Orden en transición y normas en discusión

Revista CIDOB d'Afers Internacionals, nº. 134
Data de publicació: 06/2023
Autor:
Esther Barbé
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 Esther Barbé, investigadora asociada sénior, Institut Barcelona d’Estudis Internacionals (IBEI); catedrática, Universitat Autònoma de Barcelona. ebarbe@ibei.org. ORCID:https://orcid.org/0000-0003-1968-2083

«Norm shifts are to ideational theorist what

changes in the balance of power are to the realists»

(Finnemore y Sikkink, 1998)

El orden internacional liberal, implantado tras el final de la Guerra Fría, es actualmente un orden en transición. El desplazamiento del poder material –tras la emergencia de China– es necesario, pero no suficiente, para entender los cambios en el orden internacional. Vivimos tanto cambios materiales como ideacionales. El momento actual es un momento de normas en discusión. Ahora bien, la contestación normativa que sufre el orden internacional no se identifica con la rivalidad entre China y Estados Unidos o con el manido «the Rest against the West»; sus parámetros son más complejos y diversos. Para constatarlo, este artículo aborda tres casos muy diversos de la agenda internacional: a) la gobernanza de Internet, b) la norma de los derechos sexuales y reproductivos y c) la gestión de la migración. 

En esta misma revista, hace 40 años, centrábamos nuestra atención en el equilibrio del poder para explicar la dinámica del orden internacional (Barbé, 1983). ¿Qué queda de aquel orden internacional? Si utilizamos el símil del niño y el agua sucia de la bañera, podemos afirmar que se arrojó el agua (la Guerra Fría), pero el niño (el orden internacional) se quedó, creció y ahora está en crisis. En otras palabras, el final de la Guerra Fría, con la victoria del «mundo libre», abrió una ventana de oportunidad para la expansión del orden internacional liberal y su traducción en normas e instituciones nuevas y/o más empoderadas. De esta forma, el estudio del orden internacional sufrió en la década de 1990 un «giro normativo» (normative turn) (Adler, 2003) que nos ha acompañado desde entonces. De ahí que las referencias de los últimos años al orden internacional como el fin del orden internacional liberal (Ikenberry, 2018) o como un orden en transición (Terhalle, 2015) nos remiten tanto a cambios materiales como a cambios ideacionales.

El desplazamiento del poder material (power shift) es necesario, pero no suficiente, para entender el proceso de transición que se da actualmente en el orden internacional. El proceso es más complejo: la redistribución del poder material (polaridad) y la rivalidad entre viejas y nuevas potencias (Estados Unidos versus China) facilitan el cambio estructural a través de su interacción con ideas e instituciones. Es la interacción de los tres factores (poder material, ideas e instituciones) lo que determina la estructura del orden internacional en cada momento histórico (Cox, 1981). El momento actual es un momento de normas en discusión, si centramos nuestra atención en la dimensión ideacional de un orden internacional, que, en términos gramscianos, se puede calificar de interregnum: una situación de crisis en la que lo viejo ha muerto y lo nuevo no puede nacer.

La idea de que las normas son centrales para la recreación de un orden internacional es relevante para el análisis. Kishore Mahbubani (2013), conocido por sus trabajos sobre el «siglo asiático» en referencia al siglo xxi, plantea la transición del orden internacional como el acuerdo necesario entre viejas y nuevas potencias en torno a un grupo de normas centrales. El acuerdo es necesario porque compartimos un solo mundo con problemas globales, pero con visiones plurales tanto a nivel de valores como de identidad histórica (Buzan 2004: 49); si bien, como argumentamos en estas páginas, la contestación normativa que sufre el orden internacional en nuestros días no se identifica con la rivalidad entre China y Estados Unidos o con el manido «the Rest against the West». Los parámetros de la contestación normativa son más complejos y diversos.

Este artículo plantea la articulación entre contestación normativa y crisis del orden internacional liberal, ilustrada con tres casos de estudio: a) la gobernanza de Internet, b) la norma de los derechos sexuales y reproductivos y c) la gestión de la migración. El primer apartado problematiza los conceptos básicos de norma y de contestación normativa; el segundo se centra en la contestación del orden internacional liberal y establece los ejes básicos de debate (soberanía y liberalismo) sobre los que se asienta la discusión sobre las normas; y, finalmente, los tres casos de estudio nos sirven para ilustrar lo compleja y diversa que es la contestación normativa. El artículo termina con una breve reflexión a modo de conclusión. 

