Conversaciones CIDOB | «Democracia en tiempos de crisis»

Anuario Internacional CIDOB 2022
Data de publicació: 09/2022
Autor:
Daniel Innerarity y Blanca Garcés Mascareñas
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Blanca Garcés, investigadora sénior del área de Migraciones y coordinadora de investigación de CIDOB

EN CONVERSACIÓN CON

Daniel Innerarity, catedrático de Filosofía Política en la Universidad del País Vasco y Catedrático de IA y Democracia en el Instituto Universitario Europeo de Florencia.

Daniel Innerarity (Bilbao, 1959) es Catedrático de Filosofía Política en la Universidad del País Vasco e investigador en Ikerbasque, y es Catedrático de IA y Democracia en el Instituto Universitario Europeo de Florencia. Según la revista francesa Le Nouvel Observateur es uno de los pensadores más influyentes a escala internacional. Entre sus libros cabe destacar: La humanidad amenazada: gobernar los riesgos globales (con Javier Solana), Ética de la hospitalidad, (Premio de la Sociedad Alpina de Filosofía 2011 al mejor libro de filosofía en lengua francesa); La democracia del conocimiento (Premio Euskadi de Ensayo 2012); La política en tiempos de indignación (2015); La Democracia en Europa (2017), Política para perplejos (2019) (Premio Euskadi de Ensayo 2019); y Una teoría de la democracia compleja (Galaxia Gutenberg, 2020). Su publicación más reciente es La sociedad del desconocimiento (Galaxia Gutenberg, 2022), donde el filósofo aborda cómo enfrentarse al exceso de información, que se ha multiplicado en este tiempo, para evitar que la saturación de los datos dinamite nuestro pensamiento. 

Blanca Garcés (BG): Nos encontramos inmersos en un mundo en crisis. Así lo argumenta Daniel Innerarity a través de sus innumerables libros y ensayos. Las crisis moldean un mundo cada vez más complejo e inestable. ¿Hasta qué punto estas múltiples crisis son consustanciales a nuestro tiempo?

Daniel Innerarity (DI): La tesis que defiendo es que nuestro mundo no tiene crisis ocasionales que suceden de vez en cuando, sino que vivimos un mundo de crisis permanentes. De hecho, creo que la palabra «crisis» es demasiado tranquilizadora, ya que parece apelar a un episodio, un momento determinado, después del cual viene la calma y se recupera la normalidad. Este no es el caso, creo que vivimos en un mundo crítico permanentemente.

BG: ...Y cada vez más interdependiente.

Efectivamente. Un rasgo que define la «aldea global» que habitamos es precisamente su interdependencia, el hecho de que continuamente estamos interaccionando; esto provoca que los fenómenos sean altamente contagiosos, tanto para lo bueno como para lo malo. Y esto genera un nivel de complejidad para el que no estamos acostumbrados, que a menudo escapa a nuestra capacidad de comprender y gestionar. Permítame una vivencia personal: a mediados de los años ochenta tuvo lugar la crisis de la central nuclear de Chernóbil, que yo viví desde Baviera, donde estaba investigando con el sociólogo Ulrich Beck, que después escribiría su libro La sociedad del riesgo: hacia una nueva modernidad. Pues bien, a 1.700 km de distancia de la central ucraniana, recibimos avisos por parte de las autoridades de no consumir fruta y verdura debido a que la nube radioactiva nos estaba alcanzando. Fue la evidencia de que la contaminación viajaba y una clara expresión de que vivimos en un mundo tremendamente interdependiente. Y mi sensación es que desde entonces no hemos hecho más que encadenar una crisis tras otra. Sin embargo, el debate más en boga hoy en día gira en torno a la duración de las crisis: ¿hemos salido ya de la crisis económica iniciada en 2008? ¿Hemos dejado atrás la pandemia? Pensemos precisamente en esto último; la pandemia no tiene solamente un componente biológico, es también cultural, social, educativo, económico y ecológico. Que ahora estemos vacunados y la situación sanitaria sea menos grave no implica que hayamos superado la crisis. No, por lo menos hasta que hayamos trabajado o transformado el conjunto de condiciones que hacen que pueda repetirse en el futuro y con la misma gravedad. Hasta que seamos capaces de identificar y afrontar mejor la próxima crisis, no podremos decir que hemos salido de la crisis actual.

