El reto de regular a los gigantes de internet

Anuario Internacional CIDOB 2022
Data de publicació: 09/2022
Autor:
Tim O’Reilly, fundador, consejero delegado y presidente de O’Reilly Media, socio de O’Reilly AlphaTech Ventures (OATV) y profesor visitante en el Institute for Innovation and Public Purpose del London University College
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La mayor parte de las propuestas con las que contamos hoy en día para regular a los gigantes de Internet no dan en el blanco ya que, o bien son tan draconianas que nunca podrán ser implementadas, o bien no se ajustan a las preferencias de los consumidores a los que se supone que se quiere proteger. Y es que la mayoría de usuarios de Alphabet (Google) o de Facebook preferirían ceder sus datos a cambio de un acceso gratuito a servicios valorados en cientos de dólares y soportar la publicidad personalizada que esa cesión conlleva, antes que perder el acceso a tales servicios o tener que pagar por ellos. 

En ese sentido, la propuesta de la Unión Europea de alumbrar una ley de Mercados Digitales supone un gran paso adelante respecto otros intentos previos de dividir a las grandes compañías tecnológicas y, con ello, debilitar su modelo de negocio publicitario por medio de dificultar la recopilación datos de sus usuarios. Dicha ley propone regular la autocontratación de aquellas empresas que tienen estatus de gatekeeper (agentes de enlace o gestores de los portales de Internet), que son las que intermedian en la comunicación y el acceso de unas 10.000 empresas y más de 45 millones de usuarios. Las empresas específicamente aludidas por la ley son las que tienen una cuota de mercado dominante en áreas como los motores de búsqueda, las tiendas de aplicaciones, los mercados de comercio electrónico, las redes sociales, la publicidad, los navegadores, los servicios en la nube o los asistentes de voz. 

Una vez que una empresa es definida como gatekeeper o como «gatekeeper emergente» la ley le exige que posibilite la interoperatividad de determinados servicios clave, y que facilite a los usuarios cancelar la suscripción o darse de baja de dichos servicios y pasarse a la competencia. También queda prohibida la autopreferencia (la clasificación de sus propios productos o servicios por encima de los de sus competidores), la reutilización en un servicio de datos personales recopilados en otro, o que exijan a los desarrolladores de aplicaciones que incluyan en sus tiendas de aplicaciones los servicios del gatekeeper (por ejemplo, para realizar el pago o la identificación). 

Ejemplos de autopreferencia, en una definición restringida del término, son cuando Amazon coloca los productos de su propia marca por delante de los proveedores de mercado; o cuando Google muestra su servicio de agencia de viajes por delante de plataformas turísticas como TripAdvisor o Travelocity sin someterla a las mismas reglas de búsqueda algorítmica que promueven los contenidos mejores y más buscados. Sería deseable que los reguladores europeos tuvieran una visión más amplia de la autopreferencia. 

Al referirnos a los gigantes de Internet, cuyos mercados están regidos casi completamente por los algoritmos, debería hablarse de autopreferencia en un sentido más amplio; es decir, siempre que estos no operen en igualdad de condiciones. Estos algoritmos, que los portales utilizan para controlar la visibilidad y la colocación de los productos, los sitúan en una posición única para recolectar las rentas extraídas gracias al control de un recurso limitado, en este caso, la visibilidad en pantalla. 

Los algoritmos no solo clasifican el contenido que visualizará el usuario; también distribuyen el espacio de pantalla entre este contenido y la publicidad. El número, el tipo y la ubicación de las cuñas publicitarias cabe considerarlos como uno de los productos del propio portal, que compite con otros tipos de contenido, como los resultados de los motores de búsqueda. 

El rápido crecimiento del negocio publicitario de Amazon es un buen ejemplo de ello. Incluso cuando uno busca un producto por su nombre, lo primero que se muestra es un anuncio patrocinado de dicho producto, y es preciso desplazarse por la pantalla para poder ver el resultado de la búsqueda algorítmica (también conocido como «resultado de búsqueda orgánica»). La mayor parte de usuarios hacen clic en lo primero que ven, obligando al comerciante a pagar la tarifa publicitaria basada en el «pago por clic». Esta manera de situar el anuncio es, en la práctica, un impuesto a los comerciantes más que una ayuda para que consigan clientes adicionales. Cuando se muestra el anuncio en vez de, o se coloca por delante de, los resultados de búsqueda, los comerciantes están obligados a publicitarse para no volverse invisibles o ceder el tráfico de búsqueda a sus competidores. Los reguladores harían bien en establecer un requisito mínimo respecto al porcentaje de pantalla asignado a los resultados de la búsqueda orgánica y su repartición con el asignado a los anuncios, y respecto a la ubicación de dichos resultados. Los resultados de la búsqueda orgánica deberían ser siempre visibles antes o al lado de los anuncios. 

