Cinco años después de la Revolución, Egipto vive su peor dictadura

Opinion CIDOB 385
Fecha de publicación: 02/2016
Autor:
Ricard González, Journalist and Political Scientist
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D.L.: B-8439-2012

 

Cinco años después del primer brote de la Primavera Árabe, el panorama en la región es desolador. Siria, Iraq y Yemen, desgarrados por la violencia y los odios sectarios. Libia, sumida en el caos. Y la amenazante sombra del Daesh proyectándose ya sobre toda la región. Ahora bien, en ningún país la brecha entre las esperanzas suscitadas durante los primeros meses de 2011 y la triste realidad actual es mayor que en el Egipto del mariscal Abdelfattah al-Sisi, el régimen más represivo en la historia contemporánea del gigante árabe. Tan solo Túnez, cuna de aquella revuelta transnacional, se ha salvado de la quema. 

El Gobierno liderado por Al-Sisi ha hecho retroceder el país varias décadas, instaurando una reproducción aproximada del denostado régimen de Hosni Mubarak -con sus abusos policiales, sus elecciones fraudulentas, la demonización de los Hermanos Musulmanes y la aplicación de políticas neoliberales-. Sin embargo, ni el Egipto ni el Oriente Medio de 2016 son los mismos que los de los años ochenta. Para imponerse y asegurar su continuidad, la contrarrevolución ha debido utilizar una violencia mucho más extrema. 

En los últimos dos años y medio, las autoridades han arrestado a miles de personas entre las filas de la oposición, otros centenares han desaparecido -probablemente confinados en cárceles secretas- y más de 200 han muerto bajo custodia policial, ya sea a causa de las torturas o por negligencia médica. Se han prohibido las manifestaciones antigubernamentales. Mientras el régimen de Mubarak toleró a los Hermanos Musulmanes y nunca osó arrestar a su Guía Supremo, su líder se enfrenta hoy a unos 40 procesos judiciales, y ya ha recibido una sentencia a la pena de muerte. También los activistas que lideraron la Revolución de 2011, como Ahmed Maher y Ala Abdelfatá, se encuentran entre rejas. 

La brutalidad e impunidad de las fuerzas de seguridad ha llegado a tal extremo que todos los indicios apuntan a su responsabilidad en la tortura y asesinato de Giulio Regeni, un investigador italiano que desapareció en el centro de El Cairo tomado por la policía el pasado 25 de enero, en el quinto aniversario de la Revolución. Según The New York Times, tres fuentes diferentes del ministerio del Interior confirmaron que Regeni fue detenido aquel funesto día. Su cadáver fue encontrado una semana después en una zanja en un suburbio capitalino con signos de una “violencia inhumana”, según el ministro italiano del Interior. En un primer momento, las autoridades dijeron que se trató de un accidente de tráfico. Un suceso así habría sido impensable durante el antiguo régimen, cuando los occidentales eran una línea roja inviolable. 

El asesinato de Regeni podría confirmar la tesis sostenidas por diversos expertos, como Nathan Brown y H. A. Heller, de que el llamado “régimen de Al-Sisi” no es tal. El concepto de “régimen” requiere la existencia de un poder ejecutivo fuerte al que obedecen el resto de las instituciones del Estado, lo que resulta en una unidad de acción de los poderes públicos. En cambio, el Egipto actual se asemeja más bien a una coalición de diversas instituciones con un amplio margen de autonomía en la persecución de sus propios intereses. Ciertamente, la presidencia es la institución más poderosa, pero no parece capaz de imponer siempre su voluntad al resto, especialmente al ministerio del Interior. 

La reciente constitución del Parlamento, después de tres años y medio de ausencia, no parece que vaya a alterar el diseño institucional del nuevo orden político, por más que la Constitución aprobada en 2014 otorgue al poder legislativo amplias prerrogativas. De hecho, la coalición de partidos ganadora en las elecciones del pasado otoño, que se declara pro-Sisi, anunció su intención de reformar la Carta Magna para reforzar los poderes presidenciales en detrimento del legislativo. Así pues, más allá de las denuncias que puedan hacer los escasos diputados favorables a la democratización del país, la Cámara no se convertirá en un polo de oposición o de escrutinio al Gobierno. 

En la confusa trayectoria del Egipto post-revolucionario, el golpe de Estado de 2013 constituye un auténtico punto de inflexión. De forma consciente o no, Al-Sisi abrió una caja de Pandora al derrocar a Mohamed Morsi. Desde entonces, se ha constituido una potente y tenaz insurgencia islamista que ya no se limita a la península del Sinaí, su feudo tradicional, sino que está bien activa en todo el país, especialmente en el Gran Cairo. Dentro de esta nebulosa insurgente, el antiguo Ansar Bait al-Maqdis, rebautizado como Wilaya Sina tras jurar lealtad a Estado Islámico, es la organización más mortífera. Su acto más audaz, el derribo de un avión civil ruso en la Península del Sinaí, un golpe mortal al turismo en Egipto. La violencia estatal y terrorista se retroalimentan en una espiral sin final a la vista. Al-Sisi prometió orden, estabilidad y prosperidad al tomar las riendas del país, pero nunca ha estado un Gobierno de Egipto tan lejos de conseguirlo. 

Aunque la evolución de cada país sacudido por la Primavera Árabe responde a unas características propias, es posible encontrar una narrativa común: el éxito de las fuerzas contrarrevolucionarias, lideradas por los “Estados profundos” en su voluntad de frenar una era de cambios que el islamismo político había conseguido liderar. No hay mejor ejemplo que Egipto. La represión del islamismo moderado e institucional ha dado alas al yihadismo del Daesh, volviendo a situar a la región ante un vieja y odiosa ecuación: las autocracias tradicionales contra el terrorismo yihadista. Ninguno de los dos posee la solución a los acuciantes problemas de Egipto, por lo que la gran incógnita de futuro es cuánto tiempo tardará en configurarse un alternativa fuerte, capaz de forzar al “Estado profundo” a realizar concesiones.