Contestación normativa: ¿de qué hablamos?

La sociedad internacional, como toda sociedad, se dota de normas. La norma lo es por ser compartida por los miembros de una sociedad, en este caso los estados, quienes la perciben como legítima por el hecho de representar la manera correcta de actuar (logic of appropriateness) (Onuf, 1994). Es un estándar de comportamiento, que puede cambiar de la misma manera que cambia la sociedad de estados. Pongamos un ejemplo de una idea que hoy nos parece normal y no lo era hace apenas un siglo: si, a principios del siglo xx, el uso de la fuerza era un «instrumento más de la política» en las relaciones entre los estados, a partir de 1945, tal y como leemos en la Carta de las Naciones Unidas, sus miembros «se abstendrán de recurrir a la amenaza o al uso de la fuerza contra la integridad territorial o la independencia política de cualquier Estado» (art. 2.4.). Las normas son contingentes, son «trabajo en curso» (work in progress) (Krook y True, 2010) y, como tal, están sometidas a la contestación. Ahora bien, pensando en el orden internacional actual, hay que señalar, de entrada, que no todas las normas sufren el mismo proceso de contestación. En ese sentido, hay que distinguir tres capas normativas acerca de la regulación de las relaciones entre estados y acerca de las obligaciones internacionales de los estados para con sus ciudadanos: normas de coexistencia, normas de cooperación y normas solidaristas (Costa, 2013). Esas tres capas normativas han formateado el orden internacional del siglo xx asentado, en buena medida, sobre ideas y valores propios del liberalismo económico (libre mercado) y político (derechos individuales).

Las normas de coexistencia responden al multilateralismo negativo: esto es, la coordinación de los estados se ha de realizar sin limitar los intereses nacionales de los estados, sin interferencia o imposición de los demás (Burley, 1993). Se trata de evitar (el enfrentamiento armado, la injerencia) más que de conseguir (la resolución de problemas comunes). Esta visión responde a la idea del Estado como «vigilante nocturno», cuya política exterior está centrada en el mantenimiento de la integridad territorial.

Las normas de cooperación, en cambio, persiguen poner en marcha dinámicas de interacción entre los estados para la solución de problemas comunes en ámbitos diversos (la salud, por ejemplo). La transformación del Estado, a partir de la Segunda Guerra Mundial, en «Estado social» modificó la política exterior de los estados, ampliándose a ofrecer soluciones a problemas económico-sociales mediante acuerdos entre estados soberanos y actuación conjunta a través de instituciones internacionales.

Las normas solidaristas constituyen la tercera capa normativa y la más exigente para una sociedad de estados, ya que está vinculada a la aparición de una agenda ética universal que transciende el Estado soberano y la territorialidad (Williams, 2005). Es el caso de las normas sobre derechos humanos o genocidio, por ejemplo. Tras el fin de la Guerra Fría, el proceso se consolidó con nuevas normas humanitarias, como la protección de civiles, que comportan la adopción de compromisos internacionales por parte de los estados en relación con los individuos y con sus derechos, en lógica universal.

Independientemente del contexto, la contestación en tanto que «práctica social» interactiva, dirigida a mostrar desaprobación sobre normas existentes, siempre está presente (Wiener, 2014: 12) y se manifiesta a través del discurso. La pregunta es: ¿es bueno o malo para la norma?, ¿la debilita o la refuerza? Para contestar a dicha pregunta, los analistas diferencian entre contestar la validez de la norma (no sentirse obligados por la misma) o contestar la aplicación de la norma (discutir como aplicarla) (Deitelhoff y Zimmermman, 2013). A modo de ejemplo, es muy diferente que un parlamentario europeo rechaze el Convenio de Estambul, centrado en la violencia contra las mujeres, porque destruye la sociedad occidental cristiana o que discuta si debe ser ratificado a nivel europeo o a nivel nacional (Berthet, 2022).

La contestación relativa a la aplicación de las normas ha dado lugar a una lectura desde el Sur Global en términos de localización. El concepto se debe a Amitav Acharya (2004), que lo utiliza para referirse al proceso de adaptación de las normas internacionales al contexto local (local turn) mediante la recreación discursiva o la transformación práctica. Este autor argumenta que las normas internacionales están tradicionalmente asentadas en valores (liberales) occidentales y, por lo tanto, no son congruentes con prácticas o valores de comunidades culturales diferentes. Así, las operaciones de paz de Naciones Unidas son un buen ejemplo para entender la localización de normas y prácticas, a través, por ejemplo, del empoderamiento de los actores locales o la adopción de fórmulas locales para reconciliar a las comunidades tras el conflicto. Mediante la localización, Naciones Unidas ha dejado atrás la idea de aplicar un modelo único de paz liberal. 

