Atentados de Barcelona: la explicación imposible, las posibles explicaciones
Un imam, una célula compuesta por gente muy joven y una mezquita. A primera vista, la configuración de los atentados de Barcelona y Cambrils (17A) reúne varios elementos que permiten rechazar rotundamente la plétora de trabajos de investigación que consideran como secundarias las dimensiones religiosa y cultural en los procesos de radicalización. Los autores del 17A eran todos marroquíes, su gurú un imam y todos eran musulmanes. Sin embargo, dos elementos de análisis parecen haber confundido a algunos observadores: por una parte, en contra de quienes equiparan la radicalización con la falta de integración y la marginalidad urbana, en este caso los terroristas eran de una pequeña población del Prepirineo catalán; por otra, estaban aparentemente integrados. A pesar de los interrogantes que estos elementos plantean, parece que se les ha prestado poca atención. Algunos explican esta falta de reflexión por la agenda política –marcada por el desafío independista–, mientras que otros la interpretan como el resultado de una falta de voluntad para hacer frente a debates sensibles, pero fundamentales, como la cuestión de la integración, la convivencia y el sentimiento de pertenencia. Otra posibilidad es que estemos inmersos en determinados discursos sobre la interculturalidad y la integración (exclusivamente en sus aspectos socioeconómicos) que nos impidan una reflexión más profunda sobre los interrogantes que plantean estos atentados.
Más allá de las razones por las que este episodio ha desaparecido del debate público, ¿entendimos por qué sucedió lo que sucedió el pasado agosto en Barcelona y Cambrils? Y, sobre todo, ¿hemos aprendido las lecciones de este drama? Para abordar estas cuestiones, en primer lugar analizaremos los marcos de análisis aplicados al 17A y, en segundo lugar, propondremos algunas líneas de reflexión para promover una aproximación holística y multidimensional del fenómeno de radicalización; aproximación más que requerida en un contexto en el que la amenaza terrorista, lejos de ser atajada, sigue presente.
La «marroquinidad» de los terroristas
Como señala Garcés-Mascareñas (2018) en este mismo informe, la reacción de Barcelona al 17A fue distinta en la medida en que, a diferencia de otros países, no dio lugar a declaraciones de guerra del Estado español, ni a la designación de un enemigo interior. Sin embargo, estos atentados generaron debates similares a los que hubo y sigue habiendo en otros países europeos. A este respecto, parte del debate se centró en el origen –y, por extensión, en el país de origen– de los terroristas. Varios analistas y periodistas avanzaron que este elemento constituye una variable explicativa clave en el proceso de radicalización según un razonamiento en tres etapas: en primer lugar, los autores del 17A son todos marroquíes; en segundo lugar, este dato tiene toda su importancia puesto que la inmensa mayoría de los responsables de los atentados de París (13 de noviembre de 2015) y Bruselas (22 de marzo de 2016) eran también marroquíes; finalmente, se debería prestar especial atención a la dimensión cultural y religiosa, ya que Cataluña –donde viven el 29% de los marroquíes residentes en España– es la principal comunidad autónoma de donde procede buena parte de los detenidos encarcelados por yihadismo (1). Por consiguiente, concluye el mismo razonamiento, se intuye una posible relación entre la nacionalidad y la propensión a cometer actos de terrorismo yihadista.
Si es cierto que estos son hechos indiscutibles, este razonamiento es problemático en cuanto a su interpretación y las consecuencias que puede acarrear. En este sentido, se ha destacado repetidas veces la existencia de una supuesta «conexión marroquí» (Moroccan connection) en varios artículos de análisis (Feuer y Pollock, 2017). Sin precaución suficiente en cuanto a la distinción entre residentes marroquíes en Marruecos y miembros de la diáspora, algunos análisis combinaron elementos de identidad y de contexto relacionados, directa o indirectamente, con los autores del 17A. Por ejemplo, se hizo hincapié en los lazos de parentesco transnacionales, lo que podría explicar una posible contaminación ideológica de los miembros de la diáspora por sus familiares de Marruecos. Se habló del número importante de combatientes extranjeros que proceden de este país en las filas de organizaciones como Estado Islámico (EI) o Al Qaeda en Siria e Irak, para concluir con la idea de la radicalización de cierta parte de la población marroquí. Asimismo, se insistió sobre el papel de los marroquíes (los jóvenes terroristas y el imam) en cada eslabón de la cadena que une Raqqa con Ripoll para dar al fenómeno una dimensión cultural. Finalmente, se formuló la hipótesis de que el «fracaso de la reforma del islam en Marruecos» explica por qué el extremismo violento resulta atractivo para algunos marroquíes que viven en Europa.
