Barcelona y el Mediterráneo, una segunda oportunidad
Barcelona ha asociado su nombre al Mediterráneo; en muchos ámbitos, también en las relaciones internacionales. En clave geopolítica, la situación geográfica de Barcelona puede ser una oportunidad o un riesgo. Si en el Mediterráneo prevalecen las dinámicas de cooperación y desarrollo, se situaría en el centro de un espacio de progreso. En cambio, en un Mediterráneo atravesado por el conflicto y la desigualdad, Barcelona estaría en una incómoda primera línea de choque. Pero la ciudad no es sólo mediterránea por su geografía, sino por su gente. Barcelona se presenta como una ciudad orgullosamente diversa y, en esta construcción de la identidad, la mediterraneidad es una pieza fundamental y es sinónimo de mezcla, de intercambio, de hibridación. Además, Barcelona es mediterránea por militancia. Rara es la iniciativa mediterránea en la que la ciudad, sus instituciones y su tejido social e intelectual no estén implicados. Y los barceloneses ni han sido ni son indiferentes a la situación que se vive en otros lugares del Mediterráneo, empezando por la solidaridad hacia los Balcanes en los años noventa hasta la actual crisis humanitaria en materia de inmigración y refugio. Por lo tanto, cabría esperar que este espíritu siga marcando la proyección internacional de Barcelona.
¿Por qué ahora?
En noviembre de 2020 se cumplirán veinticinco años de uno de los hitos más importantes en relación con la cooperación entre los países de las dos orillas del Mediterráneo. Los representantes de estos países se dieron cita en Barcelona y pactaron una Declaración y un programa de trabajo. Puede parecer algo relativamente normal. Grandes reuniones internacionales hay muchísimas, y documentos oficiales, aún más. Pero sí es excepcional si pensamos que alrededor de la mesa se sentaban israelíes y palestinos, turcos y chipriotas, marroquíes y argelinos. Lo que acordaron entonces puede parecer grandilocuente e, incluso, muy alejado de la realidad en la que nos encontramos hoy en día. Se hablaba de hacer del Mediterráneo un espacio de paz, prosperidad compartida e intercambio cultural y humano. Pero, independientemente del balance de resultados, lo que hay que subrayar es que se generó una dinámica de colaboración, un entusiasmo y una ambición que ahora se echan de menos. Se habló del espíritu de Barcelona. Y hubo complicidad entre los gobiernos local, autonómico y estatal, como ya se había vivido en la preparación de los Juegos Olímpicos de 1992. Estos gobiernos supieron encontrar alianzas en las instituciones europeas y entre las sociedades civiles de las dos orillas. ¿Puede revivir este espíritu? Y si es así, ¿podría Barcelona volver a ser su principal protagonista? Y, más importante aún, ¿cuáles serían los retos a los que habría que enfrentarse veinticinco años después?
Esta nota intenta contribuir a un debate al que Barcelona llega un poco tarde, quizás distraída por debates y polémicas políticas más cercanas y quizás también cansada después de años de intentos poco exitosos de revitalizar las relaciones euromediterráneas. Pero nunca es demasiado tarde. No se trata sólo del vigésimo quinto aniversario de una reunión internacional. Se trata de la necesidad de defender el multilateralismo y la cooperación en un momento en que actores más poderosos, empezando por el presidente de Estados Unidos, apuestan por la unilateralidad, las amenazas y la confrontación. Se trata de responder a la emergencia climática, ya que el Mediterráneo es uno de los espacios más vulnerables del planeta por su exposición a la desertificación, a los fenómenos climáticos extremos o a la subida del nivel del mar. También es el Mediterráneo de aquellos que se ahogan, huyendo a menudo de situaciones de conflicto e incluso de esclavitud. Y es el Mediterráneo de las desigualdades. Se ha hablado a menudo de las desigualdades entre los países del norte y del sur, pero no olvidemos las desigualdades sociales, territoriales, de género y generacionales. Las protestas del mundo árabe del año 2011 no quedan tan lejos y así se han encargado de recordarlo en 2019 los argelinos, los sudaneses, los libaneses y los iraquíes. Además, en el Mediterráneo se han ido acumulando nuevos conflictos —Siria es el caso más extremo— sin haber resuelto ninguno de los antiguos. Y más conflictos significan nuevas víctimas.