BG:Ha mencionado este factor de dificultad para «comprender» un mundo con una elevada complejidad; ¿qué capacidad tenemos de conocer, diagnosticar, pensar o prever cuándo empezará la siguiente crisis, antes de que se acabe la anterior? ¿Dónde queda el conocimiento en este mundo crítico?

DI: Como sabe, una de mis obsesiones desde hace años es poner la reflexión acerca de la sociedad, la democracia y la política a la altura de la complejidad real del mundo en que vivimos. El lenguaje que utilizamos para ello está compuesto de unos conceptos –poder, representación, soberanía, Estado, democracia– que surgieron hace 200, 300 o 400 años, en una época en la cual las sociedades eran mucho más sencillas, más homogéneas cultural, religiosa o lingüísticamente, con relativamente poco movimiento y con tecnologías muy poco sofisticadas, comparadas con las que tenemos hoy. Así pues, el primer desafío que tenemos que abordar es complicar las cosas; la única manera de mejorar hoy nuestras democracias es hacerlas más complicadas, más complejas, permitir la intervención de más factores. En segundo lugar, y acerca de la capacidad de previsión por la que me preguntaba: debemos reconocer que en un mundo tan acelerado como el nuestro, esto es tremendamente difícil e incierto. En un mundo más pausado, mucho más basado en la inercia, la previsión es más sencilla, ya que es probable que cualquier escenario futuro sea tan solo una pequeña modificación del presente. Sin embargo, en momentos como el actual, en los que se acelera la historia, vivimos muy poco tiempo en las condiciones del presente, podemos contar muy poco con que las condiciones del momento se mantengan constantes en el tiempo. Sin embargo, la necesidad de prever es algo propio de los humanos. Antes acudíamos a la fe o a los oráculos para adivinar el futuro; hoy en día lo hacemos de una manera científica, combinando muchas disciplinas científicas que tienen distintas visiones del tiempo histórico. En sociedades estables se aprende de la experiencia, de los ancianos; no en balde, el símbolo de la sabiduría era el viejo de larga barba blanca. Hoy en día, esto está obsoleto; si yo tuviera que representar la sabiduría hoy dibujaría una niña, porque es la inteligencia personificada. Tenemos que aprender del futuro, no podemos aprender del pasado, el pasado nos enseña muy poco. La idea de Hegel de que la gran lección de la historia es que de la historia no se pueden sacar lecciones, creo que hoy es una verdad inapelable.

BG: Ante esta aceleración de la historia, y ante esta incapacidad de prever o, en todo caso, de conocer a partir del pasado, ¿qué papel tiene el conocimiento a la hora de gobernar? Porque como usted ha sugerido en algunos de sus artículos, el conocimiento no ha sido nunca tan importante y a la vez tan sospechoso: lo necesitamos para nuestro progreso, pero a la vez despierta iras, en particular la idea del «experto», que ahora es visto con desconfianza. ¿Cómo podemos lidiar con esta contradicción?