Expansión y contestación del orden internacional liberal

Una vez acabada la Guerra Fría, vino lo que muchos han visto como una «década de internacionalismo liberal». Dada la situación de hegemonía occidental del momento, se instaló un único conjunto de normas escasamente contestado. Desaparecido uno de los bloques, las normas del que quedó se alzaron como las únicas disponibles y, enseguida, se vieron como normas de alcance universal. Como ha escrito Ikenberry (2018), el «orden interno» del mundo occidental se convirtió en «orden externo». El orden liberal se expandió y las ideas liberales (economía de mercado, libre comercio, democracia, derechos humanos, sociedad civil) monopolizaron el escenario internacional.

La expansión del orden liberal al mundo –el «fin de la historia» de Fukuyama (1989)– comportó un proceso de empoderamiento de las instituciones multilaterales, a través de la transferencia de autoridad por parte de los estados. Ello se tradujo en mecanismos de gobernanza global (ofrecer soluciones técnicas a problemas colectivos) y en normas solidaristas (defender derechos individuales en un mundo sin fronteras), más intrusivos de lo habitual; lo que lleva a Börzel y Zürn (2021:12) a argumentar que «el elevado nivel de injerencia liberal (…) tras el fin de la Guerra Fría desató una oleada de contestaciones alrededor del cambio de siglo». Este paso, en la década de 1990, hacia lo que dichos autores denominan el «liberalismo posnacional» (transferencia de autoridad, mecanismos de injerencia) explica, en buena medida, la crisis del orden internacional liberal; una crisis que se acaba traduciendo en forma de contestación contra normas o instituciones en funcionamiento o en vías de negociación. Esta contestación no ha venido tan sólo, como cabría esperar, del mundo emergente (Sur Global), sino también del mundo occidental.

Las críticas al orden internacional en la sociedad occidental han sido, de entrada, una reacción a la globalización. El discurso positivo del gobierno del mercado y de los expertos llevó a la contestación social entre los «perdedores de la globalización». Las protestas masivas contra el encuentro del milenio de la Organización Mundial del Comercio (OMC), en 2001 en Seattle, llevaron a un movimiento antiglobalización y destaparon la preocupación social en torno a la «desnacionalización» (Kriesi, 2008), vista como la transferencia de autoridad política a expertos de instituciones internacionales.

En el caso de la Unión Europea (UE), la crisis del euro (2009), pero sobre todo la crisis de refugiados de 2015, generaron una contestación radical de supuestos de la integración europea, incluyendo sus propios valores, que se ha conceptualizado como politización (Grande y Hutter, 2016). La politización de algunos temas (el propio proceso de integración o la migración) lleva a un proceso creciente de polarización de las opiniones, valores e intereses, e impacta en la formulación de las políticas. Todo ello origina movilización y una creciente polarización en la sociedad; en otras palabras, el debate se produce en términos excluyentes («ellos o nosotros») y comporta una deslegitimación de las instituciones a nivel nacional (democracia), europeo (Unión Europea) y global (organizaciones internacionales). De ahí que se hable de una fractura que está marcando la agenda política, con el avance del populismo: la fractura entre europeísmo, por un lado, y nacionalismo, por el otro. Más allá de Europa, dicha fractura es extrapolable a nivel global: en palabras de Michael Zürn (2014: 47), estamos frente a una nueva fractura, la fractura «cosmopolitismo versus comunitarismo», que puede «reestructurar en buena medida la política en el siglo xxi».