Son tantos los retos que es fácil quedar abrumado. Y el principal riesgo es que esto lleve a la inacción, priorizando otras áreas donde se esperen retornos más rápidos o más seguros. Sin embargo, los reflejos mediterráneos de Barcelona existen. Es inevitable —y deseable— que, a medida que avanzamos hacia noviembre de 2020, los responsables políticos y el tejido social de la ciudad sientan que tienen que hacer algo. Pero ¿qué es lo que se puede hacer y qué alianzas se pueden tejer? Antes de plantear hacia dónde se puede avanzar, detengámonos brevemente a explicar de dónde venimos.
Los precedentes
Ya que hablamos de recuperar y de actualizar el espíritu de 1995, hay que entender qué es lo que hizo posible lo imposible veinticinco años atrás. No existe un único factor y por ello puede ser útil seguir diferentes niveles de análisis. Si empezamos por el global, hay que señalar el clima posguerra fría, la confianza en los instrumentos multilaterales y los dividendos de la paz. Pero también la voluntad expresada por intelectuales y políticos de no sustituir los muros que habían caído por un nuevo telón de acero en el Mediterráneo. Al sur de la cuenca, el hecho más relevante era la oportunidad para la paz en Palestina tras la firma de los acuerdos de Oslo. Esta ventana, sin embargo, comenzó a cerrarse con el asesinato del primer ministro israelí, Isaac Rabin, pocos días antes de la conferencia de Barcelona. En la Unión Europea aumentaba la voluntad de actuar en la esfera internacional con más determinación. Es en esos momentos cuando comienza a construirse la política exterior y de seguridad común (PESC). Y también es entonces cuando la UE comienza a pensar seriamente en la ampliación hacia el Este y, por tanto, los países del sur de Europa se empiezan a activar para no verse desplazados. En esta línea, insistirán en que hay que dotar de más recursos y ambición la política europea hacia el Mediterráneo. Y lo conseguirán. Uno de los estados más activos fue España que, además, ocuparía la presidencia rotatoria de la UE durante el segundo semestre de 1995. Desde Barcelona y Cataluña se reclamaba protagonismo, y el Mediterráneo era el terreno natural donde proyectarlo. A todo ello hay que añadir una serie de liderazgos individuales que desde los diferentes niveles de gobierno o desde fuera de las instituciones empujaron conjuntamente para hacer realidad este proyecto, para complementarlo o, incluso, para ofrecer un contrapunto. Es el caso, por ejemplo, de la celebración del primer Foro Civil Euromediterráneo o de la Conferencia Mediterránea Alternativa. Todo sumaba.
Pero las esperanzas de 1995 se desvanecieron relativamente pronto: en 1996 Israel volvía a bombardear Beirut, y la conferencia ministerial de Malta al año siguiente fue un fracaso. Sin embargo, el proyecto euromediterráneo había adquirido vida propia, en parte gracias a las inercias institucionales de la Comisión Europea, pero también movido por el entusiasmo de aquellos que habían invertido tantos esfuerzos y que no se daban por vencidos. Muchos de ellos harían llamamientos regulares a revitalizar las relaciones euromediterráneas pero los intentos que se han ido produciendo han dejado un sabor amargo e, incluso, han creado una cierta fatiga. Démosles un breve repaso.
En 2005, transcurrida la primera década, España y la entonces presidencia de turno de la UE intentaron convocar una primera cumbre de jefes de Estado y de Gobierno en Barcelona. En 1995 los que se habían sentado alrededor de la mesa habían sido ministros de Exteriores, y convocar a los países en un formato de cumbre suponía darle más ambición política. No obstante, el nivel de participación fue bajo (Mahmud Abbas fue el único representante, con rango de jefe de Estado o de Gobierno, de un país árabe) y, aunque se acordó un nuevo plan de acción, el espíritu de 1995 se había esfumado.