DI: Precisamente este es uno de los temas centrales de mi último libro, La sociedad del desconocimiento, donde trato de desentrañar esa paradoja. La pandemia ha sido un buen ejemplo de ello. Por un lado, ha habido un entusiasmo general en relación con la ciencia, debido al éxito de las vacunas; sin embargo, también ha surgido un movimiento de resistencia y de desconfianza hacia ellas. Y esto es preocupante porque vivimos en un mundo tejido a base de relaciones de confianza. En una sociedad extensa y compleja, estamos obligados a confiar en otros para afrontar situaciones y problemas que no conocemos de primera mano; es por ello que los científicos, periodistas y políticos, actúan como nuestros referentes para determinadas cuestiones. Cada uno de los individuos acaba construyendo su propia cadena de confianza, tomando referentes para cada uno de los temas, algo que, dicho sea de paso, no es nada fácil. Es imposible supervisar personalmente cada uno de los eslabones de la larga cadena de confianza, y esto genera un vértigo que cada uno gestiona como puede y buenamente sabe. Hay quien construye bien esta cadena, y hay quien no. En cualquier caso, la mayor parte de los problemas que tenemos como sociedad son problemas que requieren un gran impulso tecnológico y una gran movilización cognitiva. La idea que muchas personas tienen de que la tecnología tan solo es una fuente de problemas y de efectos secundarios indeseados, me parece totalmente primitiva. Otra cosa distinta es que esa tecnología presenta situaciones disruptivas y desarrollos que en buena parte son imprevisibles, y debe ser regulada de alguna manera. Me preguntaba también por el vínculo entre conocimiento y gobierno: creo que la democracia es la mejor forma de gobierno desde el punto de vista moral y político, ya que hace suyos los valores de libertad, igualdad y fraternidad que se fijaron como meta las revoluciones contemporáneas. O por lo menos, aspira a conseguirlos. Pero es más, no solo es el mejor sistema político desde el punto de vista normativo, lo es también desde el punto de vista cognitivo. La democracia articula un entramado institucional en el que hay, por ejemplo, gobierno y oposición, hay libertad de información, de expresión y de crítica. Eso no responde solamente al respeto que nos debemos unos a otros, sino también a una inteligencia colectiva expresada institucionalmente, después de muchos fracasos históricos y muchos conflictos inútiles, que nos han enseñado que es bueno permitir un espacio de oposición, de discrepancia, de interacción; fomentar una diversidad de conocimiento. Spinoza, uno de los fundadores de la democracia moderna, afirmaba que en un sistema democrático la persistencia en el error es más difícil; esa es una idea muy sencilla pero muy verdadera. En una democracia se gobierna a plazos, se gestiona el poder por un tiempo limitado, incluso se exponen las ideas en un parlamento también con un tiempo establecido, limitado, tras el cual la oposición tiene su turno de réplica. Hoy nos quejamos de la polarización, pero como colectividad cometeríamos muchísimos más errores si, en nombre de evitar la polarización, concediéramos a alguien la potestad de dictaminar qué es verdadero y qué es falso. Es mucho más democrática y mucho más razonable la toma de decisiones a través de un espacio libre de crítica y discusión.

BG: Precisamente esta es una de las cuestiones sobre la que ha reflexionado más en sus trabajos; cómo reconciliar la democracia y el conocimiento cuando, por ejemplo, a las elecciones no se concurre con la verdad, sino con un conjunto de expectativas, de deseos, que pueden estar en contradicción con las recomendaciones de los científicos o los expertos. Pienso por ejemplo en cuestiones como la del cambio climático, donde la toma de medidas es urgente y sin embargo la decisión última queda en manos de los votantes, que quizá no estén dispuestos afrontar los sacrificios y las renuncias que reclama la acción climática. ¿Cómo podemos reconciliar estos dos componentes de la democracia, el conocimiento, por un lado, y las expectativas de los votantes por el otro?