En la misma línea, otros argumentos –previos al 17A– insisten, por ejemplo, sobre la humillación y represión histórica de los amazigh en Marruecos. Este pasado heredado se ponía así en paralelo con los actuales problemas de integración y exclusión de los miembros de la diáspora marroquí en Europa. Es el caso de un artículo publicado pocos días después del 17A en el diario Le Monde con el título polémico de «Marruecos exporta sus yihadistas» (Khosrokhavar, 2017). Si es cierto que el sentimiento de exclusión puede constituir un factor de radicalización, ¿podemos realmente explicar las acciones de los autores de 17A, criados en España, a la luz de un contexto y una historia marroquíes? Y, sobre todo, ¿podemos concluir que «la diáspora marroquí muestra signos de radicalización, especialmente la de origen amazigh» como apunta Farad Khorsrokhavar (2017) en el artículo mencionado anteriormente?
La explicación del origen como principal variable explicativa es tanto más atractiva cuanto que simplifica un fenómeno complejo: orienta el debate hacia causas y culpables ajenos a la sociedad (si son marroquíes, es porque el problema proviene de su educación, su cultura o su religión) y, por lo tanto, modifica los términos mismos del debate. Desde esta perspectiva, ya no se trata de cuestionar la sociedad en la que vivían los individuos, ni su trayectoria personal, sino más bien de centrar el debate en el papel del origen como factor de permeabilidad a la ideología salafista yihadista. Sin embargo, en lugar de extrapolar ciertas conclusiones basadas en sus orígenes, ¿no es más apropiado centrarse en su recorrido biográfico (contexto, socialización primaria y secundaria, etc.) con el fin de comprender mejor la dimensión subjetiva de su compromiso? La aportación de este artículo será plantear una reflexión sobre el riesgo que corremos al vincular el proceso de radicalización a una forma de determinismo cultural o territorial en lugar de centrarnos en las condiciones que permiten que este fenómeno tome forma.
El sentimiento de pertenencia: quid de la cuestión de la integración
Recientes estudios biográficos de los candidatos a la yihad en Siria e Irak (sobre todo en el período 2014-2015) señalan una creciente diversificación de los perfiles: la imagen del terrorista yihadista marginado que procede de los suburbios está rebatida por los hechos (Roy, 2017). En el caso del 17A, respecto a la espinosa cuestión de la integración, se reiteraron dos afirmaciones sorprendentes: se declaró que los jóvenes de Ripoll estaban «integrados» y, como consecuencia de ello, que un individuo perfectamente integrado se puede radicalizar. Sobre la base de criterios dudosos, se afirmó repetidas veces que los autores del 17A estaban plenamente «integrados», ya que hablaban perfectamente el catalán (bajo ese criterio del conocimiento de la lengua del lugar donde viven, la mayoría de los yihadistas europeos están completamente integrados), y que algunos de ellos trabajaban o practicaban deportes. Por lo tanto, el testimonio de Núria Perpinyà, técnica de convivencia y participación ciudadana de Ripoll, quien afirmaba que los jóvenes de Ripoll «estaban integrados» (Ávila, 2017) fue ampliamente repetido, sin que esto diera lugar a una reflexión relacionada con la definición misma de «estar integrado» o un balance sobre los pros y contras del actual modelo de integración en España.
