Call 30 años | El auge de las ultraderechas como respuesta a la crisis del orden liberal internacional
Al finalizar la Guerra Fría (1945-1991) y tras la caída de la Unión Soviética, un nuevo Orden Liberal Internacional (OLI) se expandió de la mano de Estados Unidos. La universalización del liberalismo de posguerra y la transnacionalización económica dieron origen a lo que hoy conocemos como globalización, caracterizada por la extensión del mercado de capitales a nivel mundial, la generación de nuevos patrones de producción basados en cadenas transnacionales de suministro y la liberalización comercial y financiera, entre otros factores.
Si bien el denominado OLI se convirtió en el modelo hegemónico imperante, existen hoy múltiples evidencias de su desgaste, que despiertan interrogantes sobre si el mundo se enfrenta o no a su final definitivo. De la mano de esta profunda crisis, las principales economías occidentales han visto resurgir a fuerzas de ultraderecha que, en pocos años, han pasado de ser partidos marginales, con escasa representación, a conquistar el debate público con retóricas antimigratorias, xenófobas e incluso autoritarias.
Este artículo indaga posibles explicaciones a la crisis del OLI y el auge de nuevas fuerzas políticas antiliberales, partiendo de tres factores ineludibles: en primer lugar, las consecuencias estructurales negativas de la globalización y el consecuente aumento de la desigualdad global; en segundo lugar, el impacto de la crisis financiera de 2008; y, en tercer lugar, la falta de respuesta de la élite progresista y democrática frente a los reclamos de grandes sectores de la población. Asimismo, el ensayo analiza a las nuevas fuerzas políticas y argumenta, en pocas palabras, que su crecimiento no se debe a meros factores contextuales, sino que se trata de una reacción ante demandas sociales insatisfechas y el avance de minorías tradicionalmente excluidas, que debe seguirse con atención.
La crisis del sistema liberal internacional, ¿un colapso anunciado?
En los últimos años, múltiples acontecimientos han contribuido a desestabilizar los cimientos del OLI, entre los que destacan la llegada al poder de líderes políticos como Donald Trump o Boris Johnson ‒con programas sumamente críticos con el multilateralismo y las instituciones que ordenan el sistema internacional‒; la crisis económica y financiera del 2008; el Brexit; la pandemia del coronavirus o más recientemente, la invasión de Rusia a Ucrania.
A la hora de explicar las causas de este deterioro, existen tres factores que resultan ineludibles. En primer lugar, las mismas dinámicas del proceso de globalización y sus impactos negativos sobre grandes sectores sociales. Como argumentaba el desaparecido historiador Eric Hobsbawm (1917-2012), ya en el pasado, el auge de la tecnología y la automatización provocó la expulsión del trabajo humano de la producción de bienes y servicios, en un mercado que se mostró incapaz de generar empleos alternativos o de garantizar un índice de crecimiento económico que fuese capaz de reabsorber la desocupación. Al mismo tiempo, la relocalización de la producción hacia países con costos laborales más bajos provocó una transferencia de puestos de trabajo de regiones con salarios más altos a otras con remuneraciones más bajas, lo que impactó abruptamente en las clases medias y obreras de las economías más desarrolladas.
Por si fuera poco, estos hechos estuvieron acompañados de un progresivo deterioro de la capacidad del Estado para gestionar el impacto social de las crisis económicas, gracias tanto a la delegación de competencias en organismos supranacionales, que adquirieron roles cada vez más importantes en la gestión pública; como también a la pérdida de poder frente a otros actores que lograron trascender las fronteras, como empresas, capitales financieros, movimientos sociales o incluso redes criminales transnacionales.
En consecuencia, en las últimas décadas se ha producido un notable incremento de la desigualdad entre y en el seno de los estados. Al mismo tiempo, las nuevas modalidades productivas han conformado un mercado laboral de estructura dual, en el que las remuneraciones de los trabajadores vinculados a la economía del conocimiento crecen cada vez más, al tiempo que los salarios y la calidad de los empleos menos cualificados disminuyen considerablemente.
En segundo lugar, la crisis económica y financiera internacional del año 2008 jugó un papel fundamental en el desgaste del OLI. Si bien las causas y responsabilidades son aún objeto de estudio, y los debates académicos en la materia trascienden el propósito de este ensayo, existe cierto consenso respecto a que el fenómeno reveló los límites sistémicos del modelo de globalización financiera, carente de regulación. Además, las élites dirigentes no lograron ofrecer a la sociedad garantías de protección ante los riesgos globales, así como tampoco disminuir la incertidumbre de las generaciones presentes y futuras.