DI: En lo que plantea confluyen varios problemas apasionantes y de muy difícil resolución. En primer lugar, un gran problema de las sociedades y las democracias contemporáneas es esta articulación de poder y conocimiento, entendiendo que son dos cosas diferentes. Recordará que durante la pandemia un grupo de epidemiólogos publicó un manifiesto donde interpelaba a los políticos con la siguiente afirmación: «ustedes tienen el poder, pero nosotros tenemos el conocimiento». Creo entender qué se quería decir con ello –que se debe articular bien el plano de la reflexión y del conocimiento con el plano de la acción política–, pero a pesar de ello, yo fui muy crítico con el documento porque se equivocaba en las dos cosas: ni unos tenían tanto poder, ni los otros tenían tanto conocimiento. La idea arcaica de que el poderoso puede y el sabio sabe, es muy simple. Hoy, afortunadamente, tenemos la posibilidad de crear los espacios que acercan la ciencia a los parlamentos, como por ejemplo, los grupos de expertos que asesoran a los legisladores y los decisores políticos. En mi caso, que pertenezco más al ámbito de la ciencia y del conocimiento, me siento también en la obligación pública y democrática de formular lo que yo entiendo como verdad científica, pero sin perder de vista su viabilidad política. Los que nos dedicamos a las ciencias somos muy poco respetuosos con la lógica política, que exige sentido de la oportunidad, de la comunicación, de la aceptación pública o la comprensión por parte de la ciudadanía... Cuando uno habla con políticos, cosa que intento hacer a menudo para conocer sus impresiones y las dificultades que enfrentan, muchas veces te dan la razón, pero se defienden diciendo que «lo que dices es verdad, pero no se puede hacer ahora», o «yo no tengo la capacidad de afrontar esta problemática». Esto me lleva a pensar que el problema de nuestras democracias contemporáneas no es que no sepamos lo que hay que hacer, sino que nuestra manera de organizarnos socialmente es perezosa a la hora de abordar los cambios, las transformaciones y las transiciones, y esto se acaba reflejando también en la gestión política. Fijémonos por ejemplo en el reto que nos plantea el cambio climático; como se vio en el IPCC [Grupo Intergubernamental de Expertos en Cambio Climático] de la pasada cumbre de Glasgow. Desde el punto de vista teórico existe un acuerdo bastante amplio en cuanto a la dirección que deberíamos tomar, e incluso que existe la voluntad política para actuar. Sin embargo, las medidas que deberían implementarse nos exigirían abandonar hábitos muy instaurados en nuestro modo de vida: pautas de consumo, movilidad, y abordar injusticias históricas que existen entre sectores de la sociedad y también entre países que tienen distintos ritmos de crecimiento y modernización. Ahí es donde surge la parálisis, o por lo menos, la constatación de que las transformaciones se dan mucho más lentamente de lo que nos exigiría la velocidad con la que tiene lugar la crisis, en este caso, la crisis climática. 

BG: Hablemos si le parece de estos «modos de gobernar» en tiempos de crisis; en su libro Pandemocracia, cuando se refiere a la crisis pandémica, menciona la necesidad de transitar hacia formas de inteligencia cooperativa. ¿A qué se refiere exactamente y cómo podemos acercarnos a estas nuevas formas de gobernar?

DI: Creo que existe una visión cada vez más extendida de que se necesita una transformación, una transición, que nos permita afrontar mejor las crisis que se nos plantean. Si nos fijamos en Europa, esta es la lógica detrás del programa NextGenerationEU que precisamente plantea cuatro grandes transiciones fundamentales para responder a la crisis pandémica: la de la cohesión social, la igualdad, la ecológica y la digitalización. El problema inmanente a cualquier transición es que tiene que vencer unas inercias, basadas generalmente en la lógica de ganadores y perdedores, y que necesariamente se verán alteradas. Hay dos ejemplos que creo que ilustran bien a lo que me refiero: uno, respecto a la transformación digital, y otro sobre la transición ecológica, que ponen de manifiesto no solo que existen resistencias en la sociedad al cambio, sino que estas pueden ser perfectamente racionales y comprensibles. En el caso de la transición digital, el fenómeno de la llamada «revolución de los cajeros», pone de manifiesto que algunos colectivos, en este caso la gente mayor, no consiguen adaptarse a un entorno de creciente digitalización de los servicios bancarios que requiere de unas habilidades digitales que no tienen; algo similar, por cierto, ha ocurrido con la enseñanza a distancia durante la pandemia, que ha ampliado la brecha educativa sobre la base de las habilidades digitales y de la disponibilidad material de las tecnologías. El segundo ejemplo que quería mencionar, en este caso ligado a la transición ecológica, es el de los chalecos amarillos en Francia. Todos los partidos franceses, incluido el partido Reagrupamiento Nacional de Marine Le Pen, se han subido al carro de la transición ecológica. Esto implica tomar medidas como la subida del precio del diésel, que perjudican a sectores muy concretos de la sociedad: a los que trabajan en los transportes o en la agricultura. Y aquí surge un aspecto que me tiene especialmente preocupado, como filósofo, pero también como ciudadano: la percepción que se está instalando en la sociedad de que la transición ecológica es una cuestión de capas altas de la sociedad, casi como un lujo de las clases instaladas, pero que otras clases sociales más populares y de otros sectores sociales no se la pueden permitir. Generar esta sensación es peligroso ya que puede llevar a un número importante de los electores a votar por partidos con unos estándares ecológicos menos exigentes. Esa es otra de las brechas que está apareciendo. Finalmente me gustaría añadir una reflexión que va en la línea de su pregunta acerca de cómo podemos abordar de manera distinta los problemas que afectan a nuestra sociedad. Creo que venimos de un mundo que ha tendido a parcelar, trocear los problemas, para poder resolverlos. Esa es la lógica detrás de la división fordista del trabajo; ante una cuestión compleja, la dividimos en tareas mucho más manejables que asignamos a un especialista. Sin embargo, el mundo actual funciona más que nunca como un sistema en el que todo está interconectado, lo que da lugar fácilmente a un efecto cascada que no permite que podamos tratar los problemas de manera individualizada. Lo plantearé de otro modo: si sencillamente nos dedicamos a parcelar los problemas, no podremos acceder a su núcleo fundamental. Esta división fordista de los problemas, ha dejado de ser efectiva en el mundo actual.  En el mundo de hoy, la paradoja es que si queremos arreglar una sola cosa debemos pensar en arreglarlas todas. Esto es en cierto modo trágico, ya que el reto es mayúsculo, pero creo que es así. 