Después vino el turno de Francia y de Nicolas Sarkozy con la idea inicial de crear una Unión Mediterránea entre los países ribereños, propuesta por primera vez en el discurso de Tolón de 2007. Se pretendía constituir una organización nueva, desvinculada de la Unión Europea y que centrara los esfuerzos en proyectos concretos como el agua o la energía. Pero detrás de todo ello también se encontraba la ambición del presidente francés de marcar perfil propio y, para hacerlo, no dudaba en avivar reflejos populistas diciendo que si las iniciativas mediterráneas anteriores habían fracasado había sido culpa de los burócratas de Bruselas. Evidentemente, una iniciativa planteada en estos términos fue muy mal recibida en la Comisión y en los países que se veían excluidos, empezando por Alemania. Después de meses de muchas presiones se llegó a un punto de equilibrio: Sarkozy podría celebrar una gran cumbre en París en julio de 2008 pero serían invitados todos los miembros de la UE, y lo que allí empezaría no sería otra cosa que la sucesión del Proceso de Barcelona. De la Unión Mediterránea se había pasado a la Unión por el Mediterráneo. Unos meses después los ministros se reunieron en Marsella para poner manos a la obra y entre otros temas acordaron que el secretariado de esta nueva iniciativa tendría su sede en la ciudad de Barcelona, reafirmando aún más la continuidad con la etapa anterior.
En 2010, dos años después, España volvía a ocupar la presidencia rotatoria de la UE y, por tanto, era el momento de aclarar cualquier duda y recuperar protagonismo. El Gobierno español se había marcado como objetivo volver a reunir a los líderes europeos y mediterráneos en Barcelona. No lo consiguió. El clima creado por la operación israelí sobre Gaza un año antes era muy desfavorable a las pretensiones españolas. El estallido de la crisis económica en Europa tampoco ayudaba a aumentar la ambición. Y las delegaciones árabes advertían en conversaciones privadas que no irían a Barcelona a hacerse una foto con Netanyahu a cambio de nada. Quizás empezaban a sentir también el malestar de sus calles que explotaría unos pocos meses después con las revueltas árabes de 2011.
La última década está marcada por una superposición de crisis que ha provocado que los líderes europeos y los mediterráneos se hayan concentrado en abordar sus problemas internos y hayan tenido muy poco tiempo para dedicarlo a las relaciones euromediterráneas. Se han producido situaciones críticas tanto en el sur —las diferentes oleadas de protesta, los conflictos regionales, las reacciones contrarrevolucionarias— como en el norte —el rescate de Grecia, el brexit, el ascenso del populismo y la mal llamada crisis migratoria—. De hecho, después de años de menospreciar la importancia de lo que estaba pasado a la otra orilla del Mediterráneo, en el año 2015, los líderes europeos comenzaron a reaccionar. La llegada de más de un millón de refugiados, por un lado, y los atentados terroristas en París, Bruselas y otras ciudades, por otro, hicieron sonar las alarmas. Sin embargo, la respuesta fue apostar por la estabilización, y los regímenes autoritarios supieron aprovecharlo. En este contexto tan complicado y con una dotación financiera escasa, el secretariado de la Unión por el Mediterráneo se ha esforzado en mantener viva la cooperación pero no ha tenido ni la autoridad ni los recursos suficientes para alterar su dinámica. Es cierto que se han impulsado proyectos y se han celebrado encuentros de todo tipo, pero los destinatarios principales han sido una serie de actores que ya estaban convencidos de la bondad de esta cooperación. A esto hay que sumar iniciativas que han surgido de otros sectores, así como los actores locales que han hecho de la ARLEM (Asamblea Regional y Local Euromediterránea) y la red Medcités las principales plataformas para cooperar entre ellos y articular propuestas sobre el marco general de cooperación.
El último intento de revitalización lo protagonizó Emmanuel Macron en junio de 2019. Aunque fue rebajando las expectativas, convocó la Cumbre de las Dos Orillas en Marsella. Una vez más, la idea era que sociedad civil y gobiernos trabajaran conjuntamente para generar nuevos proyectos. La novedad fue que el ámbito geográfico quedó reducido a los países del sur de Europa y los del Magreb, lo que se conoce como 5+5. A pesar de la implicación personal de Macron, el balance de esta iniciativa también ha sido pobre. Aunque se hablaba de cumbre, al final la reunión se convocó a escala de ministros y algunos países enviaron a representantes de segundo nivel. Los proyectos que se impulsaron tampoco supusieron un cambio significativo a lo que ya se estaba haciendo desde el secretariado de la Unión por el Mediterráneo.