De esta forma, la dinámica de transición del orden internacional está directamente relacionada con la fractura cosmopolitismo versus comunitarismo y en un doble eje: por un lado, el eje de la autoridad, en el sentido de transferencia de autoridad por parte de los estados a las instituciones internacionales (soberanía nacional versus norma internacional) y, por otro lado, el eje del liberalismo, en el sentido de mayor o menor aceptación de las normas liberales (liberalismo versus iliberalismo) (Barbé, 2021: 42). En este último caso, hay que repetir, de nuevo, que la contestación de las normas liberales no es ajena a la vida política del mundo occidental. No hay más que recordar el argumento estadounidense de que la «tortura no es tortura» en el caso de sospechosos de terrorismo, como ocurrió en la prisión de Abu Ghraib (Irak) en 2004 (Birdsall, 2016); lo que llevó a comportamientos iliberales, contrarios al respeto de los derechos individuales. Asimismo, el debate sobre los refugiados en Europa ha llevado a Timothy Garton Ash (2021) a escribir que Europa se ha adentrado en la senda de la antidemocracia y el iliberalismo.

En términos analíticos, James Mayall (2000) ha escrito que el orden internacional del siglo xxi se dirimirá bajo la forma de tres grandes debates en torno a la soberanía, la democracia y la intervención humanitaria que, en realidad, interactúan entre ellos. La fractura que combina visión de la soberanía –más o menos ortodoxa– y nivel –mayor o menor– de aceptación de las normas liberales marca habitualmente la dinámica en las instituciones internacionales. De hecho, esta fractura desempeña un papel central en la rivalidad entre China y Estados Unidos para la conformación del orden internacional, sin que exista un patrón de comportamiento único, ya que el comportamiento puede variar según el contexto, la agenda, las alianzas, etc. Ahora bien, es cierto que el creciente poder definicional de China (Ferguson, 2012) es eficaz, ya que ha modificado el debate en algunas agendas, al generar formulaciones alternativas a las ideas liberales. Es el caso de la formulación de «democracia soberana», la cual erosiona la democracia liberal como modelo y limita el rol de las instituciones internacionales en ámbitos determinados (como los derechos humanos).

Si en el caso anterior el debate normativo articulaba democracia y soberanía, tenemos un ejemplo fundamental para entender la contestación normativa de los últimos años en torno a las normas solidaristas que se gestaron en la década de 1990 y que sufren en su desarrollo la fractura entre soberanía e intervención humanitaria. La intervención humanitaria dio un salto adelante espectacular en el marco del solidarismo liberal de la posguerra fría. A lo largo de la década de 1990, el Consejo de Seguridad adoptó resoluciones, sin una doctrina precisa, que comportaban intervenciones humanitarias y que despertaban recelo en muchos países, en nombre de la soberanía nacional (norma constitutiva de la sociedad de estados). Ello llevó a la emergencia de la «responsabilidad de proteger», una norma que pretendía superar la tensión entre intervención humanitaria y soberanía nacional. La adopción, en la Cumbre Mundial de Naciones Unidas de 2005, de una norma mediante la cual «cada Estado es responsable de proteger a su población del genocidio, los crímenes de guerra, la depuración étnica y los crímenes de lesa humanidad» comporta que la soberanía del Estado queda vinculada a su responsabilidad de proteger a su población. Se ha procedido a una reformulación de la soberanía en términos positivos (protección de la población), más allá de su dimensión negativa (no injerencia) y se ha vinculado a la defensa de los derechos individuales (con supervisión de la comunidad internacional).

La responsabilidad de proteger es una norma solidarista que nos muestra el desplazamiento en favor de la norma, en el eje norma internacional versus soberanía nacional, y en favor del liberalismo (derechos individuales) en el eje liberalismo versus iliberalismo. Su adopción en Naciones Unidas fue acompañada de reticencias en nombre de la soberanía nacional. Muchos son los países que lo verbalizaron (Rusia, China, India, Argelia, Egipto, Venezuela e Indonesia, entre otros). Ahora bien, la aplicación de la norma, en el caso concreto de la resolución 1973 del Consejo de Seguridad, adoptada en 2011, para «proteger a los civiles (…) bajo amenaza de ataque en la Jamahiriya Árabe Libia», desveló la crisis que sufre el orden internacional. En efecto, el carácter de la intervención militar-humanitaria, llevada a cabo por tropas de la OTAN, dio lugar a una fuerte contestación normativa entre muchos miembros de Naciones Unidas que, a partir de la experiencia libia, reformularon la «responsabilidad de proteger» en términos de simple argumento para «cambiar regímenes políticos» (intervencionismo neocolonial). Este caso representa una situación límite en la que el orden normativo-institucional (asimilado con el orden internacional liberal) y la geopolítica muestran su cercanía; tal y como ha escrito Mark Leonard (2021: 139), «el mundo multilateral de la globalización no ha desplazado al mundo multipolar de la competición entre potencias. La realidad geopolítica del siglo xxi está mucho más cerca de la fusión entre las dos».