BG: ¿Puede ser entonces que ese sea el problema actual? ¿quizá es la necesidad de abordar las cuestiones en su conjunto lo que explica la lentitud en la toma de decisiones, que son cada vez más urgentes? Y relacionado con ello, ¿puede ser la inteligencia cooperativa una respuesta efectiva frente al reto de abordar los problemas con toda su complejidad, sin recurrir a la fragmentación que mencionaba?

DI: Sin duda, creo que ambas cuestiones son ciertas. En primer lugar, a mi juicio hay un clarísimo desfase entre la velocidad a la que se reproducen los problemas –de la tecnología o del mundo que debe ser regulado–, y la lentitud de los responsables políticos en regularlos y gestionarlos. Y creo que paradójicamente, la tendencia a acelerar también los procesos de decisión es totalmente improductiva. La agenda de los políticos se vuelve frenética, agitada, precisamente para responder a la inmediatez y simular eficacia cuando en realidad su acción es muy poco productiva. La única manera de dar una respuesta eficaz a las urgencias de nuestro tiempo es abordarlas con la pausa y la reflexión que necesitan, a través de un buen diagnóstico y análisis. Solo de esta manera nuestra inteligencia nos permite superar los problemas. En otras palabras, la reflexión nos ayuda a ganar tiempo, aunque parezca lo contrario. Debemos dotarnos de instrumentos de inteligencia colectiva –y para mí CIDOB encaja en esta categoría– con un alto nivel de reflexión y análisis, y que sí, en algunos casos puedan reaccionar ante las crisis ocasionales, como es el caso de la guerra en Ucrania, o en su momento la crisis global provocada por la pandemia, pero siempre desde un conocimiento de largo recorrido, reflexivo, que creo que es un complemento necesario del periodismo del «aquí y ahora» y de la agitación permanente de la vida política. Respecto a su segunda cuestión, cuando me refiero al troceamiento de los problemas, hablo también de competencias exclusivas, de soberanía no compartida, o de estilos verticales y jerárquicos autoritarios. Pero cuando hablamos de arreglarlo todo, en el fondo estamos hablando de configurar sujetos amplios, de tipo horizontal. Basta con fijarnos en la Unión Europea, en lo lenta que puede llegar a ser su toma de decisiones, debido a los múltiples resortes de control y de veto; y sin embargo, cuando Europa ha logrado articular una verdadera gobernanza horizontal se ha mostrado no solo ágil, sino casi imparable en su aproximación a los problemas de nuestro tiempo. La respuesta a la pandemia ha sido un ejemplo de ello, especialmente si la comparamos con la horrible gestión de la crisis económica de 2008, en la que vimos de todo menos cooperación y horizontalidad. 

