¿Por qué tendría Turquía que jugar la carta occidental?
Notes internacionals CIDOB, núm. 26
En los últimos años, Turquía ha resurgido como poder regional seguro de sí mismo en áreas de interés vital para la Unión Europea y para los Estados Unidos. Ya no representa aquél humilde suplicante que el Occidente europeo y estadounidense imaginó que siempre sería. Hoy es un poder vibrante económicamente, políticamente confiado, que ha superado con creces el rol que Occidente le había adjudicado en el tablero regional y mundial. Ésta es una de las lecturas posibles de la recuperación de la confianza de Turquía en sí misma. Otra lectura, muy de moda últimamente, sugiere que Turquía está buscando recuperar el liderazgo que tuvo en tierras del antiguo Imperio Otomano, una lectura que casa bien con el objetivo de Pax Ottonama declarado por Ahmet Davutoglu, actual ministro de exteriores turco. En opinión de algunos observadores en Europa y de aquellos que, en tierras turcas, están comprometidos con los principios políticos seculares de la Turquía moderna establecidos por su fundador, Mustafá Kemal Ataturk, la ruptura con Israel a partir de la crisis de la flotilla humanitaria en Gaza, y la irritación creciente del primer ministro Recep Tayyip Erdogan conllevarían peligrosas derivas.
Cualquiera que sea la realidad, se hace evidente el contraste entre el nuevo estatus regional de Turquía y el desdén mostrado por la Francia de Nicolas Sarkozy y la Alemania de Ángela Merkel. El gobierno turco confía en que la creciente influencia de su país en la región fortalecerá su proceso de adhesión a la Unión Europea, pero no está tan claro que sea éste el caso. Para aquellos norteamericanos y europeos que conocieron el país en la segunda mitad del siglo XX, su Turquía imaginaria es aquella eternamente deudora y eternamente agradecida por haber sido invitada a ocupar cualquier humilde silla en la gran mesa occidental. Pero un contraste con la realidad nos muestra que Turquía cuenta hoy con una economía dinámica y en crecimiento; con una revolución constitucional que, por lo menos hasta hace muy poco, ampliaba los derechos democráticos; y con una política exterior que, al ir resolviendo antiguas disputas con sus vecinos, busca la afirmación del país como nuevo poder regional.
Turquía está utilizando, de manera creativa, las herramien­tas del poder blando desarrolladas por la Unión Europea. La creciente influencia regional del país es reflejo del declive de Europa, un estado de cosas que pone nervioso en París, Londres, Berlín y Washington. Si durante casi todo el siglo XX, debido a los constreñimientos de la construcción nacional, y luego de la Guerra Fría y de un errático desarrollo económico, Turquía actuó por debajo de sus posibilidades, hoy el riesgo es que sus líderes se crean su propio triunfo y se imaginen a sí mismos como actores principales de la escena global. Practicar realpolitik es una cosa, pero representar a la cultura islámica en su conjunto es otra muy distinta.
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