En los tres casos que abordaremos a continuación se puede valorar hasta qué punto dicha fusión se da en algunas agendas y para nada en otras, sin que podamos hablar, rememorando la Guerra Fría, de bloques ideológicos. Estos casos nos permitirán constatar la diversidad y la complejidad que presenta la contestación normativa en el mundo actual. No existe un patrón de alineamiento único, en todo momento y para todas las agendas, por parte del triángulo de actores relevantes (China/Rusia, Estados Unidos y UE) para el futuro del orden internacional. 

Gobernanza de Internet: liberales versus soberanistas

El primer caso se centra en una agenda extremadamente relevante hoy en día: la gobernanza de Internet. ¿En qué consiste la contestación en este caso? ¿Cómo se posiciona el triángulo China/Rusia-Estados Unidos-UE?

Internet es una de las mejores muestras de la globalización en el mundo actual. En términos materiales, los 250.000 kilómetros de fronteras interestatales que dividen a los estados del mundo son una tercera parte de los 750.000 kilómetros de cables submarinos de Internet; en términos sociales, el 60% de la humanidad tiene acceso a Internet y el 54% hace uso de redes sociales. Dicha hiperconectividad, según Mark Leonard (2021), es una fuente de vulnerabilidades de todo tipo –económicas, políticas, tecnológicas y diplomáticas– que afecta a todo el planeta (occidentales incluidos). En otras palabras, ello ha hecho que una cuestión regulatoria como la gobernanza de Internet se haya geopolitizado. Aquí estamos frente a un caso en el que la fusión entre contestación normativa y geopolítica es evidente.               

Dicha fusión se puede ilustrar con un caso reciente: la elección de un/a presidente/a para la Unión Internacional de Telecomunicaciones (UIT) se convirtió, en septiembre de 2022, en una batalla política de primer nivel en la que se opusieron dos cosmovisiones en lo relativo al establecimiento de regulaciones globales para el mundo digital. Se presentaron dos candidaturas, una estadounidense y otra rusa, apoyada por China. El voto tuvo lugar el 29 de septiembre y acabó con el resultado de 139 votos favorables para la candidata estadounidense de los 172 votos emitidos. Lo destacable de esta competición por el liderazgo de la UIT es la fragmentación, en términos normativos, que esta comportó: el choque entre liberalismo y soberanismo (Flonk et al., 2020).

Por una parte, Estados Unidos promovió, junto con la UE, una «Declaración para el futuro de Internet», firmada por más de 60 países, que recoge referencias a la libre circulación de la información, protección de los derechos humanos y las libertades fundamentales, así como «un enfoque de gobernanza de múltiples partes interesadas que mantiene a Internet en funcionamiento en beneficio de todos»1. Frente a dicha cosmovisión de Internet (libre circulación, privacidad, gobernanza con presencia de autoridades privadas), la candidatura rusa defendía la posición adoptada por Vladimir Putin y Xi Jinping, en una declaración de 2021, en la que se abogaba por la preservación del «derecho soberano de los estados a regular el segmento nacional de Internet» frente al peligro de las corporaciones globales; lo que ha venido a definirse como balcanización u «orden cerrado» frente al «orden abierto» impulsado por el modelo occidental.

Este caso concreto ilustra la fractura liberales versus soberanistas (Flonk et al., 2020), que caracteriza todo lo que tiene que ver con la adopción de reglas y normas relativas a la gobernanza de Internet. Esta es la agenda en la que Estados Unidos y la UE han construido un bloque unido en torno a una esfera liberal que enfatiza el papel limitado del Estado, la gobernanza privada con la participación de múltiples actores (stakeholders) y la libertad de expresión. Esta aproximación normativa que ha puesto las bases regulatorias de Internet, sin embargo, se ve contestada por el desafío soberanista que rechaza la validez de la norma y propone una visión opuesta, en la que enfatiza el control del Estado, el intergubernamentalismo y presiona en contra de la preponderancia de las instituciones occidentales y de los actores privados. 

Salud y derechos sexuales y reproductivos: ¿liberalismo fracturado?