BG: Me gustaría traer a colación el tema de la justicia, a la que ha apelado cuando hablaba de ganadores y perdedores de las crisis, y de esas inercias que es tan difícil cambiar. Y unirlo también con la necesidad que mencionaba de prever, de no mirar tanto hacia el pasado, y mucho más hacia el futuro. En su opinión, ¿cómo cree que reaccionarán los que están quedándose al margen de estas transiciones, y cómo cree que podemos gestionar las transiciones de manera más justa, más inclusiva, para que no quede tanta gente en el camino?

DI: Esta es una cuestión clave. El poder incluir al que ha quedado excluido por mis propias prácticas, tácita o explícitamente, es el horizonte moral de nuestro tiempo. Para que haya justicia, debemos preguntarnos si el beneficio que obtenemos es a costa de otro. Este es un gran imperativo que nos tenemos que plantear: ¿hay algún beneficio que yo esté obteniendo gracias a una injusticia hacia otro?, ¿quién lo paga? Me gustaría mencionar un ejemplo interesante y actual, precisamente por ese carácter sistémico al que me refería antes. Durante la pandemia, hemos visto como el mundo desarrollado ha conducido campañas de vacunación muy completas, que nos han protegido de manera bastante satisfactoria. Sin embargo, me pregunto si quizás hubiera sido más justo e incluso mejor para nuestra propia salud una dosis menos en los países de rentas altas y una dosis más en los países de rentas bajas. Quién sabe si esto nos habría ahorrado la variante ómicron, o las oleadas más recientes. Debemos preguntarnos: ¿por qué no globalizamos las vacunas? Lo digo no solo como una cuestión de generosidad o de solidaridad, sino por el propio interés, bien entendido. Debemos plantearnos que seguramente las crisis actuales son debidas en parte a las injusticias del pasado, como una suerte de efecto bumerán que se vuelve contra nosotros. Y es que uno de los cambios importantes que ha generado la globalización es que nos ha dejado sin alrededores del mundo, ni físicos ni normativos. Me explico: con un «alrededor» me refiero al espacio externo, de fuera, en el que metafóricamente podíamos depositar tranquilamente nuestros desechos, nuestra basura, sin que ocurriera nada. El mundo colonial es un ejemplo muy gráfico se esta realidad, ya que por entonces había un afuera, un alrededor que era parasitado por la metrópolis. La pulsión poscolonial de emancipación creo que tiene mucho que ver con la idea de negarse a vivir en un lugar de desecho. Eso hoy ya no es posible, ni normativamente –ya que seríamos reprendidos por ello–, ni físicamente, ya que sencillamente estos lugares han dejado de existir. No obstante, la sociedad actual sigue actuando como si el futuro fuese el basurero del presente. Decía Rousseau que no hay mejor tejedor de amistades que un enemigo común, y parece que ese enemigo sean las generaciones futuras. La lógica detrás de la insostenibilidad en nuestro planeta, nuestro modo de producción, de consumo, etcétera, no es otra que pensar que las consecuencias de todo esto las pagarán otros; que, por cierto, todavía no votan y es posible que quizá ni hayan nacido. En definitiva, ese carácter sistémico del mundo nos obliga a una actuación menos centrada en la defensa de lo propio y menos cortoplacista, porque la gestión del futuro también tiene que formar parte de nuestros cálculos vitales. Nietzsche afirmaba que debemos hablar de una ética de las cosas más lejanas. Hoy nuestra ética es una ética del prójimo, lo próximo, lo cercano, lo inmediato. Quizá en lugar del prójimo tendríamos que hablar del lejano, que, en el fondo, se ha convertido también en nuestro prójimo. 

BG: La pandemia ha subrayado que solo cuidando a los demás nos podemos cuidar a nosotros mismos. Sin embargo, también vemos hoy como algunos colectivos ­–como la extrema derecha– promueven la idea contraria, la de que lo que unos ganan lo pierden los demás; pienso en el argumento de que la seguridad de unos depende de que otros –los migrantes– no tengan acceso a sus mismos derechos. Y hemos visto como estos argumentos han ido calando en los partidos tradicionales.

