Lo que pudo ser y tal vez fue: razones sobre el supuesto golpe de Estado en el “nuevo” Ecuador

Opinion CIDOB 89
Data de publicació: 11/2010
Autor:
Oscar del Alamo, Investigador Colaborador Universidad Andina Simón Bolívar
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Oscar del Alamo,
Investigador Colaborador Universidad Andina Simón Bolívar

2 de noviembre de 2010 / Opinión CIDOB, n.º 89

 

La llegada de Rafael Correa, en 2006, a la Presidencia de la República se vislumbró como el inicio de una etapa de cambios significativos y la promesa de un “nuevo” Ecuador. Un deseo que la ciudadanía respaldaría en mayo de 2009 cuando Correa obtuvo la reelección con más del 50% de los votos en la primera vuelta - haciendo innecesaria una segunda – y logrando un hito sin precedentes en más de tres décadas. No menos importante fue, por entonces, el hecho de que Rafael Correa había logrado también algo que sus siete predecesores no habían conseguido: completar su mandato. Sin embargo, la promesa de este “nuevo” Ecuador puede cuestionarse en la medida en que algunas cosas parecen no haber cambiado excesivamente. Entre ellas, la crítica e inestable situación de la economía nacional agravada por la caída de las remesas de los emigrantes, el abaratamiento del crudo o la falta de inversiones en el país. Factores como la falta de alternativas claras o el no gozar de acceso a la financiación exterior (desde que suspendieron los pagos de la deuda externa en 2008) forzaron a Correa a poner en marcha “soluciones” como la Ley de Finanzas Públicas o la de Servicio Público, origen de la protesta policial del pasado jueves 30 de septiembre. La primera le confiere más poder para gestionar la economía y endeudar al Estado, mientras la segunda le otorga un mayor margen de maniobra para contener los salarios de gran parte del sector público que, paradójicamente, su propio gobierno ha aumentado.

Tampoco ha cambiado el hecho de que la estabilidad institucional ecuatoriana siga dirimiéndose, frecuentemente, en las calles de ciudades como la capital y que el país siga dependiendo excesivamente de las posturas e “imprevisibles” reacciones de ciertos colectivos y actores sin una adecuada canalización a través de los medios democráticamente establecidos. Resulta particularmente destacable el papel clave –ya sea por acción o inacción - que las Fuerzas Armadas siguen ejerciendo. Hasta la fecha, el Ejército había sido tanto un mero observador (en el caso de Abdalá Bucaram y Lucio Gutiérrez) como un aliado (contra Jamil Mahuad) en el conjunto de acontecimientos que acabaron con el mandato de ocho presidentes en 10 años desde 1997. En esta ocasión, saliendo al rescate de Correa, la actuación del Ejército puede considerarse como una excepción. Eso sí, su reacción tardía y las fisuras en su seno pueden ser indicadores de que esta excepcionalidad podría ser efímera en caso que se produzcan sucesos similares en un futuro no muy lejano.

Simultáneamente, y en lo que se refiere a los órganos de representación y diálogo a nivel nacional, no se visualizan grandes cambios. Por ejemplo, el Congreso Ecuatoriano sigue siendo un claro exponente de la fragmentación nacional, de la bipolaridad entre Sierra y Costa (Quito y Guayaquil) y de los particularismos locales que impiden los consensos y la construcción de una agenda sólida en pro de un desarrollo para todo el país. Al contrario, del mismo modo que sucedió con sus antecesores, el actual Presidente se encuentra en el centro de un escenario en el que no cuenta con mayorías estables ni respaldos de otras fuerzas políticas para la aprobación de sus proyectos. Esta situación, en buena parte, fuerza a la formulación de esas “soluciones” que, aún siendo válidas y legítimas, no son capaces de contar con un mínimo de apoyos necesarios y, por ende, se convierten en los causantes de nuevos focos de tensión. La Ley de Servicio Público y la consecuente sublevación policial podrían considerarse buenos ejemplos de ello.