El segundo caso pone el foco en una norma solidarista: la salud y los derechos sexuales y reproductivos (SDSR). La emergencia de la SDSR como norma internacional es un producto de la década internacionalista liberal de 1990. Los documentos de la Conferencia Internacional sobre Población y Desarrollo de El Cairo (1994) y de la Conferencia Mundial sobre la Mujer de Beijing (1995) han formulado el corpus normativo de la SDSR. Siendo una norma compleja, la SDSR atiende tanto a una agenda de necesidades (salud reproductiva) como a una agenda de empoderamiento (derechos sexuales y reproductivos). En otras palabras, el derecho a la salud, por un lado, y la igualdad de género, por el otro, constituyen los referentes normativos de la SDSR.

Dada la complejidad de la norma, su contestación también lo es. Los estados que contestan la norma, apoyados por organizaciones sociales activas en las instituciones internacionales, persiguen tanto su reformulación, en materia de salud reproductiva, como su desaparición en calidad de norma internacional en materia de derechos sexuales y reproductivos (Barbé y Badell, 2022). En este caso, los ejes del liberalismo y del soberanismo actúan por separado. En el primer caso, las posiciones se polarizan entre la defensa de la familia como unidad básica de los derechos y la defensa de los derechos individuales de la mujer. En el segundo caso, se enfrentan los que proponen la renacionalización de la agenda y los que quieren mantener los derechos sexuales y reproductivos en la agenda internacional.

La contestación de la norma liderada por la Santa Sede, desde el momento mismo de su emergencia en el año 2020, ofrece un caso concreto que muestra la dinámica de la polarización y la complejidad de los alineamientos en el triángulo de actores mencionado. Ese año, se presentó la Declaración del Consenso de Ginebra, un documento político, no vinculante, que cuenta con la adhesión de 36 estados y que fue copatrocinado por Brasil, Egipto, Hungría, Indonesia, Uganda y Estados Unidos2. Esta declaración se ha convertido en el referente normativo del movimiento que contesta la SDSR, basándose en la existencia de un derecho a la vida –recogido en la Declaración Universal de Derechos Humanos–, y toma como fundamento los valores tradicionales representados por la familia como unidad básica de la sociedad. El propio secretario de Estado de la Administración Trump, Mike Pompeo, estableció los parámetros de la contestación en contra de los derechos individuales y a favor de la soberanía nacional: 1) no existe un derecho internacional a favor de legislar sobre el aborto que deba ser impuesto a las naciones y 2) el derecho a la soberanía de las naciones para legislar sobre la protección de la salud sexual y reproductiva de las mujeres.

Así, Estados Unidos chocó con los valores liberales de la UE, que defiende que tanto los tratados internacionales, como el Comité para la Eliminación de la Discriminación contra la Mujer (CEDAW) o la Convención sobre los Derechos del Niño, además del Programa de Acción de El Cairo de 1994 y la Plataforma de Acción de Beijing de 1995, suponen la base para ofrecer cualquier servicio relacionado con la salud a las mujeres, incluido el aborto, siempre y cuando la vida de la mujer o de la niña se viera amenazada. Tras la Declaración del Consenso de Ginebra, y en sentido totalmente opuesto, se presentó una iniciativa conjunta de ONU Mujeres, México y Francia para crear el Foro Generación Igualdad, con la intención de hacer avanzar la agenda de Beijing y, con ella, la SDSR.  

La polarización existente en materia de SDSR nos muestra un panorama complejo y fluctuante. El enfrentamiento normativo que hubo entre la UE y Estados Unidos es contingente y se explica por la política interna estadounidense (la influencia de los sectores religiosos y ultraconservadores en el Partido Republicano). Aunque la llegada de Joe Biden a la Casa Blanca supuso un realineamiento del país con el marco normativo de la SDSR defendido por la UE. Al mismo tiempo, cabe destacar que dos países de la UE (Polonia y Hungría) son signatarios la Declaración del Consenso de Ginebra (junto con Rusia), sin que ello haya tenido impacto sobre la política europea en la materia (Barbé y Badell, 2022). El patrón de alineamiento normativo, en este caso, ofrece dos hechos destacados: la posición cambiante de Estados Unidos a modo de péndulo, que tiene impacto global a nivel normativo, y que la UE muestra falta de cohesión en materia de valores. 

Migración: la Europa fracturada y la minoría soberanista

El tercer caso se centra en la migración, una agenda central para la contestación normativa y extremadamente polarizadora en el mundo occidental, donde el debate confronta la soberanía nacional y el control de las fronteras con el derecho de asilo y la libertad de movimiento –esta última con limitaciones– recogidos en la Declaración Universal de Derechos Humanos. El eje soberanía nacional versus norma internacional (migración) aquí es fundamental.

