que, aun consiguiendo alcanzar la meta prevista, mantienen importantes bolsas de población que queda rezagada -por razón de género, etnia o por vivir en regiones deprimidas, alejadas de los polos de desarrollo.
Si bien asumiendo los resultados como meritorios, para valorar la eficacia de la agenda es necesario plantearse la siguiente pregunta: ¿de quién es el mérito? ¿puede atribuirse la comunidad internacional alguno de estos resultados? Sabiendo que buena parte del éxito en la reducción de la pobreza extrema se debe al crecimiento de China, ¿puede realmente establecerse alguna relación de causalidad entre los compromisos de reducción de la pobreza definidos en la agenda global de los ODM y las opciones políticas impulsadas desde Beijing? ¿Cuál es el grado de permeación de los ODM en las prioridades y las agendas locales? Éste ha sido uno de los puntos que mayores debates ha generado, tras advertir de la debilidad del anclaje de los ODM con las dinámicas políticas locales, debido, en gran parte, a que su gestación se hizo en un proceso tecnocrático conducido desde París (OCDE) y Washington (Banco Mundial). Sea como fuere, lo cierto es que faltan evidencias para demostrar un impacto real de los compromisos globales en la definición de prioridades políticas y de gasto público en el ámbito doméstico.
Con todo, es justo reconocer la contribución de los ODM en su habilidad para generar una narrativa global sobre la pobreza, compartida en gran medida por el conjunto de actores implicados –instituciones financieras internacionales, agencias y programas de Naciones Unidas, países donantes de la OCDE y buena parte de las ONG internacionales. Cabe añadir que los ODM han representado una innovación relevante por ser una agenda con metas e indicadores concretos que ha permitido: generar datos e información comparable entre países y a lo largo del tiempo sobre diversos resultados (outcomes) de desarrollo; ser útil a la sociedad civil internacional y local para presionar a gobiernos y organismos internacionales en el cumplimiento del mandato que deriva de esta agenda; provocar un efecto movilizador sobre los recursos destinados a la ayuda oficial al desarrollo en un momento en que ésta estaba deslegitimada por entenderse como un instrumento dirigido por los intereses de las políticas exteriores de los países ricos; y en definitiva, cristalizar el optimismo de los noventa sobre la capacidad de liderazgo de Naciones Unidas y la posibilidad de dotarse de una agenda social consensuada globalmente que pudiera balancear el consenso neoliberal imperante propio de la era de la globalización y de la postguerra fría.
Un nuevo contexto mundial
El contexto mundial en el que se ha diseñado, debatido y aprobado la nueva agenda global del desarrollo, la agenda 2030, dista mucho del que acogió y condicionó las prioridades de la agenda de los ODM. Estos últimos han sido una agenda de combate contra la pobreza dirigida a incrementar el monto y a definir las prioridades de los flujos de ayuda de los países donantes ricos -los de renta alta según el Banco Mundial y la OCDE- hacia los países receptores pobres. El núcleo duro de la agenda ha sido, por tanto, reivindicar la Ayuda Oficial al Desarrollo como la mejor estrategia colectiva posible, de transferencia de recursos del mundo rico al mundo pobre en el combate a la pobreza. Pero lo ocurrido en la última década -transformación del mapa de la pobreza, emergencia de nuevas potencias regionales y globales, e intensificación de las “externalidades negativas” de los procesos de globalización- ha transformado radicalmente el escenario global.
Los pobres ya no viven en países pobres
Hoy día, el mapa de la pobreza es muy distinto al que teníamos en la década de los noventa, en el que la mayoría de los pobres vivían en países pobres. Actualmente, la mayoría de pobres vive en países de renta media, gran parte de los cuáles han registrado en los últimos años tasas sostenidas de crecimiento por encima de los cinco puntos anuales. Según Sumner, los pobres se concentran actualmente en estados frágiles (18%) y países de renta media (60,4%), y sólo el 7% restante en lo que podrían denominarse “países en desarrollo tradicionales”. Y no es que los pobres se hayan mudado de país, sino que países como India, China, Pakistán, Indonesia o Nigeria –que actualmente concentran el mayor número de pobres a nivel agregado- se han graduado en la última década como países de renta media. Las tendencias hacia la convergencia económica mundial de los últimos años y las consecuentes transformaciones operadas en la geografía de la pobreza han puesto patas arriba el esquema que ha funcionado sin mayores cuestionamientos durante más de medio siglo, desde la constitución del sistema internacional –bilateral y multilateral- de la ayuda.
