Incógnitas en Brasil tras la caida del PT

Opinion CIDOB 427
Data de publicació: 09/2016
Autor:
Anna Ayuso, investigadora sénior, CIDOB
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Después de 13 años de gobierno liderado por el Partido de los Trabajadores (PT) y tras más de un año de crisis política que ha llevado a la destitución de la presidenta Dilma Rousseff el 31 de agosto de 2016, Brasil entra en una nueva etapa en la que la correlación de fuerzas modifica el proyecto político y económico del país y abre nuevas incógnitas. Esto afecta tanto a la esfera interna como a su proyección internacional. En la interna, el nuevo gobierno afronta la necesidad de consolidarse frente a una opinión pública, desafecta de la política salpicada de innumerables casos de corrupción, y de reactivar una economía que entra en el tercer año de recesión. Todo ello en un ambiente de crispación y polarización que se gestó durante las elecciones de 2014 y se ha profundizado con el proceso de destitución.

Tras conocer el veredicto del Senado, Dilma Rousseff se dirigió al pueblo brasileño para defender su inocencia, y reiteró que se estaba perpetrando un golpe de Estado al ignorar los más de 54 millones de votos con los que fue reelegida como presidenta en 2014. Pocas horas después, durante la toma de posesión, el ahora presidente Michel Temer respondía a quien fuera su socia de campaña y de gobierno antes de  retirarle su apoyo que “golpe de Estado es desconocer la Constitución” y a su parecer eso no se ha producido. Esta lucha dialéctica entre la legitimidad democrática y la jurídica ha sido el caballo de batalla durante todo el proceso y probablemente continuará en el Tribunal Supremo Federal si se producen las apelaciones anunciadas. La clave está en juzgar si se puede considerar un delito de responsabilidad el haber maquillado los presupuestos con finalidad electoralista y si este comportamiento justifica una destitución de la presidenta. Al no haber castigado el delito atribuido a Rousseff con la inhabilitación para ejercer cargos públicos el mismo Senado pone en cuestión la gravedad de los hechos.

En el juicio de Dilma ante el Senado, pesó más el componente político que el jurídico, y el PT perdió la batalla. Aunque, paradójicamente, es el cumplimiento de la ley el principal argumento del nuevo gobierno para autoafirmarse. En democracia, finalmente, la voz volverá al pueblo y, el próximo octubre, las elecciones municipales serán un test sobre el estado de la opinión pública, que ambos bandos dicen tener a su favor. De momento, el primer acto oficial internacional del nuevo presidente, ya confirmado, ha sido la asistencia a la 11 Cumbre del G20 que se reúne en Hangzou, China. Temer viaja con la intención de buscar el reconocimiento internacional de los grandes líderes mundiales y acallar las críticas lanzadas por la izquierda latinoamericana (Bolivia, Ecuador y Venezuela se niegan a reconocerlo). Pero también espera transmitir una imagen de normalidad y seguridad en el país, que ha sido cuestionada por la inestabilidad política y la crisis económica. El nuevo gobierno lleva una agenda de ajustes macroeconómicos, reformas fiscales y laborales, y privatizaciones con las que quiere atraer el capital internacional que necesita para reactivar la economía, modernizar las infraestructuras y generar puestos de trabajo.

Para hacer los cambios estructurales necesarios que permitan liberar al país del denominado “custo Brasil” que lastra la competitividad de la economía brasilera son necesarias reformas profundas de corto, medio y largo plazo. En este momento parece que el gobierno tiene una mayoría parlamentaria para llevar a cabo estas reformas, pero en un congreso con 28 partidos, 10 de ellos en el gobierno, el ejecutivo tendrá que negociar mucho para contentar a todos. Además, deberá hacer frente a la fuerte oposición de un PT que, libre de la presión de gobernar, intentará movilizar las bases hoy desencantadas por los escándalos de la corrupción. Quedan poco más de dos años para las próximas presidenciales. Un plazo muy corto para superar los grandes desequilibrios económicos y sociales que en 13 años del gobierno del PT se intentó reducir, pero que siguen enquistados en un país de dimensión continental.  Durante las pasadas legislaturas la seña de identidad de los gobiernos del PT fue su contribución a reducir la pobreza y poner en marcha políticas de inclusión social, como las transferencias monetarias, el incremento del salario mínimo o las pensiones mínimas. Ahí se cosecharon bastantes éxitos, pero paradójicamente las políticas redistributivas no tuvieron efectos en la reducción de las disparidades territoriales. En el siglo XXI, Brasil tiene una desigualdad territorial igual que la que había en el siglo XIX. La riqueza está concentrada en unos pocos estados del Sur-Este, mientras otros dependen de las transferencias del gobierno federal. Esta situación fue sostenible mientras hubo un crecimiento importante, pero en épocas de recesión se generaron enormes tensiones inter-territoriales que alimentaron la polarización política.

Hacia el exterior, Brasil sigue siendo una de las mayores economías del mundo pero, a pesar de ello, su peso en el comercio internacional es mucho menor que el que correspondería a su tamaño. Sólo el 21 % del PIB proviene de su comercio exterior, en comparación con el 47% de China, el 63% de México o el 75% de Alemania. La tasa de inversiones apenas llega al 18% del PIB y el gasto en innovación e investigación está en el 1,2%. A pesar de que con sus alianzas con los BRICS consiguió diversificar sus relaciones económicas, la gran dependencia de su comercio con China le ha generado vulnerabilidad ante su desaceleración y la disminución de los precios de las materias primas. Temer ha anunciado medidas de liberalización, pero eso pondrá más presión en los productores nacionales menos competitivos. En el plano regional, Brasil también afronta el declive de MERCOSUR y la necesidad de reinventarse. Puede parecer que las posiciones del presidente Macri y Temer son más favorables a destrabar el bloque. Pero, igual que la sintonía entre Lula y Kirchner no consiguió desbloquear la integración comercial, es muy probable que si se ponen en peligro los intereses nacionales tampoco ahora se llegue a avanzar. En escenarios de bajo crecimiento regional y con problemas internos, Brasil difícilmente puede ejercer de motor de la integración.

Con todo, no es el fin del Brasil emergente como algunos proclaman, porque sigue siendo un país con una potencialidad y recursos ingentes, pero persisten grandes problemas de desarrollo que no se resuelven de un día para otro. Menos aun si quienes tienen que resolverlos deben renunciar a algunos privilegios, como ocurre con el sistema electoral. En el futuro inmediato, Brasil probablemente adopte un papel menos asertivo y, sin abandonar las relaciones con los BRICS, busque nuevas formas más pragmáticas que amplíen el abanico de socios. Quizás no sea el mejor momento político y económico, pero puede haber una ventana de oportunidad para que desde Europa se calibre mejor las relaciones con Brasil, huyendo tanto de la euforia, como del pesimismo; siendo más posibilistas y constructivos.  

D.L.: B-8439-2012