5 años para la consecución de los Objetivos de Desarrollo del Milenio… ¿quién da más?

Opinion CIDOB 86
Data de publicació: 09/2010
Autor:
Íñigo Macías Aymar, investigador principal CIDOB
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Íñigo MacíasAymar,
Investigador Principal CIDOB

28 de Septiembre de 2010 / Opinión CIDOB, n.º 86

La semana pasada, y a cinco años vista de la fecha límite, la sede de la Organización de Naciones Unidas en Nueva York acogió a cientos de jefes de Estado, ministros de exteriores y directores de agencias de cooperación bilateral y multilateral para hablar y revisar la consecución de los Objetivos de Desarrollo del Milenio (ODM). Todavía con la resaca de la crisis que ha hecho tambalear los fundamentos de la economía moderna, tanto los gobernantes de los países más ricos y poderosos del planeta, como las principales instituciones internacionales, volvieron a centrar el debate en torno a la cantidad, muy lejos de la necesaria discusión sobre cómo mejorar la calidad de esta ayuda.

Para quien aún no lo sepa, a pesar de todo el dinero gastado en campañas publicitarias, los ODM se articulan en torno a 8 metas principales: erradicar la pobreza extrema y el hambre; alcanzar el acceso universal en la educación primaria; promover la igualdad entre géneros; reducir la mortalidad infantil; mejorar la salud materna; luchar contra el SIDA y la malaria; asegurar la sostenibilidad medioambiental y fomentar una asociación mundial para el desarrollo. Este simple ejercicio, llevado a cabo en una Cumbre similar en el año 2000, supuso un gran paso adelante para definir y perfilar unas metas para una “industria”, la de la cooperación internacional, que se encontraba en pleno auge impulsada por una gran sentimiento de solidaridad internacional, pero sobre todo, por multimillonarias sumas de dinero derivadas de un proceso de globalización económica y financiera que marchaba a toda máquina; especialmente para los países ya desarrollados. De manera accesoria, y por increíble que parezca tras tanto tiempo, esta iniciativa trajo asociada el desarrollo de mecanismos de evaluación periódicas sobre la consecución de estos objetivos; y lo que es más importante, facilitó aunar los esfuerzos dispersos de un número cada vez mayor de actores involucrados. Tras más de cinco décadas de ayuda oficial al desarrollo, el enemigo a combatir comenzó a tomar forma y la cooperación internacional supo a dónde debía dirigirse.

Sin embargo, tras 10 años de vigencia de esta iniciativa global, y más de un billón de dólares gastados por los principales países donantes y agencias multilaterales durante este mismo periodo, las últimas evaluaciones realizadas difícilmente alientan el optimismo. Efectivamente se han producido avances sustantivos a nivel global en aspectos tan cruciales como la pobreza, el acceso a la educación y la sanidad infantil, la atención prenatal y el acceso al agua; pero una mirada más cercana refleja que estos avances se encuentran muy mal distribuidos y muy concentrados geográficamente. Así, por ejemplo, resulta paradójico que China, un país hasta hace bien poco ajeno a las estructuras tradicionales de la cooperación internacional, haya tenido más éxito en la reducción de la pobreza a nivel mundial que todo el resto de agencias y organizaciones de desarrollo en el resto de países en desarrollo.

Ante esta falta de avances, la respuesta ha sido la esperada, y también la más sencilla: pedir más dinero. Zapatero y Sarkozy, por ejemplo, han hablado de nuevas modalidades de financiación. Y los principales noticiarios y periódicos, incluso las grandes estrellas del celuloide o del deporte, nos han recordado la necesidad de colaborar económicamente para luchar contra la aflicción que, en sus diferentes formas, acecha cada día a cientos de millones de personas en todo el mundo. Son actitudes muy loables, pero simplificar un problema tan complejo como el del subdesarrollo, y sobre todo la manera cómo los países ricos pueden ayudar en su lucha, puede resultar perjudicial a largo plazo. Pocos de ellos serán los que nos expliquen el terrible impacto que tiene la política agraria común europea (que por cierto, se come la mitad del presupuesto comunitario) sobre los ganaderos africanos, el nefasto efecto llamada que tiene la restrictiva política migratoria en los habitantes de los países pobres, o la descapitalización de las arcas públicas que supone la existencia de paraísos fiscales. Y es que en ocasiones, la ayuda para la cooperación se percibe como la compensación que el mundo desarrollado da a los países pobres por los obstáculos y dificultades que impone para su desarrollo.

A todo ello, hay que sumarle el importante descrédito que han generado los países ricos a los ojos de los países pobres por su falta de palabra y compromiso. Además del reiterado incumplimiento de los compromisos adquiridos en cumbres anteriores, con la crisis económica mundial los países en desarrollo han visto como los países que conforman el G-20 se han gastado más dinero en estímulos fiscales tan solo en el año 2009, que toda la ayuda provista a los países del África Sub-sahariana desde que se recopila esta información (y ya hace 50 años!).

Alcanzar los ODM requiere de mucho más que dinero y buenas voluntades. Además de la ya mencionada necesidad de una mejor gobernanza económica a nivel global, —dónde los países pobres dejen de ser meros espectadores de las decisiones que en materia comercial y financiera toman los países del G-8 o del G-20—, la cooperación internacional requiere de reformas institucionales de calado que establezcan un adecuado marco de incentivos. Entre las más urgentes, estas reformas deberían ir encaminadas a incrementar la transparencia de los flujos de ayuda, a favorecer la coherencia —dentro de los propios actores y entre todos ellos—, y a mejorar los mecanismos de evaluación y seguimiento. Actuando en estos tres ámbitos, se avanzará en el establecimiento de unas reglas de juego en el que todos los actores de la cooperación (países, ONG, organismos multilaterales, empresas, etc.) comprendan que incumplir sus compromisos o llevar a cabo iniciativas o políticas perniciosas para los países pobres está de alguna manera (socialmente, por ejemplo) penalizado. Y en este punto, los ODM es por dónde más cojean, pues: ¿Quién o quiénes responderán y cómo si en 2015 no se han cumplido estos compromisos?

Mientras las reglas y las normas de la cooperación sigan siendo las que son, las cumbres de los ODM seguirán pareciendo más una subasta en la que la frase más escuchada será: ¿Quién da más?

Íñigo MaciasAymar,
Investigador Principal CIDOB