La decisión de la cumbre del clima (COP27) de establecer un fondo de reparación por las pérdidas y daños ocasionados por el cambio climático para los países más vulnerables es una noticia claramente positiva. El fondo de pérdidas y daños constituye el caso más reciente de una relación compleja y dilatada en el tiempo entre países desarrollados y en vías de desarrollo, caracterizada por el incumplimiento o poco avance de los primeros hacia los segundos en materia de financiación climática, como es el caso de los 100.000 millones de dólares anuales que deberían de haberse proporcionado para 2020 o el objetivo de redoblar la financiación para adaptación para 2025.
Si bien aspectos cruciales como el monto global, la lista detallada de países donantes y receptores y las fuentes concretas de financiación no han sido definidos, el acuerdo sobre el fondo representa un avance histórico en sí al poner formalmente sobre la mesa del sistema intergubernamental la compleja cuestión de la justicia climática. Tras casi tres décadas de reivindicaciones, el acuerdo pone punto final a la negativa por parte de los países más desarrollados y contaminantes de asistir financieramente a los países más vulnerables —y que, sin embargo, menos han contribuido— a los impactos presentes y futuros del cambio climático. Como recalcó la Ministra de Transición Ecológica de España, Teresa Ribera, el acuerdo “abre una nueva etapa que avanza en términos de solidaridad”.
La solidaridad desempeña un papel central en la consecución de la justicia climática y las ciudades cuentan con un largo historial de lazos de ayuda entre ellas, sobre todo en situaciones de crisis. De la campaña en curso para donar generadores eléctricos a ciudades de Ucrania y el intercambio de conocimiento durante la pandemia al apoyo en la crisis de refugiados en Siria y los trabajos de reconstrucción tras el terremoto en Haití, la solidaridad, en lo simbólico, pero también en lo pragmático, ha estado en el centro de las relaciones de cooperación descentralizada entre ciudades que han sentado las bases del más que centenario movimiento municipalista mundial.
Por otro lado, el 68% de la población mundial vivirá en las ciudades para el año 2050, con casi el 90% de los nuevos residentes urbanos previstos entre ahora y mediados de siglo concentrados en África y Asia. El actual proceso de urbanización es mayoritariamente un fenómeno del sur global. Son precisamente las ciudades de los países en vías de desarrollo las que experimentan los efectos más devastadores del calentamiento global y que, al mismo tiempo, disponen de menor capacidad de adaptación al cambio climático.
La arquitectura financiera, tal y como está configurada, no responde a las necesidades de las ciudades del sur global. De los –claramente insuficientes– 384.000 millones de dólares anuales (unos 347 millones de euros) invertidos en financiación climática urbana, los flujos financieros están concentrados esencialmente en los países de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE) y China. Y con solamente el 9% del monto global destinado a acciones de adaptación. Para poder situar la adaptación de las ciudades del sur global en el centro de la ayuda a los países más vulnerables al cambio climático, necesitamos de un fondo específico de pérdidas y daños para las ciudades.
Las ciudades son los actores gubernamentales más próximos a la ciudadanía con la experiencia en el terreno, legitimidad y responsabilidad de hacer frente a los efectos ya irreversibles que el cambio climático supone para las cada vez más centrales ciudades del sur global.
De la subida del nivel del mar y aumento de inundaciones al incremento de desplazamientos hacia las urbes, las ciudades del sur global necesitarán apoyo para fortalecer sus capacidades y proteger a sus comunidades y ecosistemas locales. Deberán invertir recursos ingentes para hacer frente a los impactos crecientes del cambio climático y mitigar al mismo tiempo las carencias presentes y futuras en infraestructuras y servicios. Sus contrapartes del norte global pueden aquí desempeñar un papel clave, en el marco del legado de los muchos vínculos de solidaridad existentes, así como de las sinergias que emergen cuando las ciudades (aun en contextos muy diferentes) se sientan y debaten sobre problemas comunes. La colaboración entre ciudades del norte y sur global puede así promover la justicia climática al poner de manifiesto, y al mismo tiempo abordar, la relación fundamental entre pobreza y vulnerabilidad climática.
Las ciudades llevan años visibilizando su compromiso en la lucha contra el cambio climático, por lo general superior al de los países y a pesar precisamente del poco reconocimiento otorgado por estos últimos en la agenda climática global. Una vez más, las ciudades pueden tomar la delantera respecto a los países. En un mundo cada vez más urbano, un fondo específico de pérdidas y daños podría impulsar la responsabilidad compartida de las ciudades ante la emergencia climática, con la solidaridad como eje vertebrador de su trabajo colectivo.