La migración se convirtió, a partir de 2015, en un fenómeno de alcance global, generando preocupación en todos los continentes, incluido el mundo occidental (los refugiados sirios en Europa, el movimiento de ciudadanos centroamericanos hacia Estados Unidos o los refugiados rohinya de Birmania). El ejemplo concreto que abordamos es el del Pacto Mundial para la Migración (Pacto Mundial para una Migración Segura, Ordenada y Regular), que surgió a propuesta de Naciones Unidas con la intención de poner en marcha mecanismos y objetivos multilaterales para cooperar a nivel internacional en la materia. La puesta en marcha del proceso multilateral contó con el apoyo de la Administración Obama (Declaración de Nueva York para los Refugiados y los Migrantes de Naciones Unidas); sin embargo, la llegada de Donald Trump a la Casa Blanca llevó a la retirada unilateral del país del proceso negociador con el argumento de que las decisiones sobre las políticas de migración tenían que ser adoptadas «por los americanos y solo por los americanos», en palabras de la embajadora estadounidense en Naciones Unidas, que consideró la Declaración de Nueva York «incompatible con la soberanía nacional».

La negociación sobre normas relativas a la migración pone, pues, sobre la mesa el eje soberanía nacional versus norma internacional. La Administración Trump dejó claro que el tema no era abordable desde el multilateralismo, ya que era una cuestión de soberanía nacional. Es evidente que para la UE tampoco fue un tema fácil, al ser un asunto altamente politizado desde 2015, con una fuerte contestación normativa por parte de movimientos sociales y partidos de extrema derecha. El primer ministro de Hungría, Viktor Orbán, es posiblemente el mejor ejemplo de la polarización y del soberanismo europeos en materia de migración. Para él, los países que no paren la migración están perdidos, dado que la migración comporta confrontación entre lo nacional (la patria) y lo internacional o los sin patria.

La ausencia de Estados Unidos en la negociación del Pacto Mundial para la Migración bajo la Presidencia de Trump presentó una oportunidad para que la UE tomara el liderazgo en el proceso. Como resultado, acabó europeizando los 23 objetivos finales del Pacto (Badell, 2021). De esta forma, los europeos tienen mucho que ver con la formulación de este pacto, que no es un acuerdo vinculante para los estados y que persigue generar principios de gobernanza a nivel internacional en materia de migración. El proceso de negociación también puso de manifiesto las tensiones en el seno de la UE a causa de Hungría, concernida sobre todo por apuntalar la idea de que la migración no es un derecho humano básico. Ello nos muestra cómo la interpretación de los derechos humanos se ha convertido en un tema central en la fractura liberalismo versus iliberalismo.

A pesar de las diferencias con Hungría, la UE avanzó en el proceso con una voz única, que finalmente fue fracturada por la campaña de Estados Unidos para erosionar el Pacto Mundial; una campaña que iba dirigida especialmente a países de Europa Central –de la mano de Hungría–, a Israel y a América Latina. El resultado fue una pantalla de la Asamblea General de Naciones Unidas, en diciembre de 2018, en la que el Pacto Mundial fue aprobado con 152 votos a favor, 5 en contra, 12 abstenciones y 24 ausencias en la votación. Los 5 votos en contra fueron los de Estados Unidos, Israel, Polonia, Hungría y la República Checa. La imagen de minoría de los «soberanistas», que argumentaban que las migraciones solo se podían abordar en el marco nacional y no en el multilateral, fue aplastante.