De estos precedentes se desprenden cinco lecciones que cualquier actor interesado en (re)impulsar la cooperación en materia euromediterránea debe tener en cuenta:
. Las alianzas amplias, entre niveles de gobierno y que vayan más allá de un país, no son garantía de éxito por sí solas pero sin ellas es muy difícil que las iniciativas prosperen. Es más, la exclusión de actores clave puede suponer un obstáculo insalvable.
. Un contexto regional adverso puede impedir el éxito o, incluso, el lanzamiento de una nueva iniciativa. Aunque es un elemento a tener en cuenta, hay que ser conscientes de que la situación puede cambiar en cualquier momento (en una u otra dirección) y, por tanto, no puede ser el elemento determinante a la hora de decidir si se quiere impulsar, o no, una determinada iniciativa, sobre todo si se trabaja con tiempos largos.
. Cualquier actor que quiera impulsar una iniciativa de este tipo debe garantizar que se podrá implicar en ella al más alto nivel. Sin impulso político y liderazgo, el resto de actores difícilmente responderán.
. La obsesión por la celebración de encuentros de alto nivel y por las fotografías de rigor aumenta el riesgo de fracaso. Se generan expectativas que se pueden ver rápidamente frustradas y los esfuerzos se centran en un solo día, lo que aumenta el riesgo de fracaso y la sensación de fatiga.
. La sociedad civil ha estado presente desde el lanzamiento del Proceso de Barcelona pero no quiere limitarse a ser una comparsa. Se puede contar, seguramente, con las personas y las instituciones que se han mantenido activas en este ámbito y que participan en iniciativas euromediterráneas de todo tipo. El reto es salir del círculo de los considerados sospechosos habituales e implicar a actores más diversos.
Año 2020: las oportunidades
El calendario. A medida que se vaya acercando el noviembre de 2020 aumentará la presión para que desde la ciudad de Barcelona se haga algo en el ámbito mediterráneo. Sería muy extraño que el año que se conmemora el lanzamiento del Proceso de Barcelona no aflorase la convicción de que hay que revitalizar, reconducir o reinventar las relaciones euromediterráneas.
El lugar. La ciudad acoge el secretariado de la Unión por el Mediterráneo y es la sede de otras redes e instituciones mediterráneas que reclamarán este impulso de cara a 2020. Barcelona tiene un capital acumulado como ciudad, en general, pero también como actor comprometido con el Mediterráneo. Un impulso desde Barcelona se verá como algo natural y esperable. En otras palabras, Barcelona no solo está, sino que también se le espera. Además, la ciudad sobresale en ámbitos que no están necesariamente asociados a la agenda mediterránea: las smart cities, el Mobile World Congress, el deporte, la biomedicina o los grandes debates intelectuales sobre la diversidad y el cosmopolitismo, entre otros. Quizás el año 2020 sea la ocasión para mediterraneizar estos ámbitos de excelencia.
La agenda. Muchos factores invitan a pensar en términos mediterráneos y a hacerlo con una lógica de urgencia. Los casos más claros son la situación de los refugiados, la gestión de los flujos migratorios, la degradación medioambiental y el cambio climático. Estos son espacios donde el activismo, dentro y fuera de la ciudad, es especialmente dinámico. En el ámbito global, la Agenda 2030 (Objetivos de Desarrollo Sostenible) ofrece un marco conceptual a escala multilateral fácilmente aplicable en el Mediterráneo. También hay que pensar en el impacto de grandes transformaciones globales en materia de conectividad, digitalización o descarbonización, especialmente relevantes en el ámbito mediterráneo. A esto hay que añadir la nueva ola de protestas en Argelia, Sudán, Líbano o Irak, que han vuelto a recordar que las esperanzas de cambio en muchas sociedades del mundo árabe siguen vivas. De algún modo, las protestas en estos países son un recordatorio de que no hacer nada y confiar en que los sistemas autoritarios controlen la situación no es una opción sostenible a largo plazo.