Este cambio tiene consecuencias de gran calado sobre la agenda de desarrollo de los próximos años. En primer lugar, pone de manifiesto cómo la tendencia convergente entre los países hacia la igualdad tiene un claro correlato en una tendencia contraria en el interior de los países, dónde las desigualdades se acrecientan. A pesar de ser más ricos a nivel agregado, dichos países continúan registrando importantes segmentos de población que viven en situación de pobreza extrema –por debajo del 1,25 dólares al día. Junto con ellos, existe un todavía elevado sector de la población altamente vulnerable que ha salido de la pobreza extrema pero que está lejos de poder lograr realizaciones vitales que consideren dignas, en la concepción seniana del desarrollo. Esta realidad impone por primera vez exigencias a las economías emergentes y a los nuevos países de renta media: han demostrado dar con una fórmula para crecer pero, ahora, deben demostrar que ese crecimiento puede ser inclusivo. El debate sobre la movilización de recursos internos, sobre fiscalidad de los países de renta media, y la necesidad de abordar el conflicto distributivo, forman parte de la nueva tesitura.
El ascenso del Sur
En segundo lugar, el ascenso del Sur tal como lo tituló el informe del PNUD del 2013, o “the Rise of the Rest” en palabras de Zakaría (2008), tiene un impacto a nivel tanto regional como global en la configuración de agendas de desarrollo. La influencia creciente de las potencias regionales y globales emergentes, junto con las nuevas fórmulas de cooperación Sur-Sur que las acompañan, están teniendo impactos en distintos sentidos. Por un lado, cuestionan la centralidad del Comité de Ayuda al Desarrollo (CAD) de la OCDE como árbitro internacional y proveedor de estándares de calidad en la cooperación internacional, a la vez que aumentan las críticas por representar una visión eurocéntrica y caduca de la cooperación internacional en un mundo mucho más complejo en el que las divisiones entre países ricos y países pobres, y entre donantes y receptores ya no son explicativas ni funcionales. Por otro lado, el mercado de la ayuda es ahora más competitivo e innovador, tanto por la proliferación de actores de cooperación como por la multiplicación de instrumentos que va asociada a esta proliferación. Finalmente, la transformación en el orden global y la emergencia de nuevas potencias han situado en una posición cada vez más residual a la ayuda oficial al desarrollo (AOD) como instrumento de promoción del desarrollo. Y ello se ha visto acompañado de un protagonismo renovado en el debate sobre la financiación del desarrollo (en su camino de Monterrey hasta la más reciente cumbre de Addis Abeba).
Problems without borders
Finalmente, vinculado al proceso de globalización y a los desequilibrios relacionados, cada vez son más los desafíos globales –o problems without passports en palabras de Kofi Annan- que sitúan en una relación de igualdad a países en desarrollo y desarrollados. En las últimas décadas, han sido varias las crisis globales que se han manifestado con una vehemencia incuestionable: la crisis financiera y económica global iniciada con la quiebra de Lehman Brothers; la de salud global desencadenada por el último brote de Ébola en África Occidental; la de seguridad internacional vinculada al terrorismo global de Al-Qaeda o Daesh; la crisis mundial de refugiados provocada por el conflicto en Siria; o el aumento en la virulencia de los efectos del cambio climático en forma de catástrofes naturales, amenazas a la biosfera y a los hábitats de colectivos muy diversos alrededor del planeta. Como resultado, la agenda global del desarrollo está cada vez más vinculada a una agenda de provisión de bienes públicos globales cuyo abordaje va desde la provisión de salud internacional, seguridad humana, el combate contra el cambio climático o la propia regulación del sistema financiero internacional.
Desafíos de la nueva agenda
Las implicaciones del efecto combinado de las tres transformaciones arriba descritas sobre la agenda del desarrollo son, o deberían ser, profundas. Y podrían resumirse en tres requisitos mínimos que deberían estar presentes en la agenda 2030: i) reivindicación de la dimensión política de la agenda global del desarrollo, ii) tránsito de una política sectorial de Ayuda Oficial al Desarrollo a una concepción holística de políticas públicas globales, iii) urgencia de la reforma de la arquitectura y de los instrumentos de la cooperación internacional.
