Apuntes | La entronización de la propiedad, la otra cara de la inseguridad residencial

Anuario Internacional CIDOB 2025 (edición 2024)
Fecha de publicación: 10/2024
Autor:
Lorenzo Vidal, investigador del Grupo de Estudios Críticos Urbanos (GECU), Universidad Nacional de Educación a Distancia (UNED)
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La vivienda en propiedad se ha convertido en la única forma de tenencia realmente segura y protegida por los estados. En las últimas décadas, los derechos de propiedad se han cimentado por encima del resto de formas de tenencia de vivienda existentes. Las fronteras de la propiedad se han fortificado y los extramuros se han quedado desprotegidos. Más allá de la seguridad de tenencia de los propietarios, lo que se ha blindado fundamentalmente es el valor patrimonial de sus propiedades: la vivienda como activo e inversión rentable. Un patrimonio que proporciona resguardo tanto de la especulación inmobiliaria, como de la vulnerabilidad económica provocada por la precarización laboral y el retroceso de los estados del bienestar. De esta manera, la vivienda se ha convertido incluso en moneda de cambio para acceder a los geriátricos privados. Y aún más, también se ha convertido en un espacio de inversión estratégica para planes de pensiones. Pero la revalorización de este activo se sustenta en la inseguridad residencial del resto de la población que no tiene acceso a ella. Esta vive el incremento de precios como una pérdida de poder adquisitivo, y la búsqueda de mayores rentabilidades como una amenaza de desahucio. En este contexto, la población sin propiedades no tiene ni una vivienda ni una vejez digna aseguradas.

Mientras se sostiene la promesa de acceso a la propiedad para todos, estos conflictos quedan al margen. Pero la crisis económica del 2008 provocó la explosión de todas sus contradicciones, sobre todo en los países que más apostaron por promover el acceso a la vivienda en propiedad. Hoy la fractura social alrededor de las relaciones de propiedad inmobiliaria se extiende y la problemática de la vivienda se agudiza en las principales áreas urbanas del planeta, con especial virulencia en el mercado de alquiler. Esta realidad se combina con la consolidación de lo que el profesor de geografía humana Brett Christophers llama el «capitalismo rentista», más inclinado hacia la extracción de rentas que hacia la producción de mercancías: rentas aseguradas precisamente por la propiedad privada de activos con una sólida estructura legal de protección. Una protección que, por otro lado, solo otorga la institucionalidad estatal moderna, de raíz europea, como constatan por desgracia hoy los hogares palestinos destrozados.

El fracaso de una promesa

El paisaje residencial actual está siendo modelado por el paso de dos olas de diferente alcance. Por un lado, un traspaso de capital del circuito de producción de mercancías al que el teórico social David Harvey considera el «segundo circuito del capital»: principalmente, el entorno construido. Este constituye un extenso ámbito de inversión rentable alternativo al de la producción de bienes y servicios, sobre todo en las geografías de la desindustrialización. Por otro lado, un conjunto de políticas que han privilegiado la vivienda de propiedad como principal vía de acceso a la vivienda. Son políticas que se definen por un fuerte componente ideológico, con proyectos como el de la «sociedad de propietarios» franquista, y el de la «democracia de propietarios» thatcheriana como ejemplos paradigmáticos. Esta segunda ola se empieza a romper con la zozobra hipotecaria del año 2008, mientras que la precedente sigue avanzando y engulle los restos del naufragio. Como resultado, se da un proceso de concentración de la propiedad y se amplía el mercado de la vivienda de alquiler.

La promesa de la propiedad para todos los ciudadanos se sustenta sobre unas contradicciones internas que no se pueden mitigar indefinidamente. Los recursos que faciliten la compra de vivienda, las subvenciones públicas y la deuda hipotecaria, contribuyen al mismo tiempo a hinchar los precios de este activo. Se pone en marcha así una dinámica que empieza a excluir a una parte de la población, mientras que la otra debe costear deudas hipotecarias crecientes. El incremento de precios atrae también inversiones especulativas. Se empieza así a hinchar desorbitadamente una burbuja hasta que la distancia entre los salarios y las cuotas hipotecarias es insostenible. Un tsunami de desahucios es el trágico desenlace. La infiltración del área financiera en la vivienda acaba llevando la inestabilidad propia de este sector a las puertas de casa. Los excluidos de la propiedad no tienen más remedio que recurrir a alternativas de vivienda que queden fuera del foco de las políticas de promoción de la propiedad. Son espacios a menudo precarios y desregulados que se han convertido en el escenario principal de la conflictividad urbana actual. Aquí el capital financiero también ha tomado posiciones, en forma de terratenientes y arrendadores corporativos que operan según las dinámicas de corto plazo de los mercados financieros.