Los consensos. En un momento en que la política española, catalana y barcelonesa está marcada por la división, la agenda mediterránea puede ser uno de los pocos espacios de consenso y actuar, incluso, como una medida de confianza a la hora de reconstruir puentes institucionales. Además, se pueden invocar precedentes que demuestran que la capacidad para trabajar conjuntamente es lo que garantiza el éxito.
El margen de maniobra. A menudo los gobiernos estatales ven con buenos ojos iniciativas que ellos mismos no podrían liderar porque podrían despertar recelos en otros estados. En estas circunstancias, y siempre que exista un clima de diálogo y cooperación interinstitucional, se puede pensar en una división de tareas. Esto puede permitir que desde el ámbito local, y en colaboración con la sociedad civil, se impulsen iniciativas más audaces.
El factor Bruselas. En este 2020 ya estará plenamente activada la llamada Comisión geopolítica de Ursula Von der Leyen. La designación de Josep Borrell como Alto Representante indica, a priori, que el interés por el Mediterráneo debería estar presente. La discusión sobre las nuevas perspectivas financieras, la puesta en marcha del llamado nuevo instrumento único que debe permitir ejecutar más ágilmente el presupuesto en materia de política exterior, y la voluntad de articular una política más ambiciosa hacia el continente africano, condicionarán cualquier iniciativa en el ámbito mediterráneo y, en principio, son elementos de impulso.
Las expectativas. Tras décadas de fracasos, cualquier avance será una victoria. Incluso si se propusieran iniciativas que no pudieran prosperar, las responsabilidades difícilmente recaerían en quien hubiera intentado revitalizar el marco euromediterráneo, sino que serían atribuidas al contexto adverso.
Año 2020: los obstáculos
La fatiga. Ha habido otros intentos de revitalización en el pasado y los resultados han sido más bien pobres. Esto tiene un efecto peligroso a la hora de convencer a altos responsables políticos y sociales de que este es un espacio prioritario. Los esfuerzos y recursos que se dedican a un tema no se dedican a otro. Quienes están más atentos a estas cuestiones incluso se preguntan si Barcelona (o cualquier otro actor que quisiera liderar este proceso) puede tener éxito allí donde incluso Macron ha fracasado.
La inercia. Precisamente porque ya hace veinticinco años del inicio del Proceso de Barcelona, algunas inercias son muy fuertes tanto en los marcos de pensamiento como en las estrategias de acción. Se repiten los mismos discursos y las mismas metáforas. Se impulsan iniciativas similares, eso sí, intentando dar un aire de novedad o incorporando alguna nueva voz. Pero se ha llegado a un punto donde, capitalizando la herencia del pasado, hay que recuperar la creatividad y ser capaces de imaginar nuevas propuestas y nuevas formas de cooperación.
La complacencia. Barcelona ha abusado de la idea de que es la capital del Mediterráneo. Para serlo no basta creérselo, es necesario que el resto lo reconozca. No hay duda de que Barcelona es un punto de referencia; pero más que pensar en términos de capitalidad —una idea que nos traslada a una lógica jerárquica— hay que pensar en clave de red. Y Barcelona tiene el potencial para ser uno de los nudos más fuertes y centrales de la malla de actores que pueden y quieren reimpulsar la agenda mediterránea. Para ello, la conectividad es clave y hay que preguntarse si se ha hecho lo suficiente para conectar todo el tejido institucional, social, económico y cultural de la ciudad con los homólogos de otras ciudades mediterráneas. Y, si no se ha hecho lo suficiente, es el momento de ponerle remedio.
Las cajas de resonancia. Fuera y dentro de la ciudad, existe una comunidad de personas e instituciones convencidas de la idea de que hay que cooperar en clave euromediterránea. No solamente están convencidas sino que es lo que da sentido a su trabajo. Esto significa que algunos sectores se movilizarán naturalmente ante cualquier intento de dar un nuevo impulso a la agenda mediterránea, pero también significa que existe el riesgo de quedar atrapado en una caja de resonancia, donde los mismos discursos reverberan perfectamente pero tienen dificultad para penetrar en otros sectores. Hacer que el discurso y el pensamiento mediterráneos penetren en sectores que hasta ahora le han sido ajenos es un gran reto.