Politizar la agenda global del desarrollo
La agenda de la pobreza global se está convirtiendo en una agenda de desigualdades domésticas. Esto plantea la necesidad de preguntarse en qué medida la relación entre donantes y receptores permanece vigente, y de abordar el desafío de las desigualdades como principal vector de desarrollo. En este sentido, los retos del desarrollo interpelan a las capacidades nacionales y locales para movilizar recursos domésticos e impulsar estrategias de redistribución de riqueza, de ampliación de las oportunidades y de inclusión política de los sectores que perviven en situaciones de pobreza y exclusión. Desde la perspectiva de algunas ONG y organizaciones y movimientos sociales, se trata de reivindicar la centralidad del enfoque de los derechos humanos, que es el que permite situar el combate contra la exclusión y la discriminación en el centro de la agenda. En síntesis, se trata de garantizar un ejercicio efectivo de la ciudadanía en todas sus dimensiones (civil, política, económica, social y cultural) para poder alcanzar el ideal de bienestar que cada cual considere digno. E implica reivindicar la responsabilidad de las autoridades públicas en la provisión de tales derechos y de la ciudadanía en la reivindicación de su ejercicio efectivo.
Trasladado a la configuración de una agenda global para el 2030, el reto reside en adoptar un conjunto de compromisos globales que sirva de marco de incentivos para impulsar procesos en el interior de los países orientados a promover reformas y políticas favorables a la redistribución -en forma de pactos fiscales, impulso de políticas universales de provisión de bienes públicos, etc. Y el papel de la cooperación internacional, en este escenario, sería más bien el de catalizador de procesos de reforma que son de naturaleza esencialmente política. Lo que se traducirá en: mantener la posición de socio incómodo en foros internacionales en caso de vulneración de los compromisos y de los derechos humanos; apoyar a la sociedad civil en su ejercicio de control político democrático respecto a sus gobiernos y en el monitoreo del nivel de consecución de los compromisos globales adquiridos; fortalecer las capacidades institucionales locales para diseñar e implementar políticas públicas; o apoyar la generación de información y conocimiento que permita identificar y medir dónde están las principales brechas de desarrollo.
Compromisos compartidos en torno a políticas públicas globales
Las transformaciones mencionadas obligan a superar la visión parcelada del mundo sobre la que se ha sostenido el sistema internacional de la ayuda durante más de cincuenta años, la cual dividía el planeta entre mundo desarrollado y mundo en desarrollo y otorgaba centralidad a instrumentos compensatorios como la AOD en su misión de reequilibrar, mediante los flujos de ayuda, los recursos entre ambos mundos. Instalados en la segunda década del siglo XXI, existen muchos “nortes” en el hemisferio Sur y muchos “sures” en el hemisferio Norte. Así, problemas como la salud global, la seguridad internacional, los efectos del cambio climático o los efectos perversos de la creciente brecha en la distribución de los recursos entre una élite que representa menos del 1% de la población y la vasta mayoría de la población mundial, ya afectan por igual a la ciudadanía de ambos hemisferios.
Por ello, la nueva agenda global debe ser universal –o lo que autores como R. Manning (2009) denominan “one world approach”- lo que significa que debe establecer compromisos y responsabilidades compartidas para todos. Ello otorga mayor centralidad a la coherencia de políticas en busca de las interdependencias que existen entre el desarrollo humano sostenible y las regulaciones internacionales que organizan el comercio, los movimientos de capitales, los flujos migratorios, el uso de patentes, o los estándares medioambientales. Lo que no significa olvidar los compromisos sobre la financiación del desarrollo, pero esta vez, yendo más allá de los flujos de la AOD -que deberán ser reivindicados para y enfocados hacia las intervenciones más difíciles de financiar- para incorporar la financiación de la lucha contra el cambio climático y sus mecanismos compensatorios, los debates sobre fiscalidad internacional y la movilización de recursos domésticos, etc.