A diferencia de otras ocasiones, la “revolución ciudadana” de Correa sigue gozando de un amplio respaldo popular como quedó demostrado cuando los partidarios del gobierno marcharon hacia el hospital donde el mandatario estaba retenido. En parte, este respaldo es una reacción lógica a los esfuerzos de Correa de abordar algunos déficits históricos asociados al país. El aumento del gasto en educación, sanidad e infraestructuras desde que Correa llegó al poder le han concedido un rédito muy valioso; también la disminución de la pobreza extrema que hoy alcanza alredor del 16% de la población frente al 40% hace una década. Paralelamente, su gobierno ha creado fondos especiales para financiar pequeñas empresas y se han expropiado millones de hectáreas de tierras para ser entregadas a poblaciones campesinas dentro del plan de autosuficiencia alimentaria. A pesar de estos avances, el respaldo de la ciudadanía no es inalterable y puede diluirse rápidamente y por detonantes “puntuales” como los que condujeron a la mencionada sublevación policial.

Al margen de las virtudes que puedan atribuirse directamente a Correa y a su gestión, hasta la fecha, el entorno y circunstancias políticas le han acompañado: la crisis que sufren los partidos tradicionales o el hastío ciudadano frente a las múltiples candidaturas carentes de estructura y vacías de contenido programático beneficiaron su ascensión. ¿Puede considerarse que este cúmulo de dinámicas, circunstancias, coyunturas e inestabilidad han conducido a un intento de golpe de estado? La confusión hace difícil responder ahora a esta pregunta. De hecho, los únicos que podrían contestar a ello serían los supuestos instigadores del mismo, si es que realmente fue ese su propósito más allá de una reivindicación visceral. Por ahora, lo único que puede asegurarse es la existencia de grabaciones con amenazas de muerte que acompañan al saldo de agresiones, heridos y fallecidos de los sucesos y que pueden ser el lado tangible tanto de la repentina escalada de tensión como de la precisión de una trama mucho más compleja y premeditada. Lo más sensato, aún a riesgo de equivocarse, es considerar que las doce horas de crisis que vivió especialmente Quito responden a una doble dinámica. En primer lugar, los efectos de problemas de larga data, interrelacionados, y que permanecen irresueltos. En segundo lugar, la combinación de una serie de despropósitos, desaciertos y ambigüedades: desde equívocas interpretaciones del marco legal, a falta de claridad del gobierno en sus iniciativas, a – tal vez la más grave – una gestión tan personalista como temeraria de la insurrección por parte de Rafael Correa y, a tenor de los resultados, de cuestionable acierto. Imagino que probablemente no estaríamos hablando de “supuesto golpe”, ni de muertes, ni de conspiraciones si, sencillamente, el Presidente de la República hubiera actuado mediante otras vías.

Sea, o no, un intento real de golpe de estado, los acontecimientos han mostrado que Correa no está exento de los temblores que implica estar sentado en el sillón presidencial ecuatoriano. Tal vez esas doce horas hayan sido sólo un aviso aislado. Tal vez sean la parte visible de los problemas estructurales irresueltos que seccionan al país y que podrían conducir a episodios más graves en un futuro no muy lejano de no mediar soluciones coherentes y consensuadas.

La pregunta que se formulan muchos analistas es si el Presidente Correa sale reforzado con la resolución de este episodio o, por el contrario, si su gobierno seguirá dando muestras de debilidad. De nuevo tal vez, la mejor manera de responder a ello sea no contestar directamente a la cuestión y plantear que la fortaleza del gobierno de Correa dependerá de su capacidad para afrontar asignaturas pendientes y conciliar intereses que requieren de actuaciones tan prudentes como inmediatas. Entre ellas: diseñar estrategias que permitan superar la excesiva dependencia del petróleo y las remesas, lograr mayores niveles de cohesión e igualdad social y mantener la validez de la institucionalidad democrática como vía de gestión de conflictos y tensiones. Los horizontes son claros y siempre lo han sido en el “viejo” Ecuador. La historia más reciente así lo demuestra. El desafío tanto para el “nuevo”, como lo fue para el “viejo”, va más allá de un simple diagnóstico de necesidades y objetivos para situarse en la premura de esbozar la estrategia más acertada para alcanzarlos.