Población excedentaria, población desplazable

Tal como argumenta la arquitecta y urbanista Raquel Rolnik en el libro La guerra de los lugares (Descontrol, 2018), la funcionalidad económica de las ciudades como lugar de residencia de la población trabajadora y del, en términos marxistas, «ejército industrial de reserva», está perdiendo centralidad frente su función de reservar suelo para las finanzas. En los procesos de acumulación del capitalismo rentista la reproducción social de la fuerza de trabajo se convierte en menos importante que su condición de desplazabilidad para dar paso a las revalorizaciones del entorno urbano. El despliegue de macroproyectos urbanísticos y programas de regeneración urbana, así como de inversiones inmobiliarias de múltiples tipologías, requieren a menudo el desplazamiento de la población local. En pocos años, el vocablo gentrificación ha saltado de las páginas de las revistas académicas al centro del debate público, para señalar la dimensión de clase de estos desplazamientos forzados. Son movimientos acompañados por transformaciones del paisaje urbano hacia usos más rentables y hacia usuarios de mayor capacidad adquisitiva.

Las que son desplazadas son principalmente las poblaciones excedentarias vinculadas a las necesidades cambiantes del tejido empresarial. Poblaciones proletarizadas que no han sido absorbidas por el aparato productivo o que son incorporadas y expulsadas indistintamente según el ciclo económico. Fuerza de trabajo descalificada y fácilmente substituible en las estructuras económicas de un sector terciario en aumento, o las de los nuevos polos industriales. Los masivos procesos de urbanización y de migración campo-ciudad de las últimas décadas, sobre todo en el llamado Sur Global, han generado grandes aglomeraciones urbanas con millones de habitantes que residen en diferentes grados de informalidad. Estas son las primeras víctimas de lo que la socióloga Saskia Sassen identifica como la «lógica de la expulsión» que se ha incrustado en el funcionamiento de la economía mundial. Se puede constatar como esta lógica se replica en todas partes del planeta, siguiendo el impacto que tienen los macroacontecimientos deportivos internacionales en las ciudades que los acogen. 

Domicidio

En 2001, Douglas Porteous y Sandra Smith publicaron el libro «Domicidio» (Domicide, McGill-Queen's University Press), done proponen este neologismo para remarcar el carácter deliberado de los procesos de destrucción de los hogares, donde «gente poderosa destroza el hogar de gente menos poderosa». El hogar no se limita a la estructura física de la vivienda, sino que incluye todo el espacio relacional y simbólico que la abarca. En dicha obra se distingue entre el domicidio cotidiano y el extremo. El primero es producto del funcionamiento normal y mundano de la economía política mundial, en el marco de un nuevo desarrollo urbano o de la construcción de una gran infraestructura. El segundo es una versión más agresiva del domicidio, implementada con la violencia directa, a menudo en contextos de guerra, geopiratería colonial y proyectos de reasentamiento. Esta tipología dicotómica, sin embargo, no excluye que ambas formas de domicidio se complementen. Con la masiva destrucción del entorno construido de Gaza perpetrada por el ejército israelí este año, este neologismo ha adquirido una renovada relevancia e invita a reflexionar sobre las condiciones que posibilitan tal grado de destrucción deliberada del hábitat y su entorno social.

En el libro «Vidas coloniales de la propiedad» (Colonial Lives of Property, Duke University Press, 2018), Brenna Bhandar argumenta que las leyes de la propiedad modernas de raíz europea surgieron juntamente y a través de modos de apropiación coloniales. Ambos parten del no-reconocimiento y la anulación de los intereses y reclamaciones anteriores sobre la tierra ‒siguiendo los derechos consuetudinarios constituidos sobre los bienes comunales o los diversos sistemas de tenencia colectiva de los pueblos indígenas‒. Incluso la propiedad autóctona que cumple los estándares modernos de garantía, como es el caso de los registros de propiedad otomanos en Palestina, es violada per la fuerza bruta del colonialismo. Los desposeídos por sistemas de propiedad modernos corren el riesgo de convertirse en poblaciones excedentarias que constituyen un problema a gestionar por el Estado. La población palestina convertida en excedentaria por el Estado israelí ha sido gestionada mediante el exilio forzado y el confinamiento en reservas y, en el caso de la Gaza actual, por el genocidio. El domicidio es un componente central de todas estas estrategias.

Desentronizar la propiedad 

Empezar a revertir la condición actual de inseguridad residencial implica desentronizar la propiedad. La seguridad de tenencia no tendría que derivarse exclusivamente de un título de propiedad, sino del propio hecho de habitar un espacio. La propiedad privada moderna se fundamenta principalmente en el derecho de exclusión, pero este se tiene que poder limitar en caso de que el propietario no sea el residente. Para generar un régimen residencial inclusivo es necesario proteger los derechos de los inquilinos y de todo el resto de los habitantes sin un título formal de propiedad; este es un primer paso fundamental. El siguiente paso es reforzar y ampliar el patrimonio colectivo ‒el de las diversas instituciones públicas, comunales y cooperativas‒ que sí que tienen el potencial de garantizar seguridad para todos.