Hacia una gobernanza global del desarrollo humano sostenible
En un sentido parecido, el reconocimiento progresivo y generalizado de que la agenda del desarrollo está cada vez más vinculada a la provisión de bienes públicos globales obliga a poner en el punto de mira la capacidad de acción colectiva, también, en el ámbito global. Ello requerirá, en un contexto que expertos como JM Severino han definido de acción hipercolectiva, dotarse de los mecanismos y las instituciones que permitan gobernar de forma efectiva estos procesos globales. Lo que implica transitar hacia un nuevo multilateralismo más eficaz y democrático, capaz de integrar el conjunto de actores –viejas y nuevas potencias, sociedad civil, empresas, gobiernos locales, etc.- y capaz de dar una respuesta eficaz a los desafíos transnacionales. De no ser así, el retorno a lo bilateral –que florece en el ámbito comercial con iniciativas como el TTIP-, el minilateralismo de las “coalitions of the willing” (coaliciones de voluntades) que ha proliferado en el área de la seguridad internacional desde la intervención en 2003 en Irak, o el control de la agenda por parte de fundaciones filantrópicas como la de Bill & Melinda Gates en ámbitos tan fundamentales como el de la salud global, van a ser la estrategia dominante.
Para ello, la gobernanza global del desarrollo y los organismos sobre la que se apoya deberá adaptarse a demandas, a veces contradictorias, de garantizar pluralismo y a la vez eficacia. El impulso de un partenariado global – instalado en el imaginario colectivo desde Busan- como estrategia aglutinadora de los nuevos y viejos actores en un entorno marcado por nuevos equilibrios de poder y por una mayor difusión del mismo, se vislumbra como la única alternativa posible, aunque compleja y no exenta de peligros –especialmente aquellos asociados a la suplantación de responsabilidades entre los ámbitos público y privado, llamados a jugar un papel en la implementación de la agenda.
La arquitectura institucional sobre la que descansará esta agenda global deberá incorporar, además, la lógica de la gobernanza multinivel y el entramado de responsabilidades compartidas entre los distintos niveles de gobierno. Precisamente, una de las principales lecciones aprendidas en la implementación de los ODM ha sido la necesidad de conectar los compromisos globales con agendas locales específicas que garanticen que los compromisos se apoyan en estrategias de desarrollo apropiadas –en el sentido de ownership- por parte de los actores locales y que permitan ejercicios de accountability democrática por parte de la ciudadanía.
¿Es la Agenda 2030 un logro o un fracaso?
Hay motivos para el optimismo. La agenda 2030 supone mantener el “momentum” de una agenda multilateral de desarrollo y además ha hecho compatibles las distintas narrativas en disputa. Pero quizás lo más importante es que al hacerlo, ha propiciado el avance hacia una verdadera agenda global.
La agenda 2030 es excepcional en tanto que agenda multilateral, dotada de compromisos globales con metas concretas y cuantificables. Aunque se trate de una normativa blanda, el grado de deliberación pública que se ha dado en el proceso de elaboración y adopción de la misma la convierte en un instrumento multilateral poderoso, al servicio de gobiernos, grupos políticos, ONG, burócratas internacionales, y ciudadanos, comprometidos con el combate a la pobreza, el cambio climático o la reducción de las desigualdades, entre otros.
Su génesis la predispone a ser una agenda útil para influir en la toma de decisiones política en distintos ámbitos -global, regional, nacional, local-, relevante en el momento de definir prioridades políticas con una orientación hacia el desarrollo humano sostenible. Esto es así porque el proceso hiperparticipativo que ha caracterizado su elaboración ha permitido superar una de las principales debilidades que aquejaron los ODM, hartamente criticados por estar diseñados en una suerte de vacuum político, lo que mermó su capacidad de impactar en los procesos políticos domésticos. La naturaleza del discurso multilateral compartida de la agenda 2030 ahora sí debería permitir un ejercicio de presión entre pares efectivo –aun sin ser vinculante- y una vigilancia atenta por parte de la ciudadanía y la sociedad civil frente al incumplimiento de compromisos.
Pero además, los ODS han logrado aunar discursos que no siempre han sumado, que han evolucionado en paralelo, o que incluso han dado lugar a posiciones confrontadas. Desde la adopción del documento final (outcome document) resultante de la Cumbre de Rio + 20 sobre desarrollo sostenible, quedó claro que la agenda de combate contra la pobreza y la agenda de desarrollo sostenible irían de la mano. La cumbre resultó en un encargo a un grupo intergubernamental -Open Working Group (OWG)- para elaborar unos Objetivos de Desarrollo Sostenible que sentarían las bases de la discusión sobre la agenda post-2015. De este modo, los 17 objetivos propuestos por el OWG se han convertido en los 17 Objetivos de Desarrollo Sostenible aprobados en Nueva York el pasado mes de septiembre. La agenda 2030, por tanto, puede entenderse como un punto de encuentro entre los que defendían prorrogar la agenda de los ODM hasta garantizar el cumplimento efectivo de las metas –rematar la agenda de mínimos- y los que reivindicaban un agenda más integral basada en una visión más compleja y sistémica del desarrollo, la de la sostenibilidad en su triple e indisociable dimensión: ambiental, social y económica.
