Sobre las (no)regularizaciones en la Unión Europea
20 de mayo de 2008 / Opinión CIDOB, n.º 1
A finales de 2004, el Gobierno español cosechó duras críticas de sus socios europeos al anunciar que abriría un proceso de regularización para aquellos extranjeros en situación irregular que pudieran aportar pruebas de una residencia estable y continuada y, a su vez, de la existencia de una relación laboral en España. Para la mayoría de países de la Unión Europea –seguramente con la excepción de los que conforman el arco mediterráneo– este proceso se entendía como un “efecto llamada” para la inmigración irregular que, gracias a Schengen, podría circular con facilidad por todo el territorio europeo.
La decisión española, además, sentó especialmente mal por cuanto se tomó de manera unilateral y sin la suficiente (que no necesaria) consulta con los socios europeos. Alemania, Francia y Países Bajos fueron, tal vez, los países que mayor articulación dieron a sus críticas, aunque estas fueran compartidas por otros socios europeos. Durante el proceso, y especialmente en el Consejo informal de Tampere de septiembre de 2006, el Gobierno español recibió duros comentarios de sus colegas europeos. Así, mientras el entonces ministro de Interior francés, Nicolas Sarkozy, afirmaba que las regularizaciones no eran la solución, su homólogo alemán, Wolfang Schaeuble, reprochaba a España que solicitara ayuda económica a la Unión Europea (para el control de las fronteras exteriores) pero no pidiera la opinión de sus socios europeos antes de emprender una regularización. Por su parte, la entonces ministra de Inmigración holandesa, Rita Verdodonk, fue especialmente dura al valorar la falta de coordinación del Gobierno español con sus homólogos europeos.
Cerca de dos años después, Alemania y Países Bajos han anunciado el inicio de sus propios procesos de regularización de población extranjera en situación irregular. Ambos países han querido dejar bien claro que, a diferencia del caso español, no se trata de procesos de regularización generales sino de dar respuestas a situaciones específicas. Lo mismo, por otro lado, que dijo en su día el Gobierno español, que hasta acuñó un nuevo término – ‘normalización’– para explicar la regularización de trabajadores.
Para el gobierno alemán, el proceso de regularización no tiene otro objetivo que articular la respuesta necesaria a las aproximadamente 200.000 personas ‘toleradas’ que viven en Alemania en situación irregular desde que se les denegaron, en la década de los noventa, sus solicitudes de asilo. La reforma de ley que se plantea tiene como objetivo regularizar a aquellas personas que ya se consideran integradas y disponen de lazos familiares, sociales o laborales (aunque se contempla la posibilidad de encontrar trabajo hasta 2009) en Alemania.
En el caso de los Países Bajos, la reforma en materia de inmigración responde principalmente al cambio de gobierno que se produjo a finales de 2006. Nebahat Albayrak, de origen turco, es la secretaria de Estado de Justicia y la actual responsable de la política de inmigración neerlandesa, que ha dado un giro al discurso político y ha empezado a negociar con los municipios una reforma que afectaría, en principio, a los solicitantes de asilo (que dada la laxitud y generosidad con la que se ha empleado el concepto de asilo en los Países Bajos también ha sido usado por inmigrantes económicos) que hubieran presentado su solicitud con anterioridad a abril de 2001 y que estuvieran bajo residiendo en acogida.
Estos dos nuevos procesos de regularización se suman a los que, con cierta asiduidad, se han ido llevando a cabo en Europa desde 1973, cuando se planteó el modelo de inmigración cero. Y los mismos reabren, sin la intensidad que acompañó el caso español, el debate sobre la gestión de la inmigración irregular en Europa. Cada país reconoce su derecho a gestionar la inmigración irregular que, por distintos motivos, reside en su territorio, pero parece que le cuesta admitir que este mismo derecho lo disfrutan el resto de socios europeos. La gestión de la inmigración irregular dentro de un país –otro tema es en las fronteras– se consolida como un ámbito en el que los estados no quieren ceder competencias ni soberanía.
A pesar de los encendidos debates que cada nuevo proceso de regularización plantea entre los miembros de la Unión Europea, los avances para establecer un marco de acción común se han restringido al establecimiento de un mecanismo de información mutua en aquellas medidas relativas a la legislación de inmigración y asilo, especialmente cuando son susceptible de afectar a otros Estados miembros.
Tal vez estas reticencias deberían permitir dar una vuelta más al debate y cambiar el enfoque del mismo. En vez de centrarse en la negación de los instrumentos de regularización como respuesta a la inmigración irregular, podría ser el momento de plantear la necesidad de articular un marco de mínimos para dichos procesos. Parece poco hábil denegar el uso de las regularizaciones como instrumento de gestión de la inmigración (irregular), especialmente cuando son ‘excepciones habituales’ desde 1973.
Lo que debería ser objeto de debate, pues, no es tanto el instrumento en sí, como la oportunidad, las características y las razones que justifican, en cada país de la Unión, la necesidad de implementar mecanismos para garantizar que todos sus residentes puedan ser ciudadanos, y adquieran una legalidad que les atorgue los derechos y obligaciones vinculados a las sociedades democráticas europeas. Hacerlo implicaría un esfuerzo de diálogo entre los países europeos en materia de inmigración, y también supondría plantear el debate sobre la gestión (y el control) de flujos regulares a nivel europeo. Y ello sería, eso sí, un paso adelante efectivo y firme que contribuiría a la construcción de una política europea de inmigración global y coherente.
Gemma Pinyol
Coordinadora del Programa Migraciones de la Fundación CIDOB