La división. Antes señalaba el Mediterráneo como oportunidad para construir consensos y edificar puentes en un escenario políticamente fragmentado, pero es precisamente esta división lo que puede impedir el progreso de una iniciativa de semejantes características. Si lejos de cooperar, los gobiernos local, autonómico y estatal ven el Mediterráneo como un terreno de batalla, donde marcar perfil propio en detrimento de otros, estarán dificultando enormemente el éxito de las iniciativas que cada uno de ellos haya podido emprender.
Las alternativas. Desde Barcelona raramente se cuestiona la idea del Mediterráneo como parámetro óptimo —o incluso natural— para desarrollar una agenda de cooperación hacia el Sur. Sin embargo, en otros espacios se piensa en clave euroárabe, euroafricana, euromagrebí o inclusive de relación con una región geopolítica como es el Oriente Medio y el Norte de África. Si se quiere impulsar una agenda mediterránea, hay que ser consciente de esta pluralidad de visiones e intentar encontrar sinergias con aquellos que puedan estar promoviéndolas.
Los recursos. En este ámbito el obstáculo es bastante obvio: los recursos son limitados y deben utilizarse de manera inteligente. A menudo, esta cuestión se intenta resolver canalizando recursos que se empleaban para otros fines o buscando que el tejido social y económico también invierta. Son vías que hay que explorar, pero un actor que quiere impulsar esta agenda difícilmente tendrá credibilidad si no moviliza recursos adicionales para hacer frente a un momento excepcional.
La asimetría. Si Barcelona quiere impulsar una agenda mediterránea, sus socios naturales son el resto de gobiernos locales. Sin embargo, el nivel de descentralización en los países de la ribera sur es muy desigual, y el margen de autonomía política de sus alcaldes, muy reducido. Sin renunciar a la idea de que puede haber un impulso municipalista en la agenda mediterránea, esta realidad obliga a buscar una red de aliados más amplia.
Las sorpresas. Como hemos visto, un cambio de contexto a nivel mediterráneo, europeo o local puede trastornar los planes y las mejores intenciones. Como las sorpresas, por su naturaleza, son imprevisibles, hay que intentar ser conscientes del tipo de dificultades que pueden emerger y hacer un trabajo previo para pensar planes de contingencia. Una iniciativa que no esté limitada a un solo gran acontecimiento puntual sino que sea dilatada en el tiempo, la hace menos vulnerable a estos factores externos.
La agenda posible y las alianzas necesarias
Analizar los antecedentes y extraer las lecciones necesarias es la primera cosa que cualquier actor, pero especialmente Barcelona, tiene que hacer si quiere apostar por el Mediterráneo en el año 2020. Esta mirada retrospectiva debería ayudar a fijar los objetivos de la apuesta y, en función de ello, canalizar los esfuerzos y los recursos en una dirección u otra. De ahí tendría que derivarse una agenda de trabajo renovada. Y para sacarla adelante habrá que trabar alianzas dentro y fuera de la ciudad.
Por más esfuerzos y más buena voluntad que se ponga desde Barcelona no se podrá cambiar radicalmente la situación en el Mediterráneo. No se tendrá ni la fuerza ni la legitimidad para cambiar las relaciones de poder, para resolver conflictos enquistados o evitar el sufrimiento de muchos ciudadanos anónimos a cientos o miles de kilómetros. ¿Quiere decir esto que es mejor no hacer nada? En absoluto. Pero hay que marcarse unos objetivos alcanzables. Y esta nota propone dos principales:
(1)Redescubrir y reactivar los reflejos y las pulsiones mediterráneas de la ciudad. Demasiado a menudo la invocación de la mediterraneidad es una figura retórica. Muchos actores económicos, culturales y sociales siguen dando la espalda a los vecinos más inmediatos. Si gracias al impulso local se genera curiosidad, se amplía el conocimiento, se abren puertas y se crean nuevas relaciones; si actores que no forman parte de los previamente convencidos empiezan a pensar en términos mediterráneos como complemento a otros marcos mentales (el global, evidentemente, pero también el europeo y la apertura hacia América Latina), se habrá plantado una semilla que seguirá dando frutos más allá de 2020.