Para satisfacción de los primeros, el objetivo 1 de erradicación de la pobreza, el 2 de combate contra las hambrunas, el 4 de educación o el 5 sobre igualdad de género, simbolizan la voluntad de trazar caminos que vinculan la vieja y la nueva agenda. Para satisfacción de los segundos, la dimensión ambiental del desarrollo se despliega extensiva e intensivamente -objetivo 6 sobre agua y saneamiento, objetivo 7 sobre energía, objetivo 12 sobre modelos de consumo y producción sostenibles, objetivo 13 sobre cambio climático, y objetivo 14 y 15 sobre ecosistemas marítimos y terrestres. Junto con la consolidación de la dimensión ambiental, la nueva agenda incorpora objetivos asentados en esa aproximación más sistémica del desarrollo cuando se refiere específicamente a los modelos de crecimiento (objetivos 8 y 9), y a la reducción de las desigualdades (objetivo 10). Y lo más relevante, la suma de la narrativa de la sostenibilidad ha contribuido a cumplir uno de los desafíos arriba referidos: la agenda 2030 es por primera vez una agenda global con metas y responsabilidades compartidas entre el mundo “desarrollado” y el mundo “en desarrollo”.
¿Qué ha pasado con los otros dos desafíos apuntados más arriba? Pues que las razones para el optimismo se diluyen. El notorio éxito que ha significado incluir el objetivo 10 sobre desigualdad (en y entre países) no tiene un correlato esperable en el componente político de la agenda. El objetivo 16, que debe leerse como un éxito ya que supone incorporar en la agenda la necesidad de promover sociedades pacíficas, inclusivas y promover el acceso a la justicia y el desarrollo de instituciones eficaces, no hace mención alguna a la democracia ni a los derechos humanos. Se habla, en su defecto, de instituciones eficaces y de gobiernos responsables, pero se elude cualquier referencia al ejercicio de los derechos políticos, sociales, económicos y culturales como medio para perseguir el desarrollo. El ejercicio de transversalidad que se ha realizado con la narrativa de la desigualdad, bajo el lema “leave no one behind” (no dejar a nadie atrás), no va acompañado de la aplicación de la consecuente perspectiva de derechos que es el único garante para no dejar a nadie rezagado.
Otra decepción importante es la que se refiere a la gobernanza global necesaria para impulsar esta nueva agenda, más ambiciosa, más compleja, integral y global. El objetivo 17, destinado a fortalecer los medios de implementación y revitalizar la alianza mundial para el desarrollo sostenible es tan genérico y falto de compromisos como fue su predecesor, el objetivo 8 de los ODM. El tan debatido y reivindicado sistema de responsabilidades compartidas entre los distintos niveles de gobierno y entre los distintos actores implicados, no logra tener una expresión concreta que de pistas sobre cómo va a ejercerse el control político de la agenda. De nuevo, en un sistema de responsabilidades difusas, parece que nadie va a perder su empleo si los ODS son un fracaso.
Parece pues, que la melodía de los ODS es la apropiada para los nuevos tiempos, que ofrece una lectura más compleja y actualizada de los desafíos locales y globales que amenazan y limitan nuestras capacidades, individuales y colectivas, para vivir una vida digna. Lo que queda por demostrar es si la melodía adopta significados concretos, coherentes y apropiados. En definitiva, queda por demostrar, si esta normativa global soft puede inspirar políticas concretas hard.
Referencias bibliográficas:
Manning, R. (2009) “Using indicators to encourage development. Lessons from the MDGs”. DIIS Report 2009:01.
Sanahuja, J.A. “De los Objetivos del Milenio al desarrollo sostenible:Naciones Unidas y las metas globales post-2015”. En: Mesa, M. (Coord.) De los Objetivos del Milenio al desarrollo sostenible: Naciones Unidas y las metas globales post-2015. Anuario 2014-2015 Ceipaz. 2015
Zakaria, F. The Post American World. New York: W.Norton & Company. 2008.