Comparativamente, como «servicio de compras», Google sirve mejor al usuario. No ofrece directamente la venta y gestión del pedido –como sí hacen Amazon y otras plataformas de comercio electrónico– y, en su lugar, responde a una búsqueda con una lista de páginas evaluadoras y otros contenidos de utilidad para el usuario, así como una serie de anuncios de terceras partes que están buscando el negocio del cliente. Así es como debería funcionar. Sin embargo, en otras áreas, como los viajes o la búsqueda local, Google juega el mismo juego que Amazon, priorizando sus propios servicios de agregación y sus anuncios por delante del resto. Igual que en Amazon, hay ocasiones en que el usuario no puede ver ninguno de los resultados de la búsqueda orgánica sin desplazarse antes por la pantalla. A menos que las empresas se publiciten, sus productos desaparecen esencialmente de la búsqueda. También la priorización que hace Facebook del contenido que puede ser lucrativo (ya que resulta más deseable a los anunciantes) sobre el contenido que aparecería orgánicamente en el perfil del usuario es una modalidad de autopreferencia algorítmica. 

Por lo que respecta a los datos, los reguladores también deberían pensar con más amplitud de miras. Deberían hacer responsables a los gestores de las plataformas (y en realidad a todos los recopiladores de datos) del uso de esos datos que recopilan, para beneficiar a los usuarios en vez de ir en contra de sus intereses. Desde esta perspectiva, Facebook o YouTube podrían ser considerados responsables del uso de contenidos personalizados para difundir información falsa, que induzca al odio o contenidos adictivos, que operan en su propio beneficio y en detrimento de los usuarios cuyos datos han recopilado. Hay muchas zonas grises, por supuesto, y forzar la observancia de las normas puede ser difícil, pero incluso la amenaza de dicha imposición –tanto por parte de los reguladores como por los derechos garantizados a los propios usuarios– podría tener un efecto saludable. 

Dicho lo cual, debemos preguntarnos si en última instancia necesitamos reformas todavía más fundamentales. Por ejemplo, ¿a qué se debe que Google, la misma empresa que publicó la guía de principios «Do no evil» [«No perjudicar a nadie»], se deshizo de esta consigna en 2019 y actualmente, se enfrenta a las mismas acusaciones de practicar una forma de «capitalismo de la vigilancia» que Facebook, una empresa que nunca había aspirado a un objetivo tan noble? ¿Por qué Google ahora recibe las mismas denuncias antimonopolio que Microsoft, considerado como el «imperio del mal»? ¿A qué se debe que Amazon, considerada «la empresa más orientada al cliente de todo el planeta», anteponga los anuncios patrocinados a los resultados basados en los intereses del cliente y elegidos por los algoritmos de búsqueda de Amazon, que priorizan una combinación de precio bajo, altas calificaciones de los clientes y otros factores similares? 

Yo creo que la respuesta hay que buscarla en el diseño de nuestros mercados financieros. A comienzos de la década de 1980, Milton Friedman escribía que «la responsabilidad social de una empresa es aumentar sus ganancias», al tiempo que el modelo de Meckling y Jensen de la Harvard Business School convencía al mundo empresarial de que la mejor forma de conseguir esa responsabilidad social era alinear los intereses de la gerencia con los de los accionistas, pagando a los directores generales y a los altos ejecutivos con acciones de la empresa. Desde entonces, las antiguas consideraciones relativas a la responsabilidad respecto a los clientes y a la sociedad se defienden de palabra, pero, a la primera de cambio, se dejan de lado. 

En el caso de los gigantes tecnológicos el problema es particularmente grave, ya que las ganancias derivadas de las acciones son esenciales para retribuir, no solo a los ejecutivos, sino también al talento del que depende la innovación continua. En los embriagadores días que siguieron al despegue de las nuevas tecnologías como Internet o los teléfonos inteligentes, las ganancias inundaban el sector; eran el fruto de la innovación y de la adopción masiva y entusiasta por parte de los usuarios. Sin embargo, cuando la ola ha perdido fuerza, hay que seguir buscando la forma de hacer crecer los beneficios, por lo que los ejecutivos racionalizan comportamientos que anteriormente habrían rechazado de pleno. 

Mientras persista el sistema de incentivos, todo intento de regulación no hará más que atacar los síntomas, no la enfermedad. Y este es un cambio que, lamentablemente, está fuera del alcance de la mayoría de reguladores y que requiere cambios fundamentales en el diseño de una maquinaria económica que, inevitablemente, produce malas prácticas. La priorización del valor de las acciones de la empresa por encima de cualquier otra consideración es el «algoritmo canalla» definitivo.