(2)La incubación de ideas y proyectos transformadores. Siguiendo la estela de iniciativas de éxito como la Bienal de Pensamiento, hay que aprovechar el 2020 para que Barcelona sea un punto de encuentro entre voces diferentes, representativas y quizá discordantes. Y eso incluye representantes gubernamentales, actores económicos, activistas, agentes culturales, etc. A pesar de las diferencias, estas voces probablemente coincidirán en que la lógica del diálogo y la cooperación es la vía a seguir para resolver los retos a los que se enfrenta esta región y habrá que pedirles que pongan sobre la mesa propuestas para salir de los bloqueos actuales. Para ello será necesario romper barreras y salir de los círculos habituales donde a menudo se es esclavo de las esperanzas y los esfuerzos del pasado. Es preciso que aquellos que no piensan en el Mediterráneo se animen a hacerlo y que, al hacerlo, propongan ideas rompedoras y con potencial transformador.
Uno de los ejemplos más claros de cómo los marcos mentales heredados del Proceso de Barcelona pueden condicionar la creatividad y la generación de nuevas ideas es el planteamiento de las tres cestas. Este es un concepto oscuro para aquellos que nunca han trabajado en el ámbito euromediterráneo pero que para quienes se dedican a ello es algo natural. Las tres cestas son los tres grandes ámbitos de trabajo —político y de seguridad, económico y financiero, y cultural y humano— con que se quería construir un partenariado amplio y que corresponden a los tres objetivos de 1995: un espacio de paz, prosperidad compartida e intercambio social y cultural. Es habitual escuchar que las tres cestas y los tres objetivos siguen siendo válidos. Y es cierto. Lo que hay que preguntarse es si lo son suficientemente, si es necesario incorporar otros temas en la agenda o si en su formulación es preciso acercarla a las preocupaciones de los ciudadanos de una y otra orilla del Mediterráneo. Tal como se ha hecho con los objetivos, a continuación se presenta una conceptualización diferente, articulada en cinco ámbitos de actuación, con la esperanza de que permita generar nuevas complicidades y que facilite la generación de nuevas ideas. El orden no sugiere una jerarquía entre ellos y, aunque puede recordar el de las tres cestas —no en vano quien escribe esta nota también está formateado en el pensamiento de 1995—, muchos de ellos están a caballo entre dos o más. Cada uno de los cinco ámbitos de actuación plantea varios retos:
- Inclusión, diversidad y pluralidad. Al norte y al sur del Mediterráneo, en los últimos años, se han vivido procesos de polarización o de fragmentación social. Mientras que en algunos espacios ha habido avances notables a la hora de reconocer y poner en valor la diversidad de ideas, de creencias, de orígenes, de apariencia o de orientación sexual, en muchos otros se mantienen o inclusive se han endurecido las condiciones para aquellos que se sienten en minoría o para quienes instancias de poder consideran una amenaza. El auge del nacionalismo xenófobo, del populismo o del sectarismo han hecho que estos procesos adquieran incluso dinámicas transnacionales. La evocación de una mediterraneidad compartida, sinónimo de mezcla y convivencia, pone esta situación sobre la mesa e invita a buscar fórmulas para reforzar los procesos de apertura e inclusión allí donde se producen y romper las espirales de enfrentamiento y exclusión.
- Sostenibilidad y justicia social. Estos son dos ámbitos que movilizan un gran número de ciudadanos. Las primaveras árabes, las protestas contra las políticas de austeridad en la Europa del sur y las recientes movilizaciones para detener el calentamiento global son los ejemplos más claros. Es curioso que, a pesar de que la UE se define también como modelo de protección social y que ha sido líder respecto a los temas climáticos, no haya situado estas dos cuestiones en el centro de su agenda mediterránea. Además, son ámbitos donde están surgiendo nuevos movimientos y nuevas voces y donde los retos, aunque de diferente magnitud, son compartidos en una y otra orilla del Mediterráneo. También son temas sobre los que reflexionar en clave urbana, ya que las ciudades son espacios donde las desigualdades se hacen aún más visibles y donde la degradación medioambiental afecta directamente a las condiciones de vida de la ciudadanía (contaminación, adaptación a episodios climáticos extremos, etc.). Ahora bien, cuando se hable de desigualdades habrá que recordar que son de muchos tipos: sociales, territoriales, generacionales y de género. La justicia social debe incorporar estas otras dimensiones. Además, el nivel multilateral cuenta con los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS) como guía. A pesar de ser transversal en las cinco áreas de trabajo que propone la nota, es aquí donde la relevancia de los ODS resulta más evidente. Una de las ventajas de estos objetivos es que han sido validados por todos los países del espacio euromediterráneo y, por lo tanto, para los estados respectivos es más fácil abordar temas sensibles si se hace bajo este paraguas.