DI: Si pudiéramos adoptar esta mirada sistémica que antes reclamaba, seguramente veríamos que existe una relación entre nuestro modo de vivir y la necesidad de los inmigrantes de venir aquí, por ejemplo, debido al deterioro del clima en sus países de origen. Si esto fuera un tema de discusión pública –me atrevo a decir que de militancia política–, probablemente la gente lo entendería mejor y se daría cuenta de lo estúpido e inmoral que es el discurso de la extrema derecha en relación con este asunto. El nexo entre migraciones y cambio climático empieza a cuantificarse y es empíricamente demostrable. El discurso de la extrema derecha al que hace referencia parece querer decir que estas personas emprenden un largo y arriesgado viaje para beneficiarse de nuestros servicios sociales, como si fuese un simple cálculo económico; un cálculo económico que, dicho sea de paso, está bien para nosotros, pero no para ellos. 

BG: Permítame pues seguir hablando de las migraciones, que es a lo que dedico mi investigación. El politólogo Ivan Krastev ha afirmado que la verdadera crisis de Europa fue la de los refugiados de 2015, y esto por dos sentidos: primero, por su impacto potencial sobre el proyecto europeo –dado el bloqueo que generó en la UE–; y segundo, porque evidenció que las democracias europeas se habían convertido en instrumento de exclusión, y no de inclusión, o en todo caso en la inclusión de unos basada en la exclusión de otros. ¿Coincide usted con su diagnóstico? ¿Cuál cree que es el impacto de las migraciones sobre las democracias liberales y cómo estás se verán afectadas por la crisis actual de refugiados ligada a la invasión rusa de Ucrania?

DI: Si dejamos a un lado que es una situación dramática, y nos centramos exclusivamente en la lógica del conflicto, la guerra de Ucrania tiene muy poco de novedoso, ya que es muy tradicional: la típica guerra colonial de invasión de un país hacia otro. Lo que sí resulta intelectualmente interesante es la reacción del resto del mundo hacia Rusia, y su carácter ambivalente, que se explica por algo que se ha dado en llamar la «interdependencia armada», es decir, el hecho de que la interdependencia que hoy vivimos puede convertirse también en un mecanismo de presión, en un caballo de batalla. Me explico: Rusia ahora mismo está padeciendo las consecuencias de las sanciones europeas –que cada uno juzgará si son razonables, oportunas, justas o eficaces– de un modo que jamás habría experimentado la Unión Soviética, hace treinta o cuarenta años, que era un país autárquico y mucho más cerrado. La caída del imperio soviético abrió la puerta a la globalización de Rusia, lo que indirectamente, la ha puesto en nuestras manos. Es decir, ha permitido que nosotros, el resto del mundo que se opone a la invasión, sancionemos ahora a Rusia de distintas maneras: con el sistema bancario Swift, interrumpiendo suministros energéticos, etc. Pero llegados a este punto –y aquí recupero la idea del efecto bumerán de Ulrich Beck–, no hay sanción que no tenga que pagarse de alguna manera. Por ejemplo, en este caso con una energía más cara, con la sustitución de proveedores o con cortes en el suministro. Esto hace que nos adentremos en un terreno muy delicado, ya que todos los actores acaban perdiendo; por una parte, Rusia deja de recibir unos beneficios, pero también Europa debe buscar los recursos energéticos en otros socios, cosa que no es nada fácil. ¿Hasta qué punto podemos permitirnos el lujo de dañar al otro si también nos dañamos a nosotros? En la Europa actual, con una Francia que ha votado casi en un 50% a la extrema derecha, o una Alemania que también tiene un movimiento de extrema derecha muy significativo, y con unos países de Visegrado que cuestionan los valores fundamentales del modelo europeo… ¿Podemos autolesionarnos en respuesta a la crisis ucraniana? ¿Hasta qué punto esto no va a generar el caldo de cultivo idóneo para los movimientos políticos que mejor manejan las pasiones primarias y más elementales? Si yo fuera político estaría angustiado ante este tipo de decisiones, porque son tremendamente complejas. La solución no es nada sencilla, y por eso puedo imaginar la preocupación que deben sentir las personas que en estos momentos tienen en sus manos la toma de decisiones sobre estas materias.