¿Schengen en peligro?
Gemma Pinyol-Jiménez, investigadora asociada, CIDOB y Elena Sánchez-Montijano, investigadora principal, CIDOB
19 septiembre 2013 / Opinión CIDOB, n.º 203 / E-ISSN 2014-0843
La Europa de hoy es el proyecto de unos líderes que, aun desde ópticas políticas distintas, creyeron que la suma de esfuerzos consolidaría el espacio europeo como un espacio de paz y de prosperidad para todos los ciudadanos. En un escenario internacional cada vez más globalizado e interrelacionado, el proyecto adquirió aún mayor sentido. Frente a este espíritu colaborador, una crisis económica y financiera sin precedentes es la causante de la regresión hacia la visión de una Europa debilitada, donde algunos líderes parecen despreciar el futuro de ese sueño de paz y unidad europea. Apelar a los sentimientos nacionales, con argumentos egoístas en torno a la economía y a los problemas domésticos de empleo, a cambio de réditos políticos a corto plazo parece ser la principal estrategia, frente a posiciones que defienden la opción de “más Europa” como verdadera salida de esta crisis.
En abril de 2011 asistimos al más significativo de los estallidos de egoísmo y “renacionalización” por parte de Estados miembros entorno al acuerdo de Schengen sobre el que, no olvidemos, descansa la libertad de circulación de personas en la Unión. El entonces presidente francés, Nicolas Sarkozy, junto al italiano, Silvio Berlusconi, consideraron que Schengen no había servido para responder de forma eficaz lo que, de manera exagerada, consideraron una avalancha masiva de inmigrantes que pretendían entrar de forma irregular en territorio comunitario como resultado de las revueltas de la primavera árabe. La realidad fue que el gobierno italiano vulneró de forma reiterada el acuerdo europeo de gestión de la movilidad en sus propias fronteras, hoy derecho primario de la Unión. A este primer impulso le siguieron otros, como el que protagonizaron, en una reunión bilateral a finales de 2011, Merkel y Sarkozy al poner en tela de juicio la viabilidad del acuerdo de Schengen, al considerar que la libre circulación de personas ponía en jaque la capacidad de los Estados miembros de controlar las fronteras exteriores.
Los hechos han desacreditado sus predicciones agoreras, pero en el imaginario europeo ha quedado sembrada la semilla de la duda sobre la utilidad de Schengen para gestionar el espacio de libertad europeo, evocando tanto la existencia de un peligro exterior real como el de una Unión que impide que los Estados miembros tengan suficiente potestad como para garantizar la seguridad de sus propios conciudadanos. Desde entonces, los ataques, no siempre directos, a la libre circulación de personas en la Unión que garantiza el convenio de Schengen, han sido continuos. El último, y probablemente el más preocupante por su alcance, ha venido de la mano de los socios británicos. David Cameron señalaba, en mayo de este año, la necesidad de poner límites a la libre circulación de nacionales procedentes del territorio de la UE para ‘evitar que reclamen beneficios sociales’ en su país, en un momento de escasez de recursos. Palabras claramente dirigidas a los nacionales de Rumania y Bulgaria, cuyas restricciones de movimientos está previsto que sean eliminadas en diciembre de 2013.
En el mismo mes, Suiza, país adherido al acuerdo de Schengen desde 2008, daba un paso significativo en este mismo sentido. El gobierno de Berna decidía limitar, a partir del 1 de mayo y durante un año, los permisos de trabajo a los ciudadanos de la UE, activando así la ‘cláusula de salvaguarda’ incluida en su acuerdo de adhesión a Schengen. La reacción por parte de las instituciones europeas no se hizo esperar y la alta representante de la UE, Catherine Ashton, fue la primera en lamentar la decisión del Gobierno suizo de restringir la entrada de trabajadores de la Unión, señalando que la medida perjudicaba los grandes beneficios que la libre circulación de personas significaba tanto para Suiza como la UE. Sin embargo, la falta de una respuesta más contundente saca a la luz la limitada capacidad de reacción de las instituciones comunitarias ante la toma de decisiones unilaterales.
En estos momentos, y ante las previsibles dificultades que se esperan para finales de año en torno a la moratoria de circulación para nacionales rumanos y búlgaros, parece necesario reflexionar sobre Schengen. ¿Es el Convenio de Schengen un peligro para los Estados miembros y sus ciudadanos o, por el contrario, es el propio tratado el que está en peligro? Schengen no sólo garantiza la libre circulación y facilita la vida en un contexto en que la movilidad de las personas es clave, especialmente para el dinamismo económico de la Unión, sino que también nos mantiene coordinados en el control fronterizo, en la lucha contra el terrorismo internacional y contra la delincuencia organizada transfronteriza. Como en la mayoría de países europeos, las ventajas del acuerdo de Schengen son evidentes para España, pues la libre circulación garantiza, por ejemplo, la movilidad de los trabajadores españoles hacia los mercados de los socios europeos y convierte en preocupación común europea la protección de las fronteras del sur de España.
A pesar de ello, algunos líderes europeos hacen proclamas contra Schengen pensando en el corto plazo electoral, y en las innegables dificultades económicas que atraviesan sus estados, sin tener en cuenta el proceso de construcción europea. Lo hizo Sarkozy en su momento, pensando en obtener los mismos réditos políticos que le había generado el debate sobre la inmigración y la identidad nacional. Y ahora, tanto Merkel como Cameron, por distintas razones de índole interno, se han sumado a esta batalla dialéctica. Lo que resulta inquietante es que al ya muy recurrente uso feroz de la inmigración como elemento de inseguridad interna se le sume ahora una de las cuatro libertades consustanciales a la Unión -la libre circulación de personas-. Se acentúa así el repliegue nacional que tan beneficioso electoralmente se supone en tiempos de crisis. Sin embargo, sin el espacio Schengen la movilidad de trabajadores, estudiantes, investigadores o turistas se vería fuertemente restringida, con instrumentos, que ahora ya suenan antiguos en el marco europeo, como el control de pasaportes o la solicitud de visados.
A pesar de estas tensiones, parece que las instituciones europeas han tomado buena nota de la centralidad y el beneficio que la libre circulación de personas supone para un futuro común. Los acuerdos adoptados por los Jefes de Estado y Gobierno, de 27 y 28 de junio, para incentivar la movilidad de los trabajadores, especialmente jóvenes, en el espacio Schengen son un paso importante en la buena dirección. Apostar por la libre circulación en la UE no es sólo apostar por una recuperación de la crisis -aunque parezca difícil de creer en estos tiempos inciertos- también es apostar por un proyecto común de democracia, de derechos humanos y de sostenibilidad. En su defensa no deberíamos quedarnos pasivos.