Ahora bien, ¿bajo qué criterios alguien puede decretar que otra persona «está integrada» sin hacer referencia en ningún momento al sentimiento de pertenencia? En este sentido, el testimonio del primo de uno de los terroristas contrasta con la afirmación anterior: «Sí, nos criamos aquí y no tenemos problemas de convivencia, pero somos y siempre seremos los moros. En el colegio éramos los moros y las chicas no querían salir con nosotros. Y los mayores creen que vendemos hachís» (Carretero, 2017). El contraste entre las declaraciones de un miembro de la sociedad de acogida (técnica de convivencia) y las de un miembro del colectivo al que nos referimos aquí (inmigrantes marroquíes) nos invita a reflexionar en profundidad sobre el uso que se hizo del concepto de integración. Si la integración se entiende como el «proceso que consiste en ser aceptado como parte de la sociedad» (Penninx y Martiniello, 2004), es imprescindible tener en cuenta las tres dimensiones que determinan este proceso: la dimensión político-legal (residencia, derechos políticos, etc.); la dimensión socioeconómica (posición socioeconómica, acceso y participación en las instituciones, etc.) y la dimensión cultural y religiosa. Si las dos primeras se pueden medir con criterios objetivos (tener la residencia, tener un trabajo, ir a la escuela, etc.), la tercera es mucho más difícil de identificar en la medida en que «pertenece no solo al ámbito de las percepciones y prácticas de los inmigrantes y de la sociedad de acogida, sino también a las reacciones recíprocas a la diferencia y la diversidad» (Penninx y Garcés-Mascareñas, 2016). En primer lugar, porque se trata más de percepciones que de diferencias objetivas relacionadas, por ejemplo, con la diversidad (étnica, cultural, religiosa). En segundo lugar, porque aquellas percepciones se manifiestan de manera distinta según el nivel analizado (individual, colectivo e institucional). Por consiguiente, la idea de que los «chavales de Ripoll» estaban integrados se basa en gran parte sobre dos de las tres dimensiones de la integración, excluyendo una dimensión aquí fundamental y difícilmente mensurable: la cultural, que hace referencia al sentimiento de pertenencia a la sociedad.
La dimensión cultural es decisiva, puesto que los procesos de radicalización implican sistemáticamente tres rupturas que se plasman de manera consecutiva (Crettiez et al., 2017): ruptura con la sociedad, considerada impía por no aplicar la «ley divina» y en guerra contra los musulmanes; ruptura con la familia, considerada demasiado laxista en términos religiosos (es decir, que no sigue el credo salafista yihadista); y ruptura con la comunidad musulmana que, si no comparte la misma ideología, es considerada «infiel» (o de «falsos musulmanes»). La existencia de esta triple ruptura hace entonces imprescindible el análisis del sentimiento de pertenencia –siempre y cuando se pueda identificar– en la comprensión de los procesos de radicalización, ya que influye en la trayectoria personal e íntima de los individuos. Cuantiosos relatos biográficos de terroristas y trabajos de investigación (Gurr, 2012) han demostrado que una experiencia personal que genera, por ejemplo, un sentimiento de injusticia o de exclusión, constituye a menudo el desencadenante de dichos procesos. Estas experiencias nutren un sentimiento de exclusión que es preexistente al proceso de radicalización, o va siendo alimentado por la ideología yihadista, o incluso los dos a la vez. Según la visión del mundo que promueve esta ideología, la convivencia de los musulmanes es imposible en Occidente: por una parte, sostiene que cualquier forma de exclusión que sufren los musulmanes (racismo, discriminación, islamofobia, etc.) demuestra el carácter antiislámico de Occidente. Por otra parte, esta guerra se extiende a escala internacional con múltiples intervenciones de naciones occidentales en países musulmanes (Afganistán, Irak, Siria, Libia, Malí, etc.). Esta dimensión de exclusión desempeña un papel central en la propaganda de las organizaciones terroristas yihadistas, ya que puede proporcionar una explicación lógica y coherente al sentimiento de exclusión sufrido por un individuo e in fine convencerle de que su salvación pasa por una revancha contra la sociedad acusada de excluirlo y/o de matar a otros musulmanes.
Desde este punto de vista, la idea de que un individuo perfectamente integrado puede convertirse en terrorista merece una mayor atención. Si se tienen en cuenta los criterios objetivos de lo integrado, podemos comprender, siguiendo el enfoque culturalista, que los orígenes culturales, étnicos y religiosos constituyen per se factores de vulnerabilidad a la ideología yihadista. Dicho de otra manera, el enfoque culturalista conlleva el riesgo de considerar que las áreas geográficas con mayor concentración de inmigrantes e hijos de inmigrantes –en este caso marroquíes– presentan necesariamente mayor probabilidad de radicalización. De ahí la necesidad de superar esta concepción indefinida de la integración para poder profundizar sobre los factores de radicalización. En primer lugar, adoptando una perspectiva socioeconómica, dado el papel desempeñado por ciertos push factors (factores de incitación), como el sentimiento de injusticia, experiencias de discriminación, el rechazo de las instituciones o el sentimiento de exclusión. En segundo lugar, profundizando en esta reflexión gracias al análisis de la geografía humana de la radicalización (redes terroristas, lugares de socialización, lazos de parentesco), teniendo en cuenta la distinción entre individuos radicalizados y agentes radicalizantes, para cartografiar con más concreción las vías por las cuales la ideología salafista yihadista circula.