En términos del triángulo de actores, la complejidad no pudo ser mayor. A lo visto anteriormente (tres miembros de la UE alineados con Estados Unidos e Israel) hay que añadir un cuadro extremadamente complejo: 15 estados miembros de la UE (Bélgica, Croacia, Chipre, Estonia, Finlandia, Francia, Alemania, Grecia, Irlanda, Lituania, Luxemburgo, Portugal, Eslovenia, España y Suecia) votaron a favor del Pacto Mundial, al igual que China y Rusia; otros cuatro miembros de la UE (Dinamarca, Malta, Países Bajos y Reino Unido) aprobaron el pacto, pero con una nota explicativa adjunta que reafirmaba que la soberanía nacional prevalece sobre los asuntos migratorios, enfatizando que la norma migratoria tenía que ir de la mano con la norma de soberanía; cinco miembros de la UE se abstuvieron (Austria, Bulgaria, Italia, Letonia y Rumania), junto con otros siete miembros de Naciones Unidas (Argelia o Chile, por ejemplo); y, finalmente, el ministro de Asuntos Exteriores de Eslovaquia, quien ayudó a lanzar el Pacto Mundial para la Migración, no asistió a la votación después de que el Parlamento eslovaco votara en contra de firmar el acuerdo. Este país fue uno de los 24 estados que no votó, junto con, por ejemplo, Timor Leste o Vanuatu. El patrón de alineamiento normativo en este caso es ilustrativo de las dificultades del mundo occidental, fracturado, para reconstruir normativamente el orden internacional. 

Reflexión final

El niño que se quedó aquí y no se fue con el agua sucia (la Guerra Fría) se ha convertido en un orden internacional en transición. Una transición que se evidencia cada día, sea en el terreno del poder material (emergencia de nuevas potencias no occidentales) o en el terreno de las instituciones (el multilateralismo contractual y universal está dando paso a múltiples formas de flexibilidad, como vemos en la lucha contra el cambio climático). Lo mismo ocurre en el terreno de las ideas, donde algunas ideas se construyen –véase el concepto de democracia soberana lanzado por China– y otras se contestan, como la universalidad de los derechos humanos.

Vivimos en un estado de contestación normativa a nivel internacional, aunque no todas las normas son contestadas. Nadie discute, por ejemplo, el principio de la igualdad soberana de los estados, recogido en la Carta de las Naciones Unidas. En cambio, buena parte de las normas solidaristas, como la responsabilidad de proteger o la salud y los derechos sexuales y reproductivos, son motivo de debates importantes, los cuales se articulan, como hemos visto, en torno a la fractura cosmopolitismo versus comunitarismo. Ello significa posicionarse en los debates, por un lado, en términos de soberanía nacional versus norma internacional y, por el otro, en términos de liberalismo (derechos individuales) versus iliberalismo.

Los tres casos abordados en estas páginas nos permiten ilustrar que las pautas de contestación son complejas, a veces inesperadas (fracturas en el mundo occidental en temas de derechos individuales) y también diversas, dependiendo de los temas abordados (es evidente que las cuestiones económicas pueden dar lugar a pautas muy diferentes de las que nos encontramos en los ámbitos de derechos humanos). En suma, la contestación normativa no se identifica sistemáticamente con la rivalidad entre China y Estados Unidos o con el manido «the Rest against the West». Este no es un mundo regido por bloques ideológicos homogéneos. 

Referencias bibliográficas

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Notas:

1- Disponible en: https://ec.europa.eu/commission/presscorner/detail/es/ip_22_2695 [Fecha de consulta: 20.10.2022].

2- Los países signatarios son: Bahrein, Belarús, Benín, Brasil, Burkina Faso, Camerún, República Democrática del Congo, República del Congo, Djibouti, Egipto, Gambia, Georgia, Guatemala, Haití, Hungría, Indonesia, Iraq, Kenia, Kuwait, Libia, Nauru, Níger, Omán, Pakistán, Paraguay, Polonia, Qatar, Rusia, Arabia Saudita, Senegal, Sudán del Sur, Sudan, Swazilandia, Uganda, Emiratos Árabes Unidos, Estados Unidos (retiró la firma al llegar Biden a la Casa Blanca) y Zambia.

Palabras clave: orden internacional, contestación normativa, geopolítica, Internet, derechos sexuales y reproductivos, migración

Cómo citar este artículo: Barbé, Esther. «Orden en transición y normas en discusión». Revista CIDOB d’Afers Internacionals, n.º 134 (septiembre de 2023), p. 21-36. DOI: doi.org/10.24241/rcai.2023.134.2.21

Este texto se inscribe en el marco del proyecto EUSOV: «La emergencia de la soberanía europea en un mundo de rivalidad sistémica: autonomía estratégica y consensos permisivos», financiado por el Ministerio de Ciencia e Innovación (PDI 2020-116443GB-I00).

Revista CIDOB d’Afers Internacionals, nº 134, p. 21-36
Cuatrimestral (mayo-septiembre 2023)
ISSN:1133-6595 | E-ISSN:2013-035X
DOI: doi.org/10.24241/rcai.2023.134.2.21