- Solidaridad, reconstrucción y reconciliación. Una de las principales novedades de la agenda mediterránea es la proliferación de conflictos durante la última década y su enorme coste material y humano. El espacio euromediterráneo tiene demasiados condicionantes para ser el escenario donde se intenten encontrar soluciones a estos conflictos. Sin embargo, puede ser un marco de acompañamiento o de generación de dinámicas nuevas. También es un espacio donde volver a reiterar la voluntad de diálogo, como alternativa a la unilateralidad y el conflicto. En este sentido, las iniciativas que se impulsen en 2020 deberían incorporar el fortalecimiento de redes de solidaridad y complementar la actual discusión internacional sobre cómo reconstruir físicamente los espacios devastados por el conflicto con la promoción de procesos de reconciliación.
- Innovación y conocimiento. Mientras las sociedades y los países mediterráneos dedican energías a intentar afrontar las emergencias inminentes, corren el riesgo de perder el tren de grandes procesos de transformación global. Por ello, es necesario reforzar las políticas de innovación y conocimiento. Aquí puede ser útil empezar por invitar a las instituciones barcelonesas líderes en cada uno de sus ámbitos de actuación, a incorporar el Mediterráneo como un espacio de construcción de alianzas y como escenario donde testear iniciativas innovadoras. Algunos de los temas donde hay que poner más énfasis son la conectividad, la digitalización o la transición energética. Pero seguro que estas instituciones estarán mucho mejor posicionadas para identificar cuáles son los temas más pertinentes o con más recorrido.
- Creatividad y expresión artística. Estos son dos conceptos que se asocian a menudo a la mediterraneidad, en parte porque esta también es sinónimo de mezcla e intercambio. Sin embargo, el desconocimiento mutuo sobre la creación artística, más acentuado del norte hacia el sur que a la inversa, sigue siendo grande. La cultura y el arte son vehículos de anhelos y frustraciones compartidas. Este es un espacio con un gran potencial, que demasiado a menudo ha sido como una especie de cenicienta de las relaciones euromediterráneas. Es en estos ámbitos donde, no obstante, resulta más fácil trascender las comunidades de expertos para implicar al conjunto de la ciudadanía. Y también es aquí donde se empiezan a romper tabúes y nacen nuevos marcos mentales. Y para ello sería necesario que los esfuerzos no se limitasen a lo que equivocadamente llamamos alta cultura y que se otorgase espacio a las voces más transgresoras.
Para llevar a buen puerto este programa de trabajo, al que seguro se podrían —y convendría— añadir otras prioridades, hay que federar voluntades. Tal como se ha dicho antes, la construcción de alianzas es una condición necesaria, aunque no suficiente, para afrontar con ciertas garantías un proyecto de estas características. Las alianzas deben efectuarse entre diferentes niveles de gobierno y deben incorporar de manera decidida y en una fase muy inicial los actores más dinámicos del tejido económico, social y cultural de la ciudad. Las decisiones que se puedan llevar a cabo desde Barcelona deben servir de impulso o de paraguas pero el éxito dependerá de la apropiación de esta agenda por parte de un amplio grupo de actores. Y a la hora de buscar alianzas fuera de la ciudad, desde Barcelona se deberá ser humilde. Si se insiste en todo momento en que Barcelona es o quiere ser la capital del Mediterráneo, esto no ayudará a encontrar complicidades en otras ciudades que también reclaman este papel. Es por ello que en términos mediterráneos, y en muchos otros, a Barcelona puede serle más útil proyectarse y pensarse a sí misma como una rótula que articula y aglutina esfuerzos para avanzar hacia unos objetivos compartidos.
Palabras clave: Mediterráneo, Barcelona, UPM, PESC, España, ARLEM, Medcités, euromediterráneo
E-ISSN: 2013-4428
D.L.: B-8439-2012