De la aproximación objetiva a la aproximación subjetiva: el necesario cambio de escala
La explicación centrada en las dimensiones culturales o religiosas de la radicalización no solo es inadecuada, sino también peligrosa. Es insuficiente en la medida en que no explica por qué, bajo las mismas condiciones socioeconómicas, geográficas, culturales y religiosas, algunos se radicalizan y otros no. En este sentido, tal explicación nos impide entender, por ejemplo, la sobrerrepresentación de conversos europeos en las filas de yihadistas. Además, esta lectura tiende a interpretar la radicalización como un fenómeno causal, en lugar de entenderlo desde una perspectiva procesual. Sin embargo, la radicalización es ante todo un proceso multidimensional en el que se interrelacionan cuatro dimensiones: personal/psicológica (ver los push factors mencionados anteriormente), socioeconómica (teoría de la «privación relativa» [relative deprivation]), política (véase siguiente apartado) y religiosa (corriente salafista yihadista). Estas dimensiones se pueden combinar o no y, precisamente por esta razón, es tan erróneo basar su análisis en una sola dimensión como considerar anormal una situación en la cual una de aquellas dimensiones no está presente. Así, para hijos de inmigrantes procedentes de áreas socioeconómicamente marginadas, la radicalización puede dar cuerpo al odio generado por el sentimiento de exclusión, mientras que para conversos de clase media puede constituir una respuesta a un vacío de autoridad. Tanto los orígenes como las motivaciones varían de un individuo al otro; por tanto, es imposible basarse en esquemas de análisis lineales.
Por otra parte, al sobreestimar la religiosidad de algunos individuos, o incluso su tendencia a identificarse con la comunidad musulmana, la lectura culturalista no tiene en cuenta los numerosos trabajos de investigación que subrayan, en primer lugar, la falta de conocimiento teológico de buena parte de los yihadistas europeos (Perliger y Milton, 2016) y, en segundo lugar, la importancia de los individuos en la introducción de ideas radicales dentro de un grupo. Como señala Nafees Hamid (2017), «contrariamente a la creencia popular, la identificación con el islam o la ummah (comunidad musulmana) no determina la voluntad de luchar y morir por los ideales yihadistas. Es la existencia de creencias compartidas entre amigos cercanos lo que estimula la voluntad de cometer actos de violencia». En otra palabras, la radicalización es ante todo un proceso de socialización, ya sea para introducir una ideología extremista violenta dentro de un grupo y normalizarla, reclutar a sus amigos y familiares, o compartir una visión del mundo y comprometerse con un proyecto decidido por el grupo o la organización a la que juraron lealtad (hijra hacia Siria o Irak, atentado). Este proceso ocurre a menudo en círculos cerrados de amigos o familiares (en el caso de la célula de Ripoll, los miembros eran parejas de primos y de hermanos) y lugares a salvo de miradas (fuera de la mezquita de Ripoll) (Ordiales, 2017).
De hecho, un estudio realizado por el Real Instituto Elcano (García-Calvo y Reinares, 2016) refleja esta dimensión social de la radicalización: más del 95% de los detenidos por terrorismo yihadista en España pertenecían a células, grupos y redes, mientras que el porcentaje de «lobos solitarios» no supera el 5%. Esta tendencia se observa también en el ámbito europeo: más de un tercio de los yihadistas belgas fueron reclutados solo por dos personas (Van Ostaeyen, 2016), mientras que en Francia, según demostraron Pierre Puchot y Romain Caillet (2016), las redes terroristas que existen desde finales de los años ochenta –afiliados al GIA argelino primero y luego a Al Qaeda– jugaron y continúan jugando un papel crucial en la expansión del yihadismo en Francia y en Europa. Estas redes, transnacionales casi desde que se implantaron en Europa, se estructuran, disuelven y reestructuran de acuerdo con las circunstancias locales (trayectorias individuales, servicios de inteligencia) e internacionales (conflictos).