En pocas palabras, la reacción de los gobiernos a la crisis evidenció la fuerte influencia política de la clase empresarial, en tanto las medidas adoptadas consistieron en rescates públicos multimillonarios a las compañías financieras y en la implementación de programas de austeridad, que recortaron el gasto público y los estímulos a las actividades productivas, afectando así a las clases medias y bajas. El Premio Nobel de Economía y exvicepresidente del Banco Mundial, Joseph Stiglitz, calificó de «socialismo estadounidense» a la dinámica de privatización de las ganancias y de socialización de las pérdidas.
Finalmente, cabe destacar también la incapacidad de la clase dirigente de responder a las demandas de los sectores sociales más afectados por los eventos mencionados. La alianza entre el capital empresarial y financiero con las corrientes principales de los nuevos movimientos sociales –que dio forma a lo que la socióloga norteamericana Nancy Fraser denominó «neoliberalismo progresista»– no logró implementar respuestas innovadoras que subsanasen los impactos negativos de la globalización sobre las clases medias trabajadoras, que ante el deterioro de las capacidades de los estados, quedaron expuestas a fuerzas que escapaban de su control.
Conservadurismo popular: el surgimiento de nuevas fuerzas
En síntesis, el progresivo deterioro de la calidad de vida de los trabajadores con baja calificación, el incremento de la desigualdad y el impacto de la crisis económica y financiera de 2008, atentaron contra el discurso optimista propio del OIL, basado en las bondades de la expansión global de la democracia y del libre mercado. Como resultado, fuerzas nacionalistas de ultraderecha con discursos contestatarios y antiliberales lograron, poco a poco, canalizar el malestar social y ocupar espacios de representación a los sectores percibidos como los «perdedores de la globalización» mediante el rechazo a las elites tradicionales, la instrumentalización de la política del miedo y la oposición a sociedades abiertas.
El politólogo argentino Francisco de Santibañes describió a estos nuevos movimientos como «conservadores populares», en tanto defienden el rol que las naciones y la religión ocupan en la sociedad, en contraposición al cosmopolitismo y al debilitamiento de las instituciones centrales de la vida social atribuidos al liberalismo. El componente antielitista los diferencia del conservadurismo tradicional y les otorga el carácter de «popular», acercándolos a las clases medias y bajas de la población. Sus líderes son democráticos e iliberales a la vez, debido a que desconfían de las instituciones, la división de poderes o el multiculturalismo, al tiempo que defienden sistemas democráticos que omiten a intermediarios y promuevan una relación directa entre el líder y el pueblo.
Otro de sus rasgos centrales es el nacionalismo, en tanto que sus dirigentes le otorgan una importancia central a la identidad, a la soberanía de los países, y defienden acérrimamente la capacidad de los estados de tomar decisiones libres de influencias externas o de organismos internacionales. En el plano económico, defienden el capitalismo y el derecho a la propiedad privada, aunque también están dispuestos a imponer restricciones al mercado y al libre comercio para evitar desequilibrios sociales o el debilitamiento de la familia, entendida como la institución central del modelo social.
Finalmente, cabe resaltar sus vínculos con movimientos reaccionarios, opositores a cualquier avance en materia de género y derechos humanos. El rechazo a las agendas feministas y de diversidad sexual, así como a la inclusión de migrantes y minorías, ha jugado un papel central en el crecimiento de los líderes de la ultraderecha, que defienden una agenda tradicional sustentada en valores conservadores y religiosos.
Reflexiones finales
A modo de síntesis, es posible argumentar que el surgimiento de fuerzas políticas de ultraderecha opositoras al orden liberal internacional responde a múltiples factores estructurales, vinculados a la expansión de la globalización y a su impacto negativo en grandes sectores de la población. Liderados por figuras como Donald Trump en Estados Unidos, Marine Le Pen en Francia o Santiago Abascal en España, los movimientos caracterizados como «conservadores populares» buscan responder a las demandas de quienes quedaron desprotegidos ante un modelo económico que agravó las desigualdades y transformó los esquemas productivos anteriores.
Ante esta situación, es imperante reflexionar no solo sobre las consecuencias del avance de líderes xenófobos, racistas y nacionalistas, sino también el rol que deben jugar los partidos políticos tradicionales en este escenario. Sobre ellos recae la responsabilidad de formular respuestas capaces de contener y representar las necesidades y reclamos de las clases medias y trabajadoras, con políticas e instituciones inclusivas que reviertan los efectos negativos del sistema económico y financiero internacional.