Finalmente, la lectura enfocada sobre criterios culturales y religiosos plantea un riesgo a la hora de implementar medidas antiterroristas –como la de la vigilancia– enfocadas en áreas pobladas por musulmanes, inmigrantes e hijos de inmigrantes. Cabe subrayar que la vigilancia masiva, además de ser costosa y poco efectiva, puede crear una sensación de alienación entre las poblaciones aludidas al arrojar sospechas sobre la comunidad musulmana en general (2). Este fue el caso del programa Prevent en el Reino Unido, y recientemente del Protocolo de prevención, detección e intervención de procesos de radicalización islamista (Proderai), que ha suscitado numerosas críticas por parte de la sociedad civil catalana debido al riesgo de estigmatización que conlleva (França, 2017).
En definitiva, lo que está en juego aquí es el cambio de escala en el análisis de los procesos de radicalización de los autores del 17A: se trata de combinar el análisis centrado en aspectos culturales (escala macro) con un análisis subjetivo (escala micro), enfocado sobre los actores (redes, interacciones) y, mediante un proceso comparativo horizontal, ponerlo en perspectiva con otras formas de radicalización, ya sean religiosas, sectarias o políticas. En este sentido, el presente fenómeno de radicalización yihadista recurre a métodos de adoctrinamiento y reclutamiento similares a los movimientos sectarios y políticos extremistas (por ejemplo, ciertos grupos de extrema derecha): reclutamiento selectivo, aislamiento gradual, inclusión en un grupo cerrado, identificación de un enemigo, identificación de una causa noble justificando cualquier acto, familiarización con códigos y normas del grupo y paso al acto violento.
Esta aproximación sirve para un doble propósito: permite desculturalizar nuestra comprensión del fenómeno mientras abre nuevas posibilidades a la hora de entenderlo y de proporcionar respuestas a los retos que plantea (prevención, contranarrativas y narrativas alternativas, etc.). Desde esta perspectiva, pueden ir emergiendo debates menos apasionados y más pragmáticos como, por ejemplo, el de la relación entre las cárceles y la radicalización: el caso de Abdelbaki Es Satty (García, 2017) es uno entre muchos que recuerdan que la cárcel es un entorno propicio al desarrollo del terrorismo yihadista (reclutamiento, proceso de radicalización y planificación de atentados). Según un estudio publicado por el Centro Internacional para el Estudio de la Radicalización y la Violencia Política (ICSR), uno de cada seis yihadistas europeos se ha radicalizado en prisión (Neumann, 2016). Desde el ámbito de la investigación, se puede plantear entonces la pregunta siguiente: ¿es el yihadismo la continuación de una carrera criminal por un compromiso político-religioso?
En otras palabras, es necesario desarrollar –paralelamente a un marco de análisis objetivo y a escala macro– lecturas enfocadas en la dimensión subjetiva del compromiso de la lógica extremista violenta.
La radicalización como compromiso político-religioso
Frente a las lecturas focalizadas en la dimensión cultural y religiosa de la radicalización, otros discursos se centraron en el entorno en el que se criaron y crecieron los autores del 17A para explicar el porqué de los ataques. De este modo, plantearon cuestiones vinculadas, por ejemplo, a la marginalización socioeconómica en España. A diferencia de la lectura anteriormente analizada, esta otra plantea el debate en distintos términos: en vez de centrarse en el origen o el país de origen, hace hincapié en la trayectoria misma de los autores del 17A y, por consiguiente, insiste en que esta tragedia también tiene que ver con la sociedad en la que se encuentran los perpetradores. De este modo, superpone las variables socioeconómicas a las variables culturales para demostrar que diversos factores –de índole socioeconómica– desempeñan un papel en el proceso de radicalización. Este enfoque tiene el mérito de aportar otra perspectiva: establecer relaciones entre la posición socioeconómica y posibles factores que pueden dar lugar a procesos de radicalización.
Pese al mérito que tienen estos discursos a la hora de cambiar los términos del debate, parecen minusvalorar, al igual que las demás lecturas, una dimensión casi soslayada en los análisis del 17A: la dimensión política de la radicalización y, por extensión, del terrorismo yihadista. Si bien los procesos de radicalización se refieren a trayectorias personales y al entorno, en ciertos casos resultan también de un proceso de compromiso que conlleva una dimensión política (Burgat, 2008). En este sentido, se ha ocultado una distinción necesaria: lo que diferencia a los ideólogos yihadistas de sus ejecutantes. Si bien es cierto que los autores de 17A fueron reclutados, adoctrinados e instrumentalizados por Abdelbaki Es Satty, el hecho es que se trata efectivamente de una célula terrorista estructurada, afiliada a una organización transnacional (Estado islámico) y con una ideología político-religiosa (salafismo yihadista).
Aunque sea muy minoritario en el mundo musulmán, el salafismo yihadista constituye una corriente religiosa consolidada a escala global –incluso en Europa– especialmente en las tres últimas décadas. Ha construido un paradigma ideológico coherente y ha renovado los ideólogos en sus filas con un proyecto político claro: crear un Estado con sus propias instituciones. En otras palabras, no se trata de gente despistada o violenta per se, sino de partidarios de una corriente que tiene sus referentes, sus razonamientos extremadamente racionales y su propia lógica religiosa. «En su modo de ver, esta ideología constituye un todo coherente. No han contraído una enfermedad, han abrazado una visión del mundo» (Puchot y Caillet, 2016: 288) (3). En este sentido, atribuir los procesos de radicalización de los autores del 17A a un mero asunto de niños desorientados y víctimas de la falta de integración, o a cuestiones exclusivamente relacionadas con la marginación socioeconómica, eclipsa esta dimensión de la radicalización que conllevan los atentados del 17A. Nos hace correr el riesgo de desconsiderar el potencial de atracción de la ideología yihadista, puesto que, al considerarla moralmente inaceptable, no la estudiamos en profundidad para entender la visión del mundo y el futuro que promete a sus partidarios.
Por lo tanto, un análisis preciso de estas células y redes es esencial no solo para superar las lecturas culturalistas, sino también para proponer otras claves de comprensión de las razones y de los modos de participación en organizaciones terroristas yihadistas.
Conclusión
Desde el punto de vista del análisis, el 17A demuestra que los debates sobre los procesos de radicalización están abiertos. Han prevalecido dos lecturas antagónicas: una aproximación enfocada sobre las dimensiones culturales y religiosas, frente a otra focalizada sobre el papel del entorno socioeconómico. Ahora bien, en Barcelona como en cualquier otro lugar de Europa, ninguna de las dos es suficiente para comprender lo que sucedió realmente. La lectura culturalista mueve el debate hacia el otro, cuyos particularismos culturales y religiosos constituyen factores de vulnerabilidad, mientras que la lectura socioeconómica, si bien tiene el mérito de plantear problemas fundamentales, conlleva una desventaja: oculta la «capacidad de decisión y acción» (agency) de los actores implicados y la dimensión político-religiosa de la radicalización (papel de reclutadores, ideología yihadista, redes terroristas, etc.).
Como en otras partes de Europa y del mundo, el debate sobre la radicalización sufre de un problema mayor: que da sistemáticamente lugar a una confrontación constante entre los partidarios de diferentes visiones y disciplinas. Sin embargo, dado su carácter procesual y multidimensional, el análisis de los fenómenos de radicalización no puede prescindir de un enfoque pluridisciplinar que englobe las cuatro dimensiones que conlleva el proceso de radicalización, esto es, la personal, la socioeconómica, la política y la religiosa.
En una coyuntura en la que muchos celebran el final del protoestado llamado Estado Islámico –que interpretan erróneamente como el final del movimiento del mismo nombre–, la velocidad con la que se eclipsaron los debates de fondo después del 17A es preocupante. Es como si se le diera el mismo tratamiento que a un suceso trágico ocasionado accidentalmente, sin la reflexión profunda sobre sus pormenores. En el momento en que se redacta este informe, docenas de combatientes extranjeros europeos están tratando de regresar de Siria e Irak a Europa, y los países europeos siguen manteniendo niveles altos de alerta: por lo tanto, es más urgente que nunca adoptar un enfoque holístico del fenómeno del terrorismo, en vez de limitarse a reaccionar –periódicamente y con urgencia– a sus consecuencias.
Notas:
(1) Según Reinares et al. (2017), el 23,2% de los presos por actividades relacionadas con el terrorismo yihadista procede de Cataluña.
(2) Véase el extenso informe de Amnesty International: «Dangerously Disproportionate: The Ever-expanding National Security State in Europe» (17 de enero de 2017) (en línea)
(3) Cita traducida por el autor del original en francés.
